lunes, 14 de octubre de 2019

ALGUNOS HOMBRES (BUENOS), DEMASIADOS HORRORES





   Mi primera intención fue escribir este texto el 12 de octubre, pero opté por dejar que pasase la resaca de fastos y reivindicaciones (nunca mejor dicho: hay tanta conversación de barra de bar convertida en noticia, en “sentir popular”, en “lo que dice el pueblo” o, en los últimos tiempos, en aquello que incendia Twitter -y de qué modo, si bien es un lugar en que las chispas prenden sin cesar-), que quedasen atrás los ecos de la eterna y absurda polémica, los exabruptos de los que reivindican/se arrogan un “pasado glorioso” (del que no os corresponde nada, conformaos con lo de “hemos ganado” cuando vuestro equipo golea al contrario), las salvajadas (no se me ocurre término más idóneo) de aquellos que, haciendo lo propio con el suyo (el pasado), se creen en el derecho de poder exigir tardías e innecesarias peticiones de perdón a quien, además, no tiene ninguna culpa en hechos acontecidos hace siglos. Sí, alguno dirá que vuelvo a hacer gala de mi proverbial equidistancia (que no es tal: no hay más que leerme un poco, y no muy entre líneas, para saber de qué pie cojeo, algo de lo que incluso alardeo en según qué momentos), pero en este asunto (si nos ponemos estupendos, hagámoslo con todas las consecuencias e intentando mirar la situación desde todos los ángulos) me tiran las dos orillas por razones familiares, sentimentales, por fidelidad a la Historia, por escuchar voces dispares, por si me apuran deformación profesional (por ética, por deontología, porque el periodismo no puede olvidarlas), por contrastar, porque la verdad dicha así, con artículo determinado, es inabarcable, porque prefiero mil veces aquello que supone encuentro, conocimiento, diálogo, compartir, mestizaje, que hablar de/defender terminología obsoleta (al menos así la veo) que celebra el descubrimiento (con el ombliguismo galopante que tal cosa destila, por no decir algo peor) la conquista, la catequización, que las justifica sin ambages, que pone en valor el enfrentamiento, la guerra, las matanzas, que las hubo, no se pueden negar (recurramos, de nuevo, a los documentos), no cierro los ojos, todo lo contrario, los abro lo más posible, no me atrinchero en una posición, más no pretendo antagonistas, rememorar sin faltar a la verdad pero sin maniqueísmos ni polarizaciones (muchas veces no queda ni el más mínimo resquicio ni para aquellos ni para estas: lo que pasó lo hizo de un modo concreto, no se le puede dar la vuelta), sin creer que debo sentirme culpable por lo sucedido (en todo caso, sí por el modo de recordarlo/contarlo/aceptarlo, pero eso es algo bien distinto) ni tampoco con la potestad para reclamar lo que, aunque no haya que olvidarlo (se supone, por cierto, que para no repetirlo), el viento debería llevarse al infinito (vamos a ver, hablando en términos generales pero muy actuales, no salvaguardamos y dejamos que pisoteen la memoria reciente, la de gentes a las que incluso llegamos a conocer, la de víctimas que aún viven, ¿y sin embargo nos partimos lo que haga falta por unos antepasados que, hablando en sentido estricto, hay muchas probabilidades de que no lo sean?).

