miércoles, 9 de octubre de 2019

CUANDO LA HEROICA CIUDAD DESPERTÓ DE LA SIESTA





   Si bien es cierto que soy el primero (y no es algo reciente) que se queja del abuso de frases hechas/fórmulas recurrentes a la hora de promocionar/recomendar un libro, del uso indiscriminado de adjetivos que pierden su auténtico significado/valor de tanto repetirse, que se banalizan a fuerza de usarlos como comodines (y, en demasiadas ocasiones, para calificar del mismo modo obras disímiles cuyo único parecido es precisamente ese, el que le otorga quien las iguala en el encomio -o en el rechazo, que de todo hay-), al final termino por caer en ese vicio, en gran medida (no lo voy a negar) por limitación propia, porque no poseo el ingenio del llorado maestro Bernardino M. Hernando (al que tantos, lo que es la vida, parecen/demuestran haber olvidado -incluso la influencia que en su momento le reconocieron, ¡cuánto ingrato disfrazado de desmemoriado hay suelto!-), quien acuñó un término que hubiese merecido más atención y difusión, “estupléndido”, se considera así a aquello que entusiasma de un modo especial y deja corto cualquiera de los dos adjetivos que se funden en uno para cantar la excelencia con naturalidad y ovación muy cerrada (hacia el artífice del neologismo y hacia quien se dirige el mismo -creación y artista-). Por otro lado, lo malo de ciertas (o tantas) muletillas es que no se sepan justificar, no se hagan propias, no se llenen de contenido, se suelten y ya está, se cacareen como impostura/abducción, no se acepten/busquen matices, no se analicen, no se justifiquen, no son (o no todas o no siempre) tan nefastas como algunos están haciendo correr por ahí (esos que, anhelando en realidad recibir esos parabienes por más escepticismo que provoquen, en lugar de practicar la autocrítica y sacar conclusiones -y obrar en consecuencia-, optan por hacer mofa del público que compra libros o de los críticos que destacan su obra, con la mejor de las intenciones y toda la honestidad/profesionalidad del mundo -o, al menos, así se procura que sea- en ambos casos).

   Detengámonos ahora (tiene muchos puntos en común con lo anterior) en el siempre espinoso asunto de las etiquetas, en la manera inexacta en que una obra se presenta al público despertando unas expectativas que no se corresponden con el contenido de la misma, en el empeño en considerar los géneros como compartimentos estancos, como esquemas a los que ceñirse y de los que uno no se puede despegar (o viene Annie Wilkes con la maza -últimamente la invoco muy a menudo, no sé si eso significará algo-, ata a la cama al autor, ya saben cómo duele lo que sigue), hay muchos lectores unidireccionales (podría ser más cruel/descarnado, lamento generalizar pero es con lo que más se topa en redes y eventos literarios) que no aceptan la necesaria y lógica evolución de un género/escritor, que se han erigido en garantes/salvadores de las esencias (o de las que como tales han decretado) de las novelas que les gustan, que se apropian de las mismas sin conocer sus orígenes, ignorando la historia, sin salir de su zona de confort, sin leer algo diferente para poder comparar, negando a Goethe, a Dumas hijo, a Margaret Mitchell, incluso Love Story, cualquier cosa que se salga de lo que tienen por ortodoxo y/o permisible (hablo, repito, de lo que veo/leo/compruebo casi a diario). Es un asunto que ya hemos tratado en otras ocasiones, casi cada vez (y lo hacemos a menudo porque ya saben los leales que, haciéndolo en toda su amplitud y variantes, es el preferido de quien suscribe) que nos ocupamos de una novela que puede ser encuadrada en el género negro o así nos la presenten por más que, con mayor o menor alevosía, se sigan confundiendo términos, reduciéndolos, negando las amplias posibilidades de una literatura que, en su base, en su raíz, en su génesis/formación/eclosión cuenta con Hammett y su discípulo aventajado Chandler, pero también con Dos Passos u Horace McCoy, eso sin olvidar que uno de los títulos/autores con categoría de canónico es El cartero siempre llama dos veces donde James M. Cain prescinde de gánsteres y otros estándares clásicos a los que no siempre se recurre, si aplicásemos estrictamente el rasero que algunos utilizan para lanzar andanadas, para decretar quién o qué merece la pena y qué no, para poner en duda la calidad de obras y autores atendiendo sólo a las cifras de ventas (insultando de paso -o básicamente-  a los lectores) nos perderíamos propuestas muy interesantes (tal vez mal o imprecisamente etiquetadas, sí, volvemos a lo del primer párrafo, es cuestión de encontrar las palabras precisas).

