Llevaba tiempo queriendo escribir algo sobre
un libro muy interesante, un ensayo que detiene su argumentación para narrar
historias, una reflexión desde el estudio y el aprendizaje (hay muchos que
olvidan que lo segundo no debe abandonarse nunca, que es fundamental sentirse
aprendiz para investigar, para explorar, para no perder el oremus, para ser el
primer interesado y el primer beneficiado por las incógnitas despejadas, por el
problema resuelto, por los pasos avanzados), unos recuerdos personales muy bien
distribuidos y utilizados para armar el texto, un entusiasmo inevitable cuando
se va dando cuenta de los frutos conseguidos, nunca mejor dicho es la obra de
una vida (o de varias), aunque Santiago Alba Rico aún tenga muchas cosas por
decir, por mostrarnos, por iluminar, porque cuando las letras te atrapan no te
sueltan jamás y te conviertes en su mejor valedor, en su continuo anunciante,
en su permanente defensor; pero, repito, es la obra de una vida porque es el
modo en que el autor ha querido encauzar la propia y la de sus hijos,
transformándolos a su vez en miembros de esta cofradía que se resiste a ser
aniquilada, que lucha contra viento y marea porque cree en aquello que
defiende, en aquello que le hace disfrutar, en lo que enriquece continuamente
el conocimiento pero también las emociones, en el refugio que se mantiene en
pie a pesar de las tempestades, en el amigo que atiende todas las llamadas, en
el mejor regalo posible porque es mucho más que un simple objeto, porque siempre
hay nuevas posibilidades, porque no se agota cuando lo terminas, es decir, un
libro. Y lo que el filósofo de formación y de vocación (ahí está la etimología
de la palabra para demostrarlo), el aclamado guionista de los Electroduendes,
el reputado ensayista (no sólo en el aspecto cultural, también en el político
-de hecho, en el que ahora nos ocupa se entremezclan con brío y sentido ambas
vertientes-) transmite en Leer con niños (título
publicado hace unos años que ahora ha recuperado Literatura Random House) es el
modo en que su afición, su pasión, su fiebre por la letra impresa fue inoculada
en sus hijos sin traumas ni tareas ingratas, como placer no como obligación, gracias
a algo que hemos arrancado de cuajo de lo cotidiano, que hemos delegado en
dispositivos, grabaciones o sustitutivos sin la misma calidez que transforman
al usuario en un receptor pasivo, al que tan sólo le queda la facultad de
apretar un botón u otro para que aquello deje de funcionar. Porque, tal y como
el título indica, se trata de dar ejemplo en lo práctico, haciendo partícipes a
los chavales, no basta con que te vean leer para que quieran imitarte (técnica
que, por cierto, no es demasiado efectiva -hablo desde mi experiencia, claro-),
es mucho mejor convertir la lectura en algo colectivo, hay que recuperar la
tradición oral, da igual que sea a través de tu abuela (como ya he contado en
otras ocasiones) que te cuenta Los siete
cabritillos haciendo todas las voces de los personajes o de cualquier otro
adulto (los hermanos mayores también sirven) que coge algún libro de la
estantería y se convierte en Sherezade, en transmisor de lo que alguien dejó
escrito.
