viernes, 30 de agosto de 2013

A TANTOS KILÓMETROS DEL ABRAZO




  
   Es curioso cómo los círculos se cierran cuando menos lo esperas o menos atención prestas, cuando estás a otras cosas o tan pendiente de algo en concreto que miras sin ver todo lo demás; pero, de repente, frenas, observas, analizas, recapacitas y resulta que hay sucesos que tienen lugar en el mejor momento posible, que se han dilatado mucho más de lo que hubieses querido, que has aceptado la demora porque no queda otra opción y, además, es lo lógico, pero que, por esas carambolas a las que llamamos azar o destino (cada cual lo que prefiera), tienen lugar cuando cobran un valor añadido que aún los hace más grandes y necesarios. Por motivos que no vienen al caso, Pablo ha estado fuera todo el verano, precisamente el primero en que no tengo trabajo desde hace no sé cuánto (durante mucho tiempo era al revés: solía tener más del habitual en ese periodo, ya que me tocaba sustituir a alguien durante sus vacaciones, y aquí estaba servidor para soportar los rigores de la capital e inventar invitados y contenidos en una época en que todo el mundo parece emigrar –algunos de esos momentos, sobre todo los asociados a Miguel Ángel Yáñez y Beatriz Pécker, al igual que el primero que compartí con Marta Conde –y con Pablo en el equipo-, son inolvidables desde el mismo momento en que los estaba viviendo), ha sido por lo tanto un estío desolador, agobiante, con demasiado tiempo para añorar, evocar, echar de menos, dolerse, entristecerse; he aprovechado para escribir (eso que tanto le gusta Pablo que haga, eso con lo que he vuelto a disfrutar, esa pasión que había acallado, esa vocación que me ha hecho renacer y me ha servido –y sirve- como bálsamo, como acicate, como realidad), para leer, para pensar, para seguir cimentando mi (nuestro) amor (es algo que se hace día a día, que se realimenta continuamente, el hecho más nimio que compartimos, cualquier destello de complicidad, un nuevo guiño de asentimiento y comprensión es el mejor abono para que la relación sea más estrecha y profunda –cuando nos preguntan cómo se hace para llevar tanto tiempo, casi once años, juntos, me consta que ambos contestamos que no conocemos el truco, que simplemente vivimos sin pensar en “siempre”, nos limitamos a hacerlo realidad-), para agradecer la compañía de Dobby (a pesar de sus rabietas, pero si no fuese así no sería tan adorable), para ir preparando algunas sorpresas, pensando en cosas que hacer juntos y, sobre todo, para sentir que mi corazón sigue latiendo por dos y para percibir esa correspondencia a pesar de los kilómetros de distancia.

   Nuestra querida amiga Olga María Ramos, ese inmenso talento como artista, esa humanidad desbordante como persona, ha tenido la deferencia de pedir mi colaboración para un proyecto del que no debo contar nada (porque no me corresponde hacerlo) y me ha insuflado optimismo, ha propiciado que me sienta útil, que sienta que hay gente que sigue valorándome como profesional, que mis palabras (escritas o pronunciadas), mis años de oficio, mi sensibilidad, mi criterio puede resultar interesante (algo que también debo hacer extensivo a mi adorado Ovidio Parades –con el que, entre otras cosas, me chifla discutir sobre cine (sin que llegue la sangre al río, argumentando con pasión y mitomanía)- o a Elena Palacios, Alejandro Muñoz, Nieves Peñuelas, Alfonso Monteserín, Mandy de la Escalera o Ángel Galán, por seguir confiando en mí para transmitir aquellas impresiones que me producen libros, películas y obras de teatro); sí, del aire no se vive, y este blog no da dinero (tampoco Celuloide en vena, por supuesto), pero al menos proporciona muchas satisfacciones y me permite comunicarme con aquellos que aceptan la invitación y llegan hasta el ángulo oscuro del salón para estar cerca de las notas que emite el arpa. Y fue, como en tantas ocasiones, una palabra de Pablo la que me puso en movimiento, la que lo hizo posible (también el blog de cine), la que materializó un deseo y engrasó mi maquinaria para que el periodista no se dejase morir, aunque nuestros próximos objetivos continúan por el camino literario y (crucemos los dedos) por el teatral (un sueño largamente acariciado podría estar próximo a realizarse, gracias al impulso del inquieto Juan Luis Peinado –y hasta ahí puedo leer-).

   Y cité antes a Olga María, entre otras muchas cosas, porque gracias a ella he titulado este escrito y fue su agudeza la que me puso sobre la pista de la importancia de lo que sucederá dentro de pocas horas; en uno de los muchos mails y mensajes que nos hemos cruzado este verano en que, lo reconozco, no he querido ver a demasiada gente, he estado poco sociable, más anacoreta que de costumbre (necesitaba mi tiempo y espacio, hacer cosas sin Pablo no me aporta nada, antes al contrario exacerba mi soledad y nostalgia), respondiendo a su interés por la situación que nos mantenía separados, ofreciéndome como es habitual su cariño, apoyo y bondad, le dije que eran malos momentos y que tener a Pablo “a tantos kilómetros del abrazo” aún lo hacía todo más difícil. Con ese sentido artístico que le desborda, que posee en cantidades industriales, me contestó que le parecía una frase fantástica y que expresaba mucho en pocas palabras; el caso es que ese mensaje quedó ahí y ahora que el abrazo se acerca, que faltan horas para que vuelva a producirse, para que podamos cerrarlo, caigo en la cuenta de que eso ocurrirá un 31 de agosto, día en que justo hace un año, en una madrugada ambigua y llena de sensaciones contradictorias, llegaba a casa después de presentar mi último programa de radio, manteniendo la dignidad y la voz (un poco trémula al pronunciar las últimas frases, es cierto, pero prometí no dejarme vencer, no hacer tragedia y no dar satisfacción a los que deseaban verme caer en lo patético o desbarrar como otros en similares circunstancias –si eso es lo que le gusta a gentecilla como Javier Encinas o un tal Vicen de Ponferrada, no quiero corifeos de ese jaez- y creo que lo conseguí), afirmando lo que era (y es) mi única verdad, que todo se lo debía a Pablo y que no iba a olvidar nunca a los oyentes, y encontraba un cobijo, un refugio, el lugar en el que quiero estar y permanecer, unos brazos que me acogieron y tranquilizaron, que me restauraron, que me dieron soporte (y que cuando todo se me vino encima pocos días después, cuando comprendí que el melifluo poetastro seguía actuando cobardemente y con mentiras, cuando me revolví y lo pagué con quien siempre está cerca, volvieron a prestarme su calor, su energía, me recogieron y me levantaron, sin reproches, sin amargura, con todo el amor del mundo). Por lo tanto, el abrazo de mañana pone punto y final a este año en que, a pesar de todo, tanto hay que celebrar: Madres de película, se presentó en sociedad 24 horas de un periodista desesperado, vibramos viendo a Barbra Streisand y seguimos juntos (y mantenemos la cabeza muy alta porque somos fieles a nosotros mismos, a nuestros sentimientos, a nuestra realidad).

P.D.: Por cierto, si en estos días asomo con menos asiduidad por aquí, comprendedlo; tenemos que ponernos un poco al día, estar el uno con el otro, dar un impulso al nuevo libro, pero sabéis que tomo nota de todo lo bueno (y de algo malo, inevitable) para seguir acariciando las cuerdas del arpa.

jueves, 29 de agosto de 2013

LA PRIMERA BUTACA


 


   Aunque en más de una ocasión he reconocido que tengo un alma revolucionaria más bien tranquila y moderada (sí, soy una contradicción o al menos un oxímoron andante), no puedo menos que compartir los gritos y consignas de aquellos que se manifiestan porque no perdamos ni un ápice de la Sanidad, la Educación, la Cultura a que tenemos derecho; sin esos pilares, sin esas facetas vitales cubiertas, estamos destinados a perecer, y perdón si a alguien le resulto demasiado tremendista, pero así es como lo veo. Pero, más allá de esa casi permanente queja por el precio de las entradas (lamento que también se ha escuchado antes de que gravasen al mundo del espectáculo con ese IVA que es casi una sentencia de muerte –y sin el “casi”- en muchos casos), Pablo y yo hemos comentado más de una vez que la gente es capaz de organizar plataformas para las peticiones más peregrinas, de invadir la calle para exigir lo que en ocasiones son meros caprichos (ahora mismo, sin ir más lejos, está muy activa una recogida de firmas para que Ben Affleck no interprete a Batman, problema de índole mundial, no me cabe duda –de hecho, se han apuntado unas 70.000 personas-), pero sólo en oportunidades muy concretas (y, por desgracia, con un contenido político que tapa o anula lo meramente cultural) se percibe un movimiento de rechazo cuando un cine o teatro se cierra, como mucho un mohín de disgusto, un “¡qué pena!” más conmiserativo y sólo de fachada que sincero y sentido, y poco después pasamos por el lugar sin recordar cuál era el cometido del edificio años atrás (bien se lamentaba hace poco en su blog el querido Ovidio Parades de lo que acaba de suceder en Avilés, donde, por cierto, los ciudadanos han intentado defender el que consideran “su” cine). Y llegando al paroxismo puedes escuchar a quien se lamenta de ello, pero añadiendo la muletilla “y para abrir esas tiendas” (caso que estamos viviendo en la Gran Vía) o “vaya un nivel de comercios”, como si el hecho de que el antiguo Palacio de la Música pudiera ser comprado por Cartier, Gucci o similar hiciera menos dolorosa su pérdida (ya puestos, fíjense, yo prefiero que al menos ocupe su lugar una firma que ofrece ropa asequible y al alcance de casi todos los bolsillos que otra ostentosa y exhibicionista de un lujo al que no afecta ninguna crisis).

