Tenía pensando el título de este escrito
desde el momento en que vimos el espectáculo que lo alienta, pero la vida, ya
saben lo caprichosa que es, no deja de actuar mientras nosotros nos
entretenemos haciendo planes que la mayoría de las veces ni tan siquiera
intentamos poner en práctica, pues resulta que esta buena amiga ha seguido
moviendo sus hilos (siempre tiene muchos de los que tirar) y me pongo a la
tarea justo al día siguiente de haber tenido que acompañar a una buena amiga en
el tanatorio para despedir a su padre (no es la primera vez, por desgracia, que
un 25 de diciembre incluye uno de estos lugares como visita obligada y no
deseada) y que, aunque el texto revoleteó por mi corazón y mi cabeza, sólo hoy
pide paso y hace que mis dedos tecleen precisamente cuando Pablo no está en
casa y voy preparando todo para su regreso el día 5 de enero, para esperar
juntos la llegada de los Reyes Magos. Pero, aunque hay tantas ausencias
presentes (aún más inevitables cuando cobra vigencia lo de “vuelve a casa,
vuelve” -ojalá algunos pudiesen hacerlo-, en que se canta aquí y allá en pro de
la reunión familiar), aunque la separación que más me importa es sólo temporal
y eso atenúa la nostalgia, al margen de extraer la frase de una de sus
canciones emblemáticas, el título hace referencia directa a su autora, es una
dedicatoria que brota de mi admiración y mi cariño hacia una artista a la que
se castigó demasiado pronto con el olvido, casi me atrevería a decir con el
ostracismo, a la que se consintió que se marchase por la puerta de atrás, a
empujones, sin ningún tipo de preocupación o interés, sin comprender ni
compartir su decisión (esa que en gran parte le ayudaron a tomar), pero sin
tratar de evitarlo, y los culpables somos todos, periodistas, casas
discográficas, sus compañeros de profesión, el público en general, sus
seguidores que aceptaron con naturalidad hablar de ella en pasado cuando aún
vivía, evocar sus hits como si perteneciesen a épocas muy lejanas, arrebatarse
exageradamente para suspirar “¡Ay, cómo me gustaba!”, como si ya no lo hiciese
(Ingrid Bergman me gusta, hoy mismo, también Ana María Matute, Gloria Fuertes,
José Saramago, Joaquín Soler Serrano cuando veo alguna de sus entrevistas
gracias al archivo de TVE e incluso Velázquez: me gustan -o el verbo que considere
adecuado-, es un hecho). Sea como sea, a veces parece que Mari Trini fue
popular hace mucho tiempo, las pocas veces que se la evoca hay que quitarle de
encima el peso de demasiadas capas de desconocimiento y omisión, pero no hace
tanto que estaba en activo, algunos crecimos con sus canciones como parte de la
banda sonora doméstica, era presencia constante en la radio y la televisión
(también es cierto que aquellos medios de comunicación no son los de ahora
-sobre todo el segundo-), algunas de sus letras han pasado al lenguaje
coloquial, “¿quién no escribió un poema huyendo de la soledad? ¿quién a los
quince años no dejó su cuerpo abrazar?”, pero tendemos a ser muy desagradecidos
con aquellos que en algún momento nos han hecho la vida un poco más plácida, un
mucho más rica.
Helena Bianco, la solista de Los Mismos, ha
reunido los temas que jalonan la carrera de Mari Trini, hitos que han
trascendido a su autora, canciones que forman parte de nuestra vida, y ha trenzado
con ellas un emocionado y emocionante tributo, necesario y obligatorio, que
anda presentado estos días en el escenario del Teatro Infanta Isabel (por el
momento sólo se anuncia un concierto más, el del próximo martes 29, confiemos
en que prorrogue su estancia o se anuncien nuevas fechas en otro lugar -en
otros lugares, no sólo en Madrid-). Mari Trini acuñó un estilo muy personal, escribía
para su voz, para su ironía inteligente, para su estallido dolorido, para su
emoción incontenible, para su susurro enamorado, para dar a cada palabra el
tono preciso, capaz del grito más desgarrado, imprimiendo potencia a una voz
que se elevaba imparable, dejándola caer cuando cualquier alarde estaba de más,
una maestra en los tonos medios y bajos, canturreando a veces con cierta
displicencia muy medida, haciendo fácil la tarea, armonizando incluso en los
silencios, en las pausas, en algún suspiro, en el recorte de la sílaba final;
Helena Bianco acierta plenamente al no pretender imitarla, al cantarla a su
modo, al celebrar a la artista, al limitarse a abrir el baúl de los recuerdos y
sacar del fondo para que dejen de atesorar telarañas unos temas que suenan
plenamente contemporáneos porque no están circunscritos a ninguna época, porque
poseen unas melodías y unas letras que no han perdido ni un ápice de
pertinencia, de verdad, de emoción, de transgresión, de reivindicación, aunque
sería deseable que algunas quedasen sólo como testimonio de lo que ya fue
desterrado, pero aún queda mucho por lo que pelear: “Yo no soy esa que tú te
creías, la paloma blanca que te baila el agua, que ríe por nada diciendo sí a
todo, esa niña, sí, no, esa no soy yo”.
