Aunque me he moderado con el tiempo (o atemperado con los años, cosas de
la edad que jamás niego -50 años en febrero-), sigo teniendo fama/me sigo
comportando en muchas ocasiones como aquel “crítico feroz” al que bautizó de
semejante modo José Luis García Sánchez, feliz de que su Tranvía a la
Malvarrosa me hubiese resultado una película divertida y bien resuelta;
algo más de dos décadas después de esta anécdota que tanto me gusta recordar
(porque sucedió en medio de una de esas entrevistas gozosas que he tenido el
privilegio de mantener con gente a la que admiro), he aprendido gracias al
constante ejercicio de mi profesión (que he procurado tener siempre presente en
mis comentarios en redes sociales, por más que la mayoría los haya hecho a
título personal, no como periodista) a aplicar convenientemente las enseñanzas de
maestros a los que nunca dejo de citar/agradecer como fueron Mercedes Gómez del
Manzano, Bernardino M. Hernando, Teófilo Ruiz y, por supuesto, Luis Landero, es
decir, a exponer/argumentar/razonar o a procurarlo al menos, identificando como
lo que son visceralidades, filias, fobias, estallidos en caliente, apreciaciones
poco o nada meditadas, sin perder tampoco de vista aquello que
demandaban/valoraban en mí mentores como Miguel Ángel Yáñez o Beatriz Pécker (y
algunos de los anteriormente citados), es decir, aportar mi valoración, mi
criterio, mi gusto/disgusto, poner de verdad en práctica el género de la
crítica (el que puede/debe/merece ser llamado así, en breve tengo pensado reflexionar
con ustedes con más detenimiento sobre este asunto), no resultar tibio, es
decir, no tener validez al no dejar clara la postura adoptada frente a una obra
artística o al mantener un día esta y al siguiente la contraria según convenga
(algo en que era/es experto aquel que, gracias sean dadas a quien correspondan,
cruzó el Atlántico), reconociendo con franqueza, cuando existan, los
condicionantes que nos llevan a decir esto o aquello (e incluso evitando la
ocasión, inhibiéndonos para no emitir lo que sería un juicio viciado/interesado/inauténtico).
Sé que en ocasiones resulto demasiado categórico, eso también se debe a la edad
(tengo la suficiente como para no andarme con paños calientes o absurdas correcciones
políticas que no dejan de ser autocensura), pero procuro dejar claro qué
provoca el tono acre y hasta intransigente que puede adoptar mi discurso, reconociendo
incluso la irracionalidad de algunos pareceres plenamente viscerales (no
digamos mis contradicciones, si ya saben los leales que el oxímoron -utilizarlo
y encarnarlo- es mi perdición).
El caso es que volví a recurrir a una introducción más extensa de lo
pensada para terminar llegando a lo que hubiese debido ser punto de origen,
pero creo que así se comprende mejor el exabrupto (que no lo es tanto) que
viene a continuación: todos tenemos un género favorito, a estas alturas no puedo
ocultar (aunque tampoco lo he pretendido jamás) que el mío es el policíaco/negro/de
misterio, me parece muy bien que haya quien no quiera leer nada que se salga de
lo que le gusta, pero eso le invalida para juzgar con propiedad otro tipo de obras
(a las que desprecian por no ser, pongamos por caso, románticas, pero no se preocupan/ocupan
de conocer, todo lo sustentan en un -perdón si suena fuerte, puede que si
conocen algún caso coincidan conmigo- fundamentalismo atroz), son lectores unidireccionales
(con, todo hay que decirlo, faltas de ortografía, pésima redacción, abundancia
cuando no exclusividad de frases hechas, ignorancia supina y osada -hablo de lo
que se puede leer/escuchar por ahí sin tener que buscar demasiado-), que
rechazan con furia y sin miramientos aquello que se sale del esquema que
conocen/consideran perfecto/único, es como si un servidor exigiera a todos los
escritores del género que imitasen/plagiasen a la tía Agatha (cuando, al revés,
es algo que me enerva sobremanera) y se negase a leer (ni tan siquiera a
empezar, basta con lo que hayan dicho los considerados iguales o, las cosas
como son, con lo que se exponga en la solapa o contra del libro) cualquier obra
que no se parezca a Asesinato en el Orient Express. Y al poner este
ejemplo es cuando entro de verdad en materia, puesto que me sirve para enlazar
con algo que contó Paloma Sánchez-Garnica durante el apasionante encuentro que
mantuvimos con ella el pasado septiembre en Casa del Libro de Gran Vía para
hablar sobre La sospecha de Sofía, su por el momento última y muy exitosa
novela (Planeta la lanzó a finales de febrero -justo el día de mi cumpleaños,