   Por todo ello, viviendo los procelosos tiempos que estamos viviendo, esos en que muchos han llegado a creer (porque así lo manifiestan otros) que la cultura, el espectáculo, el ocio es un dispendio, un despilfarro, algo prescindible, un derroche, un pesebre, una canonjía, una sopa boba que enriquece a algunos (¡Cuánta obscenidad hay que sufrir! –menos mal que a ciertos farsantes se les ha quitado la máscara (precisamente utilizan lo que rechazan para manipular los ánimos), a pesar de tener que seguir soportándoles, autoritarios más no autoridades-, es una excelente noticia el hecho de que un valiente, un enamorado del hecho teatral, un convencido de su necesidad como motor de la sociedad, se líe la manta a la cabeza y, al modo en que Bugsy Siegel imaginó Las Vegas en medio del desierto de Nevada, igual que Miguel Ángel supo que su David le esperaba en el interior de aquel bloque de mármol de Carraca, haya sabido reconvertir en sala de teatro lo que fuese concesionario automovilístico. El joven Luis Antonio Rodríguez no ha podido resistirse al veneno que destilan las tablas, a la emoción de estar entre bastidores, a la tensión (bendita, maravillosa, regocijante, esplendorosa) que se vive inmerso en un montaje y, aunque no ha dejado de hacer cuentas, de echar números desde ese momento, piensa que el envite merece la pena, que el público no da la batalla por perdida, que nunca habrá demasiados coliseos, que toda iniciativa es bienvenida, y el Teatro Quevedo es una realidad que en muy pocos días comenzará a ofrecer su programación, la cual quiere cimentarse sobre tres pilares básicos: la comedia, el teatro comercial y los autores contemporáneos. Es una alegría escuchar que un empresario habla sin rubor de teatro comercial, ese que tantos desde la misma profesión denuestan y critican, imbuidos de un sentido artístico que en realidad suele rozar (cuando no caer a plomo) lo ridículo, patético, restringido, la tomadura de pelo; ¿vamos a negar su valor a tantos montajes que saben aunar calidad con éxito de taquilla? Es más, como diría doña Concha Piquer, este oficio es vocacional, se disfruta ejerciéndolo, pero si no pagan, lo del amor al arte no llena la olla; esos que se engolan para hablar de sus espectáculos, esos bendecidos por críticos a los que puede verse dormitar (o que ovacionan algo antes de verlo, por venir de la mano de quien venga), esos que menosprecian a los que consideran antiguallas o pasados de moda, ¿no quieren que vayan a verles? Digo yo que buscarán resultar comerciales porque, en caso contrario, tendrán que dedicarse a otra cosa; por lo tanto, ¡muy bien, Luis Antonio por enarbolar la bandera de lo comercial sin rubor ni complejos! (Shakespeare lo es, Lope de Vega también, Tennesse Williams lo mismo –y tantos y tantos-).

   Lo de preferir la comedia va en el ánimo de cada uno; yo, en ese sentido, quiero montajes que me apasionen, a priori me da igual el género, aunque no puedo negar que parece que es lo que el público demanda y, por lo tanto, no debemos negarle al soberano sus antojos (o no conviene: hay que tener un ojo puesto sobre la taquilla). Confío en el buen criterio de Luis Antonio para encontrar buenos productos, comedias bien escritas, bien presentadas, que no caigan en los lugares comunes tan manidos y redundantes (o, al menos, que abra el abanico de posibilidades: la comedia acepta muchos tonos, diversos colores y maneras de expresarse). Y, sin duda, no puedo más que aplaudirle por su decisión de buscar autores, de potenciarlos, de posibilitarles un espacio en el que presentarse al público; claro que nos encanta reencontrarnos con ciertos textos y firmas (o verlos por primera vez porque no se representaron en su momento o porque no teníamos edad –ni existencia- para ir al teatro), pero no podemos vivir sólo del pasado porque hay que seguir construyendo este noble edificio de tantos siglos, que vive en crisis permanente y jamás baja la cabeza, y para ello necesitamos personas que sigan escribiendo sobre sentimientos, sobre conflictos, sobre nosotros, y poniéndolo sobre las tablas para que nos miremos en ese espejo (a veces deformante como dijo el inmenso Valle-Inclán) que nos ayuda a entendernos un poco mejor.

   Ya está puesta la primera butaca, sólo quedan las 149 restantes para que en pocos días (el 16 de septiembre, en concreto) el Teatro Quevedo sea una realidad, otro lugar al que acudir para convertirnos en espectadores, esa condición única que nos enriquece, nos despierta, nos conmueve, nos educa, nos divierte, ese momento que necesitamos, buscamos, anhelamos, disfrutamos, esa afición que no queremos perder y que estamos encantados de intentar transmitir a otros, ese instante mágico en que respiras, sudas, tiemblas, amas, ríes, te bates en duelo al mismo tiempo que los actores, esa comunión que sólo puede darse en una sala de teatro. Si gentes como Luis Antonio Rodríguez no existiesen, habría que inventarlas porque, en caso contrario, ¿qué iba a ser de nosotros?.

lunes, 26 de agosto de 2013

ARRASTRAR LA DURA CADENA





   Hace muy poco, un buen amigo encontró trabajo, precisamente cuando se le terminaba la prestación por desempleo, y ha sido una de las pocas buenas noticias recibidas y vividas en los últimos tiempos; ahora bien, una vez comenzamos a hablar sobre el proceso de selección, lo draconiano del contrato y demás circunstancias, nos dimos cuenta de que, aunque suene catastrofista, la alegría dura poco (eso dice el aforismo, ¿no? –al menos si nos referimos a la casa del pobre-) o hay pocos motivos para la misma, ya que hemos llegado a un momento en que todo se permite, se consiente, incluso se jalea, en que no estamos nada lejos de los mundos terribles (en realidad lo son por su verismo, por su espeluznante posibilidad, por la realidad en que se basan) imaginados por Orwell, Huxley o el propio Chaplin en esa espléndida y siempre necesaria sátira conocida como Tiempos modernos (1935). Vivimos inmersos en una permanente confusión en la que el esclavismo (y hay que decirlo así, llamar a las cosas por su nombre para demostrar que somos conscientes de lo que sucede) es legal y, en lugar de intentar cambiar las tornas, lo único que importa son las cifras mondas y lirondas, sin analizar su realidad ni su contenido, y tanto sindicatos como gobierno y demás fuerzas sociales sólo quieren que los números les sean favorables (en ocasiones, alegrándose de lo negativo para poder seguir alimentando su necesidad de existir, plantando cara –se supone-, buscando subterfugios que les hagan quedar bien delante de sus iguales, exhibiendo como triunfos lo que, como mucho, son victorias pírricas, cuando no auténticos fracasos, ventas de los trabajadores a cambio de prebendas y de conservar su influencia), quedándose en la superficie, sin buscar auténticas soluciones, sin continuar la meritoria tarea de sus ilustres predecesores (a pesar de las diferencias políticas, nadie dijo nada malo sobre Marcelino Camacho cuando falleció, tanto desde un lado como desde el otro se alabaron su generosidad, entrega, sentido democrático, capacidad de diálogo, visión de futuro y bonhomía, su permanente ejemplo, su estatus de referente ético, su humildad) y, en ese río revuelto, como siempre, sigue siendo el de abajo el que recibe los palos, el que tiene que soportarlos para recibir una magra nómina a final de mes (o gastar más entre Seguridad Social y Hacienda, sacando a veces lo comido por servido, todo para que no le puedan decir que es un señoritingo que no quiere trabajar).

