sábado, 26 de diciembre de 2015

DE PUNTILLAS, TU AUSENCIA VESTIRÉ





   Tenía pensando el título de este escrito desde el momento en que vimos el espectáculo que lo alienta, pero la vida, ya saben lo caprichosa que es, no deja de actuar mientras nosotros nos entretenemos haciendo planes que la mayoría de las veces ni tan siquiera intentamos poner en práctica, pues resulta que esta buena amiga ha seguido moviendo sus hilos (siempre tiene muchos de los que tirar) y me pongo a la tarea justo al día siguiente de haber tenido que acompañar a una buena amiga en el tanatorio para despedir a su padre (no es la primera vez, por desgracia, que un 25 de diciembre incluye uno de estos lugares como visita obligada y no deseada) y que, aunque el texto revoleteó por mi corazón y mi cabeza, sólo hoy pide paso y hace que mis dedos tecleen precisamente cuando Pablo no está en casa y voy preparando todo para su regreso el día 5 de enero, para esperar juntos la llegada de los Reyes Magos. Pero, aunque hay tantas ausencias presentes (aún más inevitables cuando cobra vigencia lo de “vuelve a casa, vuelve” -ojalá algunos pudiesen hacerlo-, en que se canta aquí y allá en pro de la reunión familiar), aunque la separación que más me importa es sólo temporal y eso atenúa la nostalgia, al margen de extraer la frase de una de sus canciones emblemáticas, el título hace referencia directa a su autora, es una dedicatoria que brota de mi admiración y mi cariño hacia una artista a la que se castigó demasiado pronto con el olvido, casi me atrevería a decir con el ostracismo, a la que se consintió que se marchase por la puerta de atrás, a empujones, sin ningún tipo de preocupación o interés, sin comprender ni compartir su decisión (esa que en gran parte le ayudaron a tomar), pero sin tratar de evitarlo, y los culpables somos todos, periodistas, casas discográficas, sus compañeros de profesión, el público en general, sus seguidores que aceptaron con naturalidad hablar de ella en pasado cuando aún vivía, evocar sus hits como si perteneciesen a épocas muy lejanas, arrebatarse exageradamente para suspirar “¡Ay, cómo me gustaba!”, como si ya no lo hiciese (Ingrid Bergman me gusta, hoy mismo, también Ana María Matute, Gloria Fuertes, José Saramago, Joaquín Soler Serrano cuando veo alguna de sus entrevistas gracias al archivo de TVE e incluso Velázquez: me gustan -o el verbo que considere adecuado-, es un hecho). Sea como sea, a veces parece que Mari Trini fue popular hace mucho tiempo, las pocas veces que se la evoca hay que quitarle de encima el peso de demasiadas capas de desconocimiento y omisión, pero no hace tanto que estaba en activo, algunos crecimos con sus canciones como parte de la banda sonora doméstica, era presencia constante en la radio y la televisión (también es cierto que aquellos medios de comunicación no son los de ahora -sobre todo el segundo-), algunas de sus letras han pasado al lenguaje coloquial, “¿quién no escribió un poema huyendo de la soledad? ¿quién a los quince años no dejó su cuerpo abrazar?”, pero tendemos a ser muy desagradecidos con aquellos que en algún momento nos han hecho la vida un poco más plácida, un mucho más rica.
