Si bien es cierto que soy el primero (y no es algo reciente) que se
queja del abuso de frases hechas/fórmulas recurrentes a la hora de
promocionar/recomendar un libro, del uso indiscriminado de adjetivos que
pierden su auténtico significado/valor de tanto repetirse, que se banalizan a
fuerza de usarlos como comodines (y, en demasiadas ocasiones, para calificar del
mismo modo obras disímiles cuyo único parecido es precisamente ese, el que le
otorga quien las iguala en el encomio -o en el rechazo, que de todo hay-), al
final termino por caer en ese vicio, en gran medida (no lo voy a negar) por
limitación propia, porque no poseo el ingenio del llorado maestro Bernardino M.
Hernando (al que tantos, lo que es la vida, parecen/demuestran haber olvidado
-incluso la influencia que en su momento le reconocieron, ¡cuánto ingrato
disfrazado de desmemoriado hay suelto!-), quien acuñó un término que hubiese
merecido más atención y difusión, “estupléndido”, se considera así a aquello que
entusiasma de un modo especial y deja corto cualquiera de los dos adjetivos que
se funden en uno para cantar la excelencia con naturalidad y ovación muy cerrada
(hacia el artífice del neologismo y hacia quien se dirige el mismo -creación y
artista-). Por otro lado, lo malo de ciertas (o tantas) muletillas es que no se
sepan justificar, no se hagan propias, no se llenen de contenido, se suelten y
ya está, se cacareen como impostura/abducción, no se acepten/busquen matices,
no se analicen, no se justifiquen, no son (o no todas o no siempre) tan
nefastas como algunos están haciendo correr por ahí (esos que, anhelando en
realidad recibir esos parabienes por más escepticismo que provoquen, en lugar
de practicar la autocrítica y sacar conclusiones -y obrar en consecuencia-, optan
por hacer mofa del público que compra libros o de los críticos que destacan su
obra, con la mejor de las intenciones y toda la honestidad/profesionalidad del
mundo -o, al menos, así se procura que sea- en ambos casos).
Detengámonos ahora (tiene muchos puntos en común con lo anterior) en el
siempre espinoso asunto de las etiquetas, en la manera inexacta en que una obra
se presenta al público despertando unas expectativas que no se corresponden con
el contenido de la misma, en el empeño en considerar los géneros como
compartimentos estancos, como esquemas a los que ceñirse y de los que uno no se
puede despegar (o viene Annie Wilkes con la maza -últimamente la invoco muy a
menudo, no sé si eso significará algo-, ata a la cama al autor, ya saben cómo
duele lo que sigue), hay muchos lectores unidireccionales (podría ser más
cruel/descarnado, lamento generalizar pero es con lo que más se topa en redes y
eventos literarios) que no aceptan la necesaria y lógica evolución de un
género/escritor, que se han erigido en garantes/salvadores de las esencias (o
de las que como tales han decretado) de las novelas que les gustan, que se
apropian de las mismas sin conocer sus orígenes, ignorando la historia, sin
salir de su zona de confort, sin leer algo diferente para poder comparar,
negando a Goethe, a Dumas hijo, a Margaret Mitchell, incluso Love Story,
cualquier cosa que se salga de lo que tienen por ortodoxo y/o permisible (hablo,
repito, de lo que veo/leo/compruebo casi a diario). Es un asunto que ya hemos
tratado en otras ocasiones, casi cada vez (y lo hacemos a menudo porque ya
saben los leales que, haciéndolo en toda su amplitud y variantes, es el
preferido de quien suscribe) que nos ocupamos de una novela que puede ser
encuadrada en el género negro o así nos la presenten por más que, con mayor o
menor alevosía, se sigan confundiendo términos, reduciéndolos, negando las amplias
posibilidades de una literatura que, en su base, en su raíz, en su
génesis/formación/eclosión cuenta con Hammett y su discípulo aventajado
Chandler, pero también con Dos Passos u Horace McCoy, eso sin olvidar que uno
de los títulos/autores con categoría de canónico es El cartero siempre llama
dos veces donde James M. Cain prescinde de gánsteres y otros estándares
clásicos a los que no siempre se recurre, si aplicásemos estrictamente el rasero
que algunos utilizan para lanzar andanadas, para decretar quién o qué merece la
pena y qué no, para poner en duda la calidad de obras y autores atendiendo sólo
a las cifras de ventas (insultando de paso -o básicamente- a los lectores) nos perderíamos propuestas
muy interesantes (tal vez mal o imprecisamente etiquetadas, sí, volvemos a lo
del primer párrafo, es cuestión de encontrar las palabras precisas).
