domingo, 22 de febrero de 2015

LAS PALABRAS NOS SALVARÁN



   



    Una de las últimas conversaciones que mantuve con mi padre versó sobre libros, puesto que mi sobrino me preguntó en la habitación del hospital en que pasó esos días finales (los que no sabíamos que eran tales: ahí estaba opinando, atento, despierto, tranquilo, hasta que algo se quebró y nos precipitó por la pendiente más empinada e insalvable, sin remisión ni posibilidad de variar el rumbo) por el que estaba leyendo en esos momentos, por el volumen que había dejado sobre la cama cuando llegué (Real Sitio de José Luis Sampedro, no es de los que más me ha gustado de este autor, se queda un tanto en lo anecdótico y convencional, es como un esquema de lo que supuso la muy superior y esplendorosa La vieja sirena, pero siempre es un regalo solazarse con su prosa clara y cuidada); fue una sorpresa mayúscula porque, a pesar de los múltiples ejemplos que tiene alrededor, a pesar de los lectores voraces que le rodean, Alberto no había demostrado demasiado interés por la lectura (a duras penas leía alguna cosa aunque en los últimos tiempos había cogido prestados dos o tres títulos de mi muy nutrida biblioteca), pero de repente ahí estábamos compartiendo experiencias sobre El retrato de Dorian Gray, ahí estaba interesándose por Virginia Woolf y algún autor más, todo un universitario al que su abuelo contemplaba lleno de orgullo. Y el caso es que se ha internado en las páginas de La señora Dalloway (como muy bien indicó Pablo, hay que trazar un mapa correcto para llegar a la meta, la prosa de la escritora londinense hay que paladearla e ir probando sin prisas, familiarizándose con su particular modo de narrar), aún tiene pendiente Misericordia de Pérez Galdós (una de esas novelas que cambió mi manera de leer, un estímulo irresistible para seguir abriendo libros) y que, sin obligaciones, sin imposiciones, sin sufrimiento, la letra impresa va ganando otro adepto, noticia que me reconcilia con el mundo y que coincide en el tiempo con el hecho de que uno de sus mejores amigos haya optado por estudiar Filología y haga sus primeros pinitos como articulista defendiendo la palabra, la capacidad y necesidad de comunicarnos, de transmitir, de escuchar, de conocer, de leer, de narrar (http://unono.net/article/1404/de-mayor-quiero-ser-filologo), es decir, que no todo está perdido en contra de lo que la amarga realidad nos hace colegir tantas veces al día, en contra de lo que tantos desearían (alienarnos, que fuésemos su rebaño, que no pensáramos, que perdiésemos la capacidad y la iniciativa de expresarnos por nosotros mismos), en contra de lo que otros afirman porque sólo saben balar al dictado de los de arriba (sí, aún queda mucho por hacer, las artes siempre han de superar obstáculos, nunca dejan de encontrar oposición, enemigos que censuran, prohíben, destierran, prenden hogueras, pero es muy reconfortante que haya gente tan joven que sigue cuidando, puliendo, recurriendo al latín para saber quiénes fuimos y quiénes deberíamos ser).
   “La cultura nos defiende de la adversidad, escuchar historias nos refugia de la fragilidad que es la vida, nos enriquece y nos arma, el espíritu crítico nace de poder vivir en la fantasía, un pueblo impregnado de ficciones es díscolo y se defiende”, éstas fueron algunas de las encendidas (y ojalá incendiarias) palabras que nos regaló Mario Vargas Llosa hace un mes cuando presentó en el Teatro Español Los cuentos de la peste, la obra teatral que ha supuesto su conversión en actor (las anteriores veces que se había subido a las tablas había sido para narrar, para leer, para recrear sin dejar de ser él), un texto inédito que, coincidiendo con este estreno, también ha aparecido publicado por Alfaguara (el sello que pone a nuestra disposición toda su producción con la lógica excepción de Lituma en los Andes, su Premio Planeta) en un hermoso volumen ilustrado profusamente con fotografías del montaje, para que el lector entre en situación, para que ponga en común las imágenes con lo que le sugiere la lectura, para que recuerde la experiencia teatral si la ha vivido, para que la envidie (será inevitable ese sentimiento) si no ha tenido la fortuna de conseguir una entrada (la venta se produjo a gran velocidad, no queda ni un solo billete y, para colmo, las representaciones terminan el próximo 1 de marzo). Vargas Llosa, uno de esos escritores que por encima de todo es lector entusiasta, analista entregado, crítico enamorado de su oficio, ha tomado como punto de partida el Decamerón de Bocaccio para situar al público en la misma tesitura que los personajes (una maravilla el espacio escénico diseñado para la ocasión, sentados en primera fila de una de las gradas nuestros pies pisaban la misma tierra que los actores, parecía que en cualquier momento alguno de ellos nos iba a interpelar, el patio de butacas ha sido benditamente arrasado para ambientar, para erigir, para revivir la Villa Palmieri en que mantenerse a salvo de los estragos de la peste de 1348 que asola Florencia): “Desde la primera vez que leí el Decamerón, en mi juventud, pensé que la situación inicial que presenta el libro, antes de que comiencen los cuentos, es esencialmente teatral: atrapados en una ciudad atacada por la peste de la que no pueden huir, un grupo de jóvenes se las arregla sin embargo para fugar hacia lo imaginario, recluyéndose en una quinta a contar cuentos. Enfrentados a una realidad intolerable, siete muchachas y tres varones consiguen escapar de ella mediante la fantasía, transportándose a un mundo hecho de historias que se cuentan unos a otros y que los llevan de esa lastimosa realidad a otra, de palabras y sueños, donde quedan inmunizados contra la pestilencia”, principia el Nobel peruano-español el prólogo que sirve de pórtico al texto teatral en el tomo que no me canso de acariciar, de olfatear, de abrir al azar para reencontrarme con algunas de las palabras escuchadas, para volver a vibrar y cautivarme con lo que ha sido desde muy pequeño una devoción, una pasión, una vocación, un alimento: las palabras.
