Una de las últimas
conversaciones que mantuve con mi padre versó sobre libros, puesto que mi
sobrino me preguntó en la habitación del hospital en que pasó esos días finales
(los que no sabíamos que eran tales: ahí estaba opinando, atento, despierto,
tranquilo, hasta que algo se quebró y nos precipitó por la pendiente más empinada e insalvable, sin
remisión ni posibilidad de variar el rumbo) por el que estaba leyendo en esos
momentos, por el volumen que había dejado sobre la cama cuando llegué (Real Sitio de José Luis Sampedro, no es de
los que más me ha gustado de este autor, se queda un tanto en lo anecdótico y
convencional, es como un esquema de lo que supuso la muy superior y
esplendorosa La vieja sirena, pero siempre es un regalo solazarse con
su prosa clara y cuidada); fue una sorpresa mayúscula porque, a pesar de los
múltiples ejemplos que tiene alrededor, a pesar de los lectores voraces que le
rodean, Alberto no había demostrado demasiado interés por la lectura (a duras
penas leía alguna cosa aunque en los últimos tiempos había cogido prestados dos
o tres títulos de mi muy nutrida biblioteca), pero de repente ahí estábamos
compartiendo experiencias sobre El
retrato de Dorian Gray, ahí estaba interesándose por Virginia Woolf y algún
autor más, todo un universitario al que su abuelo contemplaba lleno de orgullo.
Y el caso es que se ha internado en las páginas de La señora Dalloway (como muy bien indicó Pablo, hay que trazar un
mapa correcto para llegar a la meta, la prosa de la escritora londinense hay
que paladearla e ir probando sin prisas, familiarizándose con su particular
modo de narrar), aún tiene pendiente Misericordia
de Pérez Galdós (una de esas novelas que cambió mi manera de leer, un
estímulo irresistible para seguir abriendo libros) y que, sin obligaciones, sin
imposiciones, sin sufrimiento, la letra impresa va ganando otro adepto, noticia
que me reconcilia con el mundo y que coincide en el tiempo con el hecho de que
uno de sus mejores amigos haya optado por estudiar Filología y haga sus
primeros pinitos como articulista defendiendo la palabra, la capacidad y
necesidad de comunicarnos, de transmitir, de escuchar, de conocer, de leer, de
narrar (http://unono.net/article/1404/de-mayor-quiero-ser-filologo),
es decir, que no todo está perdido en contra de lo que la amarga realidad nos
hace colegir tantas veces al día, en contra de lo que tantos desearían
(alienarnos, que fuésemos su rebaño, que no pensáramos, que perdiésemos la
capacidad y la iniciativa de expresarnos por nosotros mismos), en contra de lo
que otros afirman porque sólo saben balar al dictado de los de arriba (sí, aún
queda mucho por hacer, las artes siempre han de superar obstáculos, nunca dejan
de encontrar oposición, enemigos que censuran, prohíben, destierran, prenden
hogueras, pero es muy reconfortante que haya gente tan joven que sigue
cuidando, puliendo, recurriendo al latín para saber quiénes fuimos y quiénes
deberíamos ser).