Y mientras la esplendorosa voz de la Bianco
(en plenísima forma, pletórica de facultades, poderosa, impresionante) va
desgranando el repertorio escogido, uno no puede (ni quiere) evitar que vayan
llegando múltiples imágenes del ayer, la música de Mari Trini es una de las
pocas cosas que comparto con mi madre en el terreno artístico, incluso tuvo
algún casete antes que el tío Miguel, quien también gustaba mucho de ella, tal
vez sea El águila y el gorrión la
primera canción que recuerdo por aquello de que era un cuento, una fábula,
hablaba de un escenario fácilmente reconocible para un crío aunque te quedases
en la superficie y no fueses capaz de hincar el diente a lo que la letra
contaba (“Mi dulce rapaz, mi dueña, mis plumas no son muy bellas, pero aguantan
el invierno y te darán calor”), pero Te
amaré, te amo y te querré se impuso muy pronto, canción que aún me provoca
más de un estremecimiento (“Nunca es tarde, creo yo, para empezar, pues el
mundo aún está en su lugar, pero si revienta a tu lado quiero estar”), lo mismo
que Una estrella en mi jardín,
abierta a tantas interpretaciones, en la que cada uno se queda con lo que
conviene, pero a cuya atmósfera y magia es imposible resistirse (“Ahora ya sé
dónde te escondes tú, ahora ya sé en dónde habitas tú, pero no sé el por qué has
venido de nuevo aquí, a mi jardín). Y esas canciones que no fueron tan (o nada)
populares pero ampliaban la paleta de tonos y sensaciones, El producto…, que tal vez más de uno no
le perdonó porque no deja de narrar, sin paños calientes, “la a veces triste
historia de un producto comercial”, o ese en apariencia simpático pero
tremendamente vitriólico (y real) A
bailar, a seguir (“Enfermos de la envidia, nos da cierta alegría ver
fracasar”) y el emocionado canto al primer hombre, al que tuvo que aprender
todo a marchas forzadas, al que se exigía que se comportase a semejanza de su
creador, negándole su humanidad, su derecho a equivocarse (“A ese hombre
ilusionado, que la manzana tan prohibida fue a buscar, que nadie intente hoy
criticarlo, pues su pecado nos ha traído algo original… Estoy hablando de
Adán), la para mí fundamental Tú y tu Dios, resumen de su actitud vital ante lo que se imponía desde los púlpitos ("Me ilusioné sin que tu Dios supiera que, si creí, fue sólo por ti. Tú y tu fe, ¡qué hermoso cuento de hadas!"), siempre en la búsqueda de una espiritualidad inmediata, cercana, libre de dogmas, como lo demostraba en Ay, Señor, interpelando directamente al que solemos ubicar en las alturas rigiendo nuestro sino ("No es que sea una chivata, baje usted y juzgue, por favor. ¡Ay, Señor, Señor, no tiene usted ni idea de lo mal que está la tierra desde que usted se fue!"). Y según uno iba creciendo descubría sus primeros éxitos, Amores o Yo no soy esa (que ya hemos tarareado), Cuando me acaricias (“Cuando la lluvia cae se funde el hielo, nos
marcharemos lejos de nuestro pueblo”), o esa impactante Mañana en la que, lamentablemente, demostró sus dotes como vidente
(“Mañana me iré despacio, sin dejar ninguna huella. (…) dejaré mi puesto para quien
lo quiera). Tardé en apreciar Vals de
otoño, es una de las canciones favoritas de Pablo, fue gracias a él como me
dejé envolver por la melodía y la alegría, aunque la voz de Mari Trini siempre
tiene ecos de dolor, de decepción, de tristeza, tal vez agudizados esta vez
porque se vio obligada a cambiar la letra por intervención de la censura,
aunque jamás recuperó la original defendiendo hasta el final los versos que se
conocen (“Las verdades son sólo palabras que puedes creer o no. Ya está aquí el
otoño crujiente, que un tapiz de hojas bordó”) y me electrizó Ayúdala mucho antes de que alguien que
fue muy generoso conmigo inyectó vida y sentido a lo que ella venía un tiempo
invocando (“Pon un sol en su ventana, júrale que antes de ella el placer era
una trampa, haz que brillen sus mejillas, miéntele cuando le hablas”).
Fue una fortuna que Pablo aún colaborase en
el programa del que yo era subdirector (aunque a la hora de la verdad eso
importaba más bien poco -al menos, pudimos compartir horas en las hondas y en
un par de veranos hice lo que me apeteció-) cuando Mari Trini falleció porque
así se le pudo hacer el homenaje que merecía (y más desde la radio pública). No
es el momento de recordar lo que sucedió al otro lado del cristal, el caso es
que sonaron las canciones deseadas, que Pablo glosó sus virtudes no sólo como
intérprete sino como escritora y música, y que dije algo que he seguido
confirmando: al igual que me sucede con Rocío Dúrcal, no puedo controlar las
lágrimas cuando la escucho porque me duele su ausencia, porque se aprendió a
quererla mucho, porque fuimos ingratos con ella, porque mereció una mejor
despedida (aunque bien clarito dijo que no quería “falsos llantos de un duelo”,
aunque ni siquiera eso tuvo), pero el recital de Helena Bianco también provoca
que los ojos se me empañen (y a ratos aneguen) por sensaciones muy placenteras,
la fundamental estar compartiéndolo con Pablo, saber que latimos al mismo ritmo
y que esas canciones son importantes para ambos, volver a sumergirnos en ese
particular universo de Mari Trini que ensancha el alma, deleitarnos ante la
entrega de una artista para glorificar y homenajear a otra, echando a rodar la
bola de nieve para que ese tributo sea algo de todos los días porque, como ya
se dijo, “nunca es tarde, creo yo, para empezar”. ¡Gracias, Helena Bianco por
poner unos cimientos tan sólidos al edificio!