   No he escrito el nombre de mi amigo, aunque esté de celebración a pesar de todo, porque las redes sociales se han convertido en unas chivatas que los directivos consultan, y no tienen recato en reconocerlo (no vaya a ser que alguien lea esto y le señale con el dedo por ir contando lo que no debe): hace muy poco me contaba una amiga cómo una persona que conoce dentro de un departamento de recursos humanos cuenta que lo primero que hace cuando se pone a estudiar currículums es buscar los nombres de los candidatos a través de Google, en Facebook, en Twitter, para ver sus fotos, sus opiniones, sus vínculos, es decir, para hurgar en su vida privada (sí, es la parte que esta persona hace pública, pero eso no tiene nada que ver con lo laboral), para intentar averiguar cuál será el comportamiento de esa persona, su fidelidad, su mansedumbre; porque se sabe que lo que uno escribe puede ser utilizado para despedirle o al menos para amenazarle: yo mismo tuve que soportar que un tipejo que habita en un despacho, uno de los que decía no podía hacer nada y estaba atado de pies y manos, prisionero del vacío legal en que aún se mueve Internet en tantas ocasiones, mientras que desde un blog éramos vejados, zaheridos, calumniados (y se sabía quiénes movían o dejaban que se movieran los hilos, cometiendo lo que es falta grave y motivo de despido directo –muchas de esas excrecencias verbales iban dirigidas a la cúpula directiva y, por extensión, a la empresa-), me hablase con su tono más sibilino, con su gesto más compungido, doliéndose de que en alguna ocasión yo hubiese atacado las decisiones de la dirección, y que esa traición era difícil de soportar; en primer lugar, le expliqué que sólo un contacto mío podía haberles pasado esas frases (comentarios de Facebook que no puede leer cualquiera) y, por lo tanto, le agradecía que me pusiese alerta para cortar vínculos con el que abusaba de mi confianza de esta forma (en realidad, era alguien a quien hubiese debido borrar mucho antes como contacto, pero por no exacerbar las tensiones del programa decidí mantenerle, equivocadamente como se pudo comprobar –no fue difícil saber quién era: actuaba con la impunidad del que se cree estrella y fue facilísimo pillarle en falta-); en segundo, le dije que hablé de “la inoperancia de la dirección” en un momento en que el techo del despacho que ocupábamos se desplomó (no ladrillos, sólo unos paneles pero con la suficiente fuerza y cantidad como para haber ocasionado heridas de haber pillado a alguien debajo), haciéndolo precisamente sobre el lugar en que sentaba un compañero invidente, en clara indefensión, contraviniendo cualquier directriz sobre seguridad laboral, y que nadie lo había denunciado; en tercero, le dije que jamás escribo nombres, no por miedo, sino por no dar trascendencia a quien no lo merece (lo que no quita, como ya dije en otra ocasión, para que un día me canse de, en realidad, ser cómplice de sus desmanes y dé a cada uno el lugar que le corresponde en la historia universal de la infamia –por el momento, mejor que lo leáis como si fuese ficción en 24 horas de un periodista desesperado, pensar que fue real aún estremece y duele-) y que, por lo tanto, el que se pica ajos come; en cuarto –este punto llegó después en el tiempo-, resultaba que aquél que me acusaba de desleal sigue bien hundido en el sillón de sus entretelas y no ha tenido la decencia de honrar la memoria de los que allí le encaramaron ya que, ahora que goza del beneplácito de otra dirección, los ha criticado públicamente, menospreciándolos, restándoles méritos, considerándose una víctima más de su inutilidad e inadecuación para el cargo (algo innegable, pero si enarbolas la bandera de la lealtad, si la exiges contra viento y marea y cuando no es factible, has de aprender a callar).

   Como ya hablamos en su día –entrada del blog La parte por el todo-, tendemos a hablar de los lugares como si fuesen personas, como si no tuvieran diferentes sensibilidades, como si no estuviesen formados por pequeñas unidades, y pedimos respeto, vinculación sentimental, amor por una empresa cuando, en realidad, lo que censuramos o queremos desterrar son comportamientos concretos de gente con nombre y apellidos; no obstante, cuando se actúa representando a, por y para ese algo enorme que algunos gustan de llamar “la casa” o “mi casa” –esto último, con el posesivo, es aún más risible y patético, y se lo escuchas decir a muchos con un tono grandilocuente, casi en éxtasis místico, olvidado que ese hogar le dará la espalda en cuanto se atreva a tener opinión propia y aunque la razón e incluso las leyes estén de su lado-, es lógico que la gente se indigne y ataque directamente a la empresa y no le guste cómo actúa el grupo Prisa, lo mal que lo hacen en RTVE, las portadas de La Razón (por no salirnos del ámbito que mejor conozco, aunque lo mismo, por desgracia, puede decirse de infinidad de compañías, firmas, corporaciones y demás), sin distinguir o sin pararse a pensar quién es el responsable de que ese hecho en concreto haya sucedido. Y, mientras, por un sueldo que supera el mínimo por lo mínimo (todo eso cuando no hay un convenio que acepta mil y una vulneraciones de los derechos básicos), con jornadas laborales extensibles según convenga (píllese la humorada de la frase), con reducciones por aquí y recortes por allá (exigiendo una solidaridad que ellos no se aplican: recuérdese una reunión de aquel Consejo de Administración que hizo y deshizo mientras Rubalcaba se encastillaba en su victimismo para no desbloquear la situación en RTVE y luego poder presentar al PP como el ogro que todo lo devora –y no defiendo ni a unos ni a otros, pero dejemos las cosas claras porque lo que propició el PSOE fue precarizar aún más la situación de muchos trabajadores y propiciar venganzas y martirios chinos-, aquella en la que se aprobó la primera de las varias rebajas que han sufrido los sueldos de los trabajadores y cuya acta recogía que “la decisión sobre las retribuciones de los consejeros se deja para la próxima reunión” -¡Y todos estuvieron de acuerdo, por supuesto, sin que se les cayese la cara de vergüenza!-), con un paternalismo perverso, se exige del trabajador que lo aguante todo (y muchas veces no queda otra) y salte como los perritos cuando se le dice.

   Ya hace muchos años que cantaba Raphael aquello de “el trabajo nace con la persona, / va grabado sobre su piel / y ya siempre le acompaña / como el amigo más fiel”; en caso de que el niño de Linares quisiese recuperar este éxito, habría que pedirle que cambiase la letra para no herir susceptibilidades, al igual que sucede con esos comerciales que pululan por Barajas, a los que apenas pagan y por eso andan casi desesperados buscando captar algún cliente que engorde un poco sus beneficios, que te espetan incluso aunque vayas hablando por el móvil: “Perdona, ¿trabajas en España?” (y aunque no pierdas la sonrisa para decir “no, estamos en el paro”, aún tienes que soportar que alguno replique “¿de verdad?”); el trabajo se ha convertido en un artículo de lujo, y en muchas ocasiones tienes que prostituirte anímica y moralmente para conseguirlo, pero uno cree que la verdadera lucha está en denunciar estas tropelías, estos desórdenes, estos excesos, y en demandar un mínimo de justicia y, sobre todo, que vuelvan a valorarse los méritos, la preparación, lo que te hace merecedor de tu puesto (ya sé que esto es muy utópico, sobre todo porque están muy a salvo en su torre de marfil muchos que, además, no quieren gente demasiado valiosa y/o válida cerca que haga tambalearse su pedestal). Y alguien pensará que con escritos como éste, yo mismo cavo mi tumba; miren, si no me van a llamar de todas formas (a las pruebas me remito), si han de darme un lugar mediocres de alma, si debo pasar por su aro y olvidar humillaciones, si incluso pudiera ser que me llamasen para cerrarme la boca, entonces prefiero seguir frente a mi ordenador: quiero pensar que me ofrecen trabajo porque lo merezco, porque puedo desempeñarlo, porque respondo al perfil necesario, si es por razones exógenas (como tantos, y además alardean de ello), creo que en mi hogar saben quién soy y lo que valgo y con eso me siento muy recompensado (los que me conocen saben que esto no es una reacción a lo zorra de la fábula: esas uvas, que tal vez antes pude digerir, ahora reabrirían mi úlcera).

viernes, 23 de agosto de 2013

FALSEDAD BIEN ENSAYADA, ESTUDIADO SIMULACRO


 


   Decía la inmensa Nacha Guevara en el colofón de su espectáculo La vida en tiempo de tango que siempre que haya alguien sobre un escenario está sucediendo algo revolucionario, algo único, algo digno de mención; por desgracia, no siempre lo que encontramos ahí merece nuestro aplauso, pero uno no puede evitar estar de acuerdo con la diva argentina en que a priori (cuando está a punto de suceder, cuando está sucediendo, cuando lo estamos conociendo) resulta imposible resistirse al influjo del arte en directo, sin trucos, sin red, hacia nosotros, implicándonos, haciéndonos partícipes, olvidando nuestras butacas y nuestras realidades (o viéndolas reflejadas y pudiendo analizarlas aún mejor), a unas personas que trabajan con el material más sensible y al tiempo más dúctil: el ser humano, uno mismo, sus sensaciones, su sensibilidad, sus recovecos, sus angustias, sus sentimientos, negándose, enriqueciéndose, rompiéndose, doliéndose, arrastrándose, bailando, cantando, triunfando, fracasando, siendo otro, manipulándose, mutándose, dándose hasta el límite (y más allá) para dar voz al otro, al que representan, al que fingen ser, al que son ante nuestros ojos en esa comunión electrizante y admirable en que uno se olvida del intérprete para sentir al personaje. Como es lógico, gran parte de mi pasión por el cine y el teatro se alimenta de la adoración por los actores, los que consiguen transmitirnos mundos completos con una sola mirada, los que mutan su manera de moverse o hablar para ser médiums, los que nos arrasan el alma o nos extraen una sonora carcajada desde lo más profundo, los que diseccionan las emociones para hacérnoslas más comprensibles o menos extrañas, los que de un minuto al siguiente se transmutan, los que dicen un texto aprendido como si les brotase en ese momento, los que habitan otras vidas como si todas fuesen la suya.

