Podría empezar hablando de otras mujeres, grandes maestras a las que ya
me he referido en varias ocasiones, pero puesto que la novela que hoy nos ocupa
me pone en bandeja regresar (aunque bien saben los leales a este ángulo oscuro
del salón que siempre la tengo muy presente) a mi querida tía Agatha (Christie,
of course), dejaré para un poco después mi rendido (de nuevo) homenaje a
quienes aún no he citado y, así, por otro lado, entraré directamente (o casi,
ya me conocen) en materia, puesto que Luis Montero Manglano también se reconoce
rendido admirador de la autora de la que tantos reniegan, muchos sin haberla
leído, la mayoría negando la evidencia (creen que engañan a alguien cuando se
comportan -pero no lo demuestran, ahí está el detalle, se les pilla la
impostura con un par de frases- como si hubiesen leído a Faulkner o Joyce
mientras el resto devorábamos los libros de Enid Blyton, Gloria Fuertes, Carmen
Kurtz, Montserrat del Amo o Ana María Matute -todas ellas escribieron, y muy
bien, para el público más joven y fueron gratísimas primeras lecturas-). Más
allá de gustos personales (los de verdad, los forjados mediante el conocimiento
de aquello de lo que se habla), resulta indudable lo que la Christie consiguió,
ahí están las constantes reediciones de su obra (incluyendo su autobiografía,
posesión preciada de un servidor desde hace un porrón de años, que hace poco ha
sido recuperada en castellano), la BBC, cumpliendo lo que era tradición en vida
de la autora (A Christie for Christmas era el lema de cada lanzamiento),
presenta todas las Navidades la adaptación de alguna de sus novelas (la última,
El misterio de la guía de ferrocarriles, con John Malkovich dando vida a
Poirot), sigue ganando adeptos día a día, se la utiliza como reclamo para
llamar la atención, igual que se la niega estruendosamente y con aspavientos, hay
quien la utiliza sin recato para promocionar a quien no merece, ni de lejos, el
título de heredera (ni siquiera lo de “en la línea de” como no sea por lo
descaradamente que la copia -y de eso hablaremos también en seguida-), no
digamos nada de esa infamia que supone tildar a esta y aquella (no haremos
sangre, que cada cual ponga los nombres que desee) como “la nueva Agatha
Christie” (a veces, todo hay que decirlo, sin que la así nombrada lo pretenda
ni tan siquiera se lo haya planteado: son argucias publicitarias que, aunque los
pretenciosos cerebritos de los despachos crean lo contrario, engañan poco y
predisponen para mal).
El museo de los espejos, la nueva y apasionante novela de Luis
Montero Manglano que ha editado recientemente Plaza y Janés, no oculta (todo lo
contrario) su deuda con Agatha Christie, es algo que el autor explica en cuanto
tiene ocasión en el encuentro que mantenemos (gracias al concurso de mi Pepa
Muñoz) en las oficinas de su editorial, citando una de las cimas de la autora
británica: “Siempre pienso en “Diez negritos” a la hora de escribir, es un
esquema insuperable, es fascinante; además, me gusta el ritmo de novela
clásica, a veces hay que dar a conocer a los personajes, meterse en la
historia, no todo ha de ser trepidante”. Así es cómo desarrolla Luis la por
otro lado enmarañada, compleja y a ratos sofocante trama de su historia, con enorme
claridad (algo muy de agradecer en un género que tantas veces se abigarra para
confundir sin criterio ni talento) tomándose su tiempo, envolviendo/seduciendo al
lector, fijando cada personaje a través de una precisa caracterización, generando
una tensión natural y progresiva/regresiva (es decir, manejando con soltura los
supuestos tiempos muertos que, aunque nos permiten respirar y relajarnos un
poco, van sumando incógnitas y sombras ominosas), creando continuas sospechas,
jugando (en el mejor de los sentidos posibles) con las expectativas de quien
conoce y reconoce los resortes de la novela de intriga, sorprendiendo con
honestidad, reproduciendo (en parte) la estructura del clásico que ahora se
publica con otro título pero los que lo amamos hace tanto no vamos a llamarlo
ahora …Y no quedó ninguno (¡Ay, esa corrección política insustancial y a
deshora, al margen de irritante, represora y absurda, que no vela por lo que
debería velar!), en el sentido de que muy pronto somos conscientes de que los
crímenes se van a seguir sucediendo con ritmo implacable (soberbiamente medido),
que hay una macabra cuenta atrás puesta en marcha, una amenaza latente cada vez
más presente y concreta que se cierne sobre los personajes presentados en las
primeras páginas, cuyo número va a ir menguando sin remisión a no ser que el
detective (figura, por cierto, que no aparecía en Diez negritos, un
hallazgo más) consiga señalar (y atrapar) al asesino.
