Mi primera intención fue escribir este texto el 12 de octubre, pero opté
por dejar que pasase la resaca de fastos y reivindicaciones (nunca mejor dicho:
hay tanta conversación de barra de bar convertida en noticia, en “sentir
popular”, en “lo que dice el pueblo” o, en los últimos tiempos, en aquello que incendia
Twitter -y de qué modo, si bien es un lugar en que las chispas prenden sin
cesar-), que quedasen atrás los ecos de la eterna y absurda polémica, los
exabruptos de los que reivindican/se arrogan un “pasado glorioso” (del que no
os corresponde nada, conformaos con lo de “hemos ganado” cuando vuestro equipo
golea al contrario), las salvajadas (no se me ocurre término más idóneo) de
aquellos que, haciendo lo propio con el suyo (el pasado), se creen en el
derecho de poder exigir tardías e innecesarias peticiones de perdón a quien,
además, no tiene ninguna culpa en hechos acontecidos hace siglos. Sí, alguno
dirá que vuelvo a hacer gala de mi proverbial equidistancia (que no es tal: no
hay más que leerme un poco, y no muy entre líneas, para saber de qué pie cojeo,
algo de lo que incluso alardeo en según qué momentos), pero en este asunto (si
nos ponemos estupendos, hagámoslo con todas las consecuencias e intentando
mirar la situación desde todos los ángulos) me tiran las dos orillas por
razones familiares, sentimentales, por fidelidad a la Historia, por escuchar
voces dispares, por si me apuran deformación profesional (por ética, por
deontología, porque el periodismo no puede olvidarlas), por contrastar, porque
la verdad dicha así, con artículo determinado, es inabarcable, porque prefiero
mil veces aquello que supone encuentro, conocimiento, diálogo, compartir,
mestizaje, que hablar de/defender terminología obsoleta (al menos así la veo)
que celebra el descubrimiento (con el ombliguismo galopante que tal cosa destila,
por no decir algo peor) la conquista, la catequización, que las justifica sin
ambages, que pone en valor el enfrentamiento, la guerra, las matanzas, que las
hubo, no se pueden negar (recurramos, de nuevo, a los documentos), no cierro
los ojos, todo lo contrario, los abro lo más posible, no me atrinchero en una posición,
más no pretendo antagonistas, rememorar sin faltar a la verdad pero sin
maniqueísmos ni polarizaciones (muchas veces no queda ni el más mínimo resquicio
ni para aquellos ni para estas: lo que pasó lo hizo de un modo concreto, no se
le puede dar la vuelta), sin creer que debo sentirme culpable por lo sucedido
(en todo caso, sí por el modo de recordarlo/contarlo/aceptarlo, pero eso es
algo bien distinto) ni tampoco con la potestad para reclamar lo que, aunque no
haya que olvidarlo (se supone, por cierto, que para no repetirlo), el viento
debería llevarse al infinito (vamos a ver, hablando en términos generales pero
muy actuales, no salvaguardamos y dejamos que pisoteen la memoria reciente, la de
gentes a las que incluso llegamos a conocer, la de víctimas que aún viven, ¿y
sin embargo nos partimos lo que haga falta por unos antepasados que, hablando
en sentido estricto, hay muchas probabilidades de que no lo sean?).