   Helena Bianco, la solista de Los Mismos, ha reunido los temas que jalonan la carrera de Mari Trini, hitos que han trascendido a su autora, canciones que forman parte de nuestra vida, y ha trenzado con ellas un emocionado y emocionante tributo, necesario y obligatorio, que anda presentado estos días en el escenario del Teatro Infanta Isabel (por el momento sólo se anuncia un concierto más, el del próximo martes 29, confiemos en que prorrogue su estancia o se anuncien nuevas fechas en otro lugar -en otros lugares, no sólo en Madrid-). Mari Trini acuñó un estilo muy personal, escribía para su voz, para su ironía inteligente, para su estallido dolorido, para su emoción incontenible, para su susurro enamorado, para dar a cada palabra el tono preciso, capaz del grito más desgarrado, imprimiendo potencia a una voz que se elevaba imparable, dejándola caer cuando cualquier alarde estaba de más, una maestra en los tonos medios y bajos, canturreando a veces con cierta displicencia muy medida, haciendo fácil la tarea, armonizando incluso en los silencios, en las pausas, en algún suspiro, en el recorte de la sílaba final; Helena Bianco acierta plenamente al no pretender imitarla, al cantarla a su modo, al celebrar a la artista, al limitarse a abrir el baúl de los recuerdos y sacar del fondo para que dejen de atesorar telarañas unos temas que suenan plenamente contemporáneos porque no están circunscritos a ninguna época, porque poseen unas melodías y unas letras que no han perdido ni un ápice de pertinencia, de verdad, de emoción, de transgresión, de reivindicación, aunque sería deseable que algunas quedasen sólo como testimonio de lo que ya fue desterrado, pero aún queda mucho por lo que pelear: “Yo no soy esa que tú te creías, la paloma blanca que te baila el agua, que ríe por nada diciendo sí a todo, esa niña, sí, no, esa no soy yo”.
   Y mientras la esplendorosa voz de la Bianco (en plenísima forma, pletórica de facultades, poderosa, impresionante) va desgranando el repertorio escogido, uno no puede (ni quiere) evitar que vayan llegando múltiples imágenes del ayer, la música de Mari Trini es una de las pocas cosas que comparto con mi madre en el terreno artístico, incluso tuvo algún casete antes que el tío Miguel, quien también gustaba mucho de ella, tal vez sea El águila y el gorrión la primera canción que recuerdo por aquello de que era un cuento, una fábula, hablaba de un escenario fácilmente reconocible para un crío aunque te quedases en la superficie y no fueses capaz de hincar el diente a lo que la letra contaba (“Mi dulce rapaz, mi dueña, mis plumas no son muy bellas, pero aguantan el invierno y te darán calor”), pero Te amaré, te amo y te querré se impuso muy pronto, canción que aún me provoca más de un estremecimiento (“Nunca es tarde, creo yo, para empezar, pues el mundo aún está en su lugar, pero si revienta a tu lado quiero estar”), lo mismo que Una estrella en mi jardín, abierta a tantas interpretaciones, en la que cada uno se queda con lo que conviene, pero a cuya atmósfera y magia es imposible resistirse (“Ahora ya sé dónde te escondes tú, ahora ya sé en dónde habitas tú, pero no sé el por qué has venido de nuevo aquí, a mi jardín). Y esas canciones que no fueron tan (o nada) populares pero ampliaban la paleta de tonos y sensaciones, El producto…, que tal vez más de uno no le perdonó porque no deja de narrar, sin paños calientes, “la a veces triste historia de un producto comercial”, o ese en apariencia simpático pero tremendamente vitriólico (y real) A bailar, a seguir (“Enfermos de la envidia, nos da cierta alegría ver fracasar”) y el emocionado canto al primer hombre, al que tuvo que aprender todo a marchas forzadas, al que se exigía que se comportase a semejanza de su creador, negándole su humanidad, su derecho a equivocarse (“A ese hombre ilusionado, que la manzana tan prohibida fue a buscar, que nadie intente hoy criticarlo, pues su pecado nos ha traído algo original… Estoy hablando de Adán), la para mí fundamental Tú y tu Dios, resumen de su actitud vital ante lo que se imponía desde los púlpitos ("Me ilusioné sin que tu Dios supiera que, si creí, fue sólo por ti. Tú y tu fe, ¡qué hermoso cuento de hadas!"), siempre en la búsqueda de una espiritualidad inmediata, cercana, libre de dogmas, como lo demostraba en Ay, Señor, interpelando directamente al que solemos ubicar en