lunes, 21 de octubre de 2019

TRAYECTORIA DE BUMERÁN





   Sé que habrá más de uno que, al descubrir el asunto del libro que hoy nos ocupa, pensará que el título del texto responde al afán (no conseguido: nada más simple y obvio) de ser ingenioso y sintetizar el argumento en una (burda) alegoría, no negaré que así me llegó, una imagen rápida y escasamente original, pero pronto me di cuenta de que, empezando a tirar como tantas veces del hilo de los recuerdos que la lectura me ha inspirado/hecho revivir, yo mismo iba a hacer ese recorrido de 360 grados (o sea, volver al origen: a ver si de una vez dejan de decirlo mal aquellos que pretenden dar un giro a su vida y, parece que no teniendo nada claro en qué consiste ni aquello ni eso, se empeñan en trazar una circunferencia completa en lugar de conformarse con 180 grados para, así sí, terminar en el extremo opuesto a aquel al que se encuentren, sea físico, mental o personal), fue algo que corroboré cuando el propio Álber Vázquez, durante la presentación que tuvo lugar hace cosa de un mes en la Librería Náutica Robinson (en la que estuvimos presentes algunos de los cómplices lectores habituales -mi Pepa Muñoz siempre en vanguardia-), se refirió a Poniente, su nueva y emocionante novela (publicada por La Esfera de los Libros), como un relato de aventuras al estilo de aquellos que devorábamos de chavales, “esos libros que nos han marcado, por eso ocurren cosas como las relativas a Enid Blyton [se refiere a las acusaciones de racismo, sexismo y homofobia vertidas por la Real Casa de la Moneda Británica que dieron al traste con un homenaje previsto] y los lectores salen a defender aquello que tanto les gustó”, lealtades literarias que se hacen más fuertes con el paso del tiempo, da igual que jamás regresemos a ellas más que con el recuerdo, la nostalgia e incluso una cierta sublimación o que sigamos rindiéndoles culto en forma de relecturas (magnífica experiencia la de rastrear/recuperar la ingenuidad, la sorpresa, el goce prístino con que nos zambullíamos en las páginas, descubrir/redescubrir sensaciones, conversar con el lector que fuimos). Así, no podía ser de otro modo, me decanté por el título que ya han leído para encabezar este escrito, que fue el que endilgaron en España (bueno, escribiendo boomerang, un servidor ha optado por utilizar la palabra que aparece en el DRAE) a la novela que Agatha Christie llamó ¿Por qué no le preguntaron a Evans? -tal y como siempre nos hemos referido a la estupenda versión televisiva de 1980 (que en España vimos en 1983) por más que se haya editado en formato doméstico con el otro título que, todo hay que decirlo, en gran parte supone un spoiler o al menos proporciona demasiadas pistas-, no puedo dejar de mencionarla/reivindicarla en cuanto tengo ocasión, son muchos años de deleite, con ella di el salto a la literatura para adultos (algo, por cierto, que le debemos muchísimos), porque mis primeras y no olvidadas lecturas se me fueron presentando de manera natural, porque he disfrutado como entonces (o más) con Poniente, por eso, por esa evocación, aunque parezca paradójico, la abandono durante un rato.

