jueves, 5 de febrero de 2015

LA GENTE ME SEÑALA, ME APUNTA CON EL DEDO



  



 Pensaba escribir un estado de Facebook, pero me he dado cuenta que iba a quedarme demasiado largo; no es que eso sea algo insólito en mí, pero en esta ocasión iba a batir cualquiera de mis marcas y abusar en demasía de la paciencia de los que tienen la deferencia y amabilidad de leerme a diario, muchos de los cuales también visitan el blog e incluso jalean mi verborrea incontenible, necesariamente reprimida en lo que debe acercarse a lo que en periodismo denominaríamos suelto (aunque la extensión del mismo no esté demasiado definida, aunque la práctica, el ejercicio, tal vez la inventiva de cada uno los reconvierta, altere, renueve o mezcle, conviene atenerse a los géneros reconocidos y estudiados como tales), es decir, un comentario, una respuesta somera al incitador “¿qué estás pensando?”, un apunte, una reflexión concisa. Por lo tanto, advertidos quedan aquellos que busquen un texto breve o no tengan demasiado tiempo para atender a las disquisiciones sin freno de un servidor, a un desvarío más torrencial que otras veces, a algo que fue rodando en mi interior cual pequeño copo de nieve hasta transformarse en todo un alud (debe ser efecto de las nevadas contempladas en televisión –por fortuna, Madrid ha quedado al margen, al menos en la ciudad, aunque los fríos procedentes de la sierra calan hasta los huesos-).
   El reciente fallecimiento de la admirada y querida Amparo Baró abrió una discusión en las redes en torno a su sexualidad: el punto de partida fue un artículo firmado por Borja Ruiz para El Mundo (en concreto para lo que se presenta cada sábado bajo las siglas LOC –la otra crónica-) en el que se desvelaba que quien fuese su pareja desde hacía cuarenta años también había fallecido a causa de un cáncer hacía dos y se relataba que “la enfermedad les golpeó casi al mismo tiempo en que el que la actriz preparaba su papel en Agosto”. Algunas de esas personas que viven con la susceptibilidad a flor de piel, que ven conspiraciones por cualquier lado, que exigen igualdad y respeto desde un discurso plena y netamente victimista, que demandan ejemplos, salidas del armario, modelos de normalidad ocultándose bajo nicks y/o sin ofrecer su rostro en los foros en que participan activamente incendiando cualquier conversación, insultaron, vejaron, despreciaron al autor del texto acusándole directamente de mentir y de camuflarse en los eufemismos para no llamar a las cosas por su nombre, sin atender, por encima de todo, al derecho a la intimidad de cada uno, el primordial que invocó Amparo Baró para, como tantos otros, no dar a conocer con quién compartía su vida o con quién dejaba de hacerlo (son muchos los personajes públicos que así lo hacen sin que eso abra el debate sobre sus preferencias). Se abrían diferentes frentes, posibles matizaciones, preguntas que intentar responder si queríamos ser precisos y responsables y la que más me quemaba, la que apelaba directamente a mi oficio, la que me nació en cuanto leí el reportaje fue “¿de dónde ha salido este dato? ¿Cómo de repente se sabe tanto sobre la vida íntima de Amparo?”. Buscando y buscando (nada fácil, por otro lado, en el sentido de lo complicado que es rastrear algo de lo que no se había hablado antes más allá de la inclusión del nombre de la actriz en listados que recogían sospechas, insinuaciones maliciosas, reclamaciones de que se diera la cara a diferentes personalidades de las que se afirmaba eran homosexuales), llegué al origen: Gerardo Vera, el director que propició el regreso de la Baró a los escenarios con ese espectáculo que, desgraciadamente, también supondría su despedida, una gloriosa manera de decir adiós –lo que sucedía en cada representación de Agosto es para haberlo vivido, no se puede explicar con precisión, faltan palabras-, el mismo con el que estaba preparando un monólogo que debía estrenarse en septiembre, telefoneado y preguntado por Gemma Nierga en la SER pocas horas después de hacerse pública la noticia, fue quien, faltando a la discreción, a la confianza, a la amistad, dijo la polémica frase: “Su pareja, la persona con la que convivió toda su vida, casi cuarenta años…”. Aunque pueda decirse que era un secreto a voces, sólo sus cercanos, su gente, los que la conocieron de verdad, saben el nombre que se esconde detrás de “su pareja”, término que no debe ofender puesto que, por mucho que haya quien lo empleé casi como metáfora, como disfraz, es el preciso para definir una relación permanente de dos personas sin más compromisos legales (o incluso con ellos si hablamos del registro de ambos como pareja de hecho y eso sirve igual para heterosexuales como para homosexuales -la de anuncios de alquileres en