las alturas rigiendo nuestro sino ("No es que sea una chivata, baje usted y juzgue, por favor. ¡Ay, Señor, Señor, no tiene usted ni idea de lo mal que está la tierra desde que usted se fue!"). Y según uno iba creciendo descubría sus primeros éxitos, Amores o Yo no soy esa (que ya hemos tarareado), Cuando me acaricias (“Cuando la lluvia cae se funde el hielo, nos marcharemos lejos de nuestro pueblo”), o esa impactante Mañana en la que, lamentablemente, demostró sus dotes como vidente (“Mañana me iré despacio, sin dejar ninguna huella. (…) dejaré mi puesto para quien lo quiera). Tardé en apreciar Vals de otoño, es una de las canciones favoritas de Pablo, fue gracias a él como me dejé envolver por la melodía y la alegría, aunque la voz de Mari Trini siempre tiene ecos de dolor, de decepción, de tristeza, tal vez agudizados esta vez porque se vio obligada a cambiar la letra por intervención de la censura, aunque jamás recuperó la original defendiendo hasta el final los versos que se conocen (“Las verdades son sólo palabras que puedes creer o no. Ya está aquí el otoño crujiente, que un tapiz de hojas bordó”) y me electrizó Ayúdala mucho antes de que alguien que fue muy generoso conmigo inyectó vida y sentido a lo que ella venía un tiempo invocando (“Pon un sol en su ventana, júrale que antes de ella el placer era una trampa, haz que brillen sus mejillas, miéntele cuando le hablas”).
   Fue una fortuna que Pablo aún colaborase en el programa del que yo era subdirector (aunque a la hora de la verdad eso importaba más bien poco -al menos, pudimos compartir horas en las hondas y en un par de veranos hice lo que me apeteció-) cuando Mari Trini falleció porque así se le pudo hacer el homenaje que merecía (y más desde la radio pública). No es el momento de recordar lo que sucedió al otro lado del cristal, el caso es que sonaron las canciones deseadas, que Pablo glosó sus virtudes no sólo como intérprete sino como escritora y música, y que dije algo que he seguido confirmando: al igual que me sucede con Rocío Dúrcal, no puedo controlar las lágrimas cuando la escucho porque me duele su ausencia, porque se aprendió a quererla mucho, porque fuimos ingratos con ella, porque mereció una mejor despedida (aunque bien clarito dijo que no quería “falsos llantos de un duelo”, aunque ni siquiera eso tuvo), pero el recital de Helena Bianco también provoca que los ojos se me empañen (y a ratos aneguen) por sensaciones muy placenteras, la fundamental estar compartiéndolo con Pablo, saber que latimos al mismo ritmo y que esas canciones son importantes para ambos, volver a sumergirnos en ese particular universo de Mari Trini que ensancha el alma, deleitarnos ante la entrega de una artista para glorificar y homenajear a otra, echando a rodar la bola de nieve para que ese tributo sea algo de todos los días porque, como ya se dijo, “nunca es tarde, creo yo, para empezar”. ¡Gracias, Helena Bianco por poner unos cimientos tan sólidos al edificio!  

miércoles, 23 de diciembre de 2015

YO LEO, TÚ LEES, ÉL (O ELLA) NOS LEE





  

 Llevaba tiempo queriendo escribir algo sobre un libro muy interesante, un ensayo que detiene su argumentación para narrar historias, una reflexión desde el estudio y el aprendizaje (hay muchos que olvidan que lo segundo no debe abandonarse nunca, que es fundamental sentirse aprendiz para investigar, para explorar, para no perder el oremus, para ser el primer interesado y el primer beneficiado por las incógnitas despejadas, por el problema resuelto, por los pasos avanzados), unos recuerdos personales muy bien distribuidos y utilizados para armar el texto, un entusiasmo inevitable cuando se va dando cuenta de los frutos conseguidos, nunca mejor dicho es la obra de una vida (o de varias), aunque Santiago Alba Rico aún tenga muchas cosas por decir, por mostrarnos, por iluminar, porque cuando las letras te atrapan no te sueltan jamás y te conviertes en su mejor valedor, en su continuo anunciante, en su permanente defensor; pero, repito, es la obra de una vida porque es el modo en que el autor ha querido encauzar la propia y la de sus hijos, transformándolos a su vez en miembros de esta cofradía que se resiste a ser aniquilada, que lucha contra viento y marea porque cree en aquello que defiende, en aquello que le hace disfrutar, en lo que enriquece continuamente el conocimiento pero también las