Los fieles y generosos que vienen a este
rincón con asiduidad para escuchar los tan a menudo quejumbrosos sonidos que
salen del arpa saben de mi querencia por remontarme hasta los romanos para
tomar impulso y, después de una digresión normalmente demasiado extensa, de un
introito que se transforma en el corpus del texto, de unos prolegómenos que se
desarrollan sin urgencia ni concisión, abordar el que se anunciaba como asunto
principal (y no es que éste quede arrinconado, las cosas como son, pero a veces
se ofrece como un segundo plato después de unos entrantes que tal vez sacien a
más de uno y le harten antes de hincar el diente a lo que se supone que quería
leer); es uno de los privilegios de este rincón, no hay límite de espacio,
escribo lo que me apetece en cada momento, no me pliego a ninguna condición, si
tuviese que hacerlo para un medio o lugar concreto me ceñiría, como tantas
veces, a lo marcado, a lo necesario, al tiempo previsto, pero aquí puedo
explayarme sin freno y no me gusta reprimirme, no quiero evitarlo (sí, me
encanta tener lectores, pero no pienso en lo que puede agradarles, lo siento –creo
que, en parte, eso refuerza la complicidad que pueda surgir, hablo al menos de
mi propia experiencia desde el otro lado: Saramago, Henry James, la Martín
Gaite no podían tenerme en sus pensamientos mientras parían Memorial del convento, Las bostonianas o Entre visillos, y sin embargo estaban apelando directamente a mis
emociones, me estaban proporcionando herramientas para manejarme en la vida, me
sentí partícipe de sus palabras, encontré un hogar entre sus páginas-). Es por
eso que hoy, mientras todavía colea en los mal llamados espacios deportivos (porque,
sea en radio, prensa o televisión, es el fútbol el que ocupa la mayor y más
detallada atención, cuando no la única, lo demás importa bien poco salvo
excepciones y personajes como Nadal, Pedrosa o Rudy Fernández) el partido
llamado “clásico” en que el Real Madrid sufrió una abultada derrota frente al
Barcelona (“el eterno rival”, otra de esas muletillas), me da por pensar que
considerar de ese modo a un encuentro de fútbol es menospreciar a los demás,
hacerles de menos como tantas veces, reducir una competición a dos equipos,
seguir siendo aplastado por el rodillo de unos cuantos (un servidor siempre se
ha mantenido al margen, tengo razones personales para, incluso, aborrecer el
balompié, pero sencillamente lo ignoro a pesar de lo invasivo que resulta y,
puestos a tener que participar, siempre me he decantado por el Racing de
Santander, equipo modesto por el que siento enorme simpatía). Y se da el caso
que de entre las diez acepciones que sanciona el DRAE para el término, ninguna me
parece ajustada para considerar “clásico” un enfrentamiento entre Madrid y
Barcelona, futbolísticamente hablando, ni entre otros dos cualesquiera (en todo
caso, la octava, “que no se aparta de lo tradicional, de las reglas establecidas
por la costumbre y el uso”, o la novena, “típico, característico”, sirven para
devolverles la pelota, nunca mejor dicho, y concluir que es algo rutinario, que
sucede demasiadas veces, al menos dos cada año, más según el calendario liguero
y el resto de competiciones en que ambos participan, es decir, un mero trámite,
un compromiso conocido y esperado, un aburrimiento comprobar cómo vuelven a
repetirse los titulares, reportajes, declaraciones, epítetos y demás
expresiones de periodistas, jugadores, entrenadores, público en general –obviaré
el adjetivo que más me viene a los dedos por no meter en el mismo saco a
aquellos que sólo quieren pasar un buen rato viendo un espectáculo que les agrada-).
