martes, 22 de diciembre de 2015

NAVIDAD EN BLANCO Y NEGRO



  



 Entiendo que sonará a tópico, pero es la pura verdad (vivimos más pegados al estereotipo de lo que nos gusta reconocer, circunstancia que no es mala en sí misma, siempre que seamos conscientes de ella y sepamos dejarla de lado cuando nos coarte o esclavice): entendía que había llegado la Navidad cuando la musiquilla de los niños de San Ildefonso inundaba el ambiente y, durante unas cuantas horas, era casi lo único que sonaba aquí o allá. Era el auténtico pórtico a las vacaciones, el primer descanso del curso, la posibilidad de dejar a un lado lo obligatorio para poder disponer de todo el tiempo a tu antojo, la culminación de una espera que se hacía muy larga porque empezaba bastante antes, cuando el tío Miguel sacaba el talonario de participaciones y empezaba a hacer cálculos para el reparto de la lotería, para intercambiarla con amigos, familiares, gentes a las que en muchas ocasiones había que escribir, enviar una felicitación, establecer el único contacto que se mantenía, cuando empezaban a llegar las primeras papeletas (normalmente la de Feli y Antonio, los más tempraneros, daba el pistoletazo de salida… ¡cuando aún era noviembre!). Otro ritual era el momento en que podían escucharse villancicos, dependía del año, pero siempre el primero era Los peces en el río en la popularísima versión de Manolo Escobar (y luego, ya de tirón, el resto de la cinta con aquello del cornetín y el tambor, lo de “los pastores son, los pastores son”, alguno más flamenquito y el rítmico Para el Niño todo -que siempre fue mi favorito porque sonaba muy diferente a los clásicos, a esos que voces blancas y atipladas llevan siglos canturreando (¿No se graban otras versiones? ¿Por qué no cambian el hilo musical en los centros comerciales?)-), sin olvidar el estreno del anuncio de Freixenet (tenía hora y fecha como los grandes acontecimientos), otro momento culminante. Y aunque el día 22 solía ser el de la fiesta en el colegio (aunque tampoco es que en el mío se tirase demasiado la casa por la ventana, a veces la celebración sólo tenía lugar en cada clase -con un director tan rancio como aquel don Amancio de infausto recuerdo nunca se estaba para mucha jarana, aún era muy notoria la herencia de los años oscuros, todavía demasiado cercanos, en parte el título de este escrito cuadra perfectamente con la grisura formal y moral de mi EGB-), debieron bastar los días en que el sorteo coincidió con un sábado (sólo así me explico que recuerde a mi padre pendiente del sorteo -o tenía algún día de libranza-, levantándose con precipitación porque un año el Gordo salió muy al principio) para convertirme en adicto, para levantarme temprano y estar frente al televisor antes del primer golpe de bombo, para ir anotando los premios importantes (y el número de tabla e incluso de alambre) y que luego los mayores pudiesen consultarlos hasta que se publicase la lista completa.
   Pero todo cambió, y no exactamente con la edad, como tantas veces, sino con la cruel realidad: a poco de terminar el sorteo de 1989, cuando ya tenía mi lista preparada, cuando esperaba que la tía Carmen llegase del trabajo para ir preparando la comida, atendí la llamada de Natalio para comunicarme la muerte durante la noche de Toñi, su mujer, una de las mejores amigas de la tía, un espantoso jarro de agua fría que me dejó sin aliento, sin capacidad de reacción, me fui a casa de la abuela para decírselo, temblando, nervioso, pensando en cómo atenuarle el impacto a la tía (Toñi había estado en casa apenas una semana antes, precisamente para intercambiar la lotería, yo andaba planeando un trabajo para la Facultad -un reportaje fotográfico- y pensaba que podía ser divertido y curioso hacerlo en la cola de los que esperan toda la noche a que se abra el salón de loterías donde entonces se celebraba el sorteo, le dije a Toñi que me acompañase que para eso presumía de ser muy madrileña, que era la tradición, que de paso vivíamos la experiencia, nos reímos mucho, como siempre con ella, pero al final yo busqué una opción algo más sencilla y todo quedó en nada hasta que, en esa madrugada que hablamos de compartir, ella moría a causa de un derrame mientras dormía-). Ahora sigue siendo el momento en que no puedo evitar las lágrimas al revivir aquellos terribles momentos (tener también que decírselo al tío con la calma debida por sus problemas cardiacos), lágrimas que siempre brotan cuando resuena la cantinela que reparte dinero, esa a la que hoy no me he resistido mientras desayunaba y Dobby hacía lo propio, mientras me preparaba para sacarle de paseo (precisamente por la Plaza de Oriente, circunvalando el Teatro Real donde, cuando hemos pasado, aún se esperaba al otro Gordo -con minúscula, un servidor-), mientras evocaba a Toñi (llorar su ausencia era necesario cada año para poder afrontar la Navidad con el mejor talante posible), mientras conversaba íntimamente con el tío Miguel (como tantas