   La colección Nuevos Tiempos de Siruela ha editado en castellano un libro de lectura obligatoria para cualquiera interesado o involucrado en el hecho teatral: El ensayo general, la ópera prima de Eleanor Catton, es un apasionante acercamiento al proceso de creación de una función, al mismo tiempo que disecciona cómo actuamos (en el sentido de fingir) en nuestra vida diaria, cómo intentamos ceñirnos a un guión, cómo reaccionamos cuando no escuchamos el pie que esperábamos. Desde las primeras páginas, el lector no tiene muy claro si está asistiendo a un ensayo, a una representación, qué es realidad y qué ficción (aunque muy cimentada en un suceso que ha conmocionado al microcosmos que retrata la autora), y el juego continúa durante toda la narración, puesto que conversaciones que consideramos auténticas se cuentan cómo si estuvieran ocurriendo en escena, detallando el maquillaje, la iluminación, la manera de interpretar, y las clases de preparación que se imparten en una prestigiosa escuela de teatro neozelandesa sirven para exprimir a los alumnos, para desnudarlos totalmente, para dejar al aire sus miserias, sus lacras, sus traumas, sus heridas más profundas, la vida en su lado más descarnado huyendo de disfraces, metáforas, máscaras o fingimientos; se cruzan muchas líneas, se rompen muchas paredes, se invade el interior, se sacude, se violenta, se cambian las reglas del juego sobre la marcha, pero la novela mantiene una coherencia a prueba de bombas y sabe hurgar en el ánimo del lector con tiento pero sin tapujos, inquietándonos al estilo de Patricia Highsmith (en lo cotidiano, en lo usual, en la difícil –o imposible- definición de los comportamientos humanos), poniéndonos sobre el filo de la navaja (muy afilado, no en vano el espíritu de Nabokov y su Lolita nos acompaña, con la crueldad añadida de que es una mujer la que escribe –muy joven, por cierto, ya que concluyó la novela con apenas 22 años-), sin complacencias, sin ambages, con una prosa limpia y deslumbrante que nos lleva a plantearnos casi cada frase, cada acción, cada momento. Y es de esas lecturas en las que lo menos importante es la resolución, el cierre, el porqué de esto o aquello o los puntos suspensivos que puedan quedar, ya que lo que uno nunca podrá olvidar es el viaje, el tiempo que estuvo en esas páginas, lo mucho que se preguntó sobre sí mismo y sobre el noble arte de la interpretación.

   No son más grandes actores esos que se tiran meses conviviendo con vagabundos o atendiendo un bar de carretera (suelen ofrecer interpretaciones muy mecánicas, nada naturales) o los que necesitan vivir el conflicto de su personaje para poder expresarlo (en ese sentido, conviene recordar la frase de Laurence Olivier a Dustin Hoffman durante el rodaje de Marathon Man (1976): “Somos actores, nos pagan por fingir”); los más grandes son los que, tal vez habiendo hecho algo de lo anterior, no dejan traslucir el esfuerzo, el ensayo, la técnica, los que, en palabras de la maravillosa María Luisa Ponte, “salen cuando les toca y dicen sus frases” y consiguen que el tiempo se detenga, los que convierten en eterno ese instante en que, parafraseando a Julio César, llegaron, hicieron y triunfaron. Es lógico que haya personajes que les dejen tocados, distintos, alterados, al fin y al cabo están maleando sus cuerpos, sus mentes, su corazón, y en ocasiones es inevitable que eso pase factura, pero los de raza, los inteligentes, los brillantes, colocan esa fuerza a buen recaudo, como parte de su bagaje, como un peldaño más, y esperan el siguiente reto, el próximo trabajo, no dejándose invadir o viciar por el triunfo pasado, por los laureles recibidos, para no terminar siendo un triste remedo de sí mismos, una caricatura, un actor encasillado (en ocasiones, la culpa es del público que no acepta la diversidad; en otras, de los directores sin imaginación; en algunas, de los propios intérpretes que o no se atreven a cambiar o no están capacitados para ello). Y lo más perverso (pero auténtico) de Eleanor Catton es cómo refleja esta actitud en la vida diaria, ese afán de mucha gente por tenerlo todo controlado y sabido, intentando cercenar lo espontáneo, sin pararse a analizar lo que se considera extraño, incomprensible, fuera de tono, y así se queda, los que en realidad, recordando la obra maestra de Douglas Sirk, viven una triste imitación y no lo verdadero (aunque nunca estaremos seguros del todo de qué imita a qué).

martes, 20 de agosto de 2013

SOLTANDO LASTRE





   Hablando sobre lo efímero del oficio de periodista (no más o no menos que otros muchos, pero sin duda en éste se mueven las fichas demasiado), aceptando de antemano que nadie es imprescindible y que, por otro lado, es bueno que existan idas y venidas, subidas y bajadas (en el sentido de mantenerse vivo, alerta, de no adocenarse), aunque al haber dejado su control y desempeño en las manos erróneas lo de ahora es una montaña rusa sin freno en la que sólo cuenta el dinero, la audiencia a costa de lo que sea (sobre todo de perder la dignidad, de pasarse la ética por el arco del triunfo, de llamar “periodismo” a lo que no lo es), las caras bonitas, los intrusos que reciben su título en cualquier reality y tantas lacras más, comentando con un amigo que todo tiene un final (y no hay que pensar en esa posibilidad más de lo debido, pero por otro lado hay que tenerla en cuenta en cualquier ámbito), él me decía que lo que más notaría el día en que no tuviese un programa de radio desde el que promocionar a otras personas sería como muchos de esos que ahora me llamaban, invitaban, contaban conmigo, desaparecerían como por arte de magia y me puso un ejemplo concreto, en el que le dije que se equivocaba y el tiempo me ha dado la razón (de hecho, es alguien que aún tiene más presencia e importancia en mi vida, alguien que se ha preocupado de conocer y estrechar lazos no con el entrevistador sino con el Óscar López cotidiano, el de a pie de calle, el que no habla delante de un micrófono). Pero, al margen de esta referencia concreta, suscribí sus palabras, de hecho le dije que ya había conocido experiencias similares, bien en mis propias carnes, bien en las de otros, sobre todo cuando se ha tenido un despacho con cargo, porque los que sólo han querido sacar un provecho, los que han fingido y exaltado una supuesta amistad con la misma algarabía que aquel que se ha excedido en el número de copas y besa a todo el bar, abandonan el barco con suma facilidad, al estilo de ciertos roedores, y por eso (“Recuerda que eres mortal”) sigo sin comprender las actitudes y comportamientos de algunos que, por muchas ventosas que tengan, por muchos dossieres que guarden, por muchos extraños compañeros de cama que hagan, por muchos traseros que laman, por muchas espaldas que palmeen, por muchas veces que cambien de chaqueta, actúan impunemente como si su estatus fuera a ser permanente: queridos, los idus de marzo terminan por llegar (fijaos que delicado soy, que no he hablado de San Martín para que nos sintieseis heridos), el tiempo es implacable (aunque a veces se tome demasiado ídem para actuar) y termina por colocar a cada uno en su sitio.

   Pero, superviviente por naturaleza, hasta de lo peor hay que sacar partido, extraer una enseñanza, quedarse con lo positivo que pueda tener, y resulta que desde hace prácticamente un año voy poco a poco sintiéndome mejor conmigo mismo, más libre, más tranquilo, más yo y, sobre todo, más digno, más ligero y, eso sí, enamorado como el primer día o tal vez mucho más porque cada día reafirmo mis motivos, mis emociones, mi plenitud cuando siento que comparto mi vida con el mejor compañero, el apoyo más firme y honesto, el vigilante de mi corazón, el que intenta evitarme sufrimientos, el que me advierte de los posibles peligros, el que tiene mucho más olfato porque, a pesar de los pesares y de mis muchas corazas, sigo teniendo tendencia a imitar a Blanche DuBois y confío excesivamente en la bondad de los desconocidos (aunque, y hablo con conocimiento de causa, suele ser más sincera que la de los conocidos). Pero gracias a Pablo he ido soltando mucho lastre, gente que no me aportaba nada e incluso me hacía sentir que les debía algo y a la hora de la verdad se ha demostrado que era más bien todo lo contrario; lo mejor es que mucho de este peso ha ido cayendo por sí mismo, sin necesidad de hacer nada, desprendiéndose a las primeras de cambio, casi sin que yo lo notara, haciendo mutis en silencio y evitando males mayores. Como aprendimos del gran Antonio Machado, conviene viajar ligero de equipaje, sin rémoras que te aten, sin estorbos; y puede ser que durante una época hubiera una buena relación, una amistad verdadera, pero cuando la podredumbre actúa, cuando los sentimientos se fingen o envenenan, es mejor quedarse con lo bueno, incluso con los recuerdos sublimados y/o mixtificados, y no empeñarse en estirar un chicle que perdió el sabor hace demasiado y que se ha convertido en una rutina, en algo innecesario, en algo decepcionante. Se dice que pedimos demasiado a los amigos, cosas que nosotros no haríamos, y puede que sea cierto, pero lo malo es cuando alguien te ofrece su sostén, su ayuda, su implicación sin que tú lo reclames y, a la hora de la verdad, den excusas vanas (o ni eso) e incluso falten a lo que pregonan públicamente, escondan el rabo entre las piernas y si te he visto no me acuerdo (y lo peor es que pretendan convencerte de que hacen lo correcto, cuando están bailando el agua a aquellos a los que se supone desprecian y cuya autoridad no reconocen; por fortuna, muchos de esos ya no están cerca, hace tiempo que pasé página y he descubierto que no me apetece volver atrás, y no pasa nada si una revista en la que confiaba, a la que seguía y defendía, jamás publica una entrevista con Pablo que lleva meses congelándose en la nevera: hay tanto bueno por leer (aunque la mediocridad sea la norma, se trata de buscar) que no la echaré de menos; da igual si aquel te dice “te daré publicidad” y el otro “os recomendaré” y nada de nada: hay muchos que lo hacen sin alardear, sin darse bombo, simplemente porque así lo quieren, porque las obras son amores.


