Entiendo que sonará a tópico, pero es la
pura verdad (vivimos más pegados al estereotipo de lo que nos gusta reconocer,
circunstancia que no es mala en sí misma, siempre que seamos conscientes de
ella y sepamos dejarla de lado cuando nos coarte o esclavice): entendía que
había llegado la Navidad cuando la musiquilla de los niños de San Ildefonso
inundaba el ambiente y, durante unas cuantas horas, era casi lo único que
sonaba aquí o allá. Era el auténtico pórtico a las vacaciones, el primer
descanso del curso, la posibilidad de dejar a un lado lo obligatorio para poder
disponer de todo el tiempo a tu antojo, la culminación de una espera que se
hacía muy larga porque empezaba bastante antes, cuando el tío Miguel sacaba el
talonario de participaciones y empezaba a hacer cálculos para el reparto de la
lotería, para intercambiarla con amigos, familiares, gentes a las que en muchas
ocasiones había que escribir, enviar una felicitación, establecer el único
contacto que se mantenía, cuando empezaban a llegar las primeras papeletas
(normalmente la de Feli y Antonio, los más tempraneros, daba el pistoletazo de
salida… ¡cuando aún era noviembre!). Otro ritual era el momento en que podían
escucharse villancicos, dependía del año, pero siempre el primero era Los peces en el río en la popularísima
versión de Manolo Escobar (y luego, ya de tirón, el resto de la cinta con
aquello del cornetín y el tambor, lo de “los pastores son, los pastores son”,
alguno más flamenquito y el rítmico Para
el Niño todo -que siempre fue mi favorito porque sonaba muy diferente a los
clásicos, a esos que voces blancas y atipladas llevan siglos canturreando (¿No
se graban otras versiones? ¿Por qué no cambian el hilo musical en los centros
comerciales?)-), sin olvidar el estreno del anuncio de Freixenet (tenía hora y
fecha como los grandes acontecimientos), otro momento culminante. Y aunque el
día 22 solía ser el de la fiesta en el colegio (aunque tampoco es que en el mío
se tirase demasiado la casa por la ventana, a veces la celebración sólo tenía
lugar en cada clase -con un director tan rancio como aquel don Amancio de
infausto recuerdo nunca se estaba para mucha jarana, aún era muy notoria la
herencia de los años oscuros, todavía demasiado cercanos, en parte el título de
este escrito cuadra perfectamente con la grisura formal y moral de mi EGB-),
debieron bastar los días en que el sorteo coincidió con un sábado (sólo así me
explico que recuerde a mi padre pendiente del sorteo -o tenía algún día de
libranza-, levantándose con precipitación porque un año el Gordo salió muy al
principio) para convertirme en adicto, para levantarme temprano y estar frente
al televisor antes del primer golpe de bombo, para ir anotando los premios
importantes (y el número de tabla e incluso de alambre) y que luego los mayores
pudiesen consultarlos hasta que se publicase la lista completa.
Pero todo cambió, y no exactamente con la
edad, como tantas veces, sino con la cruel realidad: a poco de terminar el
sorteo de 1989, cuando ya tenía mi lista preparada, cuando esperaba que la tía
Carmen llegase del trabajo para ir preparando la comida, atendí la llamada de
Natalio para comunicarme la muerte durante la noche de Toñi, su mujer, una de
las mejores amigas de la tía, un espantoso jarro de agua fría que me dejó sin
aliento, sin capacidad de reacción, me fui a casa de la abuela para decírselo, temblando,
nervioso, pensando en cómo atenuarle el impacto a la tía (Toñi había estado en
casa apenas una semana antes, precisamente para intercambiar la lotería, yo
andaba planeando un trabajo para la Facultad -un reportaje fotográfico- y
pensaba que podía ser divertido y curioso hacerlo en la cola de los que esperan
toda la noche a que se abra el salón de loterías donde entonces se celebraba el
sorteo, le dije a Toñi que me acompañase que para eso presumía de ser muy
madrileña, que era la tradición, que de paso vivíamos la experiencia, nos
reímos mucho, como siempre con ella, pero al final yo busqué una opción algo
más sencilla y todo quedó en nada hasta que, en esa madrugada que hablamos de
compartir, ella moría a causa de un derrame mientras dormía-). Ahora sigue
siendo el momento en que no puedo evitar las lágrimas al revivir aquellos
terribles momentos (tener también que decírselo al tío con la calma debida por
sus problemas cardiacos), lágrimas que siempre brotan cuando resuena la cantinela
que reparte dinero, esa a la que hoy no me he resistido mientras desayunaba y
Dobby hacía lo propio, mientras me preparaba para sacarle de paseo
(precisamente por la Plaza de Oriente, circunvalando el Teatro Real donde,
cuando hemos pasado, aún se esperaba al otro Gordo -con minúscula, un
servidor-), mientras evocaba a Toñi (llorar su ausencia era necesario cada año para
poder afrontar la Navidad con el mejor talante posible), mientras conversaba
íntimamente con el tío Miguel (como tantas veces), mientras sentía aún más
presentes que de habitual a la abuela y a mi padre, añorándoles como no se
puede dejar de hacer (saber convivir con esos boquetes en el alma no significa
acostumbrarse), sonriendo con tristeza al pensar en aquel niño (aunque mi
querencia por estas fechas duró hasta que fui madurando, hasta que empezaron a
faltar personas necesarias) que soñaba con las Navidades que veía en las
películas o leía en los libros, una imagen almibarada y distorsionada, una
fiesta que se supone entrañable, familiar, emocionante, deliciosamente ñoña,
que se impone como tregua en las guerras, que se ilumina con luz artificial y
sobre todo artificiosa, que camufla la nostalgia, la desesperación, la tristeza
en cánticos de supuesto alborozo, en tonadas que quiebran el ánimo y roen el
corazón, una celebración religiosa que muy pocos viven como tal, que aquellos
que son ajenos a la misma se apropian como excusa para la fiesta, llegando a
adoptar símbolos que no tienen nada que ver con su cultura o propia tradición, y
que aquellos que deberían respetar y guardar con unción coadyuvan a
tergiversar, disfrazar o manipular.