   No es plato de gusto que nos den gato por liebre (y hay, no nos cansaremos de incidir en ello, mucho estafador suelto), pero en ocasiones se trata de tener un poco de flexibilidad, de, sencillamente, aceptar que un género es maleable, que su pureza y/u ortodoxia no se ve contaminada (antes bien se refuerza, ya que el aporte puede transformarse en nueva seña de identidad) por ir modificando sus particularidades, sus características, que cada autor lo afronta de un modo, que es complicado resumir en un solo término lo que (ya que nos ponemos precisos, miremos en todas las direcciones para intentar abarcar el panorama), tanto tiene (o puede tener) de negro como de intriga como de policial como de misterio clásico o ser sólo una de esas cosas (u otras parecidas o bien distintas). Y, aunque parezca que me he vuelto a ir por los cerros de Úbeda (por los que, si nada lo impide, triscaré el próximo mes -ya les contaré-), es algo de lo que hablamos con Ana Lena Rivera cuando mantuvimos (bajo los auspicios de mi Pepa Muñoz, por supuesto) uno de nuestros encuentros en la sede de Casa del Libro en Gran Vía, celebrando así su ópera prima, Lo que callan los muertos, que fue galardonada a finales de 2017 con el Premio Torrente Ballester y publicada por Maeva a principios de este año. Pero antes de incidir en ese aspecto, conviene señalar/destacar que estamos ante una auténtica revelación en todos los sentidos, una voz fresca que demuestra conocer los resortes y recursos del género (vuelvo a emplearlo en/con toda su extensión y variedad) pero no imita a nadie y encuentra su propio camino, una narradora que resulta novedosa en la manera de plantear y abordar la intriga, sin renunciar por ello a un desarrollo clásico, poniendo el foco en el misterio y haciendo que todos los personajes den vueltas en su torno y se definan por su implicación con el mismo, por sus hechos y palabras, una creadora que presenta a la investigadora más rompedora y diferente de las muchas (y muchos) que han ido apareciendo en los últimos tiempos (y, por fortuna, en concreto en España, hay donde elegir y para bien), una innovación casi casi revolucionaria (que cuenta con gloriosos antecedentes -de ahí lo de los “casi”-, por desgracia poco continuados -de ahí lo de “revolucionaria”- en aras de los clichés, las repeticiones, las fórmulas desgastadas de tanto usarlas, los plagios descarados -cada palo que aguante su vela-), una personalidad espléndidamente caracterizada, un verdadero hallazgo, un auténtico filón con un montón de posibilidades por explorar/explotar.

