jueves, 29 de agosto de 2013

LA PRIMERA BUTACA


 


   Aunque en más de una ocasión he reconocido que tengo un alma revolucionaria más bien tranquila y moderada (sí, soy una contradicción o al menos un oxímoron andante), no puedo menos que compartir los gritos y consignas de aquellos que se manifiestan porque no perdamos ni un ápice de la Sanidad, la Educación, la Cultura a que tenemos derecho; sin esos pilares, sin esas facetas vitales cubiertas, estamos destinados a perecer, y perdón si a alguien le resulto demasiado tremendista, pero así es como lo veo. Pero, más allá de esa casi permanente queja por el precio de las entradas (lamento que también se ha escuchado antes de que gravasen al mundo del espectáculo con ese IVA que es casi una sentencia de muerte –y sin el “casi”- en muchos casos), Pablo y yo hemos comentado más de una vez que la gente es capaz de organizar plataformas para las peticiones más peregrinas, de invadir la calle para exigir lo que en ocasiones son meros caprichos (ahora mismo, sin ir más lejos, está muy activa una recogida de firmas para que Ben Affleck no interprete a Batman, problema de índole mundial, no me cabe duda –de hecho, se han apuntado unas 70.000 personas-), pero sólo en oportunidades muy concretas (y, por desgracia, con un contenido político que tapa o anula lo meramente cultural) se percibe un movimiento de rechazo cuando un cine o teatro se cierra, como mucho un mohín de disgusto, un “¡qué pena!” más conmiserativo y sólo de fachada que sincero y sentido, y poco después pasamos por el lugar sin recordar cuál era el cometido del edificio años atrás (bien se lamentaba hace poco en su blog el querido Ovidio Parades de lo que acaba de suceder en Avilés, donde, por cierto, los ciudadanos han intentado defender el que consideran “su” cine). Y llegando al paroxismo puedes escuchar a quien se lamenta de ello, pero añadiendo la muletilla “y para abrir esas tiendas” (caso que estamos viviendo en la Gran Vía) o “vaya un nivel de comercios”, como si el hecho de que el antiguo Palacio de la Música pudiera ser comprado por Cartier, Gucci o similar hiciera menos dolorosa su pérdida (ya puestos, fíjense, yo prefiero que al menos ocupe su lugar una firma que ofrece ropa asequible y al alcance de casi todos los bolsillos que otra ostentosa y exhibicionista de un lujo al que no afecta ninguna crisis).

   Por todo ello, viviendo los procelosos tiempos que estamos viviendo, esos en que muchos han llegado a creer (porque así lo manifiestan otros) que la cultura, el espectáculo, el ocio es un dispendio, un despilfarro, algo prescindible, un derroche, un pesebre, una canonjía, una sopa boba que enriquece a algunos (¡Cuánta obscenidad hay que sufrir! –menos mal que a ciertos farsantes se les ha quitado la máscara (precisamente utilizan lo que rechazan para manipular los ánimos), a pesar de tener que seguir soportándoles, autoritarios más no autoridades-, es una excelente noticia el hecho de que un valiente, un enamorado del hecho teatral, un convencido de su necesidad como motor de la sociedad, se líe la manta a la cabeza y, al modo en que Bugsy Siegel imaginó Las Vegas en medio del desierto de Nevada, igual que Miguel Ángel supo que su David le esperaba en el interior de aquel bloque de mármol de Carraca, haya sabido reconvertir en sala de teatro lo que fuese concesionario automovilístico. El joven Luis Antonio Rodríguez no ha podido resistirse al veneno que destilan las tablas, a la emoción de estar entre bastidores, a la tensión (bendita, maravillosa, regocijante, esplendorosa) que se vive inmerso en un montaje y, aunque no ha dejado de hacer cuentas, de echar números desde ese momento, piensa que el envite merece la pena, que el público no da la batalla por perdida, que nunca habrá demasiados coliseos, que toda iniciativa es bienvenida, y el Teatro Quevedo es una realidad que en muy pocos días comenzará a ofrecer su programación, la cual quiere cimentarse sobre tres pilares básicos: la comedia, el teatro comercial y los autores contemporáneos. Es una alegría escuchar que un empresario habla sin rubor de teatro comercial, ese que tantos desde la misma profesión denuestan y critican, imbuidos de un sentido artístico que en realidad suele rozar (cuando no caer a plomo) lo ridículo, patético, restringido, la tomadura de pelo; ¿vamos a negar su valor a tantos montajes que saben aunar calidad con éxito de taquilla? Es más, como diría doña Concha Piquer, este oficio es vocacional, se disfruta ejerciéndolo, pero si no pagan, lo del amor al arte no llena la olla; esos que se engolan para hablar de sus espectáculos, esos bendecidos por críticos a los que puede verse dormitar (o que ovacionan algo antes de verlo, por venir de la mano de quien venga), esos que menosprecian a los que consideran antiguallas o pasados de moda, ¿no quieren que vayan a verles? Digo yo que buscarán resultar comerciales porque, en caso contrario, tendrán que dedicarse a otra cosa; por lo tanto, ¡muy bien, Luis Antonio por enarbolar la bandera de lo comercial sin rubor ni complejos! (Shakespeare lo es, Lope de Vega también, Tennesse Williams lo mismo –y tantos y tantos-).

   Lo de preferir la comedia va en el ánimo de cada uno; yo, en ese sentido, quiero montajes que me apasionen, a priori me da igual el género, aunque no puedo negar que parece que es lo que el público demanda y, por lo tanto, no debemos negarle al soberano sus antojos (o no conviene: hay que tener un ojo puesto sobre la taquilla). Confío en el buen criterio de Luis Antonio para encontrar buenos productos, comedias bien escritas, bien presentadas, que no caigan en los lugares comunes tan manidos y redundantes (o, al menos, que abra el abanico de posibilidades: la comedia acepta muchos tonos, diversos colores y maneras de expresarse). Y, sin duda, no puedo más que aplaudirle por su decisión de buscar autores, de potenciarlos, de posibilitarles un espacio en el que presentarse al público; claro que nos encanta reencontrarnos con ciertos textos y firmas (o verlos por primera vez porque no se representaron en su momento o porque no teníamos edad –ni existencia- para ir al teatro), pero no podemos vivir sólo del pasado porque hay que seguir construyendo este noble edificio de tantos siglos, que vive en crisis permanente y jamás baja la cabeza, y para ello necesitamos personas que sigan escribiendo sobre sentimientos, sobre conflictos, sobre nosotros, y poniéndolo sobre las tablas para que nos miremos en ese espejo (a veces deformante como dijo el inmenso Valle-Inclán) que nos ayuda a entendernos un poco mejor.

   Ya está puesta la primera butaca, sólo quedan las 149 restantes para que en pocos días (el 16 de septiembre, en concreto) el Teatro Quevedo sea una realidad, otro lugar al que acudir para convertirnos en espectadores, esa condición única que nos enriquece, nos despierta, nos conmueve, nos educa, nos divierte, ese momento que necesitamos, buscamos, anhelamos, disfrutamos, esa afición que no queremos perder y que estamos encantados de intentar transmitir a otros, ese instante mágico en que respiras, sudas, tiemblas, amas, ríes, te bates en duelo al mismo tiempo que los actores, esa comunión que sólo puede darse en una sala de teatro. Si gentes como Luis Antonio Rodríguez no existiesen, habría que inventarlas porque, en caso contrario, ¿qué iba a ser de nosotros?.