   “¿No vivimos los seres humanos desde la noche de los tiempos inventando historias para combatir de este modo, inconscientemente muchas veces, una realidad que nos agobia y resulta insuficiente para colmar nuestros deseos?” se pregunta en el prólogo uno de los escritores que más gozo nos ha proporcionado, que más teclas nos ha pulsado, que desde lo más pura, grosera y terriblemente real ha sabido fabular, inventar, pergeñar, fantasear, elevar a categoría literaria el desamparo, la miseria, el dolor, prestar voz a los desheredados, a los olvidados, a los parias, a los humildes, a las víctimas, alternar lo jocoso con lo penoso, lo lacerante con lo grato, lo insustancial con lo hondo, un autor de verbo poderoso, de erudición apabullante que sabe combinar con lo netamente popular, con el habla de las aldeas, con la tradición oral, con las narraciones de los sabios de la tribu, con el bagaje vital y sensorial de los contadores de historias de la Amazonia peruana, un escritor poseedor de recursos ilimitados para romper los planos temporales e incluso espirituales, la sintaxis establecida que tantas veces constriñe y limita, un creador en toda la extensión de la palabra (“Es una pulsión: salir de uno mismo para encarnar otras vidas, enriquecer horizontes, esa es la raíz de la ficción”). Y el espectáculo al que han dado forma y vida Joan Ollé y su equipo consigue que la palabra triunfe, se imponga, conquiste, emocione, interese, cobre vida propia, sea la única tabla de salvación, un bálsamo, un lenitivo, un antídoto, un refugio, aire puro y vivificador, la posibilidad de “escapar de la peste viviendo entre fábulas”, como exhorta Bocaccio al resto en un momento de la función (y añade “corromperemos la realidad con la irrealidad. Viviremos refugiados en una selva de historias a la que la peste no sabrá llegar”).
   Nunca como en Los cuentos de la peste he encontrado tanta pertinencia entre lo que Vargas Llosa ha escrito y lo que se ve, en anteriores montajes he sentido que estaba ante descartes de sus novelas, ante textos más pensados para ser leídos que representados, en esbozos de novelas de cuentos transformados en teatro sólo porque se dialogaba toda la narración; aquí (y poder repasar, fijar en la memoria, volver adelante y atrás, confirmar con lo publicado es un deleite y una confirmación), cada matiz importa, cada pausa es significativa, cada silencio aporta, cada respiración explica, hay que comprobar cómo el poder de las palabras se expande, cómo invade y reconforta el alma de esas personas, cómo se erige en melodía irresistible que encandila como si saliera de la flauta que sonó en Hamelín, cómo imprime vida, cómo la adquiere de los intérpretes (espléndida Aitana Sánchez-Gijón, contundente Pedro Casablanc, versátil Óscar de la Fuente, excesiva Marta Poveda, meritorio Vargas Llosa –aunque le falte un tanto de nervio, buen narrador pero limitado como actor-). “Las historias de Bocaccio trasladan a los lectores (y a sus oyentes) a un mundo de fantasía, pero ese mundo tiene unas raíces bien hundidas en la realidad de lo vivido. Por eso, además de hacerlos compartir un sueño, los forma y alecciona para entender mejor el mundo real, la vida cotidiana, con sus miserias y grandezas, sobre lo que anda en él mal o muy mal y sobre lo que podría y debería estar mejor. Seis siglos antes de que se hablara del compromiso del escritor, de literatura comprometida, Giovanni Bocaccio la practicaba. No lo hacía guiado por razones ideológicas, sino por su certera intuición y su sensibilidad anticipatoria”, explica en el prólogo un autor denostado en muchas ocasiones (como tantos otros) sin haberle leído, sólo por sus opiniones políticas (o por las que se consideran como tales porque ciertas acusaciones que recibe demuestran un desconocimiento total y palmario de sus artículos, de sus ensayos, de su experiencia, de lo sucedido –lean El pez en el agua, pongo por caso-), incorporándolas a sus novelas cuando de lo que habla es de algo bien distinto, tal y como demuestran La ciudad y los perros, La Fiesta del Chivo, La tía Julia y el escribidor o La casa verde, magníficas invitaciones a “salir de esta realidad como hacen los poetas y los soñadores (…) viajando con la imaginación a un mundo mejor que éste”, tal y como hace ver Bocaccio al duque Ugolino para convencerle de que forme parte de su alucinante proyecto (aunque Vargas Llosa hunde sus raíces, sus palabras, sus ficciones que a veces no lo son tanto –varias veces ha reconocido que le gusta “mentir con conocimiento de causa” a la hora de trenzar un argumento- en la realidad más incómoda). Y el modo en que el aristócrata se deja embaucar, atrapar, el modo en que acepta lo que en realidad comprende es el único modo de presentar batalla, las palabras con las que sella el trato son toda una declaración de intenciones, un lema en que todo lector (y espectador de teatro, por supuesto) puede verse reconocido, explicación por la que seguimos regresando a esos lugares en que nos sentimos salvados e incluso inmunizados de la estulticia que, aunque nos pese, rige nuestros destinos: “Tal vez la locura sea la única manera de sobrevivir en un mundo que ha perdido la razón” (y son las palabras de tantos autores las que bastan para salvarnos y devolvernos la cordura necesaria para sobrevivir).   