era una señal- y hace pocos días anunciaba la octava edición): “Creo que es importante que el lector
salga de su zona de confort y se ponga en la piel de cada personaje, algo que
yo procuro hacer durante el proceso de escritura”. En seguida iremos con las aristas de
algunos personajes, con personalidades que van evolucionando, con el corazón
que se puede inocular en los arquetipos (y, al fin y al cabo, a eso podemos
reducir a la mayoría de las criaturas que pululan por las páginas de la literatura
universal), quedémonos un momento en lo de la zona de confort puesto que es de
lo que estábamos hablando y mantenerse en esa cápsula provoca que seamos (con
plural mayestático y sálvese quien pueda) como poco injustos con muchos
escritores, no ya porque (repito, sin conocerlo) hayamos decidido (¿en base a
qué?) que lo suyo no nos interesa, sino porque no aceptamos que un escritor a
quien seguimos cambie mínimamente los que consideramos sus parámetros, los que
lo fueron antes, nos comportemos (vuelvo a citarla, me asusta lo presente que
la tengo -y eso que aún no empecé la segunda temporada de Castle Rock en
la que han recurrido a ella-) como Annie Wilkes (o como los seguidores de Juego
de tronos) y pretendamos dictar al escritor aquello que queremos leer (o
ver en pantalla), cercenando la creatividad, es decir, regresando por un
momento a la tía Agatha para cerrar este párrafo como si sólo la apreciásemos
por haber escrito no sé cuántas variaciones de (me voy a uno de sus primeros
triunfos) El asesinato de Roger Ackroyd, como si sólo aceptásemos
constantes reescrituras de la misma, lo que invalidaría tanto Testigo de cargo
como El tren de las 4.50, Diez negritos como La casa
torcida y hasta la perenne La ratonera (vaya esto como una poco
sutil andanada dedicada a los que dicen que todas sus historias son iguales).
Empecé a pensar en este asunto bastante
antes de escuchar a Paloma Sánchez-Garnica decir lo que transcribí en el
párrafo anterior, casi desde que llegó a mis manos La sospecha de Sofía
porque (en alguna otra reunión similar a la que no sólo acudimos los lectores
habituales -que hicimos pleno, por cierto, con mi Pepa Muñoz como abanderada,
por supuesto, en el acto en que, ahora lo podrán comprobar, la escritora fue
enormemente generosa a la hora de contarnos su método de trabajo y el arduo
proceso de creación de esta novela-), había escuchado por ahí, como les decía,
algunas voces disconformes con el nuevo trabajo de Sánchez-Garnica (si bien es
cierto que son de las que mantengo en permanente cuarentena por mucho de lo ya
expuesto) y muy pronto comprendí a qué respondían: al hecho de que, una vez más
(porque esa es otra), la autora tomase un camino distinto al ya transitado. En
realidad (y por desgracia), hay quien se quedó prendado de La sonata del
silencio (para no hacerlo), el título que la consagró definitivamente hace
un lustro, olvidando/desconociendo sus títulos anteriores (El Gran Arcano o
El alma de las piedras), y sólo espera nuevas melodías que no lo sean
tanto y suenen del mismo modo que aquella, ritmo, compás, cadencia, elegancia y
capacidad evocadora que son reconocibles en cada novela sin que eso suponga
copiarse a sí misma, se reconoce su impronta, su sello, su manera de construir
y desarrollar las historias, su estilo, su personalidad literaria que adapta
sin aparente esfuerzo a lo que quiere contar en cada momento (antes de
continuar, aclararé que no son tantos como pueda traslucirse de mis palabras los
que así se comportan, lo que ocurre es que suelen tocarme cerca en estos
eventos y, para colmo, noto sus nefastos efectos en gente conocida que, al ver
lo que estoy leyendo, me dicen “¡Ah, eso es como La sonata del silencio
pero con el Muro de Berlín!”, lo que no tendría por qué ser negativo de ser
así, pero no es el caso). Abandonar la zona de confort (es algo que digo yo, no
la autora) también supone leer sin esquematismos ni (demasiadas) ideas
preconcebidas, dejándonos asombrar y capturar, algo que se le da de perlas a
Paloma aborde el asunto (y la época) que aborde, sembrando el texto de mil
sorpresas no todas relacionadas con giros, revelaciones, golpes de efecto,
incógnitas por resolver, finales de capítulo en alto, sino que lo suponen en sí
mismos tanto el propio planteamiento de la historia como la estructura, dejando
cabos sueltos que se retoman en el momento idóneo para provocar mayor impacto,
por más que alguno pueda intuirlos/esperarlos (pero no todos -en ambos
sentidos: lectores y sucesos).