   Intento ser lo más honesta posible y, hablando en un sentido estricto, no he escrito una novela negra, sino una novela de intriga clásica, no quiero decepcionar a nadie de antemano”, advierte Ana Lena con inmensa humildad y, al mismo tiempo, describiendo como sumo acierto Lo que callan los muertos, lo que es en su base y desarrollo, lo que (volvemos a ello) le da un aire particular y la aleja de títulos con los que va a compartir estantería y sección, integrada en una colección que sigue deparándonos grandes sorpresas y satisfacciones porque comprende y acepta el carácter poliédrico de lo llamado noir, para concretar, para hacerlo sencillo, porque a muchos lectores no hay que explicarles diferencias ni matices, porque se busca/consiente la diversidad (perdón si me pongo regañón, pero la mayoría de las veces se engaña el que quiere), porque (y de esos enconos, de esas radicalizaciones, de esas polarizaciones son mucho más culpables -por no decir totalmente- los seguidores de unos y otros que las editoriales) se puede ser admirador (de hecho, el lector de miras amplias, el ratón de biblioteca, el letraherido alcanza tal condición por ello) de diferentes escritores de muy diversos estilos o de aquellos que comparten campo de acción (aquello de que, por no nombrar a nadie en ejercicio, si te gustaba Agatha Christie tenías que rechazar a Conan Doyle ya lo viví hace mucho y me hizo perder lecturas que, años después, me han resultado fascinantes). Ana Lena Rivera ha construido una novela muy cercana que pisa tierra firme (y reconocible), que recupera (sin imitar, vuelvo a recalcar) el espíritu de la señorita Marple o, si se quiere, del padre Brown y de otros investigadores aficionados (aunque sólo en parte, es otro de sus aciertos, ahora lo desarrollamos): “Por así decirlo, yo quería que fuese un crimen alrededor, el crimen en familia, que supusiera un análisis emocional, desarrollar la trama en un entorno pequeño”, añade la autora algunas palabras que podrían anticipar la resolución del misterio por lo que las suprimo para que no dar pistas, todas abundan en lo excepcional de Lo que callan los muertos (algo, por cierto, que también puede encontrarse en la serie del inspector Monfort de Julio C. Cano igualmente editada por Maeva y de la que nos ocupamos hace unos meses): la verosimilitud, la cotidianeidad, el realismo de lo que se cuenta (no es que carezcan de ello los grandes ejemplos que tantas veces citamos -y de los que Ana Lena se confiesa admiradora-, pero es cierto que en ocasiones subliman un tanto escenarios, descripciones, calles, lumpen, contagiados por esa atmósfera que alientan las llamadas “convenciones del género” -que en manos de, por ejemplo, Giménez Bartlett o González Ledesma ganan en autenticidad y reflejan una realidad que estuvo/está ahí-).

   Aunque tiendo al caos y a la verborrea (y a las mil frases subordinadas), creo que en general no se me puede acusar de no tener los textos bien meditados y armados (al menos es lo que intento), porque ya ha quedado introducido y en parte explicado lo que me parece más digno de encomio en Lo que callan los muertos, el aspecto en que destaca muy por encima de sus posibles competidores, algunos porque no llegan o lo falsean/enrevesan de tal modo que pierden pie, otros porque ni se lo plantean, es decir, el carácter por momentos hiperrealista de lo que se cuenta; más allá de que emparenten a través del escenario (Oviedo, por más que en la obra de Clarín se llamase Vetusta -no les cupo duda a los que, con su reacción furibunda y hasta homilías cargadas de desprecio -y odio-, forzaron a su autor a imprimir la primera edición en Barcelona-), he parafraseado la antológica primera frase de La Regenta en el título (esa que, en muchos casos, es lo único que han leído -o ni eso- algunos que la citan dándose aires y pretendiendo hacer creer que saben de lo que hablan) porque, con toda justicia (por más que algún profesor o así llamado la califique sin recato de “tostón”, “tocho” y similares en las redes -¿Empleará los mismos adjetivos delante de sus alumnos? ¡Cómo está el patio!-), se considera una de las cimas de la corriente realista, lo que no es óbice para que también se la cite como referente a la hora de hablar del naturalismo (no en vano este viene de aquel, ambos se alimentan entre sí, a pesar de ciertas diferencias más o menos claras tienen muchos puntos en común) y, del mismo modo, no sería/es descabellado utilizarla a la hora de abordar el costumbrismo, ese movimiento (aunque para el DRAE es sólo “atención que se presta” en obras literarias y pictóricas) tan denostado, tan desvirtuado y mal comprendido, tan reprobado cuando, en realidad, se encuentra en la base y el fondo de otros muchos. Por no apartarnos de lo que nos ocupa, se destaca el carácter podríamos decir documental del género negro, asentó sus bases sobre la sociedad que sufría las secuelas de la Primera Guerra Mundial, fue la novela de la crisis, herida literaria de la Gran Depresión de 1929, en muchos casos son casi apuntes del natural sin retoques ni embellecimientos, sombríos, lúgubres, descarnados, es algo que sigue vigente en nuestros días y que se aplaude (con motivo) en lo que viene de los países escandinavos como en los maestros y maestras de aquí (me gusta en este caso decirlo así para subrayar la calidad de tantas escritoras), en Petros Márkaris como en Claudia Piñeiro, es algo que hizo de modo magistral Simenon, es decir, reflejar los usos y costumbres de la época, de los barrios, de las gentes, de los lugares comunes, de los domicilios, el misterio se resuelve escrutando las rutinas y los modos de vida, tal y como hace Maigret. Ana Lena Rivera, a través de diálogos vivos que resuenan en nuestra cabeza (porque oímos cada día a gente que habla así), reproduciendo como un espejo imágenes familiares, cotidianas, identificables, captura y retrata una plétora de personajes que respiran vida, que divierten, inquietan, interesan o conmueven (y a veces todo mezclado, ahí reside la verdad que exuda la novela), personajes a los que la escritora ha permitido expresarse y ha sabido escuchar: “El humor salió, me lo pedían los personajes, no fue nada buscado: cuando empecé a escribir sólo tenía clara la intriga en sí, los personajes pidieron alguna liberación y creo que es necesario porque no buscaba que la novela fuera fundamentalmente triste”.

