Erik (Thure Lindhardt) y Paul (Zachary Booth) se conocen a través de una
línea telefónica de contactos en el Nueva York de los últimos años del siglo XX
(olvídense por lo tanto de Internet, “guasapeo” y otras posibilidades); tienen
un encuentro sexual (eso es lo que buscaban), parece que la cosa ha funcionado
bien, pero cuando Erik se marcha (han quedado en casa de Paul) recibe, tal vez,
un jarro de agua fría o, si sólo buscaba un desahogo, una explicación que
sobra: “No te crees expectativas, porque tengo novia”. Ese es el punto de
partida de Keep the lights on, una
interesante película de Ira Sachs en la que, partiendo de sus propios
recuerdos, narra la historia de esta pareja -porque en seguida actúan como tal
aunque al principio no lo hagan público debido a la situación de Paul- que vive
en una permanente montaña rusa, agravadas las pendientes por la adicción al
crack de éste; muy pronto comprobaremos que aquel que se presentaba como
heterosexual, abogado perteneciente a uno de los sellos editoriales más
prestigiosos y de mayor volumen de ventas en el mundo, tiene una querencia
peligrosa: destruir todo lo que marcha bien, boicotear su felicidad y la de los
que le rodean, autodestruirse y, de paso, llevarse por delante todo lo que esté
alrededor. De ese modo, cobra sentido la frase pronunciada cuando aún ni se
planteaban una relación, ya que era el parapeto, el obstáculo tras el que
esconderse para negar que su corazón había sentido ese chasquido especial, ese
latido diferente, esa chispa de ilusión: era una luz roja advirtiendo del
peligro, pero no porque hubiese una tercera persona, no porque Paul mantuviese
dos vidas en paralelo, sino porque indicaba una pauta de conducta (“No sé si
este chico querrá volver a verme, ni siquiera sé si le gustado más allá de lo
meramente físico, de lo sexual, pero por si acaso que sepa lo que hay, que no
soy libre ni soy fácil”). De ahí su enganche a una de las drogas más adictivas
y destructivas, la que le consume, le anula, le impide cumplir con sus
trabajos, le hace ser una carga para todo el mundo, de ahí sus bruscos cambios
de humor, su permanente búsqueda del conflicto, sus celos enfermizos que en
realidad son otra excusa para poder pelear; sin duda, Paul es una persona
altamente tóxica (no sólo por el continuado consumo de una sustancia que lo
es), sino por cómo pudre a cualquiera que esté cerca.
Pero, puesto que es una historia de dos, hay que hablar también de Erik,
el auténtico sostén de la relación, el verdaderamente enamorado (en realidad,
Paul también lo parece pero no sabe/no quiere demostrarlo), el que aguanta a
pesar de todo, el que piensa que podrá sacar a su pareja del oscuro pozo de las
drogas, el que le apoya en su rehabilitación y continúa extendiéndole su mano
(literalmente: es una de las secuencias más dolorosas y terribles, pero no se
debe anticipar por qué) cuando, renegando del bienestar, Paul vuelve a buscar estimulantes,
ríos de alcohol, sexo de pago, queriendo romper los lazos pero dejando siempre
la pelota en el tejado contrario (está enfermo de cobardía, por eso busca la
salida fácil de despeñarse). Erik es consciente de la toxicidad de su
compañero, pero no puede dejar de sentir lo que siente y supera prueba tras
prueba con tal de prolongar lo que no deja de ser una lenta agonía que jamás
terminará a no ser que tome una determinación sólida, pero continúa soportando
desplantes, alejamientos, incomprensiones (incluso cuando acepta las
condiciones de Paul, por más disparatadas que sean), menosprecios (él es
director de documentales, ocupación que para el abogado es tan sólo un
capricho, una veleidad, y continuamente le restriega “algunas personas tenemos
trabajos de verdad para que el mundo siga funcionando” -¡Cuánto hay de esto en
la vida real (de la que, repito, ha tomado el director y guionista gran parte
del contenido del filme), en la que muchos de los que están descontentos con su
profesión vuelcan su frustración en los que tienen una ocupación creativa!-).
Porque lo peor no es quitarnos de encima la influencia de alguien
tóxico, eso, por fortuna, mal que bien, se logra hacer en cuanto se detecta el
foco de infección: esa manzana podrida que a veces se presenta bajo la
apariencia de fruta jugosa y apetitosa, agazapada toda su podredumbre bajo una
fina película de encanto y simpatía, y en otras ocasiones, podemos decirlo así,
huele mal desde el primer día, ese elemento perturbador que, cuando hacemos memoria
o analizamos la situación, siempre es el foco y origen de todos los
malentendidos, las discusiones, los momentos violentos que sufre un grupo; lo
malo, y es lo que analiza Keep the lights
on, es cuando somos conscientes del daño que nos hace esa persona, pero la
queremos tanto (o creemos quererla, ya que en realidad hemos sublimado su
personalidad, los momentos buenos, sus virtudes, todo lo que ella misma se
empeña en ocultar y tirar por la borda) que somos incapaces de dejar de acudir
una y mil veces a su llamada o de propiciarla si no se produce, de creer que
las cosas pueden mejorar, incluso de contagiarnos de su capacidad
autodestructiva, poniéndonos una venda en los ojos y aceptando el martirio como
única posibilidad. En realidad, como dijo Antonio Machado, son “mala gente que
camina y va apestando la tierra”, aunque nos duela reconocerlo, aunque nos
hayan engañado en un primer momento, aunque no podamos evitar que nuestro
corazón lata de manera diferente cuando pensamos en ellos, lo mejor es arrancar
de cuajo esa mala hierba y el tiempo, que en eso es implacable, pondrá las
cosas en su sitio y nos daremos cuenta de la pureza del aire que ahora
respiramos (y de la grandeza de corazón de los que están con nosotros, en
ocasiones aquellos que nos ayudaron a abrir los ojos, los que detectaron el
tufo a las primeras de cambio).