   Del mismo modo que Daína Chaviano (lo contamos aquí el mes pasado) adoptaba la diríase postura contraria a la que para aquellos que ven la vida desde los extremos sería la suya “de natural”, “por sangre”, “por los suyos”, lealtades que no son tales se pongan como se pongan (en parte porque se sustentan en tergiversaciones, falsedades, rábanos cogidos por las hojas, imposiciones rayanas en la alienación y pensamientos únicos), al igual que la escritora cubana decía algo que debería resultar obvio (“No es cierto que los españoles exterminasen a todos los indígenas en Cuba”) y lo argumentaba/apoyaba en una minuciosa labor documental, Luis García Jambrina hace lo propio a la hora de encarar El manuscrito de aire que recientemente ha publicado Espasa, no maquilla, no oculta, no da la razón ciega que tantos pretenden (y que no es razonable, sino fácilmente desmontable) a esos que me gustan llamar unidireccionales, adopta una posición académica, es decir, investiga, analiza, rebusca y, precisamente por ello, desmonta tópicos porque, tomando prestadas las palabras de nuestra querida Daína, no todos los españoles exterminaron, esclavizaron, contribuyeron a la nefasta (pero sucedida, otra cosa es el modo en que se ha contado, la propaganda que tantos le han inyectado buscando su beneficio) leyenda negra. En una cita que los del grupo habitual de lectores llevábamos esperando más de un año (porque nos anticipó que la serie tendría continuidad y que lo haría del modo en que lo ha hecho cuando charlamos con él en torno a El manuscrito de fuego, su anterior y espléndida novela, esa que tantísimo nos gustó y que tantas ganas de más nos dejó - https://elarpadebecquer.blogspot.com/2018/02/si-las-piedras-hablaran-o-gritasen.html-) y que por fin mantuvimos en la librería Cervantes y Compañía a finales de septiembre (gracias como siempre al concurso de mi Pepa Muñoz), Luis nos cuenta el talante claramente conciliador porque ni exacerba ni incendia su verbo (lo que no es negativo, en contra de lo que algunos dirán), pero indudablemente equilibrado y lo más realista posible de su propuesta, sin olvidar (como tantas veces conviene señalar) que estamos hablando de una novela y que muchos episodios narrados se deben a la imaginación del autor, si bien es cierto que inspirándose en lo sucedido, en lo sancionado como tal a partir de documentos de la época. Pero procedamos con cierto orden, perdón una vez más por mi tendencia al caos: El manuscrito de aire es la cuarta aventura de Fernando de Rojas, a quien conocimos como estudiante de Leyes en la Salamanca de 1497 en la inaugural El manuscrito de piedra (publicada hace once años), ya habrá obtenido el grado de bachiller en la segunda novela -El manuscrito de nieve de 2010- y, dando un gran salto temporal, en la tercera y anterior en orden de publicación a la que hoy nos ocupa, la ya citada El manuscrito de fuego, encontraremos al personaje en la Talavera de la Reina de 1532, ya al final de su vida, ejerciendo como magistrado. Por lo tanto, cumpliendo lo que anunció hace algo más de un año, García Jambrina ha vuelto atrás en el tiempo para este cuarto título, un tanto al modo en que Conan Doyle hiciese en El sabueso de los Baskerville cuando aún no quería dar su brazo a torcer (para no resucitar a Holmes -lo que haría no mucho después- situó la acción antes de la fecha en que transcurría El problema final), y, así, consigue su objetivo (que tenía claro desde el principio) de que cada manuscrito tenga plena autonomía con respecto a los otros: “Lo de no respetar la cronología es algo que se ha hecho otras veces: se supone que estos casos que narro los contó alguien en su día y yo no los voy descubriendo en orden cronológico, sino cuando tengo acceso a ellos. Son novelas autónomas y así quiero que se lean, es una serie al modo clásico”.

   El manuscrito de aire arranca el 6 de enero de 1515 y no lo hace en los escenarios que hasta el momento eran los habituales de las pesquisas de Fernando de Rojas sino a muchos kilómetros de distancia, en la isla de La Española, lugar al que tendrá que desplazarse el protagonista porque así se lo solicita un viejo y muy querido amigo, viaje que Luis tenía pensado casi desde que empezó a escribir la serie: “Quería sacar al personaje de Salamanca, escenario fundamental de las tres novelas anteriores, y llevarlo lejos; caí en la cuenta de que en el periodo que abarca su vida podía tratar el asunto de la colonización de América. De hecho, ya en la primera novela de la serie lancé una señal a este respecto porque en el epílogo se decía que fray Antonio de San José, su mentor, se iba a La Española en el tercer viaje de Colón; como se ve, ya tenía previsto que, tarde o temprano, hubiese algún requerimiento para que Rojas tuviera que cruzar el Atlántico, lo que aún no tenía claro es en qué momento lo haría y al final ha sido en la cuarta. Como digo, surgió sobre la marcha: por un lado, que no todo sucediera en Castilla, ello sumado a que tenía muchas ganas de adentrarme en este territorio literariamente hablando, aprovechar el caso que tuviese que investigar Rojas para levantar un poco las alfombras y mostrar la situación de los taínos en aquel primer periodo del XVI que es del que menos se habla, todo queda para Cortés y México, la parte más épica y feroz. En estos años que recreo lo que hay es drama y tragedia y eso me interesaba mucho. Por lo tanto, a la hora de planificar la novela, se mezcló lo espontáneo con lo inevitable”. También, tal y como ya quedó señalado, el anhelo de ser fiel a la historia, de ser justo con quienes la vivieron/hicieron, de no olvidar lo que señala Roberto Fernández Retamar en unos versos que cierran la novela (“Todas las conquistas han tenido sus horrores; / lo que no han tenido las otras son hombres / como fray Antón de Montesinos, fray Pedro / de Córdoba, fray Bartolomé de las Casas…”), de dar todos los enfoques necesarios, de no quedarse sólo con una parte: “Otro de los alicientes para ubicar la acción en el momento en que lo hago era retomar a los dominicos, que en la primera novela no salían muy bien parados salvo en lo relativo a fray Antonio de Zamora. Quería mostrar otras caras, las hubo: ya antes de que Fray Bartolomé de las Casas profesara en la Orden, fueron muchos los dominicos que dejaban Salamanca, precisamente, para ir a La Española y me servían para demostrar lo que después encontré en esa cita que he querido fuese al final porque resume muy bien el asunto de la novela. No quería ni blanquear ni cargar las tintas, buscaba el contrapeso para mostrar las dos caras de este evento histórico, como pasa siempre: los dominicos defienden a los taínos de un modo valiente y razonado, de manera inmediata, y con sus cartas, sus memoriales y, desde luego, el famoso Sermón de Adviento [pronunciado por fray Antón de Montesinos en 1511] sientan las bases de lo que siglos después serán los Derechos Humanos”.