viernes, 13 de febrero de 2015

FE EN LA RAZÓN (O LA RAZÓN DE LA FE)






 Podríamos comenzar recordando a Fray Luis de León, aunque en nuestro caso sólo tenemos que remontarnos a unos cuantos días atrás y la elipsis, el paréntesis que elimina el tiempo o al menos lo reduce a su mínima expresión no oculta tristes años ni acusaciones falsas ni latigazos de envidia ni tanta miseria humana contra la que tuvo que pelear el insigne humanista, el esplendoroso poeta, el asceta que tenía todo el derecho a despreciar el mundanal ruido; basta con buscar el texto que estará debajo de éste, la anterior entrada del blog, para volver a entrar en el territorio de Ionesco, en lo vivido y experimentado viendo Rinoceronte en el María Guerrero, y evocar uno de los momentos finales, cuando el protagonista ha visto satisfechos y correspondidos sus deseos, cuando se oculta con la mujer amada lo más lejos posible de la insólita epidemia que asola la ciudad, felices y egoístas como sólo pueden serlo los enamorados, cuando su manera de encarar lo que está sucediendo comienza a divergir, él apela a la razón, así, con artículo determinado, casi con mayúscula, y ella le replica que por qué la denomina de ese modo, por qué no acepta que las hay diversas, que todo es susceptible de seizado desde una perspectiva distinta, que lo peligroso, lo que provoca enconamientos, discusiones, enfrentamientos, ataques, guerras, atentados, es considerarse por encima de los demás, poseedor de la única verdad posible, del único credo verdadero, atribuirse facultades divinas, no argumentar ni razonar más allá de enarbolar la bandera fanática de lo que se defiende como única verdad, discurso heredado y en tantas ocasiones tergiversado, manipulado, mal transmitido, peor asimilado. Y esa dialéctica entre el intento por comprender, la necesidad de analizar, la vocación por estudiar y aquello que se considera/llama/venera como cuestión de fe, que se presenta como algo inobjetable, que se da por bueno, que se convierte en guía sin discusión es la que articula el muy interesante montaje que puede verse en la sala pequeña del Teatro Español hasta el próximo 22 de febrero: La sesión final de Freud de Mark St. Germain, dirigida por Tamzin Towsend e interpretada por Helio Pedregal y Eleazar Ortiz (producción de la Fundación UNIR -Universidad Internacional de La Rioja- que, bajo el lema "El teatro como lugar de encuentro", auspicia, propicia, posibilita, consigue que textos, espectáculos, proyectos se transformen en realidades y el hecho teatral continúe siendo algo vivo, estimulante, enriquecedor, cautivando a espectadores convencidos y a los nuevos que se aproximan).
   Justo el día en que empieza la que será conocida como Segunda Guerra Mundial, un Sigmund Freud muy mermado por el cáncer, aquejado de dolores agresivos y casi constantes, sufriendo estragos físicos que convierten el mero ejercicio de conversar en un suplicio, apurando sus últimos momentos de vida (la invasión de Polonia tuvo lugar el 1 de septiembre de 1939 y el fallecimiento del padre del psicoanálisis sucedió el 22 de ese mismo mes), recibe en su despacho a C. S. Lewis, profesor, estudioso, escritor (cuya obra más popular a nivel mundial será el ciclo conocido como Las crónicas de Narnia, que no comenzará a publicar hasta 1950), declarado ateo hasta que en 1931 se convirtió al cristianismo; cualquiera que conozca aunque sólo sean tres o cuatro lugares comunes sobre Freud podrá anticipar la colisión inevitable que se establece entre ambas personalidades, la incomprensión que cada uno siente hacia el otro por mucho que ambos sean dos mentes brillantes, analíticas, precisas, metódicas, por mucho que Lewis explique su proceso, no lo reduzca a una iluminación, a una caída de caballo, sino a una evolución, a un ir buscando respuestas, a un ansia por asimilar y comprender los porqués de lo que sucede, a un anhelo de calma para su desasosiego casi permanente, por mucho que Freud se empeñe en aplicar la lógica incluso cuando ésta resulta reduccionista o inconveniente, cuando se emplea en un tono tan categórico e impositivo como el de su opuesto, cuando arrasa con todo lo que no puede reducir un examen exhaustivo y que despeje todas las incógnitas, cuando no se acepta esa zona oscura, esa penumbra, esa nebulosa que implacable pero necesariamente rodea en tantas ocasiones el transitar por estos pagos. Con un pulso dramático muy medido en el texto que la directora ha sabido respetar con tino y fortuna, Freud y Lewis interpelan al público sin que sea necesario haberles leído mucho o poco, sin trivializar sus figuras, porque lo que interesa es plantear ciertos interrogantes, invitar al debate, a la conversación, al diálogo, no convencer de nada, asomarse al alma de estos pensadores, motivar que se quiera saber más sobre ambos, presentarlos en su faceta más humana e íntima, abocados a la tragedia, supervivientes ambos de las propias, con un equipaje demasiado pesado a cuestas; la función no toma partido por ninguno y, del mismo modo, como mero ejercicio teatral, el espectáculo se presenta perfectamente equilibrado porque sus dos intérpretes saben mantener la tensión requerida y se complementan a las mil maravillas, ajustándose, amoldándose, ayudándose, sin querer destacar sobre el otro, comprendiendo que el conjunto no puede resentirse, creando una extraña unidad que habría que decir como un solo nombre, sin conjunción copulativa, aunque, por otro lado, es justo que se haga hincapié en cada uno para que aquel que aún no lo haya hecho memorice las identidades de estos actores, nombres recurrentes en el panorama teatral, siempre efectivos, todo un ejemplo de oficio y profesionalidad: Helio Pedregal y Eleazar Ortiz son, respectivamente, Sigmund Freud y C. S. Lewis.