Luis Montero Manglano es, pues, un lector/escritor agradecido que,
además, se muestra orgulloso (no como tantos, acomplejados en realidad ante una
posible comparativa en la que aún resalten más sus carencias) de ponerse bajo
el amparo/los auspicios de la tía y de otros autores que han marcado su manera
de encarar la noble tarea de narrar historias buscando (y proporcionando en grado
superlativo), por encima de todo, el entretenimiento, la complicidad y el placer
de quien lee: “Mi escritora de referencia fundamental es Agatha Christie, me
la inyecté en vena en la adolescencia, releí muchas de sus novelas [así se
aprecia mejor y se confirma que no hace trampas y se puede intentar desmontar
el magnífico artefacto, el mecanismo bien engrasado -esto lo añado yo,
perdonen, ya saben que si se trata de la tía no paro de agasajarla-]; también
me encanta Stephen King, a ver si algún día me atrevo con la novela de terror, aunque
aquí hay unas pinceladas de novela gótica y tal. Otro autor que me gusta mucho
y a quien también he homenajeado, aunque de manera tan sutil que puede que ni
lo parezca, es Lovecraft”. No diremos mucho en este aspecto porque sería
desvelar detalles fundamentales de la acción, sólo señalar que quienes conozcan
la obra del de Providence captarán esos guiños, los temas que subyacen o se
hacen presentes, algunas atmósferas (y quienes no, no tendrán ningún problema
en disfrutar de la novela -eso sí, tomen nota: a Lovecraft hay que llegar antes
o después, pero hay que bajarse en su estación), en lo cuanto a lo de King cabe
destacar que Luis demuestra unas estupendas facultades para generar/mostrar el
terror cuando conviene, elemento que dosifica con las mismas prudencia y
sabiduría narrativa que el resto de ingredientes combinados con infinita solvencia
y enorme habilidad en El museo de los espejos, novela deliciosa por
recuperar el mejor sabor de los clásicos sin plagiarlos, aportando una manera
particular de encarar y desarrollar el misterio, dando sopas con honda a tanto
autor superventas que repite fórmula y/o esquemas, que apabulla con (supuesta)
erudición, que busca el escándalo fácil y sin contenido (tanto en los que entran
al trapo como en lo que publica).
“Lo que siempre estuvo claro es que iba a ser una novela sobre el
Museo del Prado y que éste iba a ser un personaje más, lo demás fue surgiendo”,
puede decirse que El museo de los espejos nació con la clara vocación de
celebrar el bicentenario de la apertura del Prado (que tuvo lugar en 1819, tal
y como se recuerda en el revelador prólogo, primera pieza del rompecabezas planteado
en la novela, donde de paso se reivindica el papel impulsor desempeñado por la
reina Isabel de Braganza y la peculiar aquiescencia de Fernando VII sólo por
motivos decorativos), pero muy pronto fue un proyecto novelístico de gran envergadura,
una idea que fue cobrando vida propia hasta conformar una obra que no es
coyuntural en absoluto, que mantendrá vivas sus virtudes más allá de
conmemoraciones. El Prado es, indudablemente, el escenario principal pero, al
mismo tiempo, es un personaje imprescindible, ahí radica parte de los aires de
novela gótica a los que antes hacía referencia el autor, el decorado no es sólo
eso e influye en los que lo ocupan (en los otros personajes) al modo en que lo
haría una casa (vacía o llena) descrita por Henry James, como las mansiones de
Wilkie Collins, paseamos por sus salas (más o menos conocidas) y bajamos a sus
sótanos, a lo que no se ve, a lo que está escondido u oculto (que no es lo
mismo y menos en la novela), conocemos sus entrañas, algunas recreadas/imaginadas
(no ha podido ser de otro modo), pero con conocimiento de causa: “El Prado
es un museo muy hermético, en realidad todos lo son porque les gusta muy poco
que se hable de algo que no sea la función que deben cumplir, son celosos de su
intimidad. No he podido meterme literalmente en las tripas del Prado, pero las
he recreado porque conozco las de otros y hablando con personas que han
trabajado allí y conocen sus interioridades”. De ese modo, incorpora al
texto un miedo que me atrevería a llamar ancestral, que todos hemos sentido en
alguna ocasión (y no hacen falta películas para ello), el sobrecogimiento ante
una obra de arte, un temblor inevitable que se agudiza con el silencio, con la