Y, como digo, llevaba un tiempo queriendo
dar cuenta de Leer con niños y hoy ha
sido el día propicio porque se han conjurado una serie de circunstancias que me
lo han hecho necesario, podemos decir que la primera es el hecho de que cada
vez haya más hogares (dentro de los que se lo pueden permitir y me da que ese
número no deja de menguar) que celebran la llegada de Papá Noel (o San Nicolás
o Santa Claus, por aquello de la influencia hollywoodiense), hecho que tendrá
lugar en poco menos de 24 horas (son casi las dos de la madrugada cuando ando
tecleando) y, desde bien pequeño, uno de mis regalos favoritos, casi el
principal (o sin adverbio, aunque hay otras cosas que también me hacen feliz,
sobre todo cuando se nota que la persona que las obsequia ha pensado en uno,
conoce sus gustos, da muestras de su cariño), el que no puede faltar, es un
libro (no uno solo: el ratón de biblioteca nunca se sacia), y para conseguir
que los chavales no lo vean como una carga, como un rollo, como un capricho de
los papás, como recordatorio de que hay que estudiar, conviene que sea algo
habitual y regocijante recibirlo como regalo, como parte fundamental de la
celebración, como algo atractivo y sugerente sólo con leer el título y hojearlo
brevemente. Después, mientras asistía al crimen que Paula Ortiz ha cometido
contra Bodas de sangre de Lorca, esa
infamia titulada La novia (sobre la que
escribiré en otro lugar -Celuloide en vena-, aunque ya he anticipado algo en
Facebook porque mi espíritu lorquiano se ha revuelto sobremanera ante semejante
despropósito y necesitaba explayarse), he recordado muchas lecturas, muchas
representaciones, muchos momentos gratos asociados a la producción del escritor
granadino, la musicalidad de sus versos, lo torrencial de su prosa, la hondura
y belleza de sus palabras, el aliento trágico que poco a poco lo inunda todo,
la alegría que brota sin aspavientos, lo popular dignificado sin culteranismos
ni alteraciones, lo mucho que siempre queda por descubrir en una obra tan
ingente en lo que a sentimientos e interpretaciones se refiere (hablo a título
personal, las que cada uno haga cuando regresa a versos que leyó a los doce, a
los quince, a los veinte, a los treinta y tres años, ayer mismo) y evoqué la
figura de una profesora de Literatura, Silvia Filgueira, mi tutora en COU, con
la Generación del 27 -una selección de poemas de aquellos a los que se considera
miembros de la misma- y el propio Federico como dramaturgo -La casa de Bernarda Alba- como lecturas
obligatorias para el examen de Selectividad. Aunque explicaba mucha teoría,
sobre todo de cara al momento en que hubiese que comentar los textos en dicha
prueba (parece que no se valoraba excesivamente que alguien osase personalizar,
matizar, hablar por sí mismo, se preferían las retahílas memorizadas en los
libros de estudio), intentó durante el curso motivarnos, estimularnos,
preguntarnos qué pensábamos, en alguna ocasión comenzamos por ahí, por la
lectura, sin prólogos ni anestesia, en clase, en voz alta, llegando a
representar los textos dramáticos, y, después de algunos debates, de opiniones
encontradas o coincidentes, de dimes y diretes, pasaba a lo puramente técnico
sin consentir que olvidásemos lo que cada uno habíamos experimentado al
enfrentarnos sin prejuicios al texto, abiertos de mente, vírgenes en emociones,
sin criterio (pre)establecido (en este sentido, tampoco puedo olvidarme de
Mercedes Gómez del Manzano, aquel portento que tantas nuevas ventanas abrió en
mi afición lectora cuando tuve la fortuna de que nuestros caminos se cruzasen
en la Facultad, una mujer que consentía y propiciaba toda la libertad del mundo
para que cada cual escogiese aquellos títulos y autores que le resultasen más
atractivos, siguiendo unas directrices generales y parcelando por épocas,
movimientos y países, una enseñante como pocas, apasionada con lo que hacía y
leía, a la que desgraciadamente se perdió cuando aún tenía mucho que enseñar a
querer).
