Ya que hablé el otro día sobre mi amigo Mairena, hoy puedo ir
directamente al grano; primero, porque me gustaría resaltar que si llegué a los
micrófonos, que si me enamoré de la radio (y lo seguiré estando por y para
siempre por muchos poetas güeros que se crucen), fue gracias a él. Lo cierto es
que fui oyente desde pequeño (me despertaban a los compases de Radio Hora “a través de EAJ2, Radio
España” las voces de Carlos Sáinz, Ferrera Álvarez y Enrique Dausán y cuando
terminaba “el cuento corto de hoy” era el momento de salir camino del colegio,
merendaba muchas veces en casa de la abuela mientras sonaba Peticiones del oyente en Radio
Intercontinental -¡Quién me iba a decir que allí mismo empezaría a forjar mi
destino radiofónico y pasaría algunos de los mejores años profesionales de mi
vida junto al necesario, al maestro, al amigo Miguel Ángel Yáñez!-, fui a
conocer los estudios de Radio Cristal en Velázquez 54 –donde empezaría su
andadura Onda Cero- porque la tía y yo éramos fans de un programa presentado
por José Antonio Rojo –hijo del mítico montador del mismo nombre- y Mercedes
Revuelta –con los años, mujer de Jorge Verstrynge-, también los de Radiocadena
Española, cuando ya tenía claro que iba a estudiar Periodismo, para compartir
un Apueste por una con María Teresa
Campos y Patricia Ballestero, mi programa favorito durante mucho tiempo), la
radio siempre me ha acompañado, pero no la contemplaba como una posibilidad
profesional hasta que Juan me pidió que colaborase con él en un programa
dominical durante el primer verano que compartimos y el veneno de la palabra,
del micrófono, de ese medio imaginativo, directo, inmediato, mágico, me hizo
arrinconar mis pretensiones literarias (era mi ilusión: escribir –y ahora la he
recuperado, la ejerzo, la vivo, gracias al continuo impulso de Pablo-) para
centrar mis aspiraciones, mi realidad, en las ondas. En segundo lugar, porque
hoy quiero hablar de un autor que me sorprende, me alucina, me provoca, me
estimula, me remueve, me divierte, me admira, me atrapa y, de alguna manera,
debo a Mairena su conocimiento.
Lo cierto es que Salman Rushdie saltó a las primeras páginas de todos
los medios a su pesar cuando el ayatolá Jomeini le condenó a muerte por el
contenido blasfemo de su novela Los
versos satánicos, y tras conocer las primeras informaciones recordé que un
libro muy recomendado era uno de aquellas ediciones de Alfaguara con todas las
cubiertas iguales (en morado la literatura para adultos, en amarillo con algún
mínimo dibujo en portada la infantil) que se titulaba Hijos de la medianoche y cuyo autor era también Rushdie. Juan, que
nunca ha negado dejarse por el morbo cuando éste se le pone ahí mismo (organizó
en dos minutos una auténtica excursión para que viésemos La última tentación de Cristo la misma semana de su estreno –y salió
muy decepcionado porque no estoy muy seguro de qué esperaba encontrarse-),
estuvo muy pendiente de la publicación en España del polémico y a su pesar
maldito libro (o viceversa, en este caso ambas escrituras son válidas) y logró
un ejemplar, uno de esa edición histórica en que 18 editoriales se hicieron
responsables de la misma y en cuya portada aparecía expresado el apoyo del
Ministerio de Cultura en virtud de la aplicación del artículo 20 de la
Constitución. El caso es que, una vez calmado el frenesí por el libro, Mairena
me lo pasó antes de leerlo y después de las primeras páginas no pude soltarlo
hasta haber dado buena cuenta de su contenido: reconozco que no debí captar ni
la mitad de las referencias a la religión ni gran parte de sus ironías y
críticas, pero por encima de todo ello estaba la riqueza de su prosa, la
naturalidad para mezclar estilos, para variar de tono en la misma frase, metáforas
imaginativas que te invitaban a soñar, su apabullante capacidad fabuladora, su
hipnótica narración, su facilidad para hacer reconocible un universo muy
particular, para convertir lo personal en universal; su inventiva parecía no
tener límites y su torrente expresivo tampoco. Como suele ser habitual, los que
se escandalizaron y condenaron pusieron por delante su interpretación, su
irritación, su susceptibilidad, su manía persecutoria, aplicaron unas leyes que
deberían estar derogadas hace siglos (una blasfemia a algo que no existe, a una
creencia, a lo íntimo de cada cual, está claro que ofende a la persona que así
la recibe pero no puede ser motivo de condena a un castigo, mucho menos a la
pena de muerte), pero dieron mayor publicidad y trascendencia a una novela que,
tal vez, hubiera pasado muy inadvertida pero consiguió con esa indeseada publicada (igual habría que decir propaganda, de eso se trataba) que los lectores de
Rushdie se multiplicaran por una cifra casi imposible de cuantificar (aunque a
buen seguro, y en contra de lo que parece afirmar el que fue gran amigo suyo Christopher
Hitchens en su espléndido libro de memorias, Hitch 22, el autor hubiese preferido menos repercusión y no
convertir su vida en una permanente huida, escondido y protegido en todo
momento).
