lunes, 26 de agosto de 2013

ARRASTRAR LA DURA CADENA





   Hace muy poco, un buen amigo encontró trabajo, precisamente cuando se le terminaba la prestación por desempleo, y ha sido una de las pocas buenas noticias recibidas y vividas en los últimos tiempos; ahora bien, una vez comenzamos a hablar sobre el proceso de selección, lo draconiano del contrato y demás circunstancias, nos dimos cuenta de que, aunque suene catastrofista, la alegría dura poco (eso dice el aforismo, ¿no? –al menos si nos referimos a la casa del pobre-) o hay pocos motivos para la misma, ya que hemos llegado a un momento en que todo se permite, se consiente, incluso se jalea, en que no estamos nada lejos de los mundos terribles (en realidad lo son por su verismo, por su espeluznante posibilidad, por la realidad en que se basan) imaginados por Orwell, Huxley o el propio Chaplin en esa espléndida y siempre necesaria sátira conocida como Tiempos modernos (1935). Vivimos inmersos en una permanente confusión en la que el esclavismo (y hay que decirlo así, llamar a las cosas por su nombre para demostrar que somos conscientes de lo que sucede) es legal y, en lugar de intentar cambiar las tornas, lo único que importa son las cifras mondas y lirondas, sin analizar su realidad ni su contenido, y tanto sindicatos como gobierno y demás fuerzas sociales sólo quieren que los números les sean favorables (en ocasiones, alegrándose de lo negativo para poder seguir alimentando su necesidad de existir, plantando cara –se supone-, buscando subterfugios que les hagan quedar bien delante de sus iguales, exhibiendo como triunfos lo que, como mucho, son victorias pírricas, cuando no auténticos fracasos, ventas de los trabajadores a cambio de prebendas y de conservar su influencia), quedándose en la superficie, sin buscar auténticas soluciones, sin continuar la meritoria tarea de sus ilustres predecesores (a pesar de las diferencias políticas, nadie dijo nada malo sobre Marcelino Camacho cuando falleció, tanto desde un lado como desde el otro se alabaron su generosidad, entrega, sentido democrático, capacidad de diálogo, visión de futuro y bonhomía, su permanente ejemplo, su estatus de referente ético, su humildad) y, en ese río revuelto, como siempre, sigue siendo el de abajo el que recibe los palos, el que tiene que soportarlos para recibir una magra nómina a final de mes (o gastar más entre Seguridad Social y Hacienda, sacando a veces lo comido por servido, todo para que no le puedan decir que es un señoritingo que no quiere trabajar).

   No he escrito el nombre de mi amigo, aunque esté de celebración a pesar de todo, porque las redes sociales se han convertido en unas chivatas que los directivos consultan, y no tienen recato en reconocerlo (no vaya a ser que alguien lea esto y le señale con el dedo por ir contando lo que no debe): hace muy poco me contaba una amiga cómo una persona que conoce dentro de un departamento de recursos humanos cuenta que lo primero que hace cuando se pone a estudiar currículums es buscar los nombres de los candidatos a través de Google, en Facebook, en Twitter, para ver sus fotos, sus opiniones, sus vínculos, es decir, para hurgar en su vida privada (sí, es la parte que esta persona hace pública, pero eso no tiene nada que ver con lo laboral), para intentar averiguar cuál será el comportamiento de esa persona, su fidelidad, su mansedumbre; porque se sabe que lo que uno escribe puede ser utilizado para despedirle o al menos para amenazarle: yo mismo tuve que soportar que un tipejo que habita en un despacho, uno de los que decía no podía hacer nada y estaba atado de pies y manos, prisionero del vacío legal en que aún se mueve Internet en tantas ocasiones, mientras que desde un blog éramos vejados, zaheridos, calumniados (y se sabía quiénes movían o dejaban que se movieran los hilos, cometiendo lo que es falta grave y motivo de despido directo –muchas de esas excrecencias verbales iban dirigidas a la cúpula directiva y, por extensión, a la empresa-), me hablase con su tono más sibilino, con su gesto más compungido, doliéndose de que en alguna ocasión yo hubiese atacado las decisiones de la dirección, y que esa traición era difícil de soportar; en primer lugar, le expliqué que sólo un contacto mío podía haberles pasado esas frases (comentarios de Facebook que no puede leer cualquiera) y, por lo tanto, le agradecía que me pusiese alerta para cortar vínculos con el que abusaba de mi confianza de esta forma (en realidad, era alguien a quien hubiese debido borrar mucho antes como contacto, pero por no exacerbar las tensiones del programa decidí mantenerle, equivocadamente como se pudo comprobar –no fue difícil saber quién era: actuaba con la impunidad del que se cree estrella y fue facilísimo pillarle en falta-); en segundo, le dije que hablé de “la inoperancia de la dirección” en un momento en que el techo del despacho que ocupábamos se desplomó (no ladrillos, sólo unos paneles pero con la suficiente fuerza y cantidad como para haber ocasionado heridas de haber pillado a alguien debajo), haciéndolo precisamente sobre el lugar en que sentaba un compañero invidente, en clara indefensión, contraviniendo cualquier directriz sobre seguridad laboral, y que nadie lo había denunciado; en tercero, le dije que jamás escribo nombres, no por miedo, sino por no dar trascendencia a quien no lo merece (lo que no quita, como ya dije en otra ocasión, para que un día me canse de, en realidad, ser cómplice de sus desmanes y dé a cada uno el lugar que le corresponde en la historia universal de la infamia –por el momento, mejor que lo leáis como si fuese ficción en 24 horas de un periodista desesperado, pensar que fue real aún estremece y duele-) y que, por lo tanto, el que se pica ajos come; en cuarto –este punto llegó después en el tiempo-, resultaba que aquél que me acusaba de desleal sigue bien hundido en el sillón de sus entretelas y no ha tenido la decencia de honrar la memoria de los que allí le encaramaron ya que, ahora que goza del beneplácito de otra dirección, los ha criticado públicamente, menospreciándolos, restándoles méritos, considerándose una víctima más de su inutilidad e inadecuación para el cargo (algo innegable, pero si enarbolas la bandera de la lealtad, si la exiges contra viento y marea y cuando no es factible, has de aprender a callar).

