martes, 13 de agosto de 2013

TOXINA QUE TÚ ME DIERAS...









   Erik (Thure Lindhardt) y Paul (Zachary Booth) se conocen a través de una línea telefónica de contactos en el Nueva York de los últimos años del siglo XX (olvídense por lo tanto de Internet, “guasapeo” y otras posibilidades); tienen un encuentro sexual (eso es lo que buscaban), parece que la cosa ha funcionado bien, pero cuando Erik se marcha (han quedado en casa de Paul) recibe, tal vez, un jarro de agua fría o, si sólo buscaba un desahogo, una explicación que sobra: “No te crees expectativas, porque tengo novia”. Ese es el punto de partida de Keep the lights on, una interesante película de Ira Sachs en la que, partiendo de sus propios recuerdos, narra la historia de esta pareja -porque en seguida actúan como tal aunque al principio no lo hagan público debido a la situación de Paul- que vive en una permanente montaña rusa, agravadas las pendientes por la adicción al crack de éste; muy pronto comprobaremos que aquel que se presentaba como heterosexual, abogado perteneciente a uno de los sellos editoriales más prestigiosos y de mayor volumen de ventas en el mundo, tiene una querencia peligrosa: destruir todo lo que marcha bien, boicotear su felicidad y la de los que le rodean, autodestruirse y, de paso, llevarse por delante todo lo que esté alrededor. De ese modo, cobra sentido la frase pronunciada cuando aún ni se planteaban una relación, ya que era el parapeto, el obstáculo tras el que esconderse para negar que su corazón había sentido ese chasquido especial, ese latido diferente, esa chispa de ilusión: era una luz roja advirtiendo del peligro, pero no porque hubiese una tercera persona, no porque Paul mantuviese dos vidas en paralelo, sino porque indicaba una pauta de conducta (“No sé si este chico querrá volver a verme, ni siquiera sé si le gustado más allá de lo meramente físico, de lo sexual, pero por si acaso que sepa lo que hay, que no soy libre ni soy fácil”). De ahí su enganche a una de las drogas más adictivas y destructivas, la que le consume, le anula, le impide cumplir con sus trabajos, le hace ser una carga para todo el mundo, de ahí sus bruscos cambios de humor, su permanente búsqueda del conflicto, sus celos enfermizos que en realidad son otra excusa para poder pelear; sin duda, Paul es una persona altamente tóxica (no sólo por el continuado consumo de una sustancia que lo es), sino por cómo pudre a cualquiera que esté cerca.

   Pero, puesto que es una historia de dos, hay que hablar también de Erik, el auténtico sostén de la relación, el verdaderamente enamorado (en realidad, Paul también lo parece pero no sabe/no quiere demostrarlo), el que aguanta a pesar de todo, el que piensa que podrá sacar a su pareja del oscuro pozo de las drogas, el que le apoya en su rehabilitación y continúa extendiéndole su mano (literalmente: es una de las secuencias más dolorosas y terribles, pero no se debe anticipar por qué) cuando, renegando del bienestar, Paul vuelve a buscar estimulantes, ríos de alcohol, sexo de pago, queriendo romper los lazos pero dejando siempre la pelota en el tejado contrario (está enfermo de cobardía, por eso busca la salida fácil de despeñarse). Erik es consciente de la toxicidad de su compañero, pero no puede dejar de sentir lo que siente y supera prueba tras prueba con tal de prolongar lo que no deja de ser una lenta agonía que jamás terminará a no ser que tome una determinación sólida, pero continúa soportando desplantes, alejamientos, incomprensiones (incluso cuando acepta las condiciones de Paul, por más disparatadas que sean), menosprecios (él es director de documentales, ocupación que para el abogado es tan sólo un capricho, una veleidad, y continuamente le restriega “algunas personas tenemos trabajos de verdad para que el mundo siga funcionando” -¡Cuánto hay de esto en la vida real (de la que, repito, ha tomado el director y guionista gran parte del contenido del filme), en la que muchos de los que están descontentos con su profesión vuelcan su frustración en los que tienen una ocupación creativa!-).

   Porque lo peor no es quitarnos de encima la influencia de alguien tóxico, eso, por fortuna, mal que bien, se logra hacer en cuanto se detecta el foco de infección: esa manzana podrida que a veces se presenta bajo la apariencia de fruta jugosa y apetitosa, agazapada toda su podredumbre bajo una fina película de encanto y simpatía, y en otras ocasiones, podemos decirlo así, huele mal desde el primer día, ese elemento perturbador que, cuando hacemos memoria o analizamos la situación, siempre es el foco y origen de todos los malentendidos, las discusiones, los momentos violentos que sufre un grupo; lo malo, y es lo que analiza Keep the lights on, es cuando somos conscientes del daño que nos hace esa persona, pero la queremos tanto (o creemos quererla, ya que en realidad hemos sublimado su personalidad, los momentos buenos, sus virtudes, todo lo que ella misma se empeña en ocultar y tirar por la borda) que somos incapaces de dejar de acudir una y mil veces a su llamada o de propiciarla si no se produce, de creer que las cosas pueden mejorar, incluso de contagiarnos de su capacidad autodestructiva, poniéndonos una venda en los ojos y aceptando el martirio como única posibilidad. En realidad, como dijo Antonio Machado, son “mala gente que camina y va apestando la tierra”, aunque nos duela reconocerlo, aunque nos hayan engañado en un primer momento, aunque no podamos evitar que nuestro corazón lata de manera diferente cuando pensamos en ellos, lo mejor es arrancar de cuajo esa mala hierba y el tiempo, que en eso es implacable, pondrá las cosas en su sitio y nos daremos cuenta de la pureza del aire que ahora respiramos (y de la grandeza de corazón de los que están con nosotros, en ocasiones aquellos que nos ayudaron a abrir los ojos, los que detectaron el tufo a las primeras de cambio).