   Si el primero es un rostro bastante conocido (aunque, por desgracia, suele ocurrir que no muchos le ponen nombre a las primeras de cambio), todo un camaleón poseedor de registros muy diversos, el segundo es un buen conocido del espectador teatral inquieto y atento, una presencia ciertamente constante en nuestra escena, un trabajador infatigable que no ceja en su empeño, un enamorado de las tablas a las que, por fortuna, ha podido dedicar todos sus esfuerzos (y en esta ocasión es algo que puedo afirmar muy de primera mano, puesto que conocí a Eleazar Ortiz hace ya bastantes años, cuando comenzaba, pertenecimos durante tiempo al mismo grupo que salía de fiesta, que compartía intimidad, nos movíamos en los mismos círculos, y he tenido pruebas de su tesón, su entrega, su pasión, sus ganas, su talento). Conversamos telefónicamente y se le nota satisfecho por el trabajo (la función se convirtió en un éxito casi desde el mismo día del estreno, agotando las entradas a gran velocidad) pero habla con su prudencia y humildad habituales: “Sí, es verdad que ha sido todo muy rápido, que nos ha pillado por sorpresa, pero debe ser que el nombre de Freud siempre llama la atención, nada más”. Él, como ya se ha dicho, da vida a C. S. Lewis, un personaje al que todo el mundo imagina con los rasgos de Anthony Hopkins gracias a la magnífica película de Richard Attenborough Tierras de penumbra (formando un dúo absolutamente magistral con una inmensa Debra Winger), al que sabe evocar con facilidad y sin imitarlo, recogiendo el aire, la presencia, aunque de un modo diferente ya que, para empezar, faltan trece años para llegar al periodo de su vida reflejado en pantalla: “Yo, como los demás, conocía sólo a Lewis por la película, claro, y como autor de lo de Narnia, aunque eso ayuda poco para construir el personaje. Esa era la mayor dificultad y, en parte, también la mayor libertad: Freud es el conocido, en el mundo hispanohablante no se sabe quién es Lewis, no nos engañemos, y por lo tanto mi cometido era hacerle visible, darle forma”. Y es un placer ver cómo sus movimientos responden a la imagen de lo que nos parece debe ser un profesor de Oxford, un inglés ceremonioso, de maneras suaves y educadas, todo un gentleman: “Tamzin dijo desde el primer momento que el personaje era para mí porque parezco más británico que ella, ¡que incluso le da vergüenza que eso pase, pero que es la verdad!”.
   Con el indudable determinismo que caracteriza a parte de sus escritos, reduciendo la psique humana a esquemas en ocasiones muy simplistas (o ampliamente superados), Freud no puede evitar practicar el psicoanálisis sobre Lewis, quien sabe replicar con agudeza intelectual, con razonamientos mundanos, desmontando algunas de las afirmaciones de su oponente, viendo como las propias pueden ser fácilmente derruidas, incapaz de explicar lo que es demasiado íntimo, está demasiado profundo como para compartirlo, incluso para comprenderlo uno mismo (es precisamente por eso por lo que no se puede pretender catequizar a los demás, especialmente en lo que a lo espiritual se refiere: cada quien tiene su propia manera de verlo, de sentirlo, de conformarse, de rebelarse, de llamarlo); Lewis había combatido en la entonces llamada Gran Guerra, perdió de niño a su madre, la vida le seguirá zarandeando de manera un tanto cruel, él no dejará de refugiarse en Dios pero plantándole cara (como puede verse en el estremecedor texto Una pena en observación, escrito tras la muerte de Helen Joy Gresham, su mujer), no es fácil sintetizar el periplo vital, anímico, religioso, intelectual de este autor: “La fe no es certeza, claro, tampoco ciencia ni comprobación porque es eso precisamente: fe. Pero los que la sienten no renuncian a ella, parece que son más felices teniéndola ahí, recurren a ella cuando a otros no les queda nada”, afirma Eleazar, quien defiende esa faceta de su personaje, “comprendiendo sobre todo lo mucho que sufrió, el modo en que el cáncer siempre le persiguió para cebarse con los suyos. ¡Uno de sus compañeros estalló a su lado durante la Primera Guerra Mundial! ¡Cómo no va a temblar ante lo que está por llegar! A veces Freud le trata con demasiada displicencia, pero, bueno, él también le suelta varias que dan donde más duele: en el ego. Por eso hay un momento que llega a decirle que si quiere sustituirle en su propia consulta…”. Son muy de agradecer estos espectáculos que nos impulsan a conocer, a seguir pensando, a no reducir las emociones, las pasiones, las creencias a una frase hecha, a conciliar, a respetar, a tener fe en que siempre encontraremos razones para respirar.   