Y mientras algún autoproclamado experto
(siempre en masculino aunque se sea mujer, así es como le gusta presentarse a
alguna absurda que no para de soltar su matraca y de demostrar su incompetencia
y falta de conocimientos –por no hablar de cómo se contradice, incluso en el
mismo párrafo, o cambia de discurso sin recordar que lo escrito permanece y
puede consultarse-), mientras andan enredados en decidir quién es “el último de
los clásicos” que dirige cine (si aparecen otros que saben recoger esas
esencias, nunca tendremos el último –por fortuna, hablo como espectador-, si al
menos acotamos por épocas o generaciones sí podremos encontrar al superviviente
más longevo), en la cartelera teatral madrileña puede gozarse, como tantas
veces, como resulta necesario y casi imprescindible, de una de las obras de
William Shakespeare que le permiten mantener impoluta y en perfecto estado de
revista su consideración de autor clásico, más allá de los siglos de permanencia
y vigencia, porque, regresando al DRAE, resulta un “modelo digno de imitación en
cualquier arte o ciencia”. Las Naves del Español en el antiguo Matadero de
Madrid acogen hasta el próximo 13 de diciembre El mercader de Venecia en una magnífica versión de Yolanda Pallín
que ha sabido cribar con inteligencia y fineza el original para eliminar lo que
puede devenir en accesorio, reminiscencias y condicionantes del momento en que
escribía el bardo que ahora aportan más bien poco e incluso emborronan el
conjunto, lastres que pueden ser bellos como lectura pero que ralentizan la
acción teatral, un trabajo preciso y cuidadoso que ayuda a presentar a la
situación con eficacia y velocidad, sin que ello suponga una trivialización o
recurrir a lugares comunes que en tantas ocasiones proceden de una lectura
digamos incompleta cuando no somera o inexistente. Eduardo Vasco pone en escena
esta versión ágil y atractiva confiando en sus actores, poniendo el foco y el
acento sobre ellos, sobre sus personajes, sobre el conflicto humano, sobre las
pasiones que sienten o reprimen, sobre lo que cada uno de ellos simboliza,
moviéndolos a la velocidad adecuada, integrando el cuadro siguiente en el
anterior, haciendo coincidir el inicio de aquel con el final de éste para que,
de ese modo, el espectador tenga muy claro con un solo vistazo lo que está
sucediendo en los diferentes escenarios, como si dejase caer con enorme
sutileza fichas de dominó para que se vayan entretejiendo las acciones y
desarrollándose las consecuencias de éstas, manejando con solvencia los
tiempos, marcando un tempo que jamás decae sin necesidad de estridencias (sólo
hay un par de momentos excesivamente bufos que no se prolongan demasiado –menos
mal-), integrando a los intérpretes en un espacio vacío, jugando admirablemente
con las luces y con poco más que unos bancos para crear atmósferas y
localizaciones, una dirección sobria que imprime fuerza sin hacerse notar.
En una función que no siempre es bien
comprendida ni recibida debido al modo en que se estereotipa o se quiere
reinterpretar desde lo que ahora se considera políticamente correcto (e
incorrecto), quedándose en la superficie, denostando a Shakespeare por un
personaje para, así, no profundizar en lo que denuncia, en lo que saca a la
palestra, en lo que es el auténtico meollo, en lo que no se dice pero queda
expresado por miradas, actitudes, silencios plenos de significación, en una
función que hemos visto muchas veces (no todas satisfactorias) es una enorme
alegría encontrarse con Arturo Querejeta dando vida a Shylock, humanizándole
sin pudor ni exageraciones, encontrando sus luces y potenciando sus sombras,
escarbando por extensión en las de los demás, en los prejuicios que lapidan sin
criterio ni razón, sacando la paja de su ojo para que aún sea más palpable la
viga que los otros portan en el suyo, impactando desde la contención,
componiendo con gran naturalismo y sin necesidad de maquillajes o
caracterizaciones de brocha gorda, transformándose en el personaje que creó
Shakespeare, respondiendo a la imagen que cada espectador lleva en la cabeza,
desterrando de la misma cualquier aditamento ridículo o distorsionante, equilibrando
admirablemente el necesario exceso para ofrecer una amplia paleta de emociones,
acercándonos como pocas veces el auténtico drama de la historia, consintiendo
que Shylock se explique hasta las últimas consecuencias, sin tomar partido para
que sea el espectador el que decida hasta qué punto comprende y comparte la
conducta del personaje. Es una lástima que sus compañeros de reparto,
centrándonos en los otros roles protagónicos, estén muy por debajo, no sólo del
despliegue de Querejeta, sino del modo en que los hemos visto encarnados con
anterioridad, especialmente en lo que hace referencia a Antonio, el mercader
que da título a la función (porque no es Shylock, en contra de lo que suele
afirmarse), y a Porcia, una demostración más (junto a Lady Macbeth, Gertrudis,
Titania, Julieta, Ofelia, Miranda, Viola, Rosalinda o Catalina) de que
Shakespeare escribía personajes femeninos dignos de recuerdo y que tantas
buenas horas han hecho, hacen y harán pasar al aficionado al teatro
(posibilitando grandes interpretaciones de señoras a las que se adora). Pero la
olla a presión que no cesa de soltar vapor hasta que la pesa resulta
insuficiente para contener su furia que es Shylock y que Arturo Querejeta
maneja con grandeza y comedimiento, profiriendo palabras que son como
latigazos, ahogando su rabia sin querer dar la batalla por perdida, no
queriendo mostrarse vencido aunque es consciente de que él mismo ha ayudado a
cavar su fosa, demasiado profunda para escalarla y regresar a la superficie, la
manera en que este actor nos sacude es suficiente para hacer olvidar los
detalles (no menores, las cosas como son) que restan brillantez, ayudado, como
se ha dicho, por una vibrante versión y una sutil dirección que transforman
este El mercader de Venecia en una experiencia
gozosa.