emociones, en el refugio que se mantiene en pie a pesar de las tempestades, en el amigo que atiende todas las llamadas, en el mejor regalo posible porque es mucho más que un simple objeto, porque siempre hay nuevas posibilidades, porque no se agota cuando lo terminas, es decir, un libro. Y lo que el filósofo de formación y de vocación (ahí está la etimología de la palabra para demostrarlo), el aclamado guionista de los Electroduendes, el reputado ensayista (no sólo en el aspecto cultural, también en el político -de hecho, en el que ahora nos ocupa se entremezclan con brío y sentido ambas vertientes-) transmite en Leer con niños (título publicado hace unos años que ahora ha recuperado Literatura Random House) es el modo en que su afición, su pasión, su fiebre por la letra impresa fue inoculada en sus hijos sin traumas ni tareas ingratas, como placer no como obligación, gracias a algo que hemos arrancado de cuajo de lo cotidiano, que hemos delegado en dispositivos, grabaciones o sustitutivos sin la misma calidez que transforman al usuario en un receptor pasivo, al que tan sólo le queda la facultad de apretar un botón u otro para que aquello deje de funcionar. Porque, tal y como el título indica, se trata de dar ejemplo en lo práctico, haciendo partícipes a los chavales, no basta con que te vean leer para que quieran imitarte (técnica que, por cierto, no es demasiado efectiva -hablo desde mi experiencia, claro-), es mucho mejor convertir la lectura en algo colectivo, hay que recuperar la tradición oral, da igual que sea a través de tu abuela (como ya he contado en otras ocasiones) que te cuenta Los siete cabritillos haciendo todas las voces de los personajes o de cualquier otro adulto (los hermanos mayores también sirven) que coge algún libro de la estantería y se convierte en Sherezade, en transmisor de lo que alguien dejó escrito.

   Y, como digo, llevaba un tiempo queriendo dar cuenta de Leer con niños y hoy ha sido el día propicio porque se han conjurado una serie de circunstancias que me lo han hecho necesario, podemos decir que la primera es el hecho de que cada vez haya más hogares (dentro de los que se lo pueden permitir y me da que ese número no deja de menguar) que celebran la llegada de Papá Noel (o San Nicolás o Santa Claus, por aquello de la influencia hollywoodiense), hecho que tendrá lugar en poco menos de 24 horas (son casi las dos de la madrugada cuando ando tecleando) y, desde bien pequeño, uno de mis regalos favoritos, casi el principal (o sin adverbio, aunque hay otras cosas que también me hacen feliz, sobre todo cuando se nota que la persona que las obsequia ha pensado en uno, conoce sus gustos, da muestras de su cariño), el que no puede faltar, es un libro (no uno solo: el ratón de biblioteca nunca se sacia), y para conseguir que los chavales no lo vean como una carga, como un rollo, como un capricho de los papás, como recordatorio de que hay que estudiar, conviene que sea algo habitual y regocijante recibirlo como regalo, como parte fundamental de la celebración, como algo atractivo y sugerente sólo con leer el título y hojearlo brevemente. Después, mientras asistía al crimen que Paula Ortiz ha cometido contra Bodas de sangre de Lorca, esa infamia titulada La novia (sobre la que escribiré en otro lugar -Celuloide en vena-, aunque ya he anticipado algo en Facebook porque mi espíritu lorquiano se ha revuelto sobremanera ante semejante despropósito y necesitaba explayarse), he recordado muchas lecturas, muchas representaciones, muchos momentos gratos asociados a la producción del escritor granadino, la musicalidad de sus versos, lo torrencial de su prosa, la hondura y belleza de sus palabras, el aliento trágico que poco a poco lo inunda todo, la alegría que brota sin aspavientos, lo popular dignificado sin culteranismos ni alteraciones, lo mucho que siempre queda por descubrir en una obra tan ingente en lo que a sentimientos e interpretaciones se refiere (hablo a título personal, las que cada uno haga cuando regresa a versos que leyó a los doce, a los quince, a los veinte, a los treinta y tres años, ayer mismo) y evoqué la figura de una profesora de Literatura, Silvia Filgueira, mi tutora en COU, con la Generación del 27 -una selección de poemas de aquellos a los que se considera miembros de la misma- y el propio Federico como dramaturgo -La casa de Bernarda Alba- como lecturas