viernes, 6 de febrero de 2015

EL CRETINO ECO FIEL




   Llevaba mucho tiempo con este título pensado, justo desde que vimos la muy interesante cinta danesa La caza (2012), la despiadada pero honesta y verosímil radiografía que Thomas Vinterberg supo trazar con pulso firme y pausado (así perturba y hace reflexionar mucho más que si recurriese a truquitos tremendistas, a subrayados que echarían por tierra su propuesta), el retrato de cómo reacciona una pequeña comunidad ante las acusaciones de abuso sexual que vierte una niña de pocos años hacia el mejor amigo de su padre, profesor de la guardería a la que ella acude, interpretación por la que un sobrio y a ratos necesariamente ambiguo Mads Mikkelsen obtuvo el galardón al mejor actor en el Festival de Cannes, reflejando el tormento interior, el estupor, el laberinto mental en que su personaje se ve obligado a internarse con un comedimiento que produce escalofríos. Con gran habilidad, sin maniqueísmos ni trampas, el cineasta va colocando a los espectadores en una difícil tesitura puesto que el filme deja claro que la niña miente porque se ha sentido apartada por el educador, en realidad son los adultos los que ponen palabras y situaciones en su boca y en su cabeza porque ella sólo lanza una velada insinuación como reproche y con el despecho de una criatura que se cree desplazada (encantada de ese hombre al que admira, con la inocencia del amor más absoluto, ese que, como cualquier sentimiento, sólo puede vivirse de ese modo cuando, como diría Serrat, “no se sabe más” porque sólo se siente, no hay matices), pero la reacción de Lucas, el protagonista, ante lo que sucede inquieta, a veces puede resultar sospechosa, todo tiene un matiz un tanto ominoso, el sudor se nos congela en la espalda, el corazón se nos desboca para quedarse casi paralizado al minuto siguiente y es que, con enorme maestría, la película no deja de preguntar al que contempla “¿qué harías tú si te vieras envuelto en algo similar?” y a veces comprendes a los que dan por bueno el testimonio infantil y toman decisiones drásticas, a los que condenan desde el primer minuto, como en otras empatizas con el atormentado, golpeado, estigmatizado, perseguido e injustamente considerado criminal, como no puedes evitar sentirte identificado con los progenitores de la niña (él, en una terrible encrucijada puesto que confía, quiere, respeta y está hermanado con el acusado); por mucho que quieras aplicar la sangre fría, el raciocinio, la presunción de inocencia, cuando parece que alguien ha mancillado, abusado, vulnerado, asesinado el candor y la honradez prístinos de una criatura, no se puede contener la marea de indignación, el temblor febril que derriba cualquier atisbo de humanidad, la conversión en feria y furia aún mayores que las que han abatido a la víctima (porque lo de colocar la palabra “supuesta” ni tan siquiera se considera), no resulta posible esperar/confiar en el veredicto de un tribunal, el instinto más ancestral y animal de protección clama venganza y, a pesar de tanto discurso correcto y pagado de legalismos, a pesar de rechazar la pena de muerte de raíz, a pesar de la continua defensa del estado de derecho, cualquiera sería el primero en lanzarse para aplastar al culpable (aquí menos todavía se recuerda lo de antecederlo con “supuesto”). Aunque los personajes que más rechazo provocan son los dos o tres que se erigen en defensores acérrimos de la familia afectada, los que no dudan en pasar a la acción y devolver violencia sin que los implicados la reclamen o compartan, esos que se muestran más ofendidos y dañados que los que así deberían estarlo, los que trazan una línea de comportamiento y obligan a los demás a seguirlas, esos que sólo encuentran valor en el grupo, en la masa anónima, en el conjunto (¡Cómo no evocar la escalofriante e insuperable Furia (1936), el primer filme que el gran Fritz Lang rodó en EEUU casi según desembarcó huyendo del horror nazi! ¡Cómo no pensar en la vibrante La jauría humana (1966), espeluznante a ratos, puñetazo inmisericorde de Arthur Penn a tanta buena gente que regala sonrisas condescendientes e insidias sin fin hacia cualquiera que se sale de la senda por la que debe circular el ganado -no conviene olvidar que, inspirándose en el ya contundente original de Horton Foote, el guión está firmado por Lillian Hellman, quien había sufrido lo que es ser perseguido por una caza de brujas que tiene el dudoso honor de ser conocida con artículo determinado-!), aunque esos personajes son rechazados desde la platea, es inevitable, durante algunos segundos (e incluso minutos, depende de cada uno), tener ganas de aplaudirles, de jalearles, de secundarles (no paras mientes, repito, se trata de una niña y no importa que se conozcan casos en que el sospechoso logra demostrar su inocencia porque, y ahí es donde mejor escarba la película, a la hora de la verdad todos nos transformaríamos en depredadores, en asesinos, nos tomaríamos lo que consideramos justicia por nuestras propias manos –y en caso contrario seríamos considerados cómplices, criminales por omisión, nadie atiende los razonamientos de los demás por muy bien cimentados que estén en situaciones como la descrita en pantalla-).