Y así llegamos a la tercera circunstancia,
la más decisiva porque transformó mi vida, una que ya he contado en otras
ocasiones por lo que sólo me detendré lo justo, en aquello que entronca con el
libro de Alba Rico (además, ando preparando alguna cosilla específica sobre él
como escritor, tal vez por eso le tenía hoy tan presente aunque tampoco
necesito demasiado para ser consciente de su influencia, de su magisterio), se
trata de nuevo de Luis Landero, aquel que supo encontrar la vocación que yo
desconocía, el profesor al que he visto hacer adeptos para la causa lectora sin
esfuerzos ni amenazas, el que conseguía conmover y atrapar a gente que ni
siquiera leía los textos obligatorios, el que atraía el interés hacia aquellos
objetos que tantos rechazaban sin molestarse en abrir alguno, el que convertía
lo que para tantos era una tarea ingrata en algo divertido y apasionante,
primeramente porque se saltaba a la torera el nada estimulante programa
académico, el que a tanta gente ha expulsado del gusto por leer, el lastre, la
condena incluso para los que llegábamos a las aulas con afán y costumbre
lectores, esos títulos que parecían escogidos la mayoría de las veces para
provocar el efecto contrario, lecturas a destiempo en gran parte porque no se
cultivaba el terreno y se arrojaba a los alumnos sobre los libros o viceversa, porque
Luis empezaba el curso yéndose al XIX, donde decía que estaban las historias,
los dramas, los lances, los misterios, los personajes con los que podíamos
empatizar, y por eso cogía entre sus manos un libro que había dejado sobre la
mesa y empezaba a leerlo en voz alta, nada menos que Madame Bovary (que un servidor había leído a los catorce años,
pensando que sería la historia de una mujer sofisticada que fumaba en boquilla
tumbada en una chaise longue -se nota
que conocía el Fumando espero de la
Montiel, ¿verdad?-), y, así, con una magnífica voz, entonando con acierto y
narrando como si contase, iban transcurriendo las primeras clases, como un fuego
de campamento, como una reunión entre amigos, como si Flaubert conversase con
los demás. Y esa es la realidad que Santiago Alba Rico ha vivido con sus hijos,
lecturas compartidas sin orden ni concierto, por elección, por expreso deseo de
los involucrados, sin cortapisas ni algodones (con la de contenidos a los que
un chaval tiene acceso hoy en día, lo menos que debe preocuparnos es que se
sienta atraído por Lolita, El amante de Lady Chatterley e incluso Yo soy Fulana de Tal), sin barreras ni
ortodoxias, leer por el mero placer de hacerlo, aunque se llegue demasiado
pronto a ciertas obras y otras vayan siendo desplazadas o permanezcan inéditas
(es algo con lo que un lector deberá convivir toda su vida, nunca se pondrá al
día, demasiados títulos reclaman atención al mismo tiempo), si no aprendemos a
caernos, a equivocarnos, si no nos enfrentamos a pruebas (elegidas por
nosotros, no lo olvidemos), no sabremos valorar lo conseguido, las
satisfacciones, las alegrías, las emociones sinceras provocadas por las
palabras que un escritor reunió, las poseedoras de vibraciones placenteras (da
igual de qué género hablemos, lo que uno nunca olvida es lo bien que lo pasó,
aunque llorase, aunque temblase, aunque se estremeciese). Leer con niños es un magnífico canto a la experiencia lectora y
ayuda a despejar el camino de obstáculos y rigideces, no es tan difícil darse
cuenta de las ventajas del método -aunque imagino que a Santiago no le gustará
la palabra, ya que nos estamos refiriendo a una manera de vivir y entender la
literatura y el modo de acceso a la misma, algo muy alejado de la tiranía
didáctica, si se me permite lo que es un oxímoron en toda regla aunque los que
la hayan sufrido, porque es una realidad, saben que se da en las aulas con
demasiada frecuencia-, basta con recordar que, cuando críos, pudimos amar Don Quijote de La Mancha antes de leerlo
gracias a aquella espléndida serie de dibujos animados y que el tan cacareado
inicio “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme” y todo lo
que sigue, impacta mucho más si lo pronuncia una voz como la de Rafael de
Penagos -hagan la prueba, ya verán como hay alguien que les ruega que continúen
y, a lo tonto, a lo tonto, se meten la obra cumbre de Cervantes entre pecho y
espalda y les deja huella en el corazón-.