Hay ocasiones en que te resistes a asistir a un espectáculo, leer un
libro, acudir a una exposición, precisamente por el beneplácito general que
parece recibir, por el consenso sobre su excelencia, porque es considerado cita
ineludible y no estás en la onda si te resistes a sus encantos, porque te
recomiendan encarecidamente personas cuyos gustos apenas coinciden con los
tuyos y otras muchas que jamás son capaces de argumentar su opinión,
limitándose a cacarear lo que han pillado aquí y allá (recuerdo, por ejemplo,
cómo un fan declarado de Madonna, de esos que la idolatran ostentosamente, al
saber que Pablo y yo iríamos a uno de los conciertos que ofreció en Barcelona
en 2012 -¡Menuda experiencia! ¡Qué pasada!-, asintió con pasión y me dijo con
la voz entrecortada: “Es que hay que ir, si no estás no eres nadie” –es decir,
que él otorgaba certificados de admirador sólo por la presencia; confío en que,
al menos, disfrutase de verdad y no porque era lo que tocaba al tener entrada
de la zona VIP, a escasos centímetros de la diosa-). Precisamente por ello, me
resistía a ver Searching for Sugar Man,
ya que parecía transformar la vida de cualquiera que se asomaba a su historia,
provocaba los adjetivos más encomiásticos de algunos cuyas sugerencias pongo en
cuarentena ya que suelen conducirme a moderneces que provocan mi sonrojo, mis
bostezos o mi indignación, porque el que tiene un poco de bagaje encuentra en
seguida los referentes, cuando no el plagio descarado, por muy rupturista e
innovador que se crea el artista; por otra parte, tiendo a desconfiar de esos
panegíricos pretenciosamente intelectuales en los que se percibe que se siente muy
importante el que escribe por el hecho de recomendar esa obra, utilizando
palabras huecas y altisonantes que tan sólo cimientan un elitismo de manual y
que en muchas ocasiones dan gato por liebre (aunque para eso siempre es
necesario que el tiempo vaya pasando inexorable y coloque a cada uno en su
sitio o sepulte al que jamás hubiese merecido atención).
Pero esos azares del destino (sí, parece un oxímoron, pero es que yo
creo que ambos existen si se les permite mezclarse), esos horarios cambiantes
de algunas salas de cine, provocaron que, para no esperar durante casi dos
horas a una proyección de la película deseada, me animase a ver un documental
que, fuese por lo que fuese, ha conseguido mantenerse más de cinco meses en
cartel agotando las entradas en bastantes ocasiones y cuyo prestigio no hace
sino crecer día a día. Y lo cierto es que la historia que narra con pulso firme
y maestro Malik Bendjelloul me atrapó desde los primeros minutos, y el hecho de
no haber sentido demasiado interés por el contenido del filme (a pesar de mi
profesión, es algo que intento hacer casi siempre: sentarme ante la pantalla
sabiendo lo menos posible, incluso ignorando argumentos para poder reaccionar
tal cual me nazca) motivó que fueran naciendo en mi interior los mismos
interrogantes que movieron al director para lanzarse a la titánica tarea de
saber qué fue de un cantautor, un tal Rodríguez, quien tras publicar dos discos
en 1970 y 1971 había prácticamente desaparecido del panorama musical e incluso
de la existencia, ya que corría el rumor de un horripilante suicidio encima del
escenario; pero en Sudáfrica, en la terrorífica Sudáfrica que intentaba
sobrevivir bajo el apartheid, sus canciones tenían vigencia e incluso servían
como himno para cantar a la anhelada libertad, a la convivencia, al
entendimiento, al fin de la violencia, y las copias caseras pasaban de mano en
mano, alimentando su mito mucho tiempo después de que el nefasto y criminal
régimen cayese. Y así es cómo alguien se empeña en despejar la incógnita y
contradecir la leyenda hasta descubrir que Rodríguez está vivo y es totalmente
ajeno a su carácter mítico en aquel país.
Aunque pueda molestar a algunos, debo decir que su voz, profunda,
calmada, con ecos de tristeza y nostalgia, con la fuerza de lo que no se puede
callar, con la necesidad de transmitir y sin preocuparse por la trascendencia,
invadió todo mi ser y, puestos a comparar con alguno de sus contemporáneos, me
gustó mucho más que la de Bob Dylan; nada más lejos de mi intención que negar al
de Minnesota sus múltiples valores, pero tal vez se ha abusado demasiado de una
pequeña parte de su discografía, despojando en ocasiones a sus temas de su
intención original, haciéndolos parecer piezas de museo, glorificando en exceso
lo que sin duda tiene calidad pero sin olvidar (y no tiene nada de malo: no hay
por qué avergonzarse de que nos guste) que estamos hablando de pop, de folk, de
música popular (sin el tono peyorativo que algunos utilizan para
menospreciarla). Pero, sin duda, lo mejor fue él mismo, Sixto Rodríguez,
sorprendido por el éxito, el que le fue negado en su momento y del que renegó,
tranquilo padre de familia, sin rencor ni afán de revancha, contento porque su
música hubiese servido como bálsamo e impulso a tanta gente, feliz por regresar
a su repertorio para compartirlo con los demás, cerrando el círculo con
sencillez y bonhomía. En un momento dado, decidió huir de sí mismo, del
ambiente musical que no le era propicio y que le negaba el sitio que él
buscaba, aquel que le permitiese ser fiel y honesto con su forma de entender la
música, y se alejó antes de que le obligasen a ser otro, a prostituir su
talento, a fingir su personalidad, y se fue sin alharacas ni traumas,
calladamente, satisfecho con lo conseguido, sin reproches ni furia. Y es esa
inteligencia, esa capacidad para regalar, esa humanidad a prueba de bombas, esa
fe irredenta en el poder de la música, ese agradecimiento a los que le quieren
a través de su obra (¿Qué más puede desear un artista?), lo que le ha permitido
regresar como si nunca se hubiera ido (en realidad, nunca lo hizo porque fueron
muchos los que siguieron escuchándole y coreándole); la miremos por donde la
miremos, la peripecia vital de Rodríguez nos da muchas lecciones, muchas enseñanzas
y, lo que es mejor, sin pretenderlo.