soledad, con la oscuridad, sólo con imaginar cómo la noche envuelve a cuadros y
estatuas estamos predispuestos al pavor: “Los museos tienen fantasmas, lo
digo desde mi experiencia personal puesto que trabajé unos tres años en el
Reina Sofía y allí habita el fantasma de un monje del siglo XVI o XVII, no
recuerdo cómo le llamaban cariñosamente, el caso es que se apagaban luces, se
veían sombras, llegaron a llevar a una médium, una señora de lo más normal, por
cierto, salvo que veía muertos, como el niño de la película, jajaja, y el caso
es que los vio, eso dijo con gran naturalidad”.
“Otra idea que tuve clara prácticamente desde el principio fue la de
utilizar un detective iconógrafo”, pero antes de detenernos en su figura y
su porqué, sigamos desgranando un poco más el modo en que el autor fue
organizando (verbo escogido con toda la intención, al igual que el siguiente),
armando la novela, levantándola sobre cimientos firmes, así llegó el asunto
central (al menos en torno al cual giran y desde el que se van expandiendo
todos los demás): “Sólo hay dos museos en Madrid en los que se
permiten copistas: la Real Academia de San Fernando y el Prado. Por eso tuve claro
en cuanto me puse con la tarea que los copistas iban a ser un factor importante,
son algo que distingue al Prado del Louvre, del Británico, del resto de grandes
museos y, además, no conviene olvidar que el Prado nació como una institución
para copistas, al principio el público general no podía entrar”. Por eso
incidíamos tanto en lo de copiar, ya lo ven, y es que (esto es opinión personal
-y muy antigua, por cierto-, aunque afianzada en algunas de las cosas que los
personajes de la novela dicen y/o hacen) del mismo modo que en literatura (y
otras artes) hacerlo es algo nefasto, que además salta a la vista (nunca mejor
dicho) para mal, que chirría, que es incluso un delito si de plagio hablamos y
como tal se demuestra/denuncia (que a veces no se toman las medidas debidas), copiar
en pintura es algo básico, está en su origen, se trata de eso precisamente y
cuando se sabe hacer es, no cabe duda, un arte, éste surge y asombra: “Un
cuadro refleja una realidad, a fin de cuentas: si es un paisaje no hay nada que
explicar, si es algo más abstracto lo que refleja es un sentimiento. El cuadro
es una imitación, es algo que han dicho los teóricos desde tiempos de los
antiguos griegos; saco en la novela un cuadro que me encanta, “El mono pintor”,
que está en el Prado y mucha gente lo interpreta como una cachondada de Teniers
cuando es algo bastante más profundo: el mono era en la Edad Media el símbolo
de la imitación; para los griegos, el cuadro perfecto era el que mejor imitaba
la realidad”. Y aquí recuerdo a una de mis maestras, Margarita Giménez, mi
profesora de Arte en COU, persona que ayudaba a entrar en las obras, a
contextualizarlas, a comprenderlas, a desentrañar sus significados, a sentirlas
y vivirlas (aunque siga siendo plenamente figurativo, gracias a ella me
reconcilié con el arte abstracto, busqué los sentimientos, consentí que me los
transmitieran, aprendí a argumentar -porque Margarita no imponía criterio, espoleaba
el de cada uno-), en algunos momentos he prestado su tono de voz, sus gestos,
incluso algunos de sus rasgos (por más que el autor lo describa de otro modo) a
Guillermo, el singular y carismático investigador que Luis regala al género,
alguien que se mueve por la vida desentrañando símbolos, leyéndolos,
traduciéndolos, destapando lo que ocultan: “Todas las explicaciones
iconográficas que salen en la novela son auténticas, están sacadas de la
bibliografía utilizada, son las aceptadas en la disciplina. Pero me encanta que
los lectores se pongan a indagar, a resolver cuestiones que les surgen durante
la lectura, a contrastar, por eso no he querido señalar en detalle qué es
verdad y qué no, me gusta engañar sólo en ese sentido, que parezca verdad y
pueda no serlo. Pero insisto en que todas las interpretaciones simbólicas son
reales, ese es el sistema que utiliza el detective para resolver el crimen y,
por lo tanto, me atuve a las normas no escritas de una novela policiaca: las
pistas tienen que ser veraces. Guillermo aplica conocimientos ciertos, puede
que alguien que sea muy erudito resuelva el misterio antes que el propio
personaje”.
