Hace muy poco, un buen amigo encontró trabajo, precisamente cuando se le
terminaba la prestación por desempleo, y ha sido una de las pocas buenas
noticias recibidas y vividas en los últimos tiempos; ahora bien, una vez
comenzamos a hablar sobre el proceso de selección, lo draconiano del contrato y
demás circunstancias, nos dimos cuenta de que, aunque suene catastrofista, la
alegría dura poco (eso dice el aforismo, ¿no? –al menos si nos referimos a la
casa del pobre-) o hay pocos motivos para la misma, ya que hemos llegado a un
momento en que todo se permite, se consiente, incluso se jalea, en que no
estamos nada lejos de los mundos terribles (en realidad lo son por su verismo,
por su espeluznante posibilidad, por la realidad en que se basan) imaginados
por Orwell, Huxley o el propio Chaplin en esa espléndida y siempre necesaria
sátira conocida como Tiempos modernos (1935).
Vivimos inmersos en una permanente confusión en la que el esclavismo (y hay que
decirlo así, llamar a las cosas por su nombre para demostrar que somos
conscientes de lo que sucede) es legal y, en lugar de intentar cambiar las
tornas, lo único que importa son las cifras mondas y lirondas, sin analizar su
realidad ni su contenido, y tanto sindicatos como gobierno y demás fuerzas
sociales sólo quieren que los números les sean favorables (en ocasiones,
alegrándose de lo negativo para poder seguir alimentando su necesidad de existir,
plantando cara –se supone-, buscando subterfugios que les hagan quedar bien
delante de sus iguales, exhibiendo como triunfos lo que, como mucho, son
victorias pírricas, cuando no auténticos fracasos, ventas de los trabajadores a
cambio de prebendas y de conservar su influencia), quedándose en la superficie,
sin buscar auténticas soluciones, sin continuar la meritoria tarea de sus
ilustres predecesores (a pesar de las diferencias políticas, nadie dijo nada
malo sobre Marcelino Camacho cuando falleció, tanto desde un lado como desde el
otro se alabaron su generosidad, entrega, sentido democrático, capacidad de
diálogo, visión de futuro y bonhomía, su permanente ejemplo, su estatus de
referente ético, su humildad) y, en ese río revuelto, como siempre, sigue
siendo el de abajo el que recibe los palos, el que tiene que soportarlos para
recibir una magra nómina a final de mes (o gastar más entre Seguridad Social y
Hacienda, sacando a veces lo comido por servido, todo para que no le puedan
decir que es un señoritingo que no quiere trabajar).
No he escrito el nombre de mi amigo, aunque esté de celebración a pesar
de todo, porque las redes sociales se han convertido en unas chivatas que los
directivos consultan, y no tienen recato en reconocerlo (no vaya a ser que
alguien lea esto y le señale con el dedo por ir contando lo que no debe): hace
muy poco me contaba una amiga cómo una persona que conoce dentro de un
departamento de recursos humanos cuenta que lo primero que hace cuando se pone
a estudiar currículums es buscar los nombres de los candidatos a través de
Google, en Facebook, en Twitter, para ver sus fotos, sus opiniones, sus
vínculos, es decir, para hurgar en su vida privada (sí, es la parte que esta
persona hace pública, pero eso no tiene nada que ver con lo laboral), para
intentar averiguar cuál será el comportamiento de esa persona, su fidelidad, su
mansedumbre; porque se sabe que lo que uno escribe puede ser utilizado para
despedirle o al menos para amenazarle: yo mismo tuve que soportar que un tipejo
que habita en un despacho, uno de los que decía no podía hacer nada y estaba
atado de pies y manos, prisionero del vacío legal en que aún se mueve Internet
en tantas ocasiones, mientras que desde un blog éramos vejados, zaheridos,
calumniados (y se sabía quiénes movían o dejaban que se movieran los hilos,
cometiendo lo que es falta grave y motivo de despido directo –muchas de esas
excrecencias verbales iban dirigidas a la cúpula directiva y, por extensión, a
la empresa-), me hablase con su tono más sibilino, con su gesto más compungido,
doliéndose de que en alguna ocasión yo hubiese atacado las decisiones de la
dirección, y que esa traición era difícil de soportar; en primer lugar, le
expliqué que sólo un contacto mío podía haberles pasado esas frases (comentarios
de Facebook que no puede leer cualquiera) y, por lo tanto, le agradecía que me
pusiese alerta para cortar vínculos con el que abusaba de mi confianza de esta
forma (en realidad, era alguien a quien hubiese debido borrar mucho antes como
contacto, pero por no exacerbar las tensiones del programa decidí mantenerle,
equivocadamente como se pudo comprobar –no fue difícil saber quién era: actuaba
con la impunidad del que se cree estrella y fue facilísimo pillarle en falta-);
en segundo, le dije que hablé de “la inoperancia de la dirección” en un momento
en que el techo del despacho que ocupábamos se desplomó (no ladrillos, sólo
unos paneles pero con la suficiente fuerza y cantidad como para haber ocasionado
heridas de haber pillado a alguien debajo), haciéndolo precisamente sobre el
lugar en que sentaba un compañero invidente, en clara indefensión,
contraviniendo cualquier directriz sobre seguridad laboral, y que nadie lo
había denunciado; en tercero, le dije que jamás escribo nombres, no por miedo,
sino por no dar trascendencia a quien no lo merece (lo que no quita, como ya
dije en otra ocasión, para que un día me canse de, en realidad, ser cómplice de
sus desmanes y dé a cada uno el lugar que le corresponde en la historia
universal de la infamia –por el momento, mejor que lo leáis como si fuese
ficción en 24 horas de un periodista
desesperado, pensar que fue real aún estremece y duele-) y que, por lo
tanto, el que se pica ajos come; en cuarto –este punto llegó después en el
tiempo-, resultaba que aquél que me acusaba de desleal sigue bien hundido en el
sillón de sus entretelas y no ha tenido la decencia de honrar la memoria de los
que allí le encaramaron ya que, ahora que goza del beneplácito de otra
dirección, los ha criticado públicamente, menospreciándolos, restándoles
méritos, considerándose una víctima más de su inutilidad e inadecuación para el
cargo (algo innegable, pero si enarbolas la bandera de la lealtad, si la exiges
contra viento y marea y cuando no es factible, has de aprender a callar).