obligatorias para el examen de Selectividad. Aunque explicaba mucha teoría, sobre todo de cara al momento en que hubiese que comentar los textos en dicha prueba (parece que no se valoraba excesivamente que alguien osase personalizar, matizar, hablar por sí mismo, se preferían las retahílas memorizadas en los libros de estudio), intentó durante el curso motivarnos, estimularnos, preguntarnos qué pensábamos, en alguna ocasión comenzamos por ahí, por la lectura, sin prólogos ni anestesia, en clase, en voz alta, llegando a representar los textos dramáticos, y, después de algunos debates, de opiniones encontradas o coincidentes, de dimes y diretes, pasaba a lo puramente técnico sin consentir que olvidásemos lo que cada uno habíamos experimentado al enfrentarnos sin prejuicios al texto, abiertos de mente, vírgenes en emociones, sin criterio (pre)establecido (en este sentido, tampoco puedo olvidarme de Mercedes Gómez del Manzano, aquel portento que tantas nuevas ventanas abrió en mi afición lectora cuando tuve la fortuna de que nuestros caminos se cruzasen en la Facultad, una mujer que consentía y propiciaba toda la libertad del mundo para que cada cual escogiese aquellos títulos y autores que le resultasen más atractivos, siguiendo unas directrices generales y parcelando por épocas, movimientos y países, una enseñante como pocas, apasionada con lo que hacía y leía, a la que desgraciadamente se perdió cuando aún tenía mucho que enseñar a querer).

   Y así llegamos a la tercera circunstancia, la más decisiva porque transformó mi vida, una que ya he contado en otras ocasiones por lo que sólo me detendré lo justo, en aquello que entronca con el libro de Alba Rico (además, ando preparando alguna cosilla específica sobre él como escritor, tal vez por eso le tenía hoy tan presente aunque tampoco necesito demasiado para ser consciente de su influencia, de su magisterio), se trata de nuevo de Luis Landero, aquel que supo encontrar la vocación que yo desconocía, el profesor al que he visto hacer adeptos para la causa lectora sin esfuerzos ni amenazas, el que conseguía conmover y atrapar a gente que ni siquiera leía los textos obligatorios, el que atraía el interés hacia aquellos objetos que tantos rechazaban sin molestarse en abrir alguno, el que convertía lo que para tantos era una tarea ingrata en algo divertido y apasionante, primeramente porque se saltaba a la torera el nada estimulante programa académico, el que a tanta gente ha expulsado del gusto por leer, el lastre, la condena incluso para los que llegábamos a las aulas con afán y costumbre lectores, esos títulos que parecían escogidos la mayoría de las veces para provocar el efecto contrario, lecturas a destiempo en gran parte porque no se cultivaba el terreno y se arrojaba a los alumnos sobre los libros o viceversa, porque Luis empezaba el curso yéndose al XIX, donde decía que estaban las historias, los dramas, los lances, los misterios, los personajes con los que podíamos empatizar, y por eso cogía entre sus manos un libro que había dejado sobre la mesa y empezaba a leerlo en voz alta, nada menos que Madame Bovary (que un servidor había leído a los catorce años, pensando que sería la historia de una mujer sofisticada que fumaba en boquilla tumbada en una chaise longue -se nota que conocía el Fumando espero de la Montiel, ¿verdad?-), y, así, con una magnífica voz, entonando con acierto y narrando como si contase, iban transcurriendo las primeras clases, como un fuego de campamento, como una reunión entre amigos, como si Flaubert conversase con los demás. Y esa es la realidad que Santiago Alba Rico ha vivido con sus hijos, lecturas compartidas sin orden ni concierto, por elección, por expreso deseo de los involucrados, sin cortapisas ni algodones (con la de contenidos a los que un chaval tiene acceso hoy en día, lo menos que debe preocuparnos es que se sienta atraído por Lolita, El amante de Lady Chatterley e incluso Yo soy Fulana de Tal), sin barreras ni ortodoxias, leer por el mero placer de hacerlo, aunque se llegue demasiado pronto a ciertas obras y otras vayan siendo desplazadas o permanezcan inéditas (es algo con lo que un lector deberá convivir toda su vida, nunca se pondrá al día, demasiados títulos reclaman atención al mismo tiempo), si no aprendemos a caernos, a equivocarnos, si no nos enfrentamos a pruebas (elegidas por nosotros, no