   La novela posee una ambientación muy rica y precisa, fruto indudable de la meticulosa labor documental (“He leído mucho, lo primero las crónicas, algunas citadas en el propio texto, documentos de los dominicos que son muy interesantes, libros sobre la ciudad de Santo Domingo, cómo nació en aquella isla una ciudad europea que sirvió de modelo a muchas fundadas en otras islas y en el continente. Leo cosas de todo tipo y encuentro mil detalles que se van imbricando e integrando en la trama, disfruto muchísimo con la documentación porque es un aprendizaje y, además, puedo hacerla mientras desarrollo mi trabajo en la Universidad”), al igual que sucedía en las anteriores (y en general en las obras de Jambrina), la recreación de la época es prolija en detalles sin que eso suponga un número excesivo de páginas ni descripciones interminables en las que el autor demuestra su erudición o su buen aprovechamiento de lo que otros escribieron, escoge con precisión y acierto qué olores evocar, qué colores convocar, qué lugares describir (y de qué modo para que sus palabras sean lo más efectivas y transmisoras posible), suministrando mucha información sin que lo parezca ni se note, consiguiendo que el lector se deje absorber y vea, huela, sienta, viva lo mismo que los personajes, de algo en apariencia anecdótico (como tantas veces sucede) se extrae más información, se retrata un momento, que de tratados abstrusos y pagados de sí mismos: “Los cronistas suministran un montón de detalles que dan a la novela mucha verosimilitud: por ejemplo, lo peor de adentrarse en la selva eran los mosquitos, así lo cuentan y así lo reflejo”. Páginas asfixiantes, sin duda, las que describen la selva, no en vano se cita a Joseph Conrad al comienzo de la novela, El corazón de las tinieblas está ahí, al igual que la estremecedora, apabullante y soberbia adaptación cinematográfica que tanto (en todos los aspectos) costó a Francis Ford Coppola, no en vano Luis es un reconocido cinéfilo (que, además, dice tener a Apocalypse Now por una de sus películas favoritas) con un Máster en Guion de Ficción para Cine y Televisión, páginas que, además, son reflejo de la honestidad con que ha encarado el proyecto porque no se deja llevar por los cantos de sirena ni por los cantos bucólicos, por una falsa Arcadia, por el mito absurdo y pueril del buen salvaje (que en realidad sirve para justificar la barbarie, todo en aras de civilizar a quien ni lo desea ni lo necesita), no mira ni mucho menos juzga con superioridad, con condescendencia, con paternalismo a los taínos, tampoco los idealiza, aunque suene repetitivo, procura ser justo con todos: “No quería caer en el error de contar las cosas desde una mentalidad actual, sino dar voz a los personajes que vivieron aquello, por eso hablan encomenderos, dominicos, taínos, todos los posibles”.

