viernes, 6 de febrero de 2015

EL CRETINO ECO FIEL




   Llevaba mucho tiempo con este título pensado, justo desde que vimos la muy interesante cinta danesa La caza (2012), la despiadada pero honesta y verosímil radiografía que Thomas Vinterberg supo trazar con pulso firme y pausado (así perturba y hace reflexionar mucho más que si recurriese a truquitos tremendistas, a subrayados que echarían por tierra su propuesta), el retrato de cómo reacciona una pequeña comunidad ante las acusaciones de abuso sexual que vierte una niña de pocos años hacia el mejor amigo de su padre, profesor de la guardería a la que ella acude, interpretación por la que un sobrio y a ratos necesariamente ambiguo Mads Mikkelsen obtuvo el galardón al mejor actor en el Festival de Cannes, reflejando el tormento interior, el estupor, el laberinto mental en que su personaje se ve obligado a internarse con un comedimiento que produce escalofríos. Con gran habilidad, sin maniqueísmos ni trampas, el cineasta va colocando a los espectadores en una difícil tesitura puesto que el filme deja claro que la niña miente porque se ha sentido apartada por el educador, en realidad son los adultos los que ponen palabras y situaciones en su boca y en su cabeza porque ella sólo lanza una velada insinuación como reproche y con el despecho de una criatura que se cree desplazada (encantada de ese hombre al que admira, con la inocencia del amor más absoluto, ese que, como cualquier sentimiento, sólo puede vivirse de ese modo cuando, como diría Serrat, “no se sabe más” porque sólo se siente, no hay matices), pero la reacción de Lucas, el protagonista, ante lo que sucede inquieta, a veces puede resultar sospechosa, todo tiene un matiz un tanto ominoso, el sudor se nos congela en la espalda, el corazón se nos desboca para quedarse casi paralizado al minuto siguiente y es que, con enorme maestría, la película no deja de preguntar al que contempla “¿qué harías tú si te vieras envuelto en algo similar?” y a veces comprendes a los que dan por bueno el testimonio infantil y toman decisiones drásticas, a los que condenan desde el primer minuto, como en otras empatizas con el atormentado, golpeado, estigmatizado, perseguido e injustamente considerado criminal, como no puedes evitar sentirte identificado con los progenitores de la niña (él, en una terrible encrucijada puesto que confía, quiere, respeta y está hermanado con el acusado); por mucho que quieras aplicar la sangre fría, el raciocinio, la presunción de inocencia, cuando parece que alguien ha mancillado, abusado, vulnerado, asesinado el candor y la honradez prístinos de una criatura, no se puede contener la marea de indignación, el temblor febril que derriba cualquier atisbo de humanidad, la conversión en feria y furia aún mayores que las que han abatido a la víctima (porque lo de colocar la palabra “supuesta” ni tan siquiera se considera), no resulta posible esperar/confiar en el veredicto de un tribunal, el instinto más ancestral y animal de protección clama venganza y, a pesar de tanto discurso correcto y pagado de legalismos, a pesar de rechazar la pena de muerte de raíz, a pesar de la continua defensa del estado de derecho, cualquiera sería el primero en lanzarse para aplastar al culpable (aquí menos todavía se recuerda lo de antecederlo con “supuesto”). Aunque los personajes que más rechazo provocan son los dos o tres que se erigen en defensores acérrimos de la familia afectada, los que no dudan en pasar a la acción y devolver violencia sin que los implicados la reclamen o compartan, esos que se muestran más ofendidos y dañados que los que así deberían estarlo, los que trazan una línea de comportamiento y obligan a los demás a seguirlas, esos que sólo encuentran valor en el grupo, en la masa anónima, en el conjunto (¡Cómo no evocar la escalofriante e insuperable Furia (1936), el primer filme que el gran Fritz Lang rodó en EEUU casi según desembarcó huyendo del horror nazi! ¡Cómo no pensar en la vibrante La jauría humana (1966), espeluznante a ratos, puñetazo inmisericorde de Arthur Penn a tanta buena gente que regala sonrisas condescendientes e insidias sin fin hacia cualquiera que se sale de la senda por la que debe circular el ganado -no conviene olvidar que, inspirándose en el ya contundente original de Horton Foote, el guión está firmado por Lillian Hellman, quien había sufrido lo que es ser perseguido por una caza de brujas que tiene el dudoso honor de ser conocida con artículo determinado-!), aunque esos personajes son rechazados desde la platea, es inevitable, durante algunos segundos (e incluso minutos, depende de cada uno), tener ganas de aplaudirles, de jalearles, de secundarles (no paras mientes, repito, se trata de una niña y no importa que se conozcan casos en que el sospechoso logra demostrar su inocencia porque, y ahí es donde mejor escarba la película, a la hora de la verdad todos nos transformaríamos en depredadores, en asesinos, nos tomaríamos lo que consideramos justicia por nuestras propias manos –y en caso contrario seríamos considerados cómplices, criminales por omisión, nadie atiende los razonamientos de los demás por muy bien cimentados que estén en situaciones como la descrita en pantalla-).