lo olvidemos), no sabremos valorar lo conseguido, las satisfacciones, las alegrías, las emociones sinceras provocadas por las palabras que un escritor reunió, las poseedoras de vibraciones placenteras (da igual de qué género hablemos, lo que uno nunca olvida es lo bien que lo pasó, aunque llorase, aunque temblase, aunque se estremeciese). Leer con niños es un magnífico canto a la experiencia lectora y ayuda a despejar el camino de obstáculos y rigideces, no es tan difícil darse cuenta de las ventajas del método -aunque imagino que a Santiago no le gustará la palabra, ya que nos estamos refiriendo a una manera de vivir y entender la literatura y el modo de acceso a la misma, algo muy alejado de la tiranía didáctica, si se me permite lo que es un oxímoron en toda regla aunque los que la hayan sufrido, porque es una realidad, saben que se da en las aulas con demasiada frecuencia-, basta con recordar que, cuando críos, pudimos amar Don Quijote de La Mancha antes de leerlo gracias a aquella espléndida serie de dibujos animados y que el tan cacareado inicio “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme” y todo lo que sigue, impacta mucho más si lo pronuncia una voz como la de Rafael de Penagos -hagan la prueba, ya verán como hay alguien que les ruega que continúen y, a lo tonto, a lo tonto, se meten la obra cumbre de Cervantes entre pecho y espalda y les deja huella en el corazón-.   

martes, 22 de diciembre de 2015

NAVIDAD EN BLANCO Y NEGRO



  



 Entiendo que sonará a tópico, pero es la pura verdad (vivimos más pegados al estereotipo de lo que nos gusta reconocer, circunstancia que no es mala en sí misma, siempre que seamos conscientes de ella y sepamos dejarla de lado cuando nos coarte o esclavice): entendía que había llegado la Navidad cuando la musiquilla de los niños de San Ildefonso inundaba el ambiente y, durante unas cuantas horas, era casi lo único que sonaba aquí o allá. Era el auténtico pórtico a las vacaciones, el primer descanso del curso, la posibilidad de dejar a un lado lo obligatorio para poder disponer de todo el tiempo a tu antojo, la culminación de una espera que se hacía muy larga porque empezaba bastante antes, cuando el tío Miguel sacaba el talonario de participaciones y empezaba a hacer cálculos para el reparto de la lotería, para intercambiarla con amigos, familiares, gentes a las que en muchas ocasiones había que escribir, enviar una felicitación, establecer el único contacto que se mantenía, cuando empezaban a llegar las primeras papeletas (normalmente la de Feli y Antonio, los más tempraneros, daba el pistoletazo de salida… ¡cuando aún era noviembre!). Otro ritual era el momento en que podían escucharse villancicos, dependía del año, pero siempre el primero era Los peces en el río en la popularísima versión de Manolo Escobar (y luego, ya de tirón, el resto de la cinta con aquello del cornetín y el tambor, lo de “los pastores son, los pastores son”, alguno más flamenquito y el rítmico Para el Niño todo -que siempre fue mi favorito porque sonaba muy diferente a los clásicos, a esos que voces blancas y atipladas llevan siglos canturreando (¿No se graban otras versiones? ¿Por qué no cambian el hilo musical en los centros comerciales?)-), sin olvidar el estreno del anuncio de Freixenet (tenía hora y fecha como los grandes acontecimientos), otro momento culminante. Y aunque el día 22 solía ser el de la fiesta en el colegio (aunque tampoco es que en el mío se tirase demasiado la casa por la ventana, a veces la celebración sólo tenía lugar en cada clase -con un director tan rancio como aquel don Amancio de infausto recuerdo nunca se estaba para mucha jarana, aún era muy notoria la herencia de los años oscuros, todavía demasiado cercanos, en parte el título de este escrito cuadra perfectamente con la grisura formal y moral de mi EGB-), debieron bastar los días en que el sorteo coincidió con un sábado (sólo así me explico que recuerde a mi padre pendiente del sorteo -o tenía algún día de libranza-, levantándose con precipitación porque un año el Gordo salió muy al principio) para convertirme en adicto, para levantarme temprano y estar frente al televisor antes del primer golpe de bombo, para ir anotando los premios importantes (y el número de tabla e incluso de alambre) y que luego los mayores pudiesen consultarlos hasta que se publicase la lista completa.