   Uno de los personajes más fascinantes de la novela es Higuemota y, en ausencia, su madre, Anacaona, la gran cacica, de la que hay bastante información, al menos mucha más que de su hija, lo que ha permitido al autor imaginar, basándose en los testimonios que han perdurado y, sobre todo, en la figura materna, creando así una contendiente/compañera a la altura de Rojas, un auténtico huracán (así hacemos otro guiño a Daína Chaviano) de pasión, una mujer inteligente, razonable, sensual, alguien que no comprender por qué vivir enfrentados, por qué no aprender unos de otros y viceversa, por qué no convivir: “Dicen los cronistas que Anacaona era una mujer extraordinaria, guapa, inteligente, con mucho carácter, que estaba fascinada por los españoles y por su cultura. De Higuemota no se sabe mucho, pero me pareció un personaje fantástico porque estaba a medio camino entre los dos mundos, la pongo como gran lectora, interesada en conocer la civilización europea, al tiempo que preserva las costumbres de los suyos. Las ceremonias de las que hablo las he documentado en libros muy diferentes, atendiendo a varias versiones, para procurar lo más preciso y fiel a la realidad posible, ceremonias, por cierto, que indican que no se trataba de una sociedad primitiva”. Y mientras Rojas, que ya ha publicado La Celestina y al que por primera vez en la serie veremos escribir (e incluso comportarse como un burdo remedo de su Calixto), se siente irresistiblemente atraído por Higuemota, por su personalidad y por lo que representa, también ella lo hace por alguien que escribe, por más que no comparta el escaso valor que los españoles otorgan (¿otorgamos?, puede que aquí sí debamos atribuirnos actitudes del pasado heredadas o no cambiadas) a la palabra dicha, negándole importancia, poniendo el énfasis en lo que se plasma en un papel: “Cada palabra que sale de nuestra boca [la de los taínos] es firme y nos obliga y nos compromete; por eso nunca mentimos ni hablamos en vano ni rompemos un acuerdo o un juramento, y menos si es de amor o amistad. Los españoles, por lo general, confían todo lo importante a la escritura, como si lo que no estuviera escrito en un papel no valiera nada, de ahí que apenas cultiven la memoria. Nosotros, sin embargo, durante los areítos somos capaces de recordar cientos de poemas, historias y canciones (…). Al fin y al cabo, los libros no son más que un remedo o un pobre sustituto de esa memoria compartida de la que os he hablado”. Ojalá todo el choque de culturas, de realidades, de mundos, ojalá toda la controversia se redujese a esto y, de ese modo, la palabra, es decir, la conversación, la dialéctica, el debate sin estridencias, el hablar y el escribir fuesen el origen y el resultado, ojalá extrajéramos esa enseñanza (aunque aquí, por más que lo lamente y en parte tire piedras a mi propio tejado, permítanme que me ponga escéptico y hasta pesimista, basándome en lo que viene sucediendo desde hace siglos, es decir, que ni la palabra dicha/empeñada ni la rubricada en documentos sirve para nada cuando las riendas continúan en las manos equivocadas, cuando las pasiones/pulsiones se ponen por encima del raciocinio, cuando no hay ninguna intención de cambiar/mejorar).

   Como se ve, como es habitual en los libros de Luis García Jambrina, El manuscrito de aire puede leerse de diferentes formas y a distintos niveles y en todos resulta satisfactorio, no conviene olvidar que ante todo es una novela de intriga, de misterio, hay un interrogante que resolver, a partir de ahí cada cual decidirá en qué modo encara la lectura, lo que resulta innegable es que va a encontrarse con una novela amena, muy sensorial, en algunos momentos simpática y en otros cruda, una narración atractiva de un momento y lugar concretos, por extensión de toda una época, el trasfondo histórico/literario (aunque en esta ocasión pese más lo primero) está magníficamente trazado en unas cuantas frases muy bien repartidas a lo largo del texto. Y si se lo están preguntando, la respuesta es sí, ya hay nuevas entregas de la serie cocinándose: “La idea es continuar con el personaje, estoy pensando en otra tetralogía para que vayan de cuatro en cuatro libros aunque puedan leerse desordenados; siempre van a ser “manuscritos”, eso sí. No puedo abandonar un personaje que interesa a los lectores y, además, me apetece ir completando la trayectoria vital de Rojas e ir describiendo una época como aquella, tan rica y crucial para la Historia posterior”. En este caso, creo que el autor se ha quedado corto con lo de “interesa”, porque ha conseguido que el personaje se gane el corazón de los lectores, a la altura de un Holmes, un Poirot, un Maigret, y, como perfecta carambola, ha hecho que muchos lean (o releamos) La Celestina, la obra que de un modo u otro vertebra/alienta esta estupenda serie.