“La cultura nos defiende de la adversidad, escuchar historias nos
refugia de la fragilidad que es la vida, nos enriquece y nos arma, el espíritu
crítico nace de poder vivir en la fantasía, un pueblo impregnado de ficciones
es díscolo y se defiende”, éstas fueron algunas de las encendidas (y ojalá
incendiarias) palabras que nos regaló Mario Vargas Llosa hace un mes cuando
presentó en el Teatro Español Los cuentos
de la peste, la obra teatral que ha supuesto su conversión en actor (las
anteriores veces que se había subido a las tablas había sido para narrar, para
leer, para recrear sin dejar de ser él), un texto inédito que, coincidiendo con
este estreno, también ha aparecido publicado por Alfaguara (el sello que pone a
nuestra disposición toda su producción con la lógica excepción de Lituma en los Andes, su Premio Planeta)
en un hermoso volumen ilustrado profusamente con fotografías del montaje, para
que el lector entre en situación, para que ponga en común las imágenes con lo
que le sugiere la lectura, para que recuerde la experiencia teatral si la ha
vivido, para que la envidie (será inevitable ese sentimiento) si no ha tenido
la fortuna de conseguir una entrada (la venta se produjo a gran velocidad, no
queda ni un solo billete y, para colmo, las representaciones terminan el
próximo 1 de marzo). Vargas Llosa, uno de esos escritores que por encima de
todo es lector entusiasta, analista entregado, crítico enamorado de su oficio,
ha tomado como punto de partida el Decamerón
de Bocaccio para situar al público en la misma tesitura que los personajes (una
maravilla el espacio escénico diseñado para la ocasión, sentados en primera
fila de una de las gradas nuestros pies pisaban la misma tierra que los
actores, parecía que en cualquier momento alguno de ellos nos iba a interpelar,
el patio de butacas ha sido benditamente arrasado para ambientar, para erigir,
para revivir la Villa Palmieri en que mantenerse a salvo de los estragos de la
peste de 1348 que asola Florencia): “Desde la primera vez que leí el Decamerón, en mi juventud, pensé que la
situación inicial que presenta el libro, antes de que comiencen los cuentos, es
esencialmente teatral: atrapados en una ciudad atacada por la peste de la que
no pueden huir, un grupo de jóvenes se las arregla sin embargo para fugar hacia
lo imaginario, recluyéndose en una quinta a contar cuentos. Enfrentados a una
realidad intolerable, siete muchachas y tres varones consiguen escapar de ella
mediante la fantasía, transportándose a un mundo hecho de historias que se
cuentan unos a otros y que los llevan de esa lastimosa realidad a otra, de
palabras y sueños, donde quedan inmunizados contra la pestilencia”, principia
el Nobel peruano-español el prólogo que sirve de pórtico al texto teatral en el
tomo que no me canso de acariciar, de olfatear, de abrir al azar para
reencontrarme con algunas de las palabras escuchadas, para volver a vibrar y
cautivarme con lo que ha sido desde muy pequeño una devoción, una pasión, una
vocación, un alimento: las palabras.
“¿No vivimos los seres humanos desde la noche de los tiempos inventando
historias para combatir de este modo, inconscientemente muchas veces, una
realidad que nos agobia y resulta insuficiente para colmar nuestros deseos?” se
pregunta en el prólogo uno de los escritores que más gozo nos ha proporcionado,
que más teclas nos ha pulsado, que desde lo más pura, grosera y terriblemente
real ha sabido fabular, inventar, pergeñar, fantasear, elevar a categoría
literaria el desamparo, la miseria, el dolor, prestar voz a los desheredados, a
los olvidados, a los parias, a los humildes, a las víctimas, alternar lo jocoso
con lo penoso, lo lacerante con lo grato, lo insustancial con lo hondo, un
autor de verbo poderoso, de erudición apabullante que sabe combinar con lo
netamente popular, con el habla de las aldeas, con la tradición oral, con las
narraciones de los sabios de la tribu, con el bagaje vital y sensorial de los
contadores de historias de la Amazonia peruana, un escritor poseedor de
recursos ilimitados para romper los planos temporales e incluso espirituales,
la sintaxis establecida que tantas veces constriñe y limita, un creador en toda
la extensión de la palabra (“Es una pulsión: salir de uno mismo para encarnar
otras vidas, enriquecer horizontes, esa es la raíz de la ficción”). Y el
espectáculo al que han dado forma y vida Joan Ollé y su equipo consigue que la
palabra triunfe, se imponga, conquiste, emocione, interese, cobre vida propia, sea
la única tabla de salvación, un bálsamo, un lenitivo, un antídoto, un refugio,
aire puro y vivificador, la posibilidad de “escapar de la peste viviendo entre
fábulas”, como exhorta Bocaccio al resto en un momento de la función (y añade “corromperemos
la realidad con la irrealidad. Viviremos refugiados en una selva de historias a
la que la peste no sabrá llegar”).