   Como ya hablamos en su día –entrada del blog La parte por el todo-, tendemos a hablar de los lugares como si fuesen personas, como si no tuvieran diferentes sensibilidades, como si no estuviesen formados por pequeñas unidades, y pedimos respeto, vinculación sentimental, amor por una empresa cuando, en realidad, lo que censuramos o queremos desterrar son comportamientos concretos de gente con nombre y apellidos; no obstante, cuando se actúa representando a, por y para ese algo enorme que algunos gustan de llamar “la casa” o “mi casa” –esto último, con el posesivo, es aún más risible y patético, y se lo escuchas decir a muchos con un tono grandilocuente, casi en éxtasis místico, olvidado que ese hogar le dará la espalda en cuanto se atreva a tener opinión propia y aunque la razón e incluso las leyes estén de su lado-, es lógico que la gente se indigne y ataque directamente a la empresa y no le guste cómo actúa el grupo Prisa, lo mal que lo hacen en RTVE, las portadas de La Razón (por no salirnos del ámbito que mejor conozco, aunque lo mismo, por desgracia, puede decirse de infinidad de compañías, firmas, corporaciones y demás), sin distinguir o sin pararse a pensar quién es el responsable de que ese hecho en concreto haya sucedido. Y, mientras, por un sueldo que supera el mínimo por lo mínimo (todo eso cuando no hay un convenio que acepta mil y una vulneraciones de los derechos básicos), con jornadas laborales extensibles según convenga (píllese la humorada de la frase), con reducciones por aquí y recortes por allá (exigiendo una solidaridad que ellos no se aplican: recuérdese una reunión de aquel Consejo de Administración que hizo y deshizo mientras Rubalcaba se encastillaba en su victimismo para no desbloquear la situación en RTVE y luego poder presentar al PP como el ogro que todo lo devora –y no defiendo ni a unos ni a otros, pero dejemos las cosas claras porque lo que propició el PSOE fue precarizar aún más la situación de muchos trabajadores y propiciar venganzas y martirios chinos-, aquella en la que se aprobó la primera de las varias rebajas que han sufrido los sueldos de los trabajadores y cuya acta recogía que “la decisión sobre las retribuciones de los consejeros se deja para la próxima reunión” -¡Y todos estuvieron de acuerdo, por supuesto, sin que se les cayese la cara de vergüenza!-), con un paternalismo perverso, se exige del trabajador que lo aguante todo (y muchas veces no queda otra) y salte como los perritos cuando se le dice.

   Ya hace muchos años que cantaba Raphael aquello de “el trabajo nace con la persona, / va grabado sobre su piel / y ya siempre le acompaña / como el amigo más fiel”; en caso de que el niño de Linares quisiese recuperar este éxito, habría que pedirle que cambiase la letra para no herir susceptibilidades, al igual que sucede con esos comerciales que pululan por Barajas, a los que apenas pagan y por eso andan casi desesperados buscando captar algún cliente que engorde un poco sus beneficios, que te espetan incluso aunque vayas hablando por el móvil: “Perdona, ¿trabajas en España?” (y aunque no pierdas la sonrisa para decir “no, estamos en el paro”, aún tienes que soportar que alguno replique “¿de verdad?”); el trabajo se ha convertido en un artículo de lujo, y en muchas ocasiones tienes que prostituirte anímica y moralmente para conseguirlo, pero uno cree que la verdadera lucha está en denunciar estas tropelías, estos desórdenes, estos excesos, y en demandar un mínimo de justicia y, sobre todo, que vuelvan a valorarse los méritos, la preparación, lo que te hace merecedor de tu puesto (ya sé que esto es muy utópico, sobre todo porque están muy a salvo en su torre de marfil muchos que, además, no quieren gente demasiado valiosa y/o válida cerca que haga tambalearse su pedestal). Y alguien pensará que con escritos como éste, yo mismo cavo mi tumba; miren, si no me van a llamar de todas formas (a las pruebas me remito), si han de darme un lugar mediocres de alma, si debo pasar por su aro y olvidar humillaciones, si incluso pudiera ser que me llamasen para cerrarme la boca, entonces prefiero seguir frente a mi ordenador: quiero pensar que me ofrecen trabajo porque lo merezco, porque puedo desempeñarlo, porque respondo al perfil necesario, si es por razones exógenas (como tantos, y además alardean de ello), creo que en mi hogar saben quién soy y lo que valgo y con eso me siento muy recompensado (los que me conocen saben que esto no es una reacción a lo zorra de la fábula: esas uvas, que tal vez antes pude digerir, ahora reabrirían mi úlcera).