A un libro cuya primera frase es “lo más extraño del regreso de mi
esposa de entre los muertos fue la reacción de la gente” es muy difícil
resistirse; si para colmo lo firma una de las autoras estadounidenses actuales que
mejor sabe plasmar la vida cotidiana y los sentimientos que anidan en nuestro
interior, resultando muy sencilla y accesible a pesar de profundizar en asuntos
muy complejos y poco claros, excesivamente pantanosos (cualquiera que ataña a
un ser humano, por mucho que se pretenda lo contrario, termina resultándolo),
hay que zambullirse entre sus páginas sin dudarlo. La por el momento última
entrega de Anne Tyler que ha publicado en español recientemente Lumen (por
cierto, ¡qué gran catálogo el de esta editorial, especialmente en lo que hace
referencia a las plumas femeninas! –poco a poco iremos hablando de otras señoras
que merecen nuestra atención-), El hombre
que dijo adiós (aunque su título original, The Beginner´s Goodbye –algo así como “el adiós del principiante”-
tiene más entidad y pone verdaderamente el dedo en la llaga en la que quiere
hurgar la se hiciese popular gracias a El
turista accidental) narra en primera persona el proceso de duelo de Aaron
tras perder a su mujer cuando un árbol centenario aplastó gran parte de la casa
en que convivían; puesto que ella se encontraba en una galería exterior de la
vivienda tras haber tenido una discusión (de no haber tenido lugar o de haberse
conducido de otra forma, ambos hubieran estado en la cocina o al menos juntos),
él no deja de culparse por lo sucedido y se enfrenta a los cambios radicales
que experimenta su vida en cuestión de pocas horas con gran sentimiento de
culpa y los remordimientos a flor de piel.
Anne Tyler traza con tiralíneas, con sumo cuidado, con tiento y
sabiduría, las reflexiones de su personaje, los actos que lleva a cabo, cómo se
enfrenta al resto del mundo: es todo un alarde su manera de equilibrar el texto
para que jamás se despeñe por lo convencional, por lo falsamente emotivo, por
lo manido, por lo irreal. Por mucho que la vida nos haya golpeado, jamás
aprenderemos cómo afrontar el duelo, cada uno es diferente: no sirve lo que
hicimos en una ocasión similar y, por mucho que pongamos la mejor intención en
ello, nuestra experiencia sirve de poco a los demás cuando se ven inmersos en
una situación similar; ni el cariño que sentimos por la persona fallecida, ni
las circunstancias que rodean su deceso, ni nuestra personalidad es exactamente
la misma en un momento que en otro y, aunque el dolor nos resulte reconocible,
aunque las lágrimas sean similares, aunque el vacío que nos invade parezca el
mismo, en realidad cada proceso es único e intransferible y hay que pasarlo
como mejor sepamos y/o podamos, sobrellevarlo hasta darle su lugar (porque, en
contra de esa frase tan recurrente que afirma “terminarás por superarlo”, jamás
se acostumbra uno a la ausencia de un ser querido y lo que hace, por mucho que
en un primer momento la idea generalizada, la que más tienta sea de la
revolcarse indefinidamente en el dolor, es aprender a convivir con ese abismo,
intentar no asomarse demasiado, y continuar camino).
El libro de Anne Tyler explora con acierto y verismo cómo la persona
fallecida sigue presente en nuestra vida, nos acompaña, dialogamos con ella, y
no lo hace jugando o invocando lo sobrenatural sino trasladándolo como un
suceso cotidiano, que puede sorprendernos (como le sucede a Aaron) pues nunca
podemos predecir cómo y cuándo va a ocurrir, pero que de alguna manera
percibiremos; no tiene que ser viendo a esa persona ante nuestros ojos (o no
con la misma entidad con la que ve a su mujer el protagonista de la novela),
pero a buen seguro que en algún momento hablaremos con ella, pidiéndole
consejo, echándola de menos (lo más habitual cuando se ha querido), dedicándole
un acto, haciéndole un guiño cómplice, llevándola con nosotros, sabiendo que no
nos ha abandonado (somos energía, ¿verdad?, pues anda que nos macharon en el
colegio con aquello de “la energía no se crea ni se destruye, sino que se
transforma”). La prosa de Anne Tyler no cae en el conformismo o en la ñoñería
de manual, no pretende dar lecciones (la única pega que puede ponérsele es que
precipite un poco el final y se empeñe en atar todos los cabos), lo que hace es
llamar a las cosas por su nombre, afronta la pérdida, la enfrenta, sabe
transformar el comprensible lamento en añoranza, en nostalgia, en recuerdo que
nos dibuja una sonrisa; no se trata de mitificar al fallecido, no todo puede
ser bueno permanentemente (incluso es necesario que haya momentos para lo
negativo, es parte del vivir), pero sí de mirarlo todo bajo otro prisma, de
seguir añadiendo puntos suspensivos para que el amor siga enriqueciéndose, para
continuar descubriendo a la persona que se marchó, sabiendo que todo ese
aprendizaje servirá de bastante poco cuando la tragedia vuelva a golpearnos y
que no podremos reducirlo a una fórmula en plan bálsamo de Fierabrás que ceder
a los demás. Y puede ser que alguien diga “pero, ¿eso te tranquiliza?”; no
sabría qué responder, sí que lo que cuenta Anne Tyler a través de Aaron me ha
resultado muy familiar y que no siempre he actuado cómo lo hace su personaje,
pero cuando comprendí que el tío Miguel (como saben los lectores habituales, la
pérdida que hasta el momento más me lacera) seguía siendo uno de mis baluartes,
uno de mis impulsos, uno de mis porqués, pude enjugarme las lágrimas (aunque
sigan aflorando intermitentemente), mirar al frente y decirle: “Venga, sigamos
adelante”.