   Hace ya demasiado (deberíamos vernos más), hablaba con el muy querido amigo Miguel Ángel Delgado (que tanto sabe del asunto, al igual que de todos los demás porque es un auténtico erudito -y lo mejor es la poca importancia que se da-) sobre este mismo asunto al releer Cinco semanas en globo, en la que Julio Verne se detiene en prolijas explicaciones sobre los gases, el peso que gracias a su acción/combustión se puede elevar, los cálculos de los protagonistas para conseguir la altura idónea de vuelo, datos que ayudan a la verosimilitud de la historia (y que demuestran el conocimiento de Verne sobre el asunto, según me señaló Miguel Ángel -recuerden que uno se sintió siempre un hombre de Letras y, ¡gran error!, no hizo ningún esfuerzo por atesorar/retener aquellos saberes que consideraba un escollo, mera materia de examen, a pesar de Carl Sagan, Félix Rodríguez de la Fuente, 3, 2, 1… contacto y divulgadores/programas similares-), minuciosidad podríamos llamar científica que también se encuentra en, por ejemplo, Veinte mil leguas de viaje submarino, De la Tierra a la Luna o Robur el conquistador, por más que siempre destaquemos su prodigiosa e inagotable imaginación (que anticipó tantos llamados entonces ingenios, es decir, que eran posibles y, por lo tanto, muy válidas sus descripciones). Lo más curioso de todo esto, y en eso coincidíamos mi amigo y yo (y otros con los que compartimos el “descubrimiento”), es que leíamos aquellas páginas con el mismo interés que las aventuras (o las relativas a paisajes, fauna, flora, escrupulosamente documentadas), no nos saltábamos ni una línea, no nos estorbaban ni nos desenganchaban de la peripecia que era lo que después comentábamos o reproducíamos en nuestros juegos (sí, se publicaron mil versiones/adaptaciones/condensaciones, pero he podido comprobar que los libros de Historias Selección de Bruguera ofrecían las obras completas, sin infantilizaciones ni recortes). Lo mismo puede decirse, por supuesto, de aquellas novelas que tuvieran ambiente marinero/marítimo (una de mis favoritas -y lo sigue siendo- fue Un capitán de quince años), algo que comparte con otros títulos/autores que iban cayendo en nuestras manos/apareciendo en nuestras vidas en esos años, tales como Salgari, Stevenson, Conrad o Melville, ambiente que considerábamos propicio para la aventura gracias también a la famosísima adaptación televisiva de Los tigres de Mompracem del primero de los citados que conocimos (y seguimos espectadores de todas las edades) como Sandokán y a Primera sesión que tantas tardes de los sábados nos entretuvo (e hizo cinéfilos) al programar El mundo en sus manos, Viento en las velas, Capitanes intrépidos o La isla del tesoro. Pero, al igual que en lo relacionado con la ciencia en cualquiera de sus ramas, debo decir que nunca me ha llamado ese mundo más allá de disfrutar con los títulos mencionados y muchos otros, que la profusión, el uso y abuso de la terminología marina, mi absoluta incapacidad para retener significados más allá del momento concreto en que se explican (o ni eso, confieso: me siento abrumado/superado por ese -y por otros- argot riquísimo que posee palabras específicas para cada cuerda -cabo es más preciso, ¿verdad? No pretendo que suene a chiste-, vela, embarcación), de ahí que nunca me haya enganchado a la saga creada por Patrick O´Brien o me resultara intragable La carta esférica de Pérez-Reverte, en gran parte porque creo que ambos quieren demostrar su conocimiento y/o contentar a los expertos en la materia (y epatar, especialmente en el caso del segundo), hablan con un código excesivamente restringido y dejan de lado la historia, lo humano, aquello que nos sigue cautivando cuando les pasa a Jim Hawkins y Long John Silver aunque no sepamos definir qué es un obenque, qué son las jarcias, dudemos (una vez más) dónde está babor y dónde estribor.