   Qué curioso me resulta en este momento recordar que en una ocasión, poco antes de uno de nuestros viajes a Londres, el buen y talentoso amigo Emilio Delliafonte me dijo que quería hacerme un retrato, una simpática (y espléndida, podéis encontrar el resultado en el siguiente enlace: http://delliafonte.blogspot.com.es/2011/01/oscar-lopezlocutor-de-rne.html) y yo le pedí que, ya que me marchaba, me colocase junto a Pepe Pótamo y Soso, dos de los personajes del universo de Hanna Barbera, en su globo mágico, el que tanto envidiaba cuando niño porque podía transportarte a todas partes. Y ahí me ven ahora, de alguna manera, soltando el lastre necesario para volar más alto (y reservándome por el momento el Hipo Grito Huracanado, porque el mejor desprecio es no hacer aprecio), dejándome llevar por ese viento que mueve mis alas y saca lo mejor de mí, ¿cómo voy a echar de menos a nadie si le tengo a él?, gracias al cual vuelvo a disfrutar con la escritura, el que lima mis asperezas y llena mi corazón: PABLO (“Did you ever know / that you´re mi hero / and everything I would like to be? / I can fly higher / than an eagle / for you are the wind / beneath my wings”).

viernes, 16 de agosto de 2013

QUERIDA TÍA AGATHA






   No estoy muy seguro de cuándo oí nombrar a Agatha Christie por primera vez: sé que en el universo de lecturas infantiles nunca faltaron las historias de misterio, de detectives, de intriga, bien con esas envidiables meriendas de los Cinco, las historias algo más ñoñas de los Hollister y, sobre todo -un gran paso adelante porque eran las aventuras más adultas-, esos inolvidables Tres Investigadores a los que apadrinaba nada menos que Alfred Hitchcock; precisamente me hizo fan absoluto de Jupiter, Pete y Bob un compañero de colegio que primero lo había sido de catequesis, Joaquín, al que su madre intentaba presentar y hacer crecer como lector ávido y buen estudiante, aunque tenía muy poco de lo segundo y de lo primero sólo con aquello que le gustaba (en esos años de amistad, al margen de saberse de memoria algunos de los volúmenes de la colección mencionada, sólo se interesó por las novelas de Sven Hassel y algún título suelto aquí y allá, para regresar inmediatamente a sus investigadores juveniles, a los que estaba empeñado en que emulásemos, aunque nunca tuvimos la suerte de toparnos con un reloj chillón, un perro invisible, un diablo danzante o una calavera parlante –aunque, bien pensando, la suerte fue que sólo existieran en la ficción-). Y, como digo, sé que el nombre de la creadora de Hércules Poirot me sonaba, andaba por ahí rondando, cuando una de las muchas tardes que pasaba en casa de Joaquín (haciendo los deberes, viendo la televisión, jugando), éste preguntó a su madre: “Mamá, ¿no tenías por ahí alguna novela de Agatha Christie, que siempre me dices que la lea?” y cuando la señora se puso tan contenta a explicar algunos de los crímenes, tramas y escenarios pergeñados por la autora, algo se me aceleró dentro del pecho y, puesto que mi padre me debía un regalo de Navidad (o no había elegido el de cumpleaños, una de las dos opciones), pensé que esa podía ser una buena elección y me dejé aconsejar por la madre de mi amigo que me dijo: “Pide alguno en que salga la señorita Marple; mi favorito siempre ha sido El tren de las 4.50”. Y con ese título empezó mi idilio con una escritora a la que siempre reivindicaré, idolatraré y agradeceré la infinidad de buenos momentos que me ha hecho pasar, no sólo leyéndola, sino gozando con algunas de las adaptaciones de sus obras llevadas a cabo por el cine y la televisión (lo remarco: algunas –otras, mejor olvidarlas).

   Agatha Christie es autora de novelas policíacas y eso no supone ningún demérito; como tantas veces, hay que defenderse del desprecio con que hablan de ella y con el que te miran cuando te reconoces admirador (no de hace años, ahora mismo: el tiempo no hace sino acrecentar mi fascinación) esos que debieron leer a Joyce desde la cuna (y, posiblemente, ni han abierto el Ulises o no han pasado de determinada página, pero jamás van a reconocerlo –pues yo sí lo digo: igual que me reconocí lector de Proust hace poco, también digo que la considerada obra magna del irlandés ha podido conmigo y no creo que me anime a una nueva intentona-). Por un lado, uno es consciente de que conoce y adora a escritores de mucho más fuste, con mayores bondades narrativas, con un mundo propio que te involucra, pero a ella sólo le pido un rato de diversión, de evasión pura y dura, de duelo por ver quién es más inteligente (si se trata, como comentábamos hace poco, de hacerse preguntas, nadie como la tía Agatha para eso: ¿Quién es el asesino? ¿Por qué lo hizo? ¿Habrá más crímenes?); por otro, muchos de los que hablan pagados de sí mismos, cacareando demasiadas veces lo que han oído por ahí, jamás han abierto una novela firmada por ella (¡Crimen de lesa majestad! ¡Pecado mortal!), y son muy libres de ello, por supuesto, pero eso les desautoriza para emitir juicios (que no hagan aprecio para manifestar su disconformidad, pero que no hablen sobre lo que no conocen).  

   Hace poco, Pablo me regaló un delicioso volumen titulado Agatha Christie: Los planes del crimen en el que John Curran sigue revelando parte del contenido de aquellos cuadernos que acumulaban polvo en casa de uno de los nietos de la escritora; éste es aún más apasionante y revelador que el primero, ya que al seguir su producción cronológicamente permite entrar en el proceso de creación de cada título por sí mismo (en Los cuadernos secretos de Agatha Christie la información se suministraba por temas y eso en ocasiones llevaba al equívoco o la confusión si no se tenía muy clara la trama de cada novela citada). No pude encontrar mejor lectura para que nos acompañase en alguno de nuestros últimos viajes a Londres (lo iba leyendo yo, pero compartimos complicidad y gusto por la tía Agatha como por tantas cosas), ya que aunque tenía preferencia por los escenarios rurales o alejados del tráfago de la capital, pasear por sus calles es toparte con los anuncios que recuerdan que La ratonera sigue en cartel en el St. Martin´s Theatre, batiendo cada día el récord de permanencia (en octubre se conmemorarán 61 años de su estreno mundial y el 25 de noviembre los mismos del londinense) o descubrir (es lo que tiene Londres: por mucho que la visites siempre te sorprende) un monumento que la homenajea a pocos pasos de Leicester Square. Gracias a Curran se abren las ganas de regresar a novelas que tienes entre brumas (leídas hace muchos años) o a alguna que aún no has visitado (sí, resultará extraño, pero hay cuatro o cinco que nunca he leído); es apasionante comprobar lo muy en serio que se tomaba su oficio, las vueltas y revueltas que daba a los argumentos, su afán por jugar limpio con el lector, su empeño en no repetirse, el alma que (en contra de lo que suelen señalar sus detractores) ponía en cada página, la construcción psicológica de sus personajes, el empeño por sorprender, la lógica que aplicaba para que no quedase ningún hilo suelto y para que hubiese suficientes pistas que llevasen hasta la solución al lector perspicaz. Curran demuestra su respeto y entusiasmo por la Christie, le rinde pleitesía desde su labor investigadora, la misma que acomete con el máximo rigor y por ello no le duelen prendas en reconocer que no toda su producción está a la misma altura ni acepta segundas lecturas (algo, por otro lado, casi imposible por mucho talento que se posea) y deja manifiestas sus preferencias; lo maravilloso es que uno redescubre historias, lee el final inédito para El misterioso caso de Styles, se entera de que Tragedia en tres actos no tiene la misma conclusión en todos los países (aunque el asesino es el mismo, la explicación de Poirot, los porqués son muy diferentes en la edición británica y en la estadounidense –y ahora ando enredado en su lectura para saber cuál fue la que se tradujo en España-), se apasiona con una narración inédita de la señorita Marple, vuelve a caer bajo el hechizo de la querida tía Agatha y rememora aquellas lecturas compulsivas en las que había que llegar a la última página para ver si la teoría que uno iba pergeñando era similar a la resolución del rompecabezas o, como pasó tantas veces, la escritora volvía a ganar la partida.

   Y ya sabíamos, gracias a su autobiografía (¡Qué deliciosa! ¡Qué reveladora! Una demostración más de que no era tan rudimentaria ni tosca escribiendo, aunque eso es algo que sus admiradores nunca hemos dudado), que ella fue la primera sorprendida por su éxito o que nunca pensó que Poirot o la señorita Marple tendrían una vida tan larga (“los hubiese creado mucho más jóvenes”), pero nadie va a exigir a sus novelas una cronología rigurosa (especialmente los que leímos a los Hollister sin caer en la cuenta –lo hicimos como adultos- de que en todos los volúmenes de la colección -¡Y eran 33!- se presentaba a los niños protagonistas con las mismas edades); de lo único que discrepo es de que tía Agatha debió sufrir (así lo indica Curran) con la encarnación que hizo Margaret Rutherford de la señorita Marple, desde luego nada ajustada al original, pero absolutamente delirante y digna de alabanza: en primer lugar, porque a la insigne actriz está dedicado El espejo se rajó de parte a parte (no hacía falta semejante manifestación pública: con estar callada hubiera sido suficiente); en segundo, porque seguro que la comicidad que la Rutherford incorporó debió ser del agrado de la autora, quien siempre diseminaba por aquí y por allá gotas de humor más o menos cáustico, más o menos vitriólico, más o menos irónico, dependiendo del momento. Y sólo su agudeza, su maestría, su talento, hace posible que, aun conociendo el final, podamos gozar una y mil veces con Testigo de cargo, Diez negritos, El asesinato de Rogelio Ackroyd, Asesinato en el Orient Express o tantas otras en las que, sin impostación ni pretenciosidad, Agatha Christie alteró, subvirtió, inventó sus propias normas y revitalizó, engrandeció e hizo eterno el género de misterio (y en el final, dos confesiones: mi preferencia por la señorita Marple frente al desmesurado ego de Poirot y la recomendación de descubrir Cartas sobre la mesa, una de las lecturas más absorbentes que recuerdo).  

martes, 13 de agosto de 2013

TOXINA QUE TÚ ME DIERAS...