Como les decía, Paloma Sánchez-Garnica hizo
todo un alarde (sin darse/-le importancia) de generosidad (ella lo llamó
agradecimiento a lectores fieles) puesto que no tuvo reparos en desgranar el
proceloso y complicado proceso de creación (sobre todo de puesta en marcha) de
esta novela que, además, se complicó con un asunto de salud que minó sus
fuerzas y ánimo; sin entrar en intimidades (aunque fue enormemente discreta,
más allá de alguna mención), dejemos que sea ella quien narre, como ella sabe,
el modo en que La sospecha de Sofía comenzó a andar: “Soy muy
disciplinada, sólo me dedico a la escritura y me siento todos los días frente
al ordenador; estuve probando con diferentes historias que, algunas más pronto
que otras, se me iban deshaciendo, me encontraba bastante perdida: sólo puedo
seguir escribiendo si me apasiona lo que escribo y por el momento no me pasaba,
llegué a tener 200 páginas de algo que al final no avanzó más, estar así es una
sensación muy frustrante e insegura, pero seguí buscando la historia y me
apropié de la frase “no me voy a rendir”. Concibo la escritura como un refugio,
un lugar de protección. Cuando la situación me ahogaba me ponía a leer, es algo
que hago a diario pero en esos momentos me volcaba, fue leyendo como tuve la
primera chispa, algo saltó: la espera, alguien que espera a un ser querido, la
incertidumbre. Como tenía claro que quería escribir sobre el final de los años
60, los 70, la época que viví de adolescente, cuando salías de casa y no había WhatsApp
ni nada similar, si te ibas de viaje al extranjero podías estar sin llamar a
casa varios días, comprendí que lo de la incertidumbre me venía bien. Entonces
leí [cita dos libros que prefiero obviar para no dar pistas a quien aún no
ha leído la novela] en apenas dos días, me puse a escribir y en seguida supe
que ya tenía historia”. Y dejó, como siempre hace, que esa historia y,
sobre todo, los personajes que la viven se adueñasen de ella: “Escribo con
brújula, como se suele decir, empecé sin saber nada más que alguien estaba
espiando a una familia, ese es el arranque: me tengo que dejar llevar, escuchar
a los personajes, por eso necesito un espacio propio, aislarme, lejos de todo el
mundo, que nadie me interrumpa, tengo la fortuna de tener el mejor compañero
posible [su marido], es algo que he hablado con otros escritores y que
se demuestra necesario. Como digo, escucho a los personajes, les tengo un
respeto reverencial, tanto que me hicieron entrar en un territorio que jamás había
pisado, el del espionaje, pero el asunto se presentó y, además, fue fascinante
investigar sobre la época”. Y aquí aparece la gran sorpresa porque, al más
puro estilo Paloma Sánchez-Garnica (es decir, primando las emociones de los
personajes, el retrato sentimental de estos, poniendo el foco en las relaciones
afectivas), La sospecha de Sofía es una muy meritoria y bien armada novela
de espionaje en el sentido más clásico del término, puesto que la historia
comienza en abril de 1968, pocos días antes de que Massiel gane Eurovisión, y
muy pronto nos lleva hasta el Berlín dividido por esa infamia llamada Muro,
reconstrucción de una época que, como es seña de identidad en la escritora,
hace a través de los personajes, de cómo se comportan, cómo piensan, qué roles
ocupan/aceptan/anhelan, de mil detalles cotidianos que nos acercan/vuelven a
traer (depende de la edad del lector) el pasado (más o menos reciente) en una
recreación llena de viveza y sensaciones ineludibles, convocados por el verbo
preciso, rico y profusamente documentado (y cuidado) de Paloma: “La base de
mi documentación es siempre la lectura: novelas que traten la época de que se
trate o hayan sido escritas en aquel momento, busco la historia en minúsculas,
lo que le pasaba a la gente, la literatura es la historia de las personas
comunes, proporciona personajes de carne y hueso; también ensayos, por
supuesto, en este caso diarios del mayo de 68 que me ayudasen a encontrar la
mirada de Sofía sobre aquellos acontecimientos. Me sirvió mucho también “La
vida de los otros”, al igual que “Soñadores” o “Good Bye, Lenin!”. Además, tuve
la fortuna de estar el 18-19 de septiembre de 1989 en la RDA [justo estamos
reunidos un 19 de septiembre treinta años después], hice el mismo viaje que
mis personajes, sentí el mismo agobio que describo en el puesto fronterizo, en
un minuto pasé de una ciudad alegre, vitalista, moderna, con aires de libertad
a otra detenida en el tiempo, gris, escaparates enormes y vacíos, todo muy
triste, nadie pensaba que apenas 40 días después caería el Muro”.