   Y cuando pensaba que nunca escribiría el presente texto, ayer mismo asistí a una de las últimas representaciones de Rinoceronte en el María Guerrero (por desgracia, abandona ese coliseo este mismo domingo –ha estado casi dos meses en cartel pero merecería más-) y pudiera decirse que el texto de Eugène Ionesco (en espléndida versión de Ernesto Caballero) me apeló directamente porque, aunque sea desde otros parámetros y con otras intenciones, incidiendo más en cómo el totalitarismo se apoya en las masas para borrar cualquier disidencia, para anular la individualidad, para controlar a los acólitos, a los que secundan, a los conversos, a los que se consideran representados, a los cerebros lavados que entregan complacidos esa actividad a los que dictaminan qué se debe pensar (en realidad, deciden que nadie, excepto ellos, debe pensar), la obra del autor francés de origen rumano también advierte de ese peligro al que siempre estamos abocados de convencernos a nosotros mismos de lo que benéfico, lo satisfactorio, lo deseable, lo conveniente, lo necesario es la uniformidad, nada de alteraciones, nada de tonos, nada de perturbaciones, nada de diferencias, todos a imagen y semejanza del líder, de lo que se imponga, de lo que mande, de lo que se extienda como única solución. “Pensar contra la corriente de los tiempos es una heroicidad, decirlo en voz alta una locura” se escucha decir en escena mientras que lo que empezó siendo una rareza, un caos, un pánico, algo que no todos creían factible, se ha ido extendiendo como una epidemia hasta infectar a toda la población, metamorfoseada en rinoceronte, una enorme manada en la que nadie se distingue de los demás, quedando un único resistente, alguien que quiere seguir pensando, creando, equivocándose, dudando, enamorándose, teniendo conciencia de ello (a pesar de que, como le ha recordado su gran amigo Juan, uno de los primeros infectados, hay quien se atreve a pensar sin tener cabeza, incluso esos descerebrados son los que más aseguran tener ideas y las pregonan y propagan). Como señala acertadamente Ernesto Caballero en el programa de mano, “el tema de la voluntad es el eje central del relato que se emplea a fondo en la suscitación de múltiples preguntas sobre nuestra responsabilidad tanto individual como colectiva; así por ejemplo, qué postura debemos o podemos adoptar ante determinadas propuestas de transformación radical de la sociedad”.

   Con el escalpelo afilado capaz de cortar un cabello en dos que proporciona el escribir desde el absurdo, sacando a la luz los millones de veces que somos tal cosa, detalle del que somos conscientes sólo cuando hacemos el ejercicio de contemplarnos desde fuera –y al verlo en un escenario no podemos evitar el reconocimiento e incluso el sobresalto-, Ionesco va destilando su agudeza, su causticidad, su defensa implacable de la condición humana como algo incomprensible, intangible, en realidad más irracional de lo que muchos quieren reconocer, precisamente es en esa inestabilidad entre lo instintivo, lo innato, lo adquirido, lo desarrollado, lo que sentimos o hemos heredado como propio, lo que hemos aprendido a evitar o rechazar porque es propio de animales, dónde el dramaturgo pone el foco para alertarnos, para hacernos partícipes, para que tomemos nuestras decisiones, para que razonemos o nos dejemos llevar pero porque así lo queramos; por eso su teatro acepta tantas interpretaciones y posee tanta riqueza, por eso siempre deja interrogantes, por eso acepta relecturas, por eso incomoda, por eso remueve, porque inspira, inyecta, provoca, motiva, sugiere, hace meditar, no da nada por sabido y/o cerrado, abre muchas ventanas, oxigena, revitaliza, allana caminos, empiedra otros (nadie dijo que esto fuese fácil -¿no es absurdo tener que recordarlo?-). Tras un comienzo absolutamente espectacular, con la cuarta pared derruida, con el público participando de la función, viviéndola como algo tremendamente real, Ernesto Caballero repliega la obra en el escenario (con una escenografía muy abierta y desnuda que, curiosamente, resulta aplastante y reducida cuando conviene) para seguir lanzando dardos, estímulos, paralelismos, todo con enorme sutileza, imbuido del espíritu de Ionesco, y aunque es posible que la representación sea unos minutos más larga de lo deseable, el ritmo apenas se resiente y remonta con rotundidad para dejarnos sin respiración con un Pepe Viyuela que va ganando en dolor, desgarro y patetismo según avanza la función, alcanzando momentos sobrecogedores y demostrando su capacidad actoral como muy pocas veces le habían permitido. Junto a él, es justo destacar a un Fernando Cayo magistral, enorme, impactante, un prodigio de trabajo de cuerpo y voz, no necesitando apenas maquillaje para transformarse en rinoceronte ante los ojos de los espectadores. Se agradecen montajes de este tipo y calibre que devuelve la actualidad que no ha perdido a un autor como Ionesco, al que tantos necesitamos para seguir preguntándonos sobre nosotros, sobre esa deriva permanente hacia el plural que aniquila y sólo aspira a colocar el singular, el yo sobre todas las cosas (aunque en la obra no hay un líder concreto, pero eso no importa porque la acción rasante es la misma o más virulenta y la desolación del que es consciente de lo que sucede aún más lacerante).    