   Pero todo cambió, y no exactamente con la edad, como tantas veces, sino con la cruel realidad: a poco de terminar el sorteo de 1989, cuando ya tenía mi lista preparada, cuando esperaba que la tía Carmen llegase del trabajo para ir preparando la comida, atendí la llamada de Natalio para comunicarme la muerte durante la noche de Toñi, su mujer, una de las mejores amigas de la tía, un espantoso jarro de agua fría que me dejó sin aliento, sin capacidad de reacción, me fui a casa de la abuela para decírselo, temblando, nervioso, pensando en cómo atenuarle el impacto a la tía (Toñi había estado en casa apenas una semana antes, precisamente para intercambiar la lotería, yo andaba planeando un trabajo para la Facultad -un reportaje fotográfico- y pensaba que podía ser divertido y curioso hacerlo en la cola de los que esperan toda la noche a que se abra el salón de loterías donde entonces se celebraba el sorteo, le dije a Toñi que me acompañase que para eso presumía de ser muy madrileña, que era la tradición, que de paso vivíamos la experiencia, nos reímos mucho, como siempre con ella, pero al final yo busqué una opción algo más sencilla y todo quedó en nada hasta que, en esa madrugada que hablamos de compartir, ella moría a causa de un derrame mientras dormía-). Ahora sigue siendo el momento en que no puedo evitar las lágrimas al revivir aquellos terribles momentos (tener también que decírselo al tío con la calma debida por sus problemas cardiacos), lágrimas que siempre brotan cuando resuena la cantinela que reparte dinero, esa a la que hoy no me he resistido mientras desayunaba y Dobby hacía lo propio, mientras me preparaba para sacarle de paseo (precisamente por la Plaza de Oriente, circunvalando el Teatro Real donde, cuando hemos pasado, aún se esperaba al otro Gordo -con minúscula, un servidor-), mientras evocaba a Toñi (llorar su ausencia era necesario cada año para poder afrontar la Navidad con el mejor talante posible), mientras conversaba íntimamente con el tío Miguel (como tantas veces), mientras sentía aún más presentes que de habitual a la abuela y a mi padre, añorándoles como no se puede dejar de hacer (saber convivir con esos boquetes en el alma no significa acostumbrarse), sonriendo con tristeza al pensar en aquel niño (aunque mi querencia por estas fechas duró hasta que fui madurando, hasta que empezaron a faltar personas necesarias) que soñaba con las Navidades que veía en las películas o leía en los libros, una imagen almibarada y distorsionada, una fiesta que se supone entrañable, familiar, emocionante, deliciosamente ñoña, que se impone como tregua en las guerras, que se ilumina con luz artificial y sobre todo artificiosa, que camufla la nostalgia, la desesperación, la tristeza en cánticos de supuesto alborozo, en tonadas que quiebran el ánimo y roen el corazón, una celebración religiosa que muy pocos viven como tal, que aquellos que son ajenos a la misma se apropian como excusa para la fiesta, llegando a adoptar símbolos que no tienen nada que ver con su cultura o propia tradición, y que aquellos que deberían respetar y guardar con unción coadyuvan a tergiversar, disfrazar o manipular.