Pero cuando gracias a la editorial Mondadori que publica en nuestro país
las novedades literarias de Rushdie uno puede recuperar ahora Los versos satánicos o la monumental Hijos de la medianoche (llevaba un
tiempo descatalogada), superada la dosis de escándalo (aunque la condena siga
en pie y el escritor cancele ciertos compromisos porque se teme por su
integridad), sigue encontrándose con un autor que concibe sus obras como un
auténtico viaje emocional, sentimental, íntimo, una verdadera catarata de
sensaciones, entroncando siempre la trama principal con su país de origen, con
su realidad, con sus raíces, con la religión en la que fue educado, haciéndose
preguntas, diseccionando realidades, metiendo el dedo en la llaga y escarbando
y eso es algo que sigue molestando y mucho (precisamente hace unas horas tuve
oportunidad de visionar la estupenda película Hannah Arendt, que retrata muy bien cómo se lapida, aniquila,
insulta, menosprecia y desacredita al que se atreve a decir en alto lo que
muchos callan, al que piensa por sí mismo y saca los colores al maniqueísmo
reduccionista de los pagados de sus creencias –políticas, religiosas, morales-,
las cuales tienen cimientos muy débiles que, en lugar de reforzar, se mantienen
contra viento y marea como las únicas posibles, adecuadas o “verdaderas”); no
hay más que volver a recordar cómo se han comportado tantos del gremio con 24 horas de un periodista desesperado,
en la que Pablo lanza un grito de socorro para que alguien sea autocrítico,
tome nota y cambie el rumbo, pero ya vemos que es mejor censurarla mientras
algunos siguen escalando puestos y llegando más arriba en la cadena de mando.
No cabe duda de que las intenciones de Salman Rushdie al abordar Los versos satánicos eran remover alguna
conciencia, poner la lupa en determinados aspectos, criticar o hacer burla de
ciertas actitudes, pero, para empezar, nos olvidamos de que si una obra se
presenta como “novela” entendemos que, por muy inspirada en hechos reales que
esté, la imaginación, la pericia para hilar la trama, ciertos retoques habrá
hecho el autor para que todo tenga sentido (la vida real, contada tal cual, da
para poca literatura por mucho talento que se tenga) y, por otro lado, no hay
más que sumergirse en las páginas de Hijos
de la medianoche, sin duda la obra maestra más absoluta salida hasta el
momento de la pluma de Rushdie, título publicado ocho años antes, para
encontrar esa ironía, esa irreverencia, esa manera de pasar por su tamiz
incrédulo muchos de los discursos oficiales, las proclamas, los rezos
dirigidos, los discursos únicos, los que llaman “disidente”, “contrarrevolucionario”
o “traidor” al que cuestiona al líder y se cuestiona aquello en lo que le dicen
debe creer a pies juntillas. Por fortuna, a pesar de que lo sufrido podría
haberle doblegado, anulado, amedrentado, Salman Rushdie sigue dejando claro que
es quien es en cada nueva obra que presenta y su prosa no desfallece: enérgica,
desbordante, imposible de ignorar, cautivadora, bifurcándose hasta la
extenuación para regresar al caudal principal sin rupturas ni trampas, ayudando
al lector en todo momento, un deleite para los sentidos (la oímos, la olemos,
la paladeamos, la tocamos, nada queda fuera).