Me he referido en más de una
ocasión al hecho de que, de una manera u otra, la mía fue una generación
ciertamente privilegiada porque a pesar de las muchas carencias y de las
rémoras que arrastraríamos durante gran parte de la infancia e incluso
adolescencia (como señaló acertadamente Vázquez Montalbán en su novela Los mares del Sur, “el franquismo nos ha
maleducado a todos” y hubo que ajustar, pulir, cambiar demasiadas cosas),
teníamos muy a mano los estímulos necesarios para soñar, para desear conocer
otras realidades (sobre todo las inventadas), para desarrollar nuestro gusto
por el cine, el teatro, la lectura; sí, había sólo dos canales de televisión,
¡pero qué bien cuidados estábamos! Centrándonos sólo en los programas
específicos para los niños tuvimos Un
globo, dos globos, tres globos, El
monstruo de Sancheztein, La mansión
de los Plaff, El libro gordo de Petete, La cometa blanca, El recreo, La guagua,
Sabadabada (que con el tiempo se transformaría en Dabadabada) o aquellos con los que nos fuimos haciendo adultos (la
estupenda selección cinematográfica de Pista
Libre o, por supuesto, la imprescindible La Bola de Cristal) y en todos ellos se hablaba de manera sencilla
y amena, de forma natural y atractiva, sobre libros, música, teatro (ese del
que tanto sabíamos gracias a Estudio 1),
todos tenían una base cultural sin perder de vista la diversión y los juegos. Y
no olvidemos que la mayor parte de las series de dibujos animados (y ahí las
españolas echaron el resto) se basaban en títulos señeros de la literatura
universal que se convertían en conocidos, apetecibles, compañeros gracias a La vuelta al mundo de Willy Fog, Tom Sawyer,
D´Artacán y los tres mosqueperros, Ulises 31, Heidi, Marco y ese absoluto
hito que debería ser de visión obligada en todas las escuelas y que haría mucho
más por la gran creación cervantina que los espantosos programas oficiales de
lectura que durante tantos años han tenido el efecto contrario al que deberían
propiciar (es decir, crear lectores no provocar deserciones en masa): Don Quijote de La Mancha, la serie que
convirtió en populares al caballero y su escudero (con las voces de Fernando
Fernán Gómez y Antonio Ferrandis), que nos trasladó a las páginas creadas por
Miguel de Cervantes (al que prestaba su voz Rafael de Penagos), cuyo éxito se
hizo extensivo a cromos, juegos de mesa, canciones, mil y un estímulos.
Otra de las fortunas que nos trajeron aquellos programas que estamos
evocando (y otros muchos) fue que convirtió en familiares y queridos no sólo a
los responsables directos de horas de merienda, sábados por la mañana, jornadas
felices (María Luisa Seco, Torrebruno, Mayra Gómez Kemp, la llorada Sonia
Martínez, Alaska antes de Mario Vaquerizo, Mari Carmen Goñi, Pepe Carabias),
sino a los grandes actores españoles que aparecían en muchos programas,
estuvieran o no dirigidos a los más pequeños de la casa (Valeriano Andrés,
Irene Gutiérrez Caba, José Bódalo, Amparo Rivelles, María Luisa Ponte, Ismael
Merlo, Lola Herrera, Fernando Delgado,… ¡tantos y tantas!). Uno de los
privilegios del oficio periodístico es que te pone en contacto con personas a
las que admiras, a las que quieres, a las que necesitas y de esta forma he
tenido ocasión de ir desarrollando una amistad esporádica (estas cosas de la
vida: ella prefiere Valencia para pasear, estar, vivir, sólo acepta
determinados personajes, no se prodiga lo que debería o lo que anhelamos sus
seguidores) pero muy firme con una de las actrices más completas y señoriales
que puedan encontrarse en el panorama mundial: María Fernanda D´Ocón. Ella era
la bibliotecaria (¡Cómo para no llamarme la atención!) en La Mansión de los Plaff, Leocricia, y recuerdo mi sorpresa y
conmoción cuando supe de su magnificencia interpretativa gracias a la
reposición de uno de los Estudio 1 más
inolvidables (traslación de un histórico montaje que años después, ¡quién me lo
iba a decir!, podría ovacionar de nuevo con ella como protagonista): Misericordia de Benito Pérez Galdós. En
una de las muchas conversaciones que he podido compartir con la D´Ocón (así le
gusta ser llamada, con ese artículo determinado que la individualiza y hace
especial y que denota respeto –es patrimonio sólo de las artistas que amamos-),
ella me dijo que cuando la llamaron para un programa infantil (o sea, para
convertirse en parte de los Plaff) sólo hizo una pregunta: “No tendré que
tratar a los niños como tontos que no saben nada, ¿verdad? ¿Podré hablarles
como personas?”.
Y por eso, aunque ahora nos sonroje un poco su ingenuidad, su carácter
prístino, la transformación de ciertos códigos en unidades de lectura y
comprensión asumibles por los críos, si uno consigue asomarse a estos programas
o series, a aquellas primeras lecturas, no queda decepcionado porque sabían
equilibrar la narración para que pudiese ser seguida por todas las edades (los
buenos dibujos animados han conseguido congregar a todos los públicos, sin
necesidad de engolamientos ni pretenciosidades ni etiquetas “para adultos” que
a la larga lastran el disfrute y terminan por quedarse en tierra de nadie –ciertos
productos Pixar como Los increíbles o
Up, en cuyas proyecciones se oía el
rebullir y las quejas de los niños… y de muchos mayores-); de hecho, por
ejemplo, sorprende revisado hoy en día que Julio Verne nos apasionase de esa
manera cuando en la mayoría de sus novelas hay unas descripciones científicas
que podrían llegar a perturbar a un estudiante de Física o un gusto por el
detalle al hablar de junglas, polos, ríos, cordilleras, tradiciones de las
tribus, que nos bebíamos con fruición y sin darnos cuenta para que la aventura
continuase. Y también pensé en ello cuando hace poco (aunque se me antoja un
mundo el tiempo transcurrido) vimos en Londres los musicales basados en sendas
obras del genial Roald Dahl, un autor que rompió las fronteras de la literatura
para una edad específica, sabiendo llegar a los chavales sin puerilidades ni
ñoñerías, haciendo guiños a los mayores en sus retratos de lo que un crío vive
como amenaza, peligro o enemigo y por eso ver Matilda y Charlie y la
fábrica de chocolate en el West End es un regalo (al margen, como es
habitual, de la calidad del espectáculo, de lo vibrante de la dirección, de que
auténticos micos –dicho con todo el cariño y admiración posibles- canten,
bailen, se contorsionen, interpreten), toda una experiencia con la que reavivar
ese alma infantil que no podemos permitirnos perder (en eso conviene ser como
Peter Pan) y sin moralejas reduccionistas o mensajitos adoctrinadores o
moralina torpe: Charlie es buena persona porque le nace, Matilda encuentra
refugio en los libros porque lo de alrededor le es hostil y ambos pisan con
firmeza el suelo sin dejar de soñar (y eso debe ser algo que no podemos
consentir que nos cercenen).