No es plato de gusto que nos den gato por liebre (y hay, no nos
cansaremos de incidir en ello, mucho estafador suelto), pero en ocasiones se
trata de tener un poco de flexibilidad, de, sencillamente, aceptar que un
género es maleable, que su pureza y/u ortodoxia no se ve contaminada (antes
bien se refuerza, ya que el aporte puede transformarse en nueva seña de
identidad) por ir modificando sus particularidades, sus características, que
cada autor lo afronta de un modo, que es complicado resumir en un solo término
lo que (ya que nos ponemos precisos, miremos en todas las direcciones para
intentar abarcar el panorama), tanto tiene (o puede tener) de negro como de
intriga como de policial como de misterio clásico o ser sólo una de esas cosas (u
otras parecidas o bien distintas). Y, aunque parezca que me he vuelto a ir por
los cerros de Úbeda (por los que, si nada lo impide, triscaré el próximo mes
-ya les contaré-), es algo de lo que hablamos con Ana Lena Rivera cuando
mantuvimos (bajo los auspicios de mi Pepa Muñoz, por supuesto) uno de nuestros
encuentros en la sede de Casa del Libro en Gran Vía, celebrando así su ópera
prima, Lo que callan los muertos, que fue galardonada a finales de 2017
con el Premio Torrente Ballester y publicada por Maeva a principios de este
año. Pero antes de incidir en ese aspecto, conviene señalar/destacar que estamos
ante una auténtica revelación en todos los sentidos, una voz fresca que
demuestra conocer los resortes y recursos del género (vuelvo a emplearlo en/con
toda su extensión y variedad) pero no imita a nadie y encuentra su propio
camino, una narradora que resulta novedosa en la manera de plantear y abordar
la intriga, sin renunciar por ello a un desarrollo clásico, poniendo el foco en
el misterio y haciendo que todos los personajes den vueltas en su torno y se
definan por su implicación con el mismo, por sus hechos y palabras, una
creadora que presenta a la investigadora más rompedora y diferente de las
muchas (y muchos) que han ido apareciendo en los últimos tiempos (y, por fortuna,
en concreto en España, hay donde elegir y para bien), una innovación casi casi
revolucionaria (que cuenta con gloriosos antecedentes -de ahí lo de los
“casi”-, por desgracia poco continuados -de ahí lo de “revolucionaria”- en aras
de los clichés, las repeticiones, las fórmulas desgastadas de tanto usarlas,
los plagios descarados -cada palo que aguante su vela-), una personalidad
espléndidamente caracterizada, un verdadero hallazgo, un auténtico filón con un
montón de posibilidades por explorar/explotar.