   Y el caso es que cada año recibía un buen baño de decepción porque, obviamente, nada era como en los libros de los Hollister o los Cinco, porque vivíamos en unas casas humildes que no permitían grandes decoraciones ni reuniones multitudinarias (aunque jugar al Tetris para encajar las piezas se nos ha dado muy bien en Berruguete, en lo que a humanos se refiere -cuando alguien ha visto fotos, se le han descrito cumpleaños o similares, cuando ha sido testigo y partícipe de algún evento de esas características no ha dado crédito a pesar de estarlo viviendo-), porque el presupuesto nunca fue demasiado holgado, porque las cenas del 24 y el 31 daban paso a las tardes del 25 y el 1 de enero con visitas que no eran gratas -y lo dejo ahí por no escarbar en la herida o hacer daño a personas que puedan leerme reavivando llamas que están mucho mejor apagadas-, porque nunca daba tiempo a hacer todo lo planeado, porque muchos deseos seguían siendo sólo eso año tras años, pero aun así se vivían momentos de felicidad plena como bajar al centro a ver Cortilandia y los puestos de la Plaza Mayor (y nos resignábamos, todos queríamos estar allí, decíamos “qué de gente, por favor” entre risas, no quedaba otra, cumplíamos encantados con la tradición, nada de renegar de la ciudad como tantos ingratos que la menosprecian y se van lejos “para vivir más desahogados, con tranquilidad”, pero luego están aquí sábado sí y sábado también sin dejar de despotricar “no hay quien venga por aquí”… ¡Pues a ver si tomas nota”! -además, este año Valdemoro se ha llevado un pellizco en la lotería, ¿no?, razón de más para que no te muevas de allí-), ningún año faltaba la mañana en que el tío Miguel aprovechaba alguno de sus días libres para traerme al Pasadizo de San Ginés y dejarme elegir algún libro de segunda mano, mal que bien mantenía a buen recaudo mi espíritu navideño. Pero ahora no puedo evitar que todo me resulte forzado, sobredimensionado, desproporcionado, como una anestesia, algo irreal, un placebo -aunque reconozco que recorrer el Londres prenavideño junto a Pablo fue como una inyección, sobre todo fue recuperar aquella atmósfera que me empeñaba en buscar inútilmente cuando niño… porque no es la nuestra, porque es una sublimación-, un burbujeo que estalla a los pocos segundos y que hace más patente lo hueco, lo frágil, lo inestable, lo precario, y se me dirá que por eso hay que aprovechar cualquier ocasión para disfrutar, y lo secundo, pero no porque lo marque el calendario, no sólo ahora, no fingiéndolo porque es lo que toca, no para, a la larga, darnos más cuenta de lo triste que es el entorno o de las tristezas que arrastramos, tal y como les ocurre a los protagonistas, interpretados por unos fabulosos Nora Navas y Francesc Garrido,  de esa muy interesante película que ha escrito y dirigido Daniela Fejerman, La adopción, cayendo a lo más profundo y proceloso de sí mismos, sufriendo la avaricia y la falta de humanidad de los demás, prisioneros de sus anhelos, atrapados en una tela de araña de la que no quieren despegarse porque supone renunciar a lo que buscan, consintiendo el abuso con tal de lograr su objetivo, dos personas que llegan a un lugar inhóspito, no sólo por sus condiciones climáticas, un lugar en el que todo se detiene con la excusa de que es Navidad, con tres bombillas por aquí y un árbol raquítico pobremente adornado por allá, todo lúgubre y zaheridor, plagado de buenos deseos y sentimientos que sólo se materializan previo pago (y durante y después: se paga todo el rato), pregonando una felicidad que sólo es aparente, que encubre miseria material y moral, algo que parecía ajeno o casi imposible cuando soñábamos con la Navidad ideal, dejando aparcado a Dickens por un rato (o haciendo una lectura interesada o dirigida, sin hacernos preguntas, sin querernos plantear otras posibilidades).