   Erik (Thure Lindhardt) y Paul (Zachary Booth) se conocen a través de una línea telefónica de contactos en el Nueva York de los últimos años del siglo XX (olvídense por lo tanto de Internet, “guasapeo” y otras posibilidades); tienen un encuentro sexual (eso es lo que buscaban), parece que la cosa ha funcionado bien, pero cuando Erik se marcha (han quedado en casa de Paul) recibe, tal vez, un jarro de agua fría o, si sólo buscaba un desahogo, una explicación que sobra: “No te crees expectativas, porque tengo novia”. Ese es el punto de partida de Keep the lights on, una interesante película de Ira Sachs en la que, partiendo de sus propios recuerdos, narra la historia de esta pareja -porque en seguida actúan como tal aunque al principio no lo hagan público debido a la situación de Paul- que vive en una permanente montaña rusa, agravadas las pendientes por la adicción al crack de éste; muy pronto comprobaremos que aquel que se presentaba como heterosexual, abogado perteneciente a uno de los sellos editoriales más prestigiosos y de mayor volumen de ventas en el mundo, tiene una querencia peligrosa: destruir todo lo que marcha bien, boicotear su felicidad y la de los que le rodean, autodestruirse y, de paso, llevarse por delante todo lo que esté alrededor. De ese modo, cobra sentido la frase pronunciada cuando aún ni se planteaban una relación, ya que era el parapeto, el obstáculo tras el que esconderse para negar que su corazón había sentido ese chasquido especial, ese latido diferente, esa chispa de ilusión: era una luz roja advirtiendo del peligro, pero no porque hubiese una tercera persona, no porque Paul mantuviese dos vidas en paralelo, sino porque indicaba una pauta de conducta (“No sé si este chico querrá volver a verme, ni siquiera sé si le gustado más allá de lo meramente físico, de lo sexual, pero por si acaso que sepa lo que hay, que no soy libre ni soy fácil”). De ahí su enganche a una de las drogas más adictivas y destructivas, la que le consume, le anula, le impide cumplir con sus trabajos, le hace ser una carga para todo el mundo, de ahí sus bruscos cambios de humor, su permanente búsqueda del conflicto, sus celos enfermizos que en realidad son otra excusa para poder pelear; sin duda, Paul es una persona altamente tóxica (no sólo por el continuado consumo de una sustancia que lo es), sino por cómo pudre a cualquiera que esté cerca.

   Pero, puesto que es una historia de dos, hay que hablar también de Erik, el auténtico sostén de la relación, el verdaderamente enamorado (en realidad, Paul también lo parece pero no sabe/no quiere demostrarlo), el que aguanta a pesar de todo, el que piensa que podrá sacar a su pareja del oscuro pozo de las drogas, el que le apoya en su rehabilitación y continúa extendiéndole su mano (literalmente: es una de las secuencias más dolorosas y terribles, pero no se debe anticipar por qué) cuando, renegando del bienestar, Paul vuelve a buscar estimulantes, ríos de alcohol, sexo de pago, queriendo romper los lazos pero dejando siempre la pelota en el tejado contrario (está enfermo de cobardía, por eso busca la salida fácil de despeñarse). Erik es consciente de la toxicidad de su compañero, pero no puede dejar de sentir lo que siente y supera prueba tras prueba con tal de prolongar lo que no deja de ser una lenta agonía que jamás terminará a no ser que tome una determinación sólida, pero continúa soportando desplantes, alejamientos, incomprensiones (incluso cuando acepta las condiciones de Paul, por más disparatadas que sean), menosprecios (él es director de documentales, ocupación que para el abogado es tan sólo un capricho, una veleidad, y continuamente le restriega “algunas personas tenemos trabajos de verdad para que el mundo siga funcionando” -¡Cuánto hay de esto en la vida real (de la que, repito, ha tomado el director y guionista gran parte del contenido del filme), en la que muchos de los que están descontentos con su profesión vuelcan su frustración en los que tienen una ocupación creativa!-).

   Porque lo peor no es quitarnos de encima la influencia de alguien tóxico, eso, por fortuna, mal que bien, se logra hacer en cuanto se detecta el foco de infección: esa manzana podrida que a veces se presenta bajo la apariencia de fruta jugosa y apetitosa, agazapada toda su podredumbre bajo una fina película de encanto y simpatía, y en otras ocasiones, podemos decirlo así, huele mal desde el primer día, ese elemento perturbador que, cuando hacemos memoria o analizamos la situación, siempre es el foco y origen de todos los malentendidos, las discusiones, los momentos violentos que sufre un grupo; lo malo, y es lo que analiza Keep the lights on, es cuando somos conscientes del daño que nos hace esa persona, pero la queremos tanto (o creemos quererla, ya que en realidad hemos sublimado su personalidad, los momentos buenos, sus virtudes, todo lo que ella misma se empeña en ocultar y tirar por la borda) que somos incapaces de dejar de acudir una y mil veces a su llamada o de propiciarla si no se produce, de creer que las cosas pueden mejorar, incluso de contagiarnos de su capacidad autodestructiva, poniéndonos una venda en los ojos y aceptando el martirio como única posibilidad. En realidad, como dijo Antonio Machado, son “mala gente que camina y va apestando la tierra”, aunque nos duela reconocerlo, aunque nos hayan engañado en un primer momento, aunque no podamos evitar que nuestro corazón lata de manera diferente cuando pensamos en ellos, lo mejor es arrancar de cuajo esa mala hierba y el tiempo, que en eso es implacable, pondrá las cosas en su sitio y nos daremos cuenta de la pureza del aire que ahora respiramos (y de la grandeza de corazón de los que están con nosotros, en ocasiones aquellos que nos ayudaron a abrir los ojos, los que detectaron el tufo a las primeras de cambio).

viernes, 9 de agosto de 2013

VIVIR EN LA FICCIÓN


 


   Llevaba oficialmente unos minutos como becario de la sección de Cultura en los servicios informativos de Telemadrid cuando tuve que acompañar a Teresa Castanedo a grabar en el Museo Thyssen, cuya inauguración estaba prevista para un par de meses después (me estoy remontando a agosto de 1992); tuvimos el placer de recorrerlo entero, sólo para nosotros, y tener una perspectiva diferente a la de cualquier visitante, ya que los cuadros estaban en el suelo, apoyados contra la pared, cada uno en el lugar asignado, pero sin estar colgados todavía. Aunque sólo podíamos llevarnos testimonio con las cámaras de un par de salas, una de las responsables de prensa y comunicación nos acompañó para que gozásemos de los muchos tesoros allí reunidos, lo que fue buena ocasión para que Teresa y yo nos fuéramos conociendo (íbamos a trabajar juntos durante bastante tiempo –en un principio por un periodo de tres meses que se fue prorrogando hasta cubrir algo más allá de un año-) y para que los tres hablásemos del periodismo cultural, ya denostado en aquel momento aunque sin haberse despeñado por el barranco profundo en el que adolece y boquea (por no querer creer que es un cadáver) desde hace tiempo; resulta que llegué a la sección que yo quería casi de carambola porque muy pronto supe que era la primera opción de la mayoría de becarios “porque les parecía la más fácil” y sólo mi experiencia radiofónica en estos asuntos me abrió las puertas de la misma. ¡Mal vamos cuando un periodista considera sencilla la tarea de informar sobre un libro, una obra de teatro, una película, una exposición y así se cometen los errores que se cometen y se demuestra la ignorancia que se demuestra! ¡Peor estamos cuando la gente no ama (o al menos lo intenta) aquello que supone su materia de trabajo y se lo toma como una diversión o como un mero trámite que debe pasar, sin implicarse en algo tan emocional como es hablar, tratar, informar, conocer las diferentes expresiones artísticas! Por otro lado, como hablamos en ese paseo privado por las salas del Thyssen, la propia profesión siempre ha considerado a la cultura como algo subsidiario que conforma lo que se conoce como “la línea blanda de la información”, o sea, lo que sobra, lo que no importa, lo que menos interesa; se dirá que cada uno barre para casa, lógicamente, y soy el primero que comprende que la primera plana han de ocuparla otro tipo de noticias, pero no entiendo por qué (excepto algunos fallecimientos o galardones o éxitos –y a veces ni eso-) se da desde tiempos inmemoriales esa facilidad para sepultar e incluso suprimir, cancelar, dejar caer (es el término que se utiliza en televisión cuando una noticia prevista en la escaleta cede su espacio a otra o es víctima del tiempo de más utilizado anteriormente y no se emite: se cae) todo lo relativo a la cultura, recibiendo incluso la reprobación y censura (en el sentido de crítica) de compañeros que se dedican a otros menesteres que ellos mismos consideran indispensables porque al hablar de esto o aquello parece que invitamos al adormecimiento, al olvido de lo que nos rodea, levantamos cortinas de humo, suministramos placebos, cuando en realidad el arte ha constituido casi desde Altamira el verdadero testimonio de lo que inquieta e interesa a una sociedad, le ha dado voz cuando otros cauces se le cierran, le ha insuflado aliento y ganas de cambiar el mundo.