jueves, 5 de febrero de 2015

LA GENTE ME SEÑALA, ME APUNTA CON EL DEDO



  



 Pensaba escribir un estado de Facebook, pero me he dado cuenta que iba a quedarme demasiado largo; no es que eso sea algo insólito en mí, pero en esta ocasión iba a batir cualquiera de mis marcas y abusar en demasía de la paciencia de los que tienen la deferencia y amabilidad de leerme a diario, muchos de los cuales también visitan el blog e incluso jalean mi verborrea incontenible, necesariamente reprimida en lo que debe acercarse a lo que en periodismo denominaríamos suelto (aunque la extensión del mismo no esté demasiado definida, aunque la práctica, el ejercicio, tal vez la inventiva de cada uno los reconvierta, altere, renueve o mezcle, conviene atenerse a los géneros reconocidos y estudiados como tales), es decir, un comentario, una respuesta somera al incitador “¿qué estás pensando?”, un apunte, una reflexión concisa. Por lo tanto, advertidos quedan aquellos que busquen un texto breve o no tengan demasiado tiempo para atender a las disquisiciones sin freno de un servidor, a un desvarío más torrencial que otras veces, a algo que fue rodando en mi interior cual pequeño copo de nieve hasta transformarse en todo un alud (debe ser efecto de las nevadas contempladas en televisión –por fortuna, Madrid ha quedado al margen, al menos en la ciudad, aunque los fríos procedentes de la sierra calan hasta los huesos-).
   El reciente fallecimiento de la admirada y querida Amparo Baró abrió una discusión en las redes en torno a su sexualidad: el punto de partida fue un artículo firmado por Borja Ruiz para El Mundo (en concreto para lo que se presenta cada sábado bajo las siglas LOC –la otra crónica-) en el que se desvelaba que quien fuese su pareja desde hacía cuarenta años también había fallecido a causa de un cáncer hacía dos y se relataba que “la enfermedad les golpeó casi al mismo tiempo en que el que la actriz preparaba su papel en Agosto”. Algunas de esas personas que viven con la susceptibilidad a flor de piel, que ven conspiraciones por cualquier lado, que exigen igualdad y respeto desde un discurso plena y netamente victimista, que demandan ejemplos, salidas del armario, modelos de normalidad ocultándose bajo nicks y/o sin ofrecer su rostro en los foros en que participan activamente incendiando cualquier conversación, insultaron, vejaron, despreciaron al autor del texto acusándole directamente de mentir y de camuflarse en los eufemismos para no llamar a las cosas por su nombre, sin atender, por encima de todo, al derecho a la intimidad de cada uno, el primordial que invocó Amparo Baró para, como tantos otros, no dar a conocer con quién compartía su vida o con quién dejaba de hacerlo (son muchos los personajes públicos que así lo hacen sin que eso abra el debate sobre sus preferencias). Se abrían diferentes frentes, posibles matizaciones, preguntas que intentar responder si queríamos ser precisos y responsables y la que más me quemaba, la que apelaba directamente a mi oficio, la que me nació en cuanto leí el reportaje fue “¿de dónde ha salido este dato? ¿Cómo de repente se sabe tanto sobre la vida íntima de Amparo?”. Buscando y buscando (nada fácil, por otro lado, en el sentido de lo complicado que es rastrear algo de lo que no se había hablado antes más allá de la inclusión del nombre de la actriz en listados que recogían sospechas, insinuaciones maliciosas, reclamaciones de que se diera la cara a diferentes personalidades de las que se afirmaba eran homosexuales), llegué al origen: Gerardo Vera, el director que propició el regreso de la Baró a los escenarios con ese espectáculo que, desgraciadamente, también supondría su despedida, una gloriosa manera de decir adiós –lo que sucedía en cada representación de Agosto es para haberlo vivido, no se puede explicar con precisión, faltan palabras-, el mismo con el que estaba preparando un monólogo que debía estrenarse en septiembre, telefoneado y preguntado por Gemma Nierga en la SER pocas horas después de hacerse pública la noticia, fue quien, faltando a la discreción, a la confianza, a la amistad, dijo la polémica frase: “Su pareja, la persona con la que convivió toda su vida, casi cuarenta años…”. Aunque pueda decirse que era un secreto a voces, sólo sus cercanos, su gente, los que la conocieron de verdad, saben el nombre que se esconde detrás de “su pareja”, término que no debe ofender puesto que, por mucho que haya quien lo empleé casi como metáfora, como disfraz, es el preciso para definir una relación permanente de dos personas sin más compromisos legales (o incluso con ellos si hablamos del registro de ambos como pareja de hecho y eso sirve igual para heterosexuales como para homosexuales -la de anuncios de alquileres en