    Y así es cómo completo mi giro de 360 grados, puesto que eso es algo que me gustaría señalar/destacar antes de iniciar la singladura (terminará hoy mismo, tranquilos, de ahí que la anuncie como tal) o justo en las primeras leguas (algo voy aprendiendo, no cabe duda), Álber Vázquez ha escrito una novela que se me antoja hará las delicias de los que conocen la materia, de aquellos que aman la mar como escenario literario y/o porque la frecuentan/viven, utilizando el vocabulario adecuado con suma precisión, también con prudencia y acierto, sin detenerse en explicaciones prolijas que aburrirían al conocedor, sin agobiar ni apabullar al profano, sin que el ajeno se sienta de ese modo, evitando que el ignorante (va por mí, que nadie se dé por aludido) se pierda o no comprenda qué está pasando, el modo realista y casi documental en que refleja la gesta que supuso dar la primera vuelta al mundo (por detallado, por atender todos los frentes posibles, por un notable afán global, cuenta la expedición y se detiene en cada momento en lo que necesita para que ese relato, que es el que quiere hacer, continúe) es una hazaña en sí misma puesto que jamás pierde de vista que está escribiendo una novela para un público lo más amplio posible, combinando perfectamente su indudable cultura marinera, aquello que le viene de familia y conoce de primera mano, integrando su saber en lo que cuenta, explicando herramientas, velas, partes de la embarcación a través de la acción, de los pensamientos, de los personajes. Nos encontramos con Álber Vázquez justo 500 años después del día en que arranca Poniente, el 17 de septiembre de 1519, cuando está a punto de partir de Sanlúcar de Barrameda (lo hicieron el 20) la nao Victoria, que será la que regresará al mismo puerto casi tres años después (el 6 de septiembre de 1522) tras haber logrado la primera circunvalación al globo terráqueo, aunque no partió sola, formaba parte de una expedición puramente comercial (iban a comprar especias) que, eso sí, pretendía encontrar (y lo hizo) una ruta que no conllevase surcar aguas portuguesas, es decir, no rodear África, dar la vuelta en el cabo de Buena Esperanza y poner rumbo a la India, sino surcar el Pacífico hasta el final de América y atravesar el paso del Noroeste (que, por más que lo dieran por hecho, nadie podía asegurar existiese). Estamos, de un modo u otro, ante una de las más grandes proezas que hayan visto los tiempos, cien por cien española, pero inexplicablemente nunca se ha glosado como merece, empezando por aquella escuela de mi infancia, aún con tantos resabios franquistas, en la que se glorificaba (y ponía acento entusiasta en las palabras) el descubrimiento de América, las conquistas de México y Perú, otras heroicidades, pero a la hora de hablar de Elcano no se pasaba de una mención, de que memorizásemos lo que había conseguido sin extenderse demasiado en los hechos.

   Elcano es una figura blanca, hay poco o nada que echarle en cara, no entiendo por qué no se le reivindica, más allá de nuestros complejos y de haber consentido que algunos se apropien de figuras como la suya cuando es un personaje transversal, da igual quién gobierne”, Álber Vázquez pone el dedo en la llaga sin tapujos, señalando una de nuestras mayores rémoras en tantos aspectos, confundir las cosas, ser tremendamente superficiales a la hora de catalogar, tener miedo a llamar a las cosas por su verdadero nombre, considerar reaccionario el hecho de contar (y celebrar) la Historia, creer que la gloria es nefasta en sí misma, avergonzarse de lo que debería ser motivo de orgullo, sin adjetivos, sin bandos, sin interpretaciones torticeras, estamos hablando de unos marineros que cumplieron con la misión encomendada y, de paso, marcaron un hito, esas personalidades, esos corazones, esas vidas son las que homenajea/recrea de manera inigualable el escritor en las páginas de Poniente: “La labor del novelista es muy diferente a la de un historiador: se trata de crear una capa de emociones, incorporar la sentimentalidad. Yo quiero que el lector se sienta a bordo de las naos, conviva con la tripulación, conozca a esos hombres, comprenda sus motivaciones, hay que contar una historia, no la Historia”. Y lo hace con vigor inusitado, con una voz narradora pletórica de recursos y tonos, entrando en las cabezas de los personajes, observándolos desde fuera, interpelando al lector, hablando con la cadencia y los modos de la época (pero sin modismos que motiven notas a pie de página o el estupor del lector actual) para utilizar de repente, con brío y jocoso descaro, con desparpajo y brillante audacia, giros y decires de ahora, con un modo de narrar poliédrico que no deja de dar sorpresas y de imprimir un ritmo interno que no desfallece jamás, engarzando episodios rebosantes de ecos de las lecturas que se citaron al principio (exploraciones, encuentros con nativos, ceremonias y rituales, un momento mágico como el relativo a Tierra del Fuego) con el magnífico dibujo de personalidades, con la precisión con que el autor fija en la memoria del lector los múltiples personajes que pueblan la novela, necesarios para contar los hechos del modo más auténtico posible: “Uno de los grandes peligros de esta historia es su carácter coral: hay demasiados personajes, sin tener que estar sujeto a la realidad hubiese prescindido de muchos, sobre todo porque algunos tienen mucha importancia en un momento concreto pero luego la pierden y, novelísticamente hablando, eso es un problema. Me tracé unos esquemas muy detallados en lo que a cronología se refiere, cree un documento de Excel donde cada línea era un día y, así, tenía la visión completa de la expedición, el tiempo que iba transcurriendo y qué sucedía en cada momento”.