veces), mientras sentía aún más presentes que de habitual a la abuela y a mi padre, añorándoles como no se puede dejar de hacer (saber convivir con esos boquetes en el alma no significa acostumbrarse), sonriendo con tristeza al pensar en aquel niño (aunque mi querencia por estas fechas duró hasta que fui madurando, hasta que empezaron a faltar personas necesarias) que soñaba con las Navidades que veía en las películas o leía en los libros, una imagen almibarada y distorsionada, una fiesta que se supone entrañable, familiar, emocionante, deliciosamente ñoña, que se impone como tregua en las guerras, que se ilumina con luz artificial y sobre todo artificiosa, que camufla la nostalgia, la desesperación, la tristeza en cánticos de supuesto alborozo, en tonadas que quiebran el ánimo y roen el corazón, una celebración religiosa que muy pocos viven como tal, que aquellos que son ajenos a la misma se apropian como excusa para la fiesta, llegando a adoptar símbolos que no tienen nada que ver con su cultura o propia tradición, y que aquellos que deberían respetar y guardar con unción coadyuvan a tergiversar, disfrazar o manipular.
   Y el caso es que cada año recibía un buen baño de decepción porque, obviamente, nada era como en los libros de los Hollister o los Cinco, porque vivíamos en unas casas humildes que no permitían grandes decoraciones ni reuniones multitudinarias (aunque jugar al Tetris para encajar las piezas se nos ha dado muy bien en Berruguete, en lo que a humanos se refiere -cuando alguien ha visto fotos, se le han descrito cumpleaños o similares, cuando ha sido testigo y partícipe de algún evento de esas características no ha dado crédito a pesar de estarlo viviendo-), porque el presupuesto nunca fue demasiado holgado, porque las cenas del 24 y el 31 daban paso a las tardes del 25 y el 1 de enero con visitas que no eran gratas -y lo dejo ahí por no escarbar en la herida o hacer daño a personas que puedan leerme reavivando llamas que están mucho mejor apagadas-, porque nunca daba tiempo a hacer todo lo planeado, porque muchos deseos seguían siendo sólo eso año tras años, pero aun así se vivían momentos de felicidad plena como bajar al centro a ver Cortilandia y los puestos de la Plaza Mayor (y nos resignábamos, todos queríamos estar allí, decíamos “qué de gente, por favor” entre risas, no quedaba otra, cumplíamos encantados con la tradición, nada de renegar de la ciudad como tantos ingratos que la menosprecian y se van lejos “para vivir más desahogados, con tranquilidad”, pero luego están aquí sábado sí y sábado también sin dejar de despotricar “no hay quien venga por aquí”… ¡Pues a ver si tomas nota”! -además, este año Valdemoro se ha llevado un pellizco en la lotería, ¿no?, razón de más para que no te muevas de allí-), ningún año faltaba la mañana en que el tío Miguel aprovechaba alguno de sus días libres para traerme al Pasadizo de San Ginés y dejarme elegir algún libro de segunda mano, mal que bien mantenía a buen recaudo mi espíritu navideño. Pero ahora no puedo evitar que todo me resulte forzado, sobredimensionado, desproporcionado, como una anestesia, algo irreal, un placebo -aunque reconozco que recorrer el Londres prenavideño junto a Pablo fue como una inyección, sobre todo fue recuperar aquella atmósfera que me empeñaba en buscar inútilmente cuando niño… porque no es la nuestra, porque es una sublimación-, un burbujeo que estalla a los pocos segundos y que hace más patente lo hueco, lo frágil, lo inestable, lo precario, y se me dirá que por eso hay que aprovechar cualquier ocasión para disfrutar, y lo secundo, pero no porque lo marque el calendario, no sólo ahora, no fingiéndolo porque es lo que toca, no para, a la larga, darnos más cuenta de lo triste que es el entorno o de las tristezas que arrastramos, tal y como les ocurre a los protagonistas, interpretados por unos fabulosos Nora Navas y Francesc Garrido,  de esa muy interesante película que ha escrito y dirigido Daniela Fejerman, La adopción, cayendo a lo más profundo y proceloso de sí mismos, sufriendo la avaricia y la falta de humanidad de los demás, prisioneros de sus anhelos, atrapados en una tela de araña de la que no quieren despegarse porque supone renunciar a lo que buscan, consintiendo el abuso con tal de lograr su objetivo, dos personas que llegan a un lugar inhóspito, no sólo por sus condiciones climáticas, un lugar en el que todo se detiene con la excusa de que es Navidad, con tres bombillas por aquí y un árbol raquítico pobremente adornado por allá, todo lúgubre y zaheridor, plagado de buenos deseos y sentimientos que sólo se materializan previo pago (y durante y después: se paga todo el rato), pregonando una felicidad que sólo es aparente, que encubre miseria material y moral, algo que parecía ajeno o casi imposible cuando soñábamos con la Navidad ideal, dejando aparcado a Dickens por un rato (o haciendo una lectura interesada o dirigida, sin hacernos preguntas, sin querernos plantear otras posibilidades).