Aunque en más de una ocasión he reconocido que tengo un alma
revolucionaria más bien tranquila y moderada (sí, soy una contradicción o al
menos un oxímoron andante), no puedo menos que compartir los gritos y consignas
de aquellos que se manifiestan porque no perdamos ni un ápice de la Sanidad, la
Educación, la Cultura a que tenemos derecho; sin esos pilares, sin esas facetas
vitales cubiertas, estamos destinados a perecer, y perdón si a alguien le
resulto demasiado tremendista, pero así es como lo veo. Pero, más allá de esa casi
permanente queja por el precio de las entradas (lamento que también se ha
escuchado antes de que gravasen al mundo del espectáculo con ese IVA que es
casi una sentencia de muerte –y sin el “casi”- en muchos casos), Pablo y yo
hemos comentado más de una vez que la gente es capaz de organizar plataformas
para las peticiones más peregrinas, de invadir la calle para exigir lo que en
ocasiones son meros caprichos (ahora mismo, sin ir más lejos, está muy activa
una recogida de firmas para que Ben Affleck no interprete a Batman, problema de
índole mundial, no me cabe duda –de hecho, se han apuntado unas 70.000
personas-), pero sólo en oportunidades muy concretas (y, por desgracia, con un
contenido político que tapa o anula lo meramente cultural) se percibe un
movimiento de rechazo cuando un cine o teatro se cierra, como mucho un mohín de
disgusto, un “¡qué pena!” más conmiserativo y sólo de fachada que sincero y
sentido, y poco después pasamos por el lugar sin recordar cuál era el cometido
del edificio años atrás (bien se lamentaba hace poco en su blog el querido
Ovidio Parades de lo que acaba de suceder en Avilés, donde, por cierto, los
ciudadanos han intentado defender el que consideran “su” cine). Y llegando al
paroxismo puedes escuchar a quien se lamenta de ello, pero añadiendo la
muletilla “y para abrir esas tiendas” (caso que estamos viviendo en la Gran
Vía) o “vaya un nivel de comercios”, como si el hecho de que el antiguo Palacio
de la Música pudiera ser comprado por Cartier, Gucci o similar hiciera menos
dolorosa su pérdida (ya puestos, fíjense, yo prefiero que al menos ocupe su
lugar una firma que ofrece ropa asequible y al alcance de casi todos los
bolsillos que otra ostentosa y exhibicionista de un lujo al que no afecta
ninguna crisis).
Por todo ello, viviendo los procelosos tiempos que estamos viviendo,
esos en que muchos han llegado a creer (porque así lo manifiestan otros) que la
cultura, el espectáculo, el ocio es un dispendio, un despilfarro, algo
prescindible, un derroche, un pesebre, una canonjía, una sopa boba que
enriquece a algunos (¡Cuánta obscenidad hay que sufrir! –menos mal que a
ciertos farsantes se les ha quitado la máscara (precisamente utilizan lo que
rechazan para manipular los ánimos), a pesar de tener que seguir soportándoles,
autoritarios más no autoridades-, es una excelente noticia el hecho de que un
valiente, un enamorado del hecho teatral, un convencido de su necesidad como
motor de la sociedad, se líe la manta a la cabeza y, al modo en que Bugsy
Siegel imaginó Las Vegas en medio del desierto de Nevada, igual que Miguel
Ángel supo que su David le esperaba en el interior de aquel bloque de mármol de
Carraca, haya sabido reconvertir en sala de teatro lo que fuese concesionario
automovilístico. El joven Luis Antonio Rodríguez no ha podido resistirse al
veneno que destilan las tablas, a la emoción de estar entre bastidores, a la
tensión (bendita, maravillosa, regocijante, esplendorosa) que se vive inmerso
en un montaje y, aunque no ha dejado de hacer cuentas, de echar números desde
ese momento, piensa que el envite merece la pena, que el público no da la
batalla por perdida, que nunca habrá demasiados coliseos, que toda iniciativa
es bienvenida, y el Teatro Quevedo es una realidad que en muy pocos días
comenzará a ofrecer su programación, la cual quiere cimentarse sobre tres
pilares básicos: la comedia, el teatro comercial y los autores contemporáneos. Es
una alegría escuchar que un empresario habla sin rubor de teatro comercial, ese
que tantos desde la misma profesión denuestan y critican, imbuidos de un
sentido artístico que en realidad suele rozar (cuando no caer a plomo) lo
ridículo, patético, restringido, la tomadura de pelo; ¿vamos a negar su valor a
tantos montajes que saben aunar calidad con éxito de taquilla? Es más, como
diría doña Concha Piquer, este oficio es vocacional, se disfruta ejerciéndolo,
pero si no pagan, lo del amor al arte no llena la olla; esos que se engolan
para hablar de sus espectáculos, esos bendecidos por críticos a los que puede
verse dormitar (o que ovacionan algo antes de verlo, por venir de la mano de
quien venga), esos que menosprecian a los que consideran antiguallas o pasados
de moda, ¿no quieren que vayan a verles? Digo yo que buscarán resultar
comerciales porque, en caso contrario, tendrán que dedicarse a otra cosa; por
lo tanto, ¡muy bien, Luis Antonio por enarbolar la bandera de lo comercial sin
rubor ni complejos! (Shakespeare lo es, Lope de Vega también, Tennesse Williams
lo mismo –y tantos y tantos-).
Lo de preferir la comedia va en el ánimo de cada uno; yo, en ese
sentido, quiero montajes que me apasionen, a priori me da igual el género,
aunque no puedo negar que parece que es lo que el público demanda y, por lo
tanto, no debemos negarle al soberano sus antojos (o no conviene: hay que tener
un ojo puesto sobre la taquilla). Confío en el buen criterio de Luis Antonio
para encontrar buenos productos, comedias bien escritas, bien presentadas, que
no caigan en los lugares comunes tan manidos y redundantes (o, al menos, que
abra el abanico de posibilidades: la comedia acepta muchos tonos, diversos colores
y maneras de expresarse). Y, sin duda, no puedo más que aplaudirle por su
decisión de buscar autores, de potenciarlos, de posibilitarles un espacio en el
que presentarse al público; claro que nos encanta reencontrarnos con ciertos
textos y firmas (o verlos por primera vez porque no se representaron en su
momento o porque no teníamos edad –ni existencia- para ir al teatro), pero no
podemos vivir sólo del pasado porque hay que seguir construyendo este noble
edificio de tantos siglos, que vive en crisis permanente y jamás baja la
cabeza, y para ello necesitamos personas que sigan escribiendo sobre
sentimientos, sobre conflictos, sobre nosotros, y poniéndolo sobre las tablas
para que nos miremos en ese espejo (a veces deformante como dijo el inmenso Valle-Inclán)
que nos ayuda a entendernos un poco mejor.
Ya está puesta la primera butaca, sólo quedan las 149 restantes para que
en pocos días (el 16 de septiembre, en concreto) el Teatro Quevedo sea una realidad, otro lugar al que acudir para
convertirnos en espectadores, esa condición única que nos enriquece, nos
despierta, nos conmueve, nos educa, nos divierte, ese momento que necesitamos,
buscamos, anhelamos, disfrutamos, esa afición que no queremos perder y que
estamos encantados de intentar transmitir a otros, ese instante mágico en que
respiras, sudas, tiemblas, amas, ríes, te bates en duelo al mismo tiempo que
los actores, esa comunión que sólo puede darse en una sala de teatro. Si gentes
como Luis Antonio Rodríguez no existiesen, habría que inventarlas porque, en
caso contrario, ¿qué iba a ser de nosotros?.