“Intento ser lo más honesta posible y, hablando en un sentido
estricto, no he escrito una novela negra, sino una novela de intriga clásica,
no quiero decepcionar a nadie de antemano”, advierte Ana Lena con inmensa
humildad y, al mismo tiempo, describiendo como sumo acierto Lo que callan los
muertos, lo que es en su base y desarrollo, lo que (volvemos a ello) le da
un aire particular y la aleja de títulos con los que va a compartir estantería
y sección, integrada en una colección que sigue deparándonos grandes sorpresas
y satisfacciones porque comprende y acepta el carácter poliédrico de lo llamado
noir, para concretar, para hacerlo sencillo, porque a muchos lectores no
hay que explicarles diferencias ni matices, porque se busca/consiente la
diversidad (perdón si me pongo regañón, pero la mayoría de las veces se engaña
el que quiere), porque (y de esos enconos, de esas radicalizaciones, de esas
polarizaciones son mucho más culpables -por no decir totalmente- los seguidores
de unos y otros que las editoriales) se puede ser admirador (de hecho, el
lector de miras amplias, el ratón de biblioteca, el letraherido alcanza tal
condición por ello) de diferentes escritores de muy diversos estilos o de
aquellos que comparten campo de acción (aquello de que, por no nombrar a nadie
en ejercicio, si te gustaba Agatha Christie tenías que rechazar a Conan Doyle
ya lo viví hace mucho y me hizo perder lecturas que, años después, me han
resultado fascinantes). Ana Lena Rivera ha construido una novela muy cercana
que pisa tierra firme (y reconocible), que recupera (sin imitar, vuelvo a
recalcar) el espíritu de la señorita Marple o, si se quiere, del padre Brown y de
otros investigadores aficionados (aunque sólo en parte, es otro de sus
aciertos, ahora lo desarrollamos): “Por así decirlo, yo quería que fuese un
crimen alrededor, el crimen en familia, que supusiera un análisis emocional, desarrollar
la trama en un entorno pequeño”, añade la autora algunas palabras que
podrían anticipar la resolución del misterio por lo que las suprimo para que no
dar pistas, todas abundan en lo excepcional de Lo que callan los muertos (algo,
por cierto, que también puede encontrarse en la serie del inspector Monfort de
Julio C. Cano igualmente editada por Maeva y de la que nos ocupamos hace unos
meses): la verosimilitud, la cotidianeidad, el realismo de lo que se cuenta (no
es que carezcan de ello los grandes ejemplos que tantas veces citamos -y de los
que Ana Lena se confiesa admiradora-, pero es cierto que en ocasiones subliman
un tanto escenarios, descripciones, calles, lumpen, contagiados por esa
atmósfera que alientan las llamadas “convenciones del género” -que en manos de,
por ejemplo, Giménez Bartlett o González Ledesma ganan en autenticidad y
reflejan una realidad que estuvo/está ahí-).
Aunque tiendo al caos y a la verborrea (y a las mil frases
subordinadas), creo que en general no se me puede acusar de no tener los textos
bien meditados y armados (al menos es lo que intento), porque ya ha quedado
introducido y en parte explicado lo que me parece más digno de encomio en Lo
que callan los muertos, el aspecto en que destaca muy por encima de sus
posibles competidores, algunos porque no llegan o lo falsean/enrevesan de tal
modo que pierden pie, otros porque ni se lo plantean, es decir, el carácter por
momentos hiperrealista de lo que se cuenta; más allá de que emparenten a través
del escenario (Oviedo, por más que en la obra de Clarín se llamase Vetusta -no
les cupo duda a los que, con su reacción furibunda y hasta homilías cargadas de
desprecio -y odio-, forzaron a su autor a imprimir la primera edición en
Barcelona-), he parafraseado la antológica primera frase de La Regenta en
el título (esa que, en muchos casos, es lo único que han leído -o ni eso- algunos
que la citan dándose aires y pretendiendo hacer creer que saben de lo que
hablan) porque, con toda justicia (por más que algún profesor o así llamado la
califique sin recato de “tostón”, “tocho” y similares en las redes -¿Empleará
los mismos adjetivos delante de sus alumnos? ¡Cómo está el patio!-), se
considera una de las cimas de la corriente realista, lo que no es óbice para
que también se la cite como referente a la hora de hablar del naturalismo (no
en vano este viene de aquel, ambos se alimentan entre sí, a pesar de ciertas diferencias
más o menos claras tienen muchos puntos en común) y, del mismo modo, no sería/es
descabellado utilizarla a la hora de abordar el costumbrismo, ese movimiento
(aunque para el DRAE es sólo “atención que se presta” en obras literarias y