Explicando la historia real que inspiró Libre
a Armenteros y Herrero (esa canción que, aún hoy en día, mucha gente canta
pensando que es una mera metáfora) en un breve prólogo, Paloma Sánchez-Garnica
empieza a extender su habitual tela de araña (por el modo en que envuelve al
lector y por cómo va expandiendo la historia), dando muy pronto la primera sorpresa
puesto que la Sofía del título, a priori la protagonista (que lo será),
desaparece durante un buen puñado de páginas para que la vida de los otros
(perdón por el robo descarado), ya que no le han dejado vivir una propia, la
arrolle sin concesiones ni avisar, mientras construye ese personaje digamos en
ausencia, la autora aprovecha para ir presentando/desarrollando otros de
importancia y magnetismo similares, magníficamente armados porque la autora les
ha permitido ocupar el lugar que les corresponde: “Para mí, escribir es como
leer un libro en el sentido de que no sé lo que va a pasar; es cierto que soy
muy disciplina y estoy cada vez más convencida de que la inspiración viene
cuando estás trabajando, pero durante los primeros pasos van apareciendo personajes,
personas que no conozco, algunas llegan con el nombre clarísimo y otras no, voy
escribiendo lo que ellos van contando, algún secundario se hace fuerte, como
Elvira en este caso [la secretaria del bufete, todo un homenaje a tantas
mujeres de aquel entonces -que no es tan lejano-, con un par de escenas que
laceran], así es como día a día dejo que me colonicen y se apoderen de mis
rutinas, mis silencios, mis horas de natación, mis lecturas, mis vigilias, de
modo que cuando armo la primera estructura ya los conozco muy bien. Entonces
llegan las relecturas en las que empiezo a definir, a perfilar muy bien, a
pulir, a determinar cada escena, ya los he hecho míos. Pero la fase de escupir
la historia es a ciegas, en las primeras novelas hacía esquemas que no me
valieron de nada”. Pero Paloma se toma muy en serio su oficio, está
verdadera y absolutamente comprometida con la literatura y con los lectores, de
ahí que sus novelas se noten trabajadas, mimadas, armadas y si se me permite el
neologismo almadas, con, como decía el bolero, alma, corazón y vida, abordando
temas que ya ha tocado en obras anteriores (y en eso la reconocemos, es lo que
se llama universo propio, lo de menos es el género escogido) pero haciéndolo desde
una nueva perspectiva, tomando en esta ocasión como inspiración a una grandísima
mujer: “Sofía se puede reconstruir en la novela gracias a su compañero, era
algo que no podía dejar de contar: buscando mujeres como referencia para crear
el personaje me fijé en la figura de Margarita Salas, gran investigadora,
discípula de Severo Ochoa, hizo el posdoctorado en Química en Nueva York,
regresó en 1968 junto con su marido, Eladio Viñuela, también investigador. Al
abrir su laboratorio de Bilogía Molecular, todo el equipo se dirigía a ella como
la mujer de él, sin darle su lugar, por lo que, siendo muy generoso, se quitó
de en medio, se retiró a su propia investigación y ella quedó como directora a
la que todos tuvieron que tratar como tal”. Si alguno de los recalcitrantes
llegase hasta aquí, puede que detectase los nexos de unión entre La sospecha
de Sofía y La sonata del silencio, porque lo importante no es el cómo
(que también, pero sé que comprenden en qué sentido lo digo) se cuenta sino el
qué se cuenta y en Paloma Sánchez-Garnica siempre es jugoso, palpitante,
emocionante, melódico y armonioso (tanto que esta novela tiene su propia banda
sonora compuesta por uno de los hijos de la escritora, Javier de Jorge).