Es algo que conviene destacar, que merece ser destacado las veces que haga
falta: este como se ve muy trabajado, elaborado y complejo andamiaje, este magnífico
artefacto literario no se resiente en ningún momento porque no se le nota el
esfuerzo, el impecable y preciso engranaje que lo mueve queda oculto tras una sublime
sencillez en que cada pieza encaja como algo natural, todo está explicado y
justificado con precisión y acierto, la evidente y apabullante erudición del
autor (Luis es profesor de Historia del Arte, especializado en iconografía
medieval) se pone al servicio de la historia, no se hurtan datos ni se sacan explicaciones
peregrinas y/o efectistas de la manga (por más que se sustenten en hechos
reales), no pierde el tiempo en explicaciones prolijas que harían derrapar y
salirse del camino a la novela, todo está medido al milímetro: “El límite
para no convertirlo en un ensayo está en no hablar de los cuadros sino de qué
transmiten a los personajes, las descripciones no se hacen desde un punto de
vista frío y académico sino desde los ojos de un personaje: en el momento en
que subjetivizas esa exposición de datos ya te sales del ensayo para entrar en
la novela. El arte no es una ciencia exacta y no se puede enseñar como tal”.
Y esto es algo que también aprendí de Margarita, pero sobre todo (en el sentido
de que he podido aplicar sus enseñanzas en mi profesión, de hecho lo estoy
haciendo lo mejor que sé en este mismo momento) de mi llorada Mercedes Gómez
del Manzano, mi maestra, con la que empezó a desarrollarse el (si puedo
considerarme así) crítico literario que procuro ser cada día, es decir, aquel
que analiza, juzga, opina en diálogo con el libro, por eso nunca me ha
interesado resumir argumentos, también me sucede con las películas, por eso
tantas veces apenas entro en sí en lo que se cuenta (que lo descubra cada
lector, es parte de la experiencia, es llegar con la mirada lo más limpia
posible, es lo que nos pedía Mercedes incluso con autores a los que ya
conociésemos), quiero trasmitir emociones, compartirlas con otros e intento encontrar
por qué una lectura en concreto me las ha despertado, sin saberlo, Mercedes
estaba poniendo la semilla de la que terminó germinando este arpa que, al final
(y al principio) va dando cuenta de mi vida en y con los libros. Y gracias a la
fantástica edición de la novela que incluye al final reproducciones de los
cuadros que más relevancia tienen en la trama podemos ser los personajes,
(re)descubriendo detalles, mirando con otro prisma, incorporando el papel que
desempeñan en la trama, no en vano inspiran los crímenes y sirven para
completar el dibujo de personalidades que unen/cruzan sus destinos, sobre las
que pensaba escribir algo más pero pienso que eso podría condicionar sus
percepciones, mejor lo hablamos por las redes cuando hayan leído la novela (y
también será entonces el momento adecuado, siempre que sean agatófilos, de
evocar otras novelas de la tía que asoman aquí y allá -los títulos variarán
algo en función del conocimiento/gusto de cada uno-). Eso sí, quede claro que
la intención de Luis Montero Manglano no es la de iniciar ninguna serie, al
menos por el momento, algo muy de agradecer para distinguirse (un poco más, con
semejante novelón lo hace y mucho) de lo que parece norma y para que la desbordante
imaginación del autor siga dando frutos tan jugosos como El museo de los
espejos.