Jorge Luis Borges (¡Nada menos!) gustaba de presentarse como lector,
presumía más de lo que conocía a través de los libros escritos por otros que de
los textos salidos de su imaginación, no paró de rastrear bibliotecas,
librerías, cualquier volumen que le pillase a mano en cualquier país del mundo,
buscando nuevas emociones, ya fuesen títulos descatalogados, desconocidos,
autores que le maravillaban u otros de los que apenas tenía referencias (o las
tenía inmejorables pero por esas cosas de la vida no había podido acceder antes
a ellos); en la actualidad, podríamos considerar que su testigo lo ha recogido
Benjamín Prado, un buen escritor, pero que es infinitamente mejor como crítico
literario, como analista, como transmisor de placeres, porque sabe hacer eso
tan difícil y que tanto escasea que es hablar como lector pero con
conocimiento, adorando el objeto de estudio, huyendo de academicismos, abriendo
las ganas de leer, conquistando nuevos adeptos (he podido comprobar su poder de
convicción sólo por lo que decía, por lo que se percibía que él había
disfrutado con las páginas que recomendaba –hipnotismo similar al que desplegaba
Luis Landero en sus clases de Literatura, inyectando el gusanillo de la lectura
en personas que sólo abrían un libro por obligación, teniendo que bregar, las
cosas como son, con esos planes de estudio diseñados por alguien que sabe muy
poco o nada de cómo ganar lectores-). Sin duda, es muy interesante y revelador
conocer cuáles son las lecturas de los autores que nos gustan porque, de alguna
manera, ahí está el germen de su obra, bien por admiración, bien por imitación
(sea más o menos consciente), bien por rechazo a la hora de escribir en el sentido
de buscar otro camino, tirar por otros derroteros o preferir un género
diferente; del mismo modo, estoy convencido de que habrá muchos llamados,
considerados, tildados de escritores (algunos lo serán en el sentido de juntar
letras y de tener la fortuna de que les publiquen –aunque hablo de personas que
de verdad lo hacen, no de todos esos a los que les reúnen sus recuerdos,
pensamientos, catarata de conversaciones (acepción delirante con la que
presentan el libro en el que Julián Muñoz intenta disculparse y escurrir el
bulto)-), gentes a tener en cuenta mucho más por su gusto lector que por su
supuesto talento literario.
La editorial Siruela, que cuida mucho a sus adeptos, que sabe combinar
lo exquisito con lo legible, que no restringe, que abre el abanico de
posibilidades, que tiene un gran olfato para detectar esos nombres que con el
tiempo se transformarán en clásicos, que defiende la buena literatura incluso
en los géneros más denostados (no hay más que asomarse a su modélica y
espléndida colección de novela policiaca, demostrando que Simenon, Chandler,
Hammett, tantos otros tienen continuadores, autores que saben trenzar una trama
absorbente y escribir con gusto y cuidado –en contra de lo que suelen afirmar
los que menosprecian todo aquello que les resulta “comercial”, olvidando el
éxito popular de que gozaron en su momento Dickens, Galdós, Dumas y tantos
nombres imprescindibles del XIX-), el sello que nos descubrió a Herta Müller
antes del Nobel, el que siempre ha apostado por Amos Oz, el que rescató una
novela magistral como Caballo de oros de
Víctor F. Freixanes, ese que es sinónimo de calidad (aunque no todo su catálogo
nos convenza, claro –ese tipo de coincidencia total es casi imposible-, pero al
menos su nombre nos invita a querer conocer sus nuevos títulos) presenta ahora
un volumen que se diría imprescindible para los admiradores (y son legión –dicho
sin ninguna doble intención, jejeje-) de H. P. Lovecraft, uno de los nombres
que han engrandecido el género fantástico, el de terror, por extensión la buena
literatura. Tal vez muchos desconozcan que el autor de Providence fue un
erudito, un investigador, un teórico que dedicó gran parte de su vida al
estudio y la defensa argumentada y cimentada de lo que él consideraba “una deslumbrante victoria del espíritu
frente a la materia, una restitución de la facultad de soñar, de crear mundos
propios, de expresar sus mismos fantasmas para exorcizarlos”; de este modo
explica el antólogo Juan Antonio Molina Foix cómo afrontaba y entendía Lovecraft
su literatura y cuáles consideraba que eran las bases pertinentes para desarrollar,
ampliar y enriquecer el género preternatural, el que explora, indaga, saca a la
luz nuestros miedos más ancestrales y enquistados, ese que en ocasiones nos
obliga a levantar la vista del libro y mirar a nuestro alrededor, por encima
del hombro, a sospechar del mínimo crujido, el que nos acelera el pulso y
congela el sudor en nuestra espalda, el que proporciona una ambigua y
placentera sensación que combina el gozo con el rechazo, el que nos atrae al
mismo tiempo que nos repele pero nos vemos incapaces de resistirnos a su
atracción.
EL horror según Lovecraft es
un paseo por algunos de los autores que el creador de Los mitos de Cthulhu consideraba capitales para tener una visión lo
más global posible de la historia del “cuento de horror”, su acepción favorita
para referirse al género. Por razones de extensión, con el objeto de que el
libro fuese una muestra variada (lo que obligaba a que cada relato no fuese
demasiado largo), Molina Foix se ha visto obligado a dejar fuera a algunos de
los escritores más venerados por Lovecraft (Ann Radcliffe, el reverendo
Maturin, M. G. Lewis, William Hope Hodgson) y, del mismo modo, para ampliar
horizontes, ha evitado a otros que son sobradamente conocidos y, con derecho
propio, han generado su propio culto (Poe por supuesto, Stoker, Shelley o H. G.
Wells), recuperando nombres un tanto olvidados (Arthur Machen, Lord Dunsany,
Walter de la Mare), reivindicando a otros capitales para el género pero tal vez
no suficientemente reconocidos (Guy de Maupassant –versátil como pocos y grande
en cualquier historia que abordase-, Ambrose Bierce), como a aquellos que sólo
se acercaron al mismo ocasionalmente (Crawford, Gilman), conformando una
pléyade necesaria, un acercamiento bastante completo a lo que fue la eclosión
vivida por las historias de horror entre los años finales del XIX y los años
treinta del siglo XX, fecha en que se cierra la antología por coincidir con el
fallecimiento de Lovecraft (ocurrido en 1937).
Sorprende la vigencia de estas narraciones, cómo consiguen hacernos
temblar, la mayoría de las veces haciendo irrumpir lo sobrenatural en lo
cotidiano, provocando dudas sobre lo que ven nuestros ojos, imposibilitando
cualquier respuesta racional, inoculándonos pavor, temor, oscuridad sólo con
unas cuantas palabras, con la creación de la atmósfera idónea (opresiva,
ominosa, infernal), desatando nuestra imaginación (el mayor peligro a la hora
de generar, experimentar, vivir el miedo: no hace falta ver nada concreto).
Pocos volúmenes hay más apetecibles para este verano tórrido; los más
reticentes pueden tomárselo como un aparato de aire acondicionado portátil,
seguro que les refrigera el alma y el recoveco más recóndito, los amantes del
género no tienen excusa para perdérselo y los que buscan nuevas emociones,
otros autores, los lectores con amplitud de miras, aún menos.