   Vivimos en una sociedad excesivamente politizada en la que ciertos gestos han perdido inocencia y/o frescura, y todo se analiza bajo la lupa del activismo, el adoctrinamiento, el proselitismo; recuerdo cómo en varias ocasiones, al tratar un asunto más amable, menos ideológico, poco o nada crispante (para desengrasar, para variar, para atender a diferentes frentes), varios oyentes nos acusaban de jugar al despiste o de obviar el tema que precisamente habíamos tratado el día anterior o de cobardía o de no sé cuántas cosas más porque sólo concebían un programa que les refrendase y afirmase sus ideas, sus soflamas (porque muchos de los mensajes eran tales, no verdaderos argumentos ni reflejo de procesos mentales), su manera de ver y entender el mundo (hay mucho demócrata que sólo lo es para defender a los que considera de su bando e incluso enarbola esa bandera para, directamente, exigir que ejerzas la censura y calles a un contertulio que no es de su cuerda), que convirtiese sus opiniones en verdades absolutas e inamovibles; y a veces eran injustos con el autor de la obra que nos sirviese como punto de partida para el coloquio, ya que su mensaje (pero sin subrayados, sin imposiciones, lo que uno podía extraer de su conocimiento, lo que destilaba de su realidad) tenía más mordiente, más repercusión, más contundencia que eslóganes, acciones o discursos populistas que tratan al receptor como borrego que bala a su son. Debo reconocer que lo más gracia me hacía (aunque por otro lado me indignaba porque demostraba el menosprecio a cosas que deberíamos amar –la literatura, el teatro, el cine-) era cuando aparecía el mensaje (no una ni dos veces, muuuchas) que decía algo así como “¡Y venga a hablar de películas! ¡Con lo que tenemos encima! ¡Qué forma de aborregar! ¡Qué manía con no querer ver lo que pasa!”; ¿por qué está tan desprestigiado hacer algo que es natural, necesario, consustancial al ser humano, es decir, camuflarse en la ficción, esconderse en ella, utilizarla para comprender mejor lo que le rodea, evadirse y al mismo tiempo reconocerse en los avatares de otros?

   Uno de los escritores que con más gusto ejercen en la actualidad ese noble oficio, Gustavo Martín Garzo, rescatador de leyendas, mitos, personajes históricos a los que despojar de su aureola y contemplar como personas, maestro a la hora de expresar emociones con las palabras justas, el autor de esa belleza titulada La princesa manca aprovecha cualquier oportunidad para reivindicar la necesidad de, como señaló hace tiempo en un artículo, “quedarse un tiempo en la ficción”, despojarse de su condición de ciudadano y participar de lo que otros han imaginado, saber que hay otros mundos, otras realidades, y que sólo como divertimento hay que consentirse este tipo de excursiones (luego, además, hablaba de cómo te enriqueces, de la amplitud de miras que eso te otorga); previendo o conociendo la lógica reacción de todos esos que se toman en serio permanentemente (¡Qué gente tan aburrida!), Martín Garzo también explicaba que sólo consintiéndonos estas evasiones podemos afrontar el día a día, que si no nos concedemos un reposo a nosotros mismos, si no exploramos todos los lados posibles, podemos llegar a perder la perspectiva. Y me resulta muy fácil de entender: como todo en esta vida, sólo conociendo los antónimos podemos tener claras las fronteras y saber a qué llamamos de una manera y a qué de otra, sólo buscando aquí y allá daremos múltiples dimensiones a la vida y seremos poliédricos (en el fondo, hay demasiado empeño –y da hacia qué lado miremos- en que todos seamos iguales, clónicos, a lo que se considera el único modelo posible). ¡Con qué maestría rompía la en ocasiones difusa y apenas trazada frontera entre ficción y realidad el dramaturgo John Logan en una de las obras más estimulantes y mejor armadas que hayan podido verse sobre un escenario en la temporada pasada en cualquier lugar del mundo, es decir, Peter and Alice! Una escenografía bellísima y jugada con acierto y maestría convertía al público en uno de los elementos decorativos de esos preciosos teatritos victorianos en los que dar rienda suelta a la imaginación, esos que se van cambiando según avanza la historia, los espectadores eran testigos privilegiados del encuentro (que tuvo lugar en la vida real) entre las personas que inspiraron a Alicia y Peter Pan, fabulando a partir de este hecho el autor con lo que se dirían, transformando la conversación en un juego a diferentes bandas entre ellos, sus trasuntos literarios y los autores que les dieron vida (otra vida, la inmortal), Lewis Carroll y James Barrie; al margen de que es un deleite escuchar, ver, sentir a la inmensa Judi Dench y al fabuloso y camaleónico Ben Whishaw, el espléndido texto de Logan servía para que cada uno se enfrentase a sus fantasmas, a sus lecturas infantiles, a sus miedos, a lo que extrajo de esos que conoció como cuentos cuando era chaval pero también sirven como lecturas de adulto, y todo a través de los reproches, agradecimientos, verdades, ironías, dulzuras, recuerdos, mentiras e incomprensiones que van desgranando los seis personajes, tanto en su condición ficticia como en la humana.

   Es de esas veces en las que uno no tiene demasiado claro si ha logrado su objetivo, si se ha ido demasiado por los cerros de Úbeda, o si termina dando la razón a los detractores de que defiende, porque tal vez estoy como Alonso Quijano, con demasiadas cosas en la cabeza, creyéndome a ratos el niño que no quiere crecer, pero sea como sea, aunque no todo haya quedado plasmado en el presente escrito, reivindicar mi faceta como lector, espectador, anhelante de historias, me ha servido para lanzarme con más fuerza en unos minutos a una de las verdades (porque así las vivo mientras ando sumergido en sus páginas) con las que ocupo parte de mi tiempo últimamente: Scaramouche de Rafael Sabatini; y para evitar la urticaria a algunos que yo me sé (debo ser más bondadoso de lo que pienso), decirles que toda la peripecia de la novela de capa y espada comienza con la convocatoria de los Estados Generales en los que Necker considera necesario que el Tercer Estado tenga la misma capacidad de representación y decisión que la nobleza y el clero, algo que el rey secunda pero a lo que aquellos se oponen (¿Necesitáis más ideología?). Pero, bueno, esos que sólo hablan de Egipto, de desahucios, de las pateras, que te miran mal si, entre una cosa y otra, recomiendas una película como Ahora me ves…, también bajan la guardia y cuelgan en Facebook y demás redes sociales las fotos de la playa en que descansan; si es lógico, comprensible, necesario (lo he dicho varias veces), pero ya que tanto exigen a los demás que prediquen con el ejemplo, ¿no les parece? (y peor, ya que se ponen, es hacer ostentación de que se pueden permitir esos días a cuerpo de rey que leer Peter Pan).

lunes, 5 de agosto de 2013

A QUIEN CONMIGO VA


 


   A un libro cuya primera frase es “lo más extraño del regreso de mi esposa de entre los muertos fue la reacción de la gente” es muy difícil resistirse; si para colmo lo firma una de las autoras estadounidenses actuales que mejor sabe plasmar la vida cotidiana y los sentimientos que anidan en nuestro interior, resultando muy sencilla y accesible a pesar de profundizar en asuntos muy complejos y poco claros, excesivamente pantanosos (cualquiera que ataña a un ser humano, por mucho que se pretenda lo contrario, termina resultándolo), hay que zambullirse entre sus páginas sin dudarlo. La por el momento última entrega de Anne Tyler que ha publicado en español recientemente Lumen (por cierto, ¡qué gran catálogo el de esta editorial, especialmente en lo que hace referencia a las plumas femeninas! –poco a poco iremos hablando de otras señoras que merecen nuestra atención-), El hombre que dijo adiós (aunque su título original, The Beginner´s Goodbye –algo así como “el adiós del principiante”- tiene más entidad y pone verdaderamente el dedo en la llaga en la que quiere hurgar la se hiciese popular gracias a El turista accidental) narra en primera persona el proceso de duelo de Aaron tras perder a su mujer cuando un árbol centenario aplastó gran parte de la casa en que convivían; puesto que ella se encontraba en una galería exterior de la vivienda tras haber tenido una discusión (de no haber tenido lugar o de haberse conducido de otra forma, ambos hubieran estado en la cocina o al menos juntos), él no deja de culparse por lo sucedido y se enfrenta a los cambios radicales que experimenta su vida en cuestión de pocas horas con gran sentimiento de culpa y los remordimientos a flor de piel.