los que se especifica que "se prefiere una pareja" y la mayoría de las buenas señoras que van a ejercer como caseras, por no decir todas ellas, piensa en un joven y en una jóvena-) y es en todo caso Gerardo Vera quien arroja más sombras al hacer la matización, ésta sí bastante lapidaria y más viniendo de él, de explicar que se refiere a “la persona”, jardín en el que no debería haberse metido, fundamentalmente porque a nadie le interesa, con glosar la figura de la actriz, que es lo que se le pedía, hubiese habido bastante. Por lo tanto, en lo tocante a ese “la enfermedad les golpeó” (que un servidor consideró correcto en un principio para evitar un laísmo en el que no se incurre –así lo sanciona la RAE y si se refiere a unas mujeres debe escribirse “las golpeó”-), esa expresión que hubo quien llegaba a calificar de sentencia de muerte, de manipulación, de no sé cuántas zarandajas más, por un lado sólo puede entenderse semejante indignación en alguien que frecuentase la intimidad de Amparo (no, no, si exigimos rigor a los periodistas, lo mismo debemos hacer con los que afirman, dan por bueno, otorgan veracidad a lo que unos insinúan, otros cuentan y algunos aseguran pero que ellos no han confirmado con sus ojos y experiencia), y por otro puede deberse más al desconocimiento de Borja Ruiz, al hecho de que recopiló datos aquí y allá y transcribió tal cual la frase de Gerardo Vera sin pararse a pensar en lo que se decía en todos los mentideros (por desgracia, se hace demasiado periodismo de copiar y pegar, sin contrastar, sin verdadera investigación, sin preparación), que al hecho de querer ocultar una relación lésbica (tal vez lo de “persona” debió hacerle pensar e incluso lo de “pareja”, sí, ya que tantos le han quitado su verdadera identidad para transformarla en subterfugio –porque, repito, si no estamos casados pero llevamos juntos un montón de años, él ya no es mi novio, que suena como tonto y primigenio, pero no es mi marido, por lo tanto es mi pareja, dicho con todo el orgullo del mundo, al igual que un hombre podría decirlo de una mujer y viceversa-, pero no hay que ver malicia donde no parece existir).
   Y en lo tocante al hecho de mantener su privacidad a buen recaudo, más de uno criticaba a Amparo porque alguien como ella debe dar ejemplo y ayudar a la normalización, la que en realidad tampoco logran los que actúan de esa manera porque se convierten en inquisidores, en invasores, en estigmatizadores: la verdadera y deseada normalidad llegará cuando nadie tenga que explicar nada porque no hay nada de lo que justificarse, cuando cada uno viva su vida con independencia de lo que hagan otros, con la libertad para besar a quien le apetezca en público o no hacerlo, sin presiones de ningún tipo, actuando como le nace. Sí, es cierto que durante muchísimo tiempo (e incluso ahora) ha habido quien ha escondido su vida privada (más allá del hecho de que es eso precisamente) por miedos y vergüenzas propios o heredados, por no aceptarse a sí mismos, porque viven a través de los ojos de los demás, por conflictos morales, por no querer dañar a otros (tan malo es dejarse vencer por los que viven con el dedo extendido para señalar como por los que nos consideran un error de la naturaleza, un fallo, un castigo que no comprenden por qué merecen), pero otros optan por preservar de los focos todo lo que es ajeno a su profesión, a lo que les hace populares, admirables, deseados, aplaudidos, queridos (falleció Amparo Rivelles y nadie especuló ni recordó dimes y diretes, a nadie pareció preocuparle la soledad en parte elegida por María Asquerino durante tantos años, se respetó -como debe ser- el modo en que llevó su vida Francisco Valladares -y ahí sí tengo pruebas, realidades de primera mano-, no se buscan parejas –de cualquier sexo- ni se inventan romances, alguien consigue quedar al margen de lo que en realidad es cotilleo y ahora, en el momento del adiós, viene Gerardo Vera a poner más puntos de los necesarios sobre las íes –con lo poco que les hace falta a algunos para sacar a pasear los lamentos, no involucrándose o denunciando cuando resulta imperioso hacerlo miles de veces al día o cuando el que ofende es uno de los suyos, materia sobre la que podemos detenernos algún otro día, aunque, por volver al principio, puede señalarse como ejemplo que a nadie de esos que casi han pedido fusilar al periodista y quemar el periódico en que escribe les ha sublevado que en la web de la SER también aparezca lo de "la pareja de Amparo", recogido de las declaraciones del director pero no entrecomillado, no como cita literal sino dando a la expresión carta de naturaleza, ese vicio que tanto picor provoca en algunas entrepiernas y que se ve como tal si aparece en medios desafectos-).