    Habrá quien se pregunte dónde está Magallanes puesto que hasta ahora no le he nombrado, está en el libro desde casi el principio, no puede ser de otro modo, las naos partieron de España bajo su mando, pero fue Elcano quien completó la vuelta al mundo, a cada uno hay que procurar darle lo que le corresponde: “Magallanes no me cae mal, en serio, ya sé que hay quien lo piensa, y lo que hace me parece sobresaliente: descubre el estrecho que precisamente por ello lleva su nombre, atraviesa el Pacífico y averigua la verdadera anchura de ese océano. Lo que ocurre es que lo hace Elcano supera con creces esto, puesto que toma una decisión determinante, es uno de esos hitos en la historia de la humanidad que, sin exagerar, deben ser señalizados. Para mí, no hay controversia posible; además, ¿cómo no reivindicar y defender en España la figura de Elcano? Estamos constantemente tirando piedras a nuestro tejado y nos anulamos como país: es decir, no se trata de manía personal porque los hechos son los que son”. Y el novelista procura atenerse a ellos todo lo que puede, cuenta las sombras si las hay, pero también las luces: “Magallanes es un hombre de carácter difícil, lo que le acarrea muchos problemas porque no dialoga, no comparte sus decisiones con los oficiales, se granjea enemistades sin necesidad. Incluso su muerte ocurre por un empeño absurdo en algo a lo que nada le obligaba, algún relator llega a calificarlo de casquetada, pero lo hace dando la cara por su gente y muere porque se queda el último: es un hombre severo, sin duda, pero atiende a los suyos”. Y Elcano tarda en aparecer en la novela porque al principio no importa y porque, también en eso, Vázquez quiere ser lo más fiel posible a lo que sucedió: “Cobró protagonismo según pasó el tiempo, al principio era uno más, no desempeñaba un papel clave. Hay algunas referencias históricas en las que se describe a Elcano como un hombre seco, taciturno, que no dice una palabra si no es necesario, que es dialogante cuando hay que serlo; son rasgos que reconozco porque son prototípicos del marinero vasco, mi abuelo era así, es una forma de ser que no me es ajena”. En su afán por ser lo más justo posible, el escritor no deja de señalar que, aunque con Magallanes no hubiera sido así, Elcano consigue la hazaña sin pretenderla porque su auténtico objetivo es completar su misión: “Circunnavegar la Tierra es algo que se le ocurre a Elcano, Magallanes hubiera regresado por el camino de ida, pero no es una machada, como se ha dicho a veces, o el afán de hacer algo que nunca antes se había hecho, todo responde a una decisión estratégica: no ser capturados por los portugueses y, para ello, decide regresar por donde menos los esperan, es decir, por la ruta portuguesa”. La miremos desde el ángulo que la miremos, estamos ante una soberbia novela de aventuras (¡Lo que hubieran hecho los ingleses con ella!) que por fin alguien cuenta como tal, con pasión, con garra, haciendo honor a los hombres que la hicieron realidad, narrando la Historia sin que pese, sin complejos, sin necesidad de subrayar nada más que lo que no deberíamos reducir a unas pocas líneas (mal o incorrectamente redactadas, poco precisas, insuficientes) en los libros de texto (en los que yo tuve, digo), Álber Vázquez pone las cosas en su sitio y lo hace (lo que es doblemente de agradecer) con maestría literaria.