   Anne Tyler traza con tiralíneas, con sumo cuidado, con tiento y sabiduría, las reflexiones de su personaje, los actos que lleva a cabo, cómo se enfrenta al resto del mundo: es todo un alarde su manera de equilibrar el texto para que jamás se despeñe por lo convencional, por lo falsamente emotivo, por lo manido, por lo irreal. Por mucho que la vida nos haya golpeado, jamás aprenderemos cómo afrontar el duelo, cada uno es diferente: no sirve lo que hicimos en una ocasión similar y, por mucho que pongamos la mejor intención en ello, nuestra experiencia sirve de poco a los demás cuando se ven inmersos en una situación similar; ni el cariño que sentimos por la persona fallecida, ni las circunstancias que rodean su deceso, ni nuestra personalidad es exactamente la misma en un momento que en otro y, aunque el dolor nos resulte reconocible, aunque las lágrimas sean similares, aunque el vacío que nos invade parezca el mismo, en realidad cada proceso es único e intransferible y hay que pasarlo como mejor sepamos y/o podamos, sobrellevarlo hasta darle su lugar (porque, en contra de esa frase tan recurrente que afirma “terminarás por superarlo”, jamás se acostumbra uno a la ausencia de un ser querido y lo que hace, por mucho que en un primer momento la idea generalizada, la que más tienta sea de la revolcarse indefinidamente en el dolor, es aprender a convivir con ese abismo, intentar no asomarse demasiado, y continuar camino).

   El libro de Anne Tyler explora con acierto y verismo cómo la persona fallecida sigue presente en nuestra vida, nos acompaña, dialogamos con ella, y no lo hace jugando o invocando lo sobrenatural sino trasladándolo como un suceso cotidiano, que puede sorprendernos (como le sucede a Aaron) pues nunca podemos predecir cómo y cuándo va a ocurrir, pero que de alguna manera percibiremos; no tiene que ser viendo a esa persona ante nuestros ojos (o no con la misma entidad con la que ve a su mujer el protagonista de la novela), pero a buen seguro que en algún momento hablaremos con ella, pidiéndole consejo, echándola de menos (lo más habitual cuando se ha querido), dedicándole un acto, haciéndole un guiño cómplice, llevándola con nosotros, sabiendo que no nos ha abandonado (somos energía, ¿verdad?, pues anda que nos macharon en el colegio con aquello de “la energía no se crea ni se destruye, sino que se transforma”). La prosa de Anne Tyler no cae en el conformismo o en la ñoñería de manual, no pretende dar lecciones (la única pega que puede ponérsele es que precipite un poco el final y se empeñe en atar todos los cabos), lo que hace es llamar a las cosas por su nombre, afronta la pérdida, la enfrenta, sabe transformar el comprensible lamento en añoranza, en nostalgia, en recuerdo que nos dibuja una sonrisa; no se trata de mitificar al fallecido, no todo puede ser bueno permanentemente (incluso es necesario que haya momentos para lo negativo, es parte del vivir), pero sí de mirarlo todo bajo otro prisma, de seguir añadiendo puntos suspensivos para que el amor siga enriqueciéndose, para continuar descubriendo a la persona que se marchó, sabiendo que todo ese aprendizaje servirá de bastante poco cuando la tragedia vuelva a golpearnos y que no podremos reducirlo a una fórmula en plan bálsamo de Fierabrás que ceder a los demás. Y puede ser que alguien diga “pero, ¿eso te tranquiliza?”; no sabría qué responder, sí que lo que cuenta Anne Tyler a través de Aaron me ha resultado muy familiar y que no siempre he actuado cómo lo hace su personaje, pero cuando comprendí que el tío Miguel (como saben los lectores habituales, la pérdida que hasta el momento más me lacera) seguía siendo uno de mis baluartes, uno de mis impulsos, uno de mis porqués, pude enjugarme las lágrimas (aunque sigan aflorando intermitentemente), mirar al frente y decirle: “Venga, sigamos adelante”.

sábado, 3 de agosto de 2013

HUIR DE UNO MISMO


 


   Hay ocasiones en que te resistes a asistir a un espectáculo, leer un libro, acudir a una exposición, precisamente por el beneplácito general que parece recibir, por el consenso sobre su excelencia, porque es considerado cita ineludible y no estás en la onda si te resistes a sus encantos, porque te recomiendan encarecidamente personas cuyos gustos apenas coinciden con los tuyos y otras muchas que jamás son capaces de argumentar su opinión, limitándose a cacarear lo que han pillado aquí y allá (recuerdo, por ejemplo, cómo un fan declarado de Madonna, de esos que la idolatran ostentosamente, al saber que Pablo y yo iríamos a uno de los conciertos que ofreció en Barcelona en 2012 -¡Menuda experiencia! ¡Qué pasada!-, asintió con pasión y me dijo con la voz entrecortada: “Es que hay que ir, si no estás no eres nadie” –es decir, que él otorgaba certificados de admirador sólo por la presencia; confío en que, al menos, disfrutase de verdad y no porque era lo que tocaba al tener entrada de la zona VIP, a escasos centímetros de la diosa-). Precisamente por ello, me resistía a ver Searching for Sugar Man, ya que parecía transformar la vida de cualquiera que se asomaba a su historia, provocaba los adjetivos más encomiásticos de algunos cuyas sugerencias pongo en cuarentena ya que suelen conducirme a moderneces que provocan mi sonrojo, mis bostezos o mi indignación, porque el que tiene un poco de bagaje encuentra en seguida los referentes, cuando no el plagio descarado, por muy rupturista e innovador que se crea el artista; por otra parte, tiendo a desconfiar de esos panegíricos pretenciosamente intelectuales en los que se percibe que se siente muy importante el que escribe por el hecho de recomendar esa obra, utilizando palabras huecas y altisonantes que tan sólo cimientan un elitismo de manual y que en muchas ocasiones dan gato por liebre (aunque para eso siempre es necesario que el tiempo vaya pasando inexorable y coloque a cada uno en su sitio o sepulte al que jamás hubiese merecido atención).

   Pero esos azares del destino (sí, parece un oxímoron, pero es que yo creo que ambos existen si se les permite mezclarse), esos horarios cambiantes de algunas salas de cine, provocaron que, para no esperar durante casi dos horas a una proyección de la película deseada, me animase a ver un documental que, fuese por lo que fuese, ha conseguido mantenerse más de cinco meses en cartel agotando las entradas en bastantes ocasiones y cuyo prestigio no hace sino crecer día a día. Y lo cierto es que la historia que narra con pulso firme y maestro Malik Bendjelloul me atrapó desde los primeros minutos, y el hecho de no haber sentido demasiado interés por el contenido del filme (a pesar de mi profesión, es algo que intento hacer casi siempre: sentarme ante la pantalla sabiendo lo menos posible, incluso ignorando argumentos para poder reaccionar tal cual me nazca) motivó que fueran naciendo en mi interior los mismos interrogantes que movieron al director para lanzarse a la titánica tarea de saber qué fue de un cantautor, un tal Rodríguez, quien tras publicar dos discos en 1970 y 1971 había prácticamente desaparecido del panorama musical e incluso de la existencia, ya que corría el rumor de un horripilante suicidio encima del escenario; pero en Sudáfrica, en la terrorífica Sudáfrica que intentaba sobrevivir bajo el apartheid, sus canciones tenían vigencia e incluso servían como himno para cantar a la anhelada libertad, a la convivencia, al entendimiento, al fin de la violencia, y las copias caseras pasaban de mano en mano, alimentando su mito mucho tiempo después de que el nefasto y criminal régimen cayese. Y así es cómo alguien se empeña en despejar la incógnita y contradecir la leyenda hasta descubrir que Rodríguez está vivo y es totalmente ajeno a su carácter mítico en aquel país.

   Aunque pueda molestar a algunos, debo decir que su voz, profunda, calmada, con ecos de tristeza y nostalgia, con la fuerza de lo que no se puede callar, con la necesidad de transmitir y sin preocuparse por la trascendencia, invadió todo mi ser y, puestos a comparar con alguno de sus contemporáneos, me gustó mucho más que la de Bob Dylan; nada más lejos de mi intención que negar al de Minnesota sus múltiples valores, pero tal vez se ha abusado demasiado de una pequeña parte de su discografía, despojando en ocasiones a sus temas de su intención original, haciéndolos parecer piezas de museo, glorificando en exceso lo que sin duda tiene calidad pero sin olvidar (y no tiene nada de malo: no hay por qué avergonzarse de que nos guste) que estamos hablando de pop, de folk, de música popular (sin el tono peyorativo que algunos utilizan para menospreciarla). Pero, sin duda, lo mejor fue él mismo, Sixto Rodríguez, sorprendido por el éxito, el que le fue negado en su momento y del que renegó, tranquilo padre de familia, sin rencor ni afán de revancha, contento porque su música hubiese servido como bálsamo e impulso a tanta gente, feliz por regresar a su repertorio para compartirlo con los demás, cerrando el círculo con sencillez y bonhomía. En un momento dado, decidió huir de sí mismo, del ambiente musical que no le era propicio y que le negaba el sitio que él buscaba, aquel que le permitiese ser fiel y honesto con su forma de entender la música, y se alejó antes de que le obligasen a ser otro, a prostituir su talento, a fingir su personalidad, y se fue sin alharacas ni traumas, calladamente, satisfecho con lo conseguido, sin reproches ni furia. Y es esa inteligencia, esa capacidad para regalar, esa humanidad a prueba de bombas, esa fe irredenta en el poder de la música, ese agradecimiento a los que le quieren a través de su obra (¿Qué más puede desear un artista?), lo que le ha permitido regresar como si nunca se hubiera ido (en realidad, nunca lo hizo porque fueron muchos los que siguieron escuchándole y coreándole); la miremos por donde la miremos, la peripecia vital de Rodríguez nos da muchas lecciones, muchas enseñanzas y, lo que es mejor, sin pretenderlo.