Como ya hablamos en su día –entrada del blog La parte por el todo-, tendemos a hablar de los lugares como si
fuesen personas, como si no tuvieran diferentes sensibilidades, como si no
estuviesen formados por pequeñas unidades, y pedimos respeto, vinculación
sentimental, amor por una empresa cuando, en realidad, lo que censuramos o
queremos desterrar son comportamientos concretos de gente con nombre y
apellidos; no obstante, cuando se actúa representando a, por y para ese algo
enorme que algunos gustan de llamar “la casa” o “mi casa” –esto último, con el
posesivo, es aún más risible y patético, y se lo escuchas decir a muchos con un
tono grandilocuente, casi en éxtasis místico, olvidado que ese hogar le dará la
espalda en cuanto se atreva a tener opinión propia y aunque la razón e incluso
las leyes estén de su lado-, es lógico que la gente se indigne y ataque
directamente a la empresa y no le guste cómo actúa el grupo Prisa, lo mal que
lo hacen en RTVE, las portadas de La Razón (por no salirnos del ámbito que
mejor conozco, aunque lo mismo, por desgracia, puede decirse de infinidad de
compañías, firmas, corporaciones y demás), sin distinguir o sin pararse a
pensar quién es el responsable de que ese hecho en concreto haya sucedido. Y,
mientras, por un sueldo que supera el mínimo por lo mínimo (todo eso cuando no
hay un convenio que acepta mil y una vulneraciones de los derechos básicos),
con jornadas laborales extensibles según convenga (píllese la humorada de la
frase), con reducciones por aquí y recortes por allá (exigiendo una solidaridad
que ellos no se aplican: recuérdese una reunión de aquel Consejo de
Administración que hizo y deshizo mientras Rubalcaba se encastillaba en su
victimismo para no desbloquear la situación en RTVE y luego poder presentar al
PP como el ogro que todo lo devora –y no defiendo ni a unos ni a otros, pero
dejemos las cosas claras porque lo que propició el PSOE fue precarizar aún más
la situación de muchos trabajadores y propiciar venganzas y martirios chinos-,
aquella en la que se aprobó la primera de las varias rebajas que han sufrido los
sueldos de los trabajadores y cuya acta recogía que “la decisión sobre las
retribuciones de los consejeros se deja para la próxima reunión” -¡Y todos
estuvieron de acuerdo, por supuesto, sin que se les cayese la cara de vergüenza!-),
con un paternalismo perverso, se exige del trabajador que lo aguante todo (y
muchas veces no queda otra) y salte como los perritos cuando se le dice.
Ya hace muchos años que cantaba Raphael aquello de “el trabajo nace con
la persona, / va grabado sobre su piel / y ya siempre le acompaña / como el amigo
más fiel”; en caso de que el niño de Linares quisiese recuperar este éxito,
habría que pedirle que cambiase la letra para no herir susceptibilidades, al
igual que sucede con esos comerciales que pululan por Barajas, a los que apenas
pagan y por eso andan casi desesperados buscando captar algún cliente que
engorde un poco sus beneficios, que te espetan incluso aunque vayas hablando
por el móvil: “Perdona, ¿trabajas en España?” (y aunque no pierdas la sonrisa
para decir “no, estamos en el paro”, aún tienes que soportar que alguno
replique “¿de verdad?”); el trabajo se ha convertido en un artículo de lujo, y
en muchas ocasiones tienes que prostituirte anímica y moralmente para
conseguirlo, pero uno cree que la verdadera lucha está en denunciar estas
tropelías, estos desórdenes, estos excesos, y en demandar un mínimo de justicia
y, sobre todo, que vuelvan a valorarse los méritos, la preparación, lo que te
hace merecedor de tu puesto (ya sé que esto es muy utópico, sobre todo porque
están muy a salvo en su torre de marfil muchos que, además, no quieren gente
demasiado valiosa y/o válida cerca que haga tambalearse su pedestal). Y alguien
pensará que con escritos como éste, yo mismo cavo mi tumba; miren, si no me van
a llamar de todas formas (a las pruebas me remito), si han de darme un lugar
mediocres de alma, si debo pasar por su aro y olvidar humillaciones, si incluso
pudiera ser que me llamasen para cerrarme la boca, entonces prefiero seguir
frente a mi ordenador: quiero pensar que me ofrecen trabajo porque lo merezco,
porque puedo desempeñarlo, porque respondo al perfil necesario, si es por
razones exógenas (como tantos, y además alardean de ello), creo que en mi hogar
saben quién soy y lo que valgo y con eso me siento muy recompensado (los que
me conocen saben que esto no es una reacción a lo zorra de la fábula: esas uvas, que tal vez antes pude digerir, ahora reabrirían mi úlcera).