   También en eso se distingue Ana Lena, aunque arrastra una pena, un trauma, un pesar, un dolor profundo que intenta extirpar mecanizando su corazón y sumergiéndose/ahogándose en el trabajo, su protagonista, esa maravillosa creación que es Gracia San Sebastián prescinde de ciertos lastres (en el sentido de que se dirían imprescindibles) de tantos personajes de este tipo: “Devoro novela negra, de intriga, policial, como se quiera llamarla, desde siempre, eran los libros que había en casa, jajaja; me llamaba muchísimo la atención que, quitando a Agatha Christie, al menos en lo que pude leer en aquel momento, todos eran tíos solitarios que desayunaban con vodka o whisky, que buscaban bulla por la noche y despertaban resacosos en su despacho buscando café. Para empezar, me faltaban mujeres, ahora por fortuna hay donde escoger, aunque muchas repiten en gran medida el patrón masculino y yo quería que mi investigadora fuese digamos normal, con una vida convencional, por eso la hice investigadora de fraudes y he introducido el personaje de Rafa [un comisario], para que puedan llegar nuevos crímenes, ¡no se le pude morir todo el vecindario a ella! E incluso, en ese sentido, es alguien que tiene dos niñas estupendas, su perro es como un peluche y Geni, su mujer, es alguien muy terrenal, jajaja”. Sí, han leído bien, Gracia es investigadora pero de fraudes a la Seguridad Social, es decir, tiene la mente estructurada para rastrear el origen del delito, para detectarlo y probarlo, pero en lo que a crímenes se refiere es una novata, una aficionada, alguien ajeno (como el resto de peculiares ayudantes de que se rodea, riqueza de personajes que, a buen seguro, va a seguir provocando muchas alegrías y sorpresas), lo que contribuye a la veracidad que no nos cansaremos de alabar: “Me ha sido fácil escribir sobre una investigadora de este tipo porque mi trabajo durante veinte años ha estado vinculado al mundo de las finanzas y me manejo mucho mejor en ese ámbito, el de los fraudes”. Por lo tanto, de un modo u otro, regresamos a un escenario que entronca directamente con el género negro, hay muchos y rebosantes vasos comunicantes, entretenernos o perder el tiempo en discusiones bizantinas sobre cuál es la naturaleza de algo supone reducirlo a su mínima expresión y perder de vista el conjunto, el resultado, en este caso una magnífica novela que va a tener continuidad, pero no al modo que tanto se ha estandarizado y pocas veces se justifica: “No es una trilogía ni nada por el estilo: es una serie como las de toda la vida que me apetece seguir escribiendo mientras me salga, en parte porque no sé cómo va a evolucionar el personaje y tengo mucha curiosidad por irlo descubriendo”. ¿Hay que decir que esperamos impacientes nuevas entregas?