   Y cuando pensaba que nunca escribiría el presente texto, ayer mismo asistí a una de las últimas representaciones de Rinoceronte en el María Guerrero (por desgracia, abandona ese coliseo este mismo domingo –ha estado casi dos meses en cartel pero merecería más-) y pudiera decirse que el texto de Eugène Ionesco (en espléndida versión de Ernesto Caballero) me apeló directamente porque, aunque sea desde otros parámetros y con otras intenciones, incidiendo más en cómo el totalitarismo se apoya en las masas para borrar cualquier disidencia, para anular la individualidad, para controlar a los acólitos, a los que secundan, a los conversos, a los que se consideran representados, a los cerebros lavados que entregan complacidos esa actividad a los que dictaminan qué se debe pensar (en realidad, deciden que nadie, excepto ellos, debe pensar), la obra del autor francés de origen rumano también advierte de ese peligro al que siempre estamos abocados de convencernos a nosotros mismos de lo que benéfico, lo satisfactorio, lo deseable, lo conveniente, lo necesario es la uniformidad, nada de alteraciones, nada de tonos, nada de perturbaciones, nada de diferencias, todos a imagen y semejanza del líder, de lo que se imponga, de lo que mande, de lo que se extienda como única solución. “Pensar contra la corriente de los tiempos es una heroicidad, decirlo en voz alta una locura” se escucha decir en escena mientras que lo que empezó siendo una rareza, un caos, un pánico, algo que no todos creían factible, se ha ido extendiendo como una epidemia hasta infectar a toda la población, metamorfoseada en rinoceronte, una enorme manada en la que nadie se distingue de los demás, quedando un único resistente, alguien que quiere seguir pensando, creando, equivocándose, dudando, enamorándose, teniendo conciencia de ello (a pesar de que, como le ha recordado su gran amigo Juan, uno de los primeros infectados, hay quien se atreve a pensar sin tener cabeza, incluso esos descerebrados son los que más aseguran tener ideas y las pregonan y propagan). Como señala acertadamente Ernesto Caballero en el programa de mano, “el tema de la voluntad es el eje central del relato que se emplea a fondo en la suscitación de múltiples preguntas sobre nuestra responsabilidad tanto individual como colectiva; así por ejemplo, qué postura debemos o podemos adoptar ante determinadas propuestas de transformación radical de la sociedad”.

   Con el escalpelo afilado capaz de cortar un cabello en dos que proporciona el escribir desde el absurdo, sacando a la luz los millones de veces que somos tal cosa, detalle del que somos conscientes sólo cuando hacemos el ejercicio de contemplarnos desde fuera –y al verlo en un escenario no podemos evitar el reconocimiento e incluso el sobresalto-, Ionesco va destilando su agudeza, su causticidad, su defensa implacable de la condición humana como algo incomprensible, intangible, en realidad más irracional de lo que muchos quieren reconocer, precisamente es en esa inestabilidad entre lo instintivo, lo innato, lo adquirido, lo desarrollado, lo que sentimos o hemos heredado como propio, lo que hemos aprendido a evitar o rechazar porque es propio de animales, dónde el dramaturgo pone el foco para alertarnos, para hacernos partícipes, para que tomemos nuestras decisiones, para que razonemos o nos dejemos llevar pero porque así lo queramos; por eso su teatro acepta tantas interpretaciones y posee tanta riqueza, por eso siempre deja interrogantes, por eso acepta relecturas, por eso incomoda, por eso remueve, porque inspira, inyecta, provoca, motiva, sugiere, hace meditar, no da nada por sabido y/o cerrado, abre muchas ventanas, oxigena, revitaliza, allana caminos, empiedra otros (nadie dijo que esto fuese fácil -¿no es absurdo tener que recordarlo?-). Tras un comienzo absolutamente espectacular, con la cuarta pared derruida, con el público participando de la función, viviéndola como algo tremendamente real, Ernesto Caballero repliega la obra en el escenario (con una escenografía muy abierta y desnuda que, curiosamente, resulta aplastante y reducida cuando conviene) para seguir lanzando dardos, estímulos, paralelismos, todo con enorme sutileza, imbuido del espíritu de Ionesco, y aunque es posible que la representación sea unos minutos más larga de lo deseable, el ritmo apenas se resiente y remonta con rotundidad para dejarnos sin respiración con un Pepe Viyuela que va ganando en dolor, desgarro y patetismo según avanza la función, alcanzando momentos sobrecogedores y demostrando su capacidad actoral como muy pocas veces le habían permitido. Junto a él, es justo destacar a un Fernando Cayo magistral, enorme, impactante, un prodigio de trabajo de cuerpo y voz, no necesitando apenas maquillaje para transformarse en rinoceronte ante los ojos de los espectadores. Se agradecen montajes de este tipo y calibre que devuelve la actualidad que no ha perdido a un autor como Ionesco, al que tantos necesitamos para seguir preguntándonos sobre nosotros, sobre esa deriva permanente hacia el plural que aniquila y sólo aspira a colocar el singular, el yo sobre todas las cosas (aunque en la obra no hay un líder concreto, pero eso no importa porque la acción rasante es la misma o más virulenta y la desolación del que es consciente de lo que sucede aún más lacerante).