Del mismo modo que Daína Chaviano (lo contamos aquí el mes pasado) adoptaba
la diríase postura contraria a la que para aquellos que ven la vida desde los
extremos sería la suya “de natural”, “por sangre”, “por los suyos”, lealtades
que no son tales se pongan como se pongan (en parte porque se sustentan en
tergiversaciones, falsedades, rábanos cogidos por las hojas, imposiciones rayanas
en la alienación y pensamientos únicos), al igual que la escritora cubana decía
algo que debería resultar obvio (“No es cierto que los españoles exterminasen
a todos los indígenas en Cuba”) y lo argumentaba/apoyaba en una minuciosa
labor documental, Luis García Jambrina hace lo propio a la hora de encarar El
manuscrito de aire que recientemente ha publicado Espasa, no maquilla, no
oculta, no da la razón ciega que tantos pretenden (y que no es razonable, sino
fácilmente desmontable) a esos que me gustan llamar unidireccionales, adopta
una posición académica, es decir, investiga, analiza, rebusca y, precisamente
por ello, desmonta tópicos porque, tomando prestadas las palabras de nuestra
querida Daína, no todos los españoles exterminaron, esclavizaron, contribuyeron
a la nefasta (pero sucedida, otra cosa es el modo en que se ha contado, la
propaganda que tantos le han inyectado buscando su beneficio) leyenda negra. En
una cita que los del grupo habitual de lectores llevábamos esperando más de un
año (porque nos anticipó que la serie tendría continuidad y que lo haría del
modo en que lo ha hecho cuando charlamos con él en torno a El manuscrito de
fuego, su anterior y espléndida novela, esa que tantísimo nos gustó y que
tantas ganas de más nos dejó - https://elarpadebecquer.blogspot.com/2018/02/si-las-piedras-hablaran-o-gritasen.html-) y que por
fin mantuvimos en la librería Cervantes y Compañía a finales de septiembre
(gracias como siempre al concurso de mi Pepa Muñoz), Luis nos cuenta el talante
claramente conciliador porque ni exacerba ni incendia su verbo (lo que no es
negativo, en contra de lo que algunos dirán), pero indudablemente equilibrado y
lo más realista posible de su propuesta, sin olvidar (como tantas veces
conviene señalar) que estamos hablando de una novela y que muchos episodios narrados
se deben a la imaginación del autor, si bien es cierto que inspirándose en lo
sucedido, en lo sancionado como tal a partir de documentos de la época. Pero procedamos
con cierto orden, perdón una vez más por mi tendencia al caos: El manuscrito
de aire es la cuarta aventura de Fernando de Rojas, a quien conocimos como estudiante
de Leyes en la Salamanca de 1497 en la inaugural El manuscrito de piedra (publicada
hace once años), ya habrá obtenido el grado de bachiller en la segunda novela -El
manuscrito de nieve de 2010- y, dando un gran salto temporal, en la tercera
y anterior en orden de publicación a la que hoy nos ocupa, la ya citada El
manuscrito de fuego, encontraremos al personaje en la Talavera de la Reina
de 1532, ya al final de su vida, ejerciendo como magistrado. Por lo tanto,
cumpliendo lo que anunció hace algo más de un año, García Jambrina ha vuelto
atrás en el tiempo para este cuarto título, un tanto al modo en que Conan Doyle
hiciese en El sabueso de los Baskerville cuando aún no quería dar su
brazo a torcer (para no resucitar a Holmes -lo que haría no mucho después-
situó la acción antes de la fecha en que transcurría El problema final),
y, así, consigue su objetivo (que tenía claro desde el principio) de que cada manuscrito
tenga plena autonomía con respecto a los otros: “Lo de no respetar la
cronología es algo que se ha hecho otras veces: se supone que estos casos que
narro los contó alguien en su día y yo no los voy descubriendo en orden
cronológico, sino cuando tengo acceso a ellos. Son novelas autónomas y así
quiero que se lean, es una serie al modo clásico”.
El manuscrito de aire arranca el 6 de enero de 1515 y no lo hace
en los escenarios que hasta el momento eran los habituales de las pesquisas de
Fernando de Rojas sino a muchos kilómetros de distancia, en la isla de La Española,
lugar al que tendrá que desplazarse el protagonista porque así se lo solicita
un viejo y muy querido amigo, viaje que Luis tenía pensado casi desde que
empezó a escribir la serie: “Quería sacar al personaje de Salamanca,
escenario fundamental de las tres novelas anteriores, y llevarlo lejos; caí en
la cuenta de que en el periodo que abarca su vida podía tratar el asunto de la
colonización de América. De hecho, ya en la primera novela de la serie lancé
una señal a este respecto porque en el epílogo se decía que fray Antonio de San
José, su mentor, se iba a La Española en el tercer viaje de Colón; como se ve,
ya tenía previsto que, tarde o temprano, hubiese algún requerimiento para que Rojas
tuviera que cruzar el Atlántico, lo que aún no tenía claro es en qué momento lo
haría y al final ha sido en la cuarta. Como digo, surgió sobre la marcha: por
un lado, que no todo sucediera en Castilla, ello sumado a que tenía muchas
ganas de adentrarme en este territorio literariamente hablando, aprovechar el
caso que tuviese que investigar Rojas para levantar un poco las alfombras y
mostrar la situación de los taínos en aquel primer periodo del XVI que es del
que menos se habla, todo queda para Cortés y México, la parte más épica y feroz.