Nunca como en Los cuentos de la
peste he encontrado tanta pertinencia entre lo que Vargas Llosa ha escrito
y lo que se ve, en anteriores montajes he sentido que estaba ante descartes de
sus novelas, ante textos más pensados para ser leídos que representados, en
esbozos de novelas de cuentos transformados en teatro sólo porque se dialogaba
toda la narración; aquí (y poder repasar, fijar en la memoria, volver adelante
y atrás, confirmar con lo publicado es un deleite y una confirmación), cada
matiz importa, cada pausa es significativa, cada silencio aporta, cada
respiración explica, hay que comprobar cómo el poder de las palabras se
expande, cómo invade y reconforta el alma de esas personas, cómo se erige en
melodía irresistible que encandila como si saliera de la flauta que sonó en
Hamelín, cómo imprime vida, cómo la adquiere de los intérpretes (espléndida
Aitana Sánchez-Gijón, contundente Pedro Casablanc, versátil Óscar de la Fuente,
excesiva Marta Poveda, meritorio Vargas Llosa –aunque le falte un tanto de
nervio, buen narrador pero limitado como actor-). “Las historias de Bocaccio
trasladan a los lectores (y a sus oyentes) a un mundo de fantasía, pero ese
mundo tiene unas raíces bien hundidas en la realidad de lo vivido. Por eso,
además de hacerlos compartir un sueño, los forma y alecciona para entender
mejor el mundo real, la vida cotidiana, con sus miserias y grandezas, sobre lo
que anda en él mal o muy mal y sobre lo que podría y debería estar mejor. Seis siglos
antes de que se hablara del compromiso del escritor, de literatura
comprometida, Giovanni Bocaccio la practicaba. No lo hacía guiado por razones
ideológicas, sino por su certera intuición y su sensibilidad anticipatoria”,
explica en el prólogo un autor denostado en muchas ocasiones (como tantos
otros) sin haberle leído, sólo por sus opiniones políticas (o por las que se
consideran como tales porque ciertas acusaciones que recibe demuestran un desconocimiento
total y palmario de sus artículos, de sus ensayos, de su experiencia, de lo
sucedido –lean El pez en el agua,
pongo por caso-), incorporándolas a sus novelas cuando de lo que habla es de
algo bien distinto, tal y como demuestran La
ciudad y los perros, La Fiesta del
Chivo, La tía Julia y el escribidor o
La casa verde, magníficas invitaciones
a “salir de esta realidad como hacen los poetas y los soñadores (…) viajando
con la imaginación a un mundo mejor que éste”, tal y como hace ver Bocaccio al
duque Ugolino para convencerle de que forme parte de su alucinante proyecto
(aunque Vargas Llosa hunde sus raíces, sus palabras, sus ficciones que a veces
no lo son tanto –varias veces ha reconocido que le gusta “mentir con
conocimiento de causa” a la hora de trenzar un argumento- en la realidad más
incómoda). Y el modo en que el aristócrata se deja embaucar, atrapar, el modo
en que acepta lo que en realidad comprende es el único modo de presentar
batalla, las palabras con las que sella el trato son toda una declaración de
intenciones, un lema en que todo lector (y espectador de teatro, por supuesto)
puede verse reconocido, explicación por la que seguimos regresando a esos
lugares en que nos sentimos salvados e incluso inmunizados de la estulticia
que, aunque nos pese, rige nuestros destinos: “Tal vez la locura sea la única
manera de sobrevivir en un mundo que ha perdido la razón” (y son las palabras
de tantos autores las que bastan para salvarnos y devolvernos la cordura
necesaria para sobrevivir).