los que se especifica que "se prefiere una pareja" y la mayoría de las buenas señoras que van a ejercer como caseras, por no decir todas ellas, piensa en un joven y en una jóvena-) y es en todo caso Gerardo Vera quien arroja más sombras al hacer la matización, ésta sí bastante lapidaria y más viniendo de él, de explicar que se refiere a “la persona”, jardín en el que no debería haberse metido, fundamentalmente porque a nadie le interesa, con glosar la figura de la actriz, que es lo que se le pedía, hubiese habido bastante. Por lo tanto, en lo tocante a ese “la enfermedad les golpeó” (que un servidor consideró correcto en un principio para evitar un laísmo en el que no se incurre –así lo sanciona la RAE y si se refiere a unas mujeres debe escribirse “las golpeó”-), esa expresión que hubo quien llegaba a calificar de sentencia de muerte, de manipulación, de no sé cuántas zarandajas más, por un lado sólo puede entenderse semejante indignación en alguien que frecuentase la intimidad de Amparo (no, no, si exigimos rigor a los periodistas, lo mismo debemos hacer con los que afirman, dan por bueno, otorgan veracidad a lo que unos insinúan, otros cuentan y algunos aseguran pero que ellos no han confirmado con sus ojos y experiencia), y por otro puede deberse más al desconocimiento de Borja Ruiz, al hecho de que recopiló datos aquí y allá y transcribió tal cual la frase de Gerardo Vera sin pararse a pensar en lo que se decía en todos los mentideros (por desgracia, se hace demasiado periodismo de copiar y pegar, sin contrastar, sin verdadera investigación, sin preparación), que al hecho de querer ocultar una relación lésbica (tal vez lo de “persona” debió hacerle pensar e incluso lo de “pareja”, sí, ya que tantos le han quitado su verdadera identidad para transformarla en subterfugio –porque, repito, si no estamos casados pero llevamos juntos un montón de años, él ya no es mi novio, que suena como tonto y primigenio, pero no es mi marido, por lo tanto es mi pareja, dicho con todo el orgullo del mundo, al igual que un hombre podría decirlo de una mujer y viceversa-, pero no hay que ver malicia donde no parece existir).
   Y en lo tocante al hecho de mantener su privacidad a buen recaudo, más de uno criticaba a Amparo porque alguien como ella debe dar ejemplo y ayudar a la normalización, la que en realidad tampoco logran los que actúan de esa manera porque se convierten en inquisidores, en invasores, en estigmatizadores: la verdadera y deseada normalidad llegará cuando nadie tenga que explicar nada porque no hay nada de lo que justificarse, cuando cada uno viva su vida con independencia de lo que hagan otros, con la libertad para besar a quien le apetezca en público o no hacerlo, sin presiones de ningún tipo, actuando como le nace. Sí, es cierto que durante muchísimo tiempo (e incluso ahora) ha habido quien ha escondido su vida privada (más allá del hecho de que es eso precisamente) por miedos y vergüenzas propios o heredados, por no aceptarse a sí mismos, porque viven a través de los ojos de los demás, por conflictos morales, por no querer dañar a otros (tan malo es dejarse vencer por los que viven con el dedo extendido para señalar como por los que nos consideran un error de la naturaleza, un fallo, un castigo que no comprenden por qué merecen), pero otros optan por preservar de los focos todo lo que es ajeno a su profesión, a lo que les hace populares, admirables, deseados, aplaudidos, queridos (falleció Amparo Rivelles y nadie especuló ni recordó dimes y diretes, a nadie pareció preocuparle la soledad en parte elegida por María Asquerino durante tantos años, se respetó -como debe ser- el modo en que llevó su vida Francisco Valladares -y ahí sí tengo pruebas, realidades de primera mano-, no se buscan parejas –de cualquier sexo- ni se inventan romances, alguien consigue quedar al margen de lo que en realidad es cotilleo y ahora, en el momento del adiós, viene Gerardo Vera a poner más puntos de los necesarios sobre las íes –con lo poco que les hace falta a algunos para sacar a pasear los lamentos, no involucrándose o denunciando cuando resulta imperioso hacerlo miles de veces al día o cuando el que ofende es uno de los suyos, materia sobre la que podemos detenernos algún otro día, aunque, por volver al principio, puede señalarse como ejemplo que a nadie de esos que casi han pedido fusilar al periodista y quemar el periódico en que escribe les ha sublevado que en la web de la SER también aparezca lo de "la pareja de Amparo", recogido de las declaraciones del director pero no entrecomillado, no como cita literal sino dando a la expresión carta de naturaleza, ese vicio que tanto picor provoca en algunas entrepiernas y que se ve como tal si aparece en medios desafectos-).