En estos años que recreo lo que hay es drama y tragedia y eso me interesaba
mucho. Por lo tanto, a la hora de planificar la novela, se mezcló lo espontáneo
con lo inevitable”. También, tal y como ya quedó señalado, el anhelo de ser
fiel a la historia, de ser justo con quienes la vivieron/hicieron, de no
olvidar lo que señala Roberto Fernández Retamar en unos versos que cierran la
novela (“Todas las conquistas han tenido sus horrores; / lo que no han
tenido las otras son hombres / como fray Antón de Montesinos, fray Pedro / de
Córdoba, fray Bartolomé de las Casas…”), de dar todos los enfoques
necesarios, de no quedarse sólo con una parte: “Otro de los alicientes para
ubicar la acción en el momento en que lo hago era retomar a los dominicos, que
en la primera novela no salían muy bien parados salvo en lo relativo a fray
Antonio de Zamora. Quería mostrar otras caras, las hubo: ya antes de que Fray
Bartolomé de las Casas profesara en la Orden, fueron muchos los dominicos que
dejaban Salamanca, precisamente, para ir a La Española y me servían para demostrar
lo que después encontré en esa cita que he querido fuese al final porque resume
muy bien el asunto de la novela. No quería ni blanquear ni cargar las tintas,
buscaba el contrapeso para mostrar las dos caras de este evento histórico, como
pasa siempre: los dominicos defienden a los taínos de un modo valiente y
razonado, de manera inmediata, y con sus cartas, sus memoriales y, desde luego,
el famoso Sermón de Adviento [pronunciado por fray Antón de Montesinos en
1511] sientan las bases de lo que siglos después serán los Derechos Humanos”.
La novela posee una ambientación muy rica y precisa, fruto indudable de
la meticulosa labor documental (“He leído mucho, lo primero las crónicas,
algunas citadas en el propio texto, documentos de los dominicos que son muy
interesantes, libros sobre la ciudad de Santo Domingo, cómo nació en aquella
isla una ciudad europea que sirvió de modelo a muchas fundadas en otras islas y
en el continente. Leo cosas de todo tipo y encuentro mil detalles que se van
imbricando e integrando en la trama, disfruto muchísimo con la documentación
porque es un aprendizaje y, además, puedo hacerla mientras desarrollo mi
trabajo en la Universidad”), al igual que sucedía en las anteriores (y en
general en las obras de Jambrina), la recreación de la época es prolija en
detalles sin que eso suponga un número excesivo de páginas ni descripciones
interminables en las que el autor demuestra su erudición o su buen
aprovechamiento de lo que otros escribieron, escoge con precisión y acierto qué
olores evocar, qué colores convocar, qué lugares describir (y de qué modo para
que sus palabras sean lo más efectivas y transmisoras posible), suministrando
mucha información sin que lo parezca ni se note, consiguiendo que el lector se
deje absorber y vea, huela, sienta, viva lo mismo que los personajes, de algo
en apariencia anecdótico (como tantas veces sucede) se extrae más información,
se retrata un momento, que de tratados abstrusos y pagados de sí mismos: “Los
cronistas suministran un montón de detalles que dan a la novela mucha
verosimilitud: por ejemplo, lo peor de adentrarse en la selva eran los
mosquitos, así lo cuentan y así lo reflejo”. Páginas asfixiantes, sin duda,
las que describen la selva, no en vano se cita a Joseph Conrad al comienzo de
la novela, El corazón de las tinieblas está ahí, al igual que la
estremecedora, apabullante y soberbia adaptación cinematográfica que tanto (en
todos los aspectos) costó a Francis Ford Coppola, no en vano Luis es un
reconocido cinéfilo (que, además, dice tener a Apocalypse Now por una de
sus películas favoritas) con un Máster en Guion de Ficción para Cine y
Televisión, páginas que, además, son reflejo de la honestidad con que ha
encarado el proyecto porque no se deja llevar por los cantos de sirena ni por
los cantos bucólicos, por una falsa Arcadia, por el mito absurdo y pueril del
buen salvaje (que en realidad sirve para justificar la barbarie, todo en aras
de civilizar a quien ni lo desea ni lo necesita), no mira ni mucho menos juzga
con superioridad, con condescendencia, con paternalismo a los taínos, tampoco
los idealiza, aunque suene repetitivo, procura ser justo con todos: “No
quería caer en el error de contar las cosas desde una mentalidad actual, sino
dar voz a los personajes que vivieron aquello, por eso hablan encomenderos,
dominicos, taínos, todos los posibles”.