Y el caso es que cada año recibía un buen
baño de decepción porque, obviamente, nada era como en los libros de los Hollister
o los Cinco, porque vivíamos en unas casas humildes que no permitían grandes
decoraciones ni reuniones multitudinarias (aunque jugar al Tetris para encajar
las piezas se nos ha dado muy bien en Berruguete, en lo que a humanos se
refiere -cuando alguien ha visto fotos, se le han descrito cumpleaños o
similares, cuando ha sido testigo y partícipe de algún evento de esas
características no ha dado crédito a pesar de estarlo viviendo-), porque el
presupuesto nunca fue demasiado holgado, porque las cenas del 24 y el 31 daban
paso a las tardes del 25 y el 1 de enero con visitas que no eran gratas -y lo
dejo ahí por no escarbar en la herida o hacer daño a personas que puedan leerme
reavivando llamas que están mucho mejor apagadas-, porque nunca daba tiempo a
hacer todo lo planeado, porque muchos deseos seguían siendo sólo eso año tras
años, pero aun así se vivían momentos de felicidad plena como bajar al centro a
ver Cortilandia y los puestos de la Plaza Mayor (y nos resignábamos, todos
queríamos estar allí, decíamos “qué de gente, por favor” entre risas, no
quedaba otra, cumplíamos encantados con la tradición, nada de renegar de la
ciudad como tantos ingratos que la menosprecian y se van lejos “para vivir más
desahogados, con tranquilidad”, pero luego están aquí sábado sí y sábado
también sin dejar de despotricar “no hay quien venga por aquí”… ¡Pues a ver si
tomas nota”! -además, este año Valdemoro se ha llevado un pellizco en la
lotería, ¿no?, razón de más para que no te muevas de allí-), ningún año faltaba
la mañana en que el tío Miguel aprovechaba alguno de sus días libres para
traerme al Pasadizo de San Ginés y dejarme elegir algún libro de segunda mano,
mal que bien mantenía a buen recaudo mi espíritu navideño. Pero ahora no puedo
evitar que todo me resulte forzado, sobredimensionado, desproporcionado, como
una anestesia, algo irreal, un placebo -aunque reconozco que recorrer el
Londres prenavideño junto a Pablo fue como una inyección, sobre todo fue
recuperar aquella atmósfera que me empeñaba en buscar inútilmente cuando niño…
porque no es la nuestra, porque es una sublimación-, un burbujeo que estalla a
los pocos segundos y que hace más patente lo hueco, lo frágil, lo inestable, lo
precario, y se me dirá que por eso hay que aprovechar cualquier ocasión para
disfrutar, y lo secundo, pero no porque lo marque el calendario, no sólo ahora,
no fingiéndolo porque es lo que toca, no para, a la larga, darnos más cuenta de
lo triste que es el entorno o de las tristezas que arrastramos, tal y como les
ocurre a los protagonistas, interpretados por unos fabulosos Nora Navas y
Francesc Garrido, de esa muy interesante
película que ha escrito y dirigido Daniela Fejerman, La adopción, cayendo a lo más profundo y proceloso de sí mismos,
sufriendo la avaricia y la falta de humanidad de los demás, prisioneros de sus
anhelos, atrapados en una tela de araña de la que no quieren despegarse porque
supone renunciar a lo que buscan, consintiendo el abuso con tal de lograr su
objetivo, dos personas que llegan a un lugar inhóspito, no sólo por sus
condiciones climáticas, un lugar en el que todo se detiene con la excusa de que
es Navidad, con tres bombillas por aquí y un árbol raquítico pobremente
adornado por allá, todo lúgubre y zaheridor, plagado de buenos deseos y
sentimientos que sólo se materializan previo pago (y durante y después: se paga
todo el rato), pregonando una felicidad que sólo es aparente, que encubre
miseria material y moral, algo que parecía ajeno o casi imposible cuando
soñábamos con la Navidad ideal, dejando aparcado a Dickens por un rato (o
haciendo una lectura interesada o dirigida, sin hacernos preguntas, sin
querernos plantear otras posibilidades).