pictóricas) tan denostado, tan desvirtuado y mal comprendido, tan reprobado
cuando, en realidad, se encuentra en la base y el fondo de otros muchos. Por no
apartarnos de lo que nos ocupa, se destaca el carácter podríamos decir
documental del género negro, asentó sus bases sobre la sociedad que sufría las
secuelas de la Primera Guerra Mundial, fue la novela de la crisis, herida
literaria de la Gran Depresión de 1929, en muchos casos son casi apuntes del
natural sin retoques ni embellecimientos, sombríos, lúgubres, descarnados, es
algo que sigue vigente en nuestros días y que se aplaude (con motivo) en lo que
viene de los países escandinavos como en los maestros y maestras de aquí (me gusta
en este caso decirlo así para subrayar la calidad de tantas escritoras), en
Petros Márkaris como en Claudia Piñeiro, es algo que hizo de modo magistral
Simenon, es decir, reflejar los usos y costumbres de la época, de los barrios,
de las gentes, de los lugares comunes, de los domicilios, el misterio se
resuelve escrutando las rutinas y los modos de vida, tal y como hace Maigret. Ana
Lena Rivera, a través de diálogos vivos que resuenan en nuestra cabeza (porque
oímos cada día a gente que habla así), reproduciendo como un espejo imágenes
familiares, cotidianas, identificables, captura y retrata una plétora de
personajes que respiran vida, que divierten, inquietan, interesan o conmueven
(y a veces todo mezclado, ahí reside la verdad que exuda la novela), personajes
a los que la escritora ha permitido expresarse y ha sabido escuchar: “El
humor salió, me lo pedían los personajes, no fue nada buscado: cuando empecé a
escribir sólo tenía clara la intriga en sí, los personajes pidieron alguna
liberación y creo que es necesario porque no buscaba que la novela fuera
fundamentalmente triste”.
También en eso se distingue Ana Lena, aunque arrastra una pena, un
trauma, un pesar, un dolor profundo que intenta extirpar mecanizando su corazón
y sumergiéndose/ahogándose en el trabajo, su protagonista, esa maravillosa
creación que es Gracia San Sebastián prescinde de ciertos lastres (en el
sentido de que se dirían imprescindibles) de tantos personajes de este tipo: “Devoro
novela negra, de intriga, policial, como se quiera llamarla, desde siempre,
eran los libros que había en casa, jajaja; me llamaba muchísimo la atención que,
quitando a Agatha Christie, al menos en lo que pude leer en aquel momento,
todos eran tíos solitarios que desayunaban con vodka o whisky, que buscaban
bulla por la noche y despertaban resacosos en su despacho buscando café. Para
empezar, me faltaban mujeres, ahora por fortuna hay donde escoger, aunque
muchas repiten en gran medida el patrón masculino y yo quería que mi
investigadora fuese digamos normal, con una vida convencional, por eso la hice investigadora
de fraudes y he introducido el personaje de Rafa [un comisario], para
que puedan llegar nuevos crímenes, ¡no se le pude morir todo el vecindario a
ella! E incluso, en ese sentido, es alguien que tiene dos niñas estupendas, su perro
es como un peluche y Geni, su mujer, es alguien muy terrenal, jajaja”. Sí,
han leído bien, Gracia es investigadora pero de fraudes a la Seguridad Social,
es decir, tiene la mente estructurada para rastrear el origen del delito, para detectarlo
y probarlo, pero en lo que a crímenes se refiere es una novata, una aficionada,
alguien ajeno (como el resto de peculiares ayudantes de que se rodea, riqueza
de personajes que, a buen seguro, va a seguir provocando muchas alegrías y
sorpresas), lo que contribuye a la veracidad que no nos cansaremos de alabar: “Me
ha sido fácil escribir sobre una investigadora de este tipo porque mi trabajo
durante veinte años ha estado vinculado al mundo de las finanzas y me manejo
mucho mejor en ese ámbito, el de los fraudes”. Por lo tanto, de un modo u otro,
regresamos a un escenario que entronca directamente con el género negro, hay
muchos y rebosantes vasos comunicantes, entretenernos o perder el tiempo en
discusiones bizantinas sobre cuál es la naturaleza de algo supone reducirlo a
su mínima expresión y perder de vista el conjunto, el resultado, en este caso
una magnífica novela que va a tener continuidad, pero no al modo que tanto se
ha estandarizado y pocas veces se justifica: “No es una trilogía ni nada por
el estilo: es una serie como las de toda la vida que me apetece seguir
escribiendo mientras me salga, en parte porque no sé cómo va a evolucionar el
personaje y tengo mucha curiosidad por irlo descubriendo”. ¿Hay que decir
que esperamos impacientes nuevas entregas?