Uno de los personajes más fascinantes de la novela es Higuemota y, en
ausencia, su madre, Anacaona, la gran cacica, de la que hay bastante información,
al menos mucha más que de su hija, lo que ha permitido al autor imaginar, basándose
en los testimonios que han perdurado y, sobre todo, en la figura materna,
creando así una contendiente/compañera a la altura de Rojas, un auténtico
huracán (así hacemos otro guiño a Daína Chaviano) de pasión, una mujer inteligente,
razonable, sensual, alguien que no comprender por qué vivir enfrentados, por
qué no aprender unos de otros y viceversa, por qué no convivir: “Dicen los
cronistas que Anacaona era una mujer extraordinaria, guapa, inteligente, con
mucho carácter, que estaba fascinada por los españoles y por su cultura. De
Higuemota no se sabe mucho, pero me pareció un personaje fantástico porque
estaba a medio camino entre los dos mundos, la pongo como gran lectora,
interesada en conocer la civilización europea, al tiempo que preserva las costumbres
de los suyos. Las ceremonias de las que hablo las he documentado en libros
muy diferentes, atendiendo a varias versiones, para procurar lo más preciso y
fiel a la realidad posible, ceremonias, por cierto, que indican que no se trataba
de una sociedad primitiva”. Y mientras Rojas, que ya ha publicado La Celestina
y al que por primera vez en la serie veremos escribir (e incluso comportarse
como un burdo remedo de su Calixto), se siente irresistiblemente atraído por
Higuemota, por su personalidad y por lo que representa, también ella lo hace
por alguien que escribe, por más que no comparta el escaso valor que los
españoles otorgan (¿otorgamos?, puede que aquí sí debamos atribuirnos actitudes
del pasado heredadas o no cambiadas) a la palabra dicha, negándole importancia,
poniendo el énfasis en lo que se plasma en un papel: “Cada palabra que sale
de nuestra boca [la de los taínos] es firme y nos obliga y nos
compromete; por eso nunca mentimos ni hablamos en vano ni rompemos un acuerdo o
un juramento, y menos si es de amor o amistad. Los españoles, por lo general,
confían todo lo importante a la escritura, como si lo que no estuviera escrito
en un papel no valiera nada, de ahí que apenas cultiven la memoria. Nosotros,
sin embargo, durante los areítos somos capaces de recordar cientos de poemas,
historias y canciones (…). Al fin y al cabo, los libros no son más que un
remedo o un pobre sustituto de esa memoria compartida de la que os he hablado”.
Ojalá todo el choque de culturas, de realidades, de mundos, ojalá toda la
controversia se redujese a esto y, de ese modo, la palabra, es decir, la conversación,
la dialéctica, el debate sin estridencias, el hablar y el escribir fuesen el
origen y el resultado, ojalá extrajéramos esa enseñanza (aunque aquí, por más
que lo lamente y en parte tire piedras a mi propio tejado, permítanme que me
ponga escéptico y hasta pesimista, basándome en lo que viene sucediendo desde
hace siglos, es decir, que ni la palabra dicha/empeñada ni la rubricada en documentos
sirve para nada cuando las riendas continúan en las manos equivocadas, cuando
las pasiones/pulsiones se ponen por encima del raciocinio, cuando no hay
ninguna intención de cambiar/mejorar).
Como se ve, como es habitual en los libros de Luis García Jambrina, El
manuscrito de aire puede leerse de diferentes formas y a distintos niveles y
en todos resulta satisfactorio, no conviene olvidar que ante todo es una novela
de intriga, de misterio, hay un interrogante que resolver, a partir de ahí cada
cual decidirá en qué modo encara la lectura, lo que resulta innegable es que va
a encontrarse con una novela amena, muy sensorial, en algunos momentos
simpática y en otros cruda, una narración atractiva de un momento y lugar concretos,
por extensión de toda una época, el trasfondo histórico/literario (aunque en
esta ocasión pese más lo primero) está magníficamente trazado en unas cuantas
frases muy bien repartidas a lo largo del texto. Y si se lo están preguntando,
la respuesta es sí, ya hay nuevas entregas de la serie cocinándose: “La idea
es continuar con el personaje, estoy pensando en otra tetralogía para que vayan
de cuatro en cuatro libros aunque puedan leerse desordenados; siempre van a ser
“manuscritos”, eso sí. No puedo abandonar un personaje que interesa a los
lectores y, además, me apetece ir completando la trayectoria vital de Rojas e
ir describiendo una época como aquella, tan rica y crucial para la Historia
posterior”. En este caso, creo que el autor se ha quedado corto con lo de “interesa”,
porque ha conseguido que el personaje se gane el corazón de los lectores, a la
altura de un Holmes, un Poirot, un Maigret, y, como perfecta carambola, ha
hecho que muchos lean (o releamos) La Celestina, la obra que de un modo
u otro vertebra/alienta esta estupenda serie.