viernes, 12 de julio de 2013

MI AMIGO, EL MAIRENA





   Sé que no le va a gustar, él es muy de conservar el anonimato, de mantenerse en la retaguardia, sé que me dirá que debería hablar más de la obra, de los actores, de mis carcajadas, pero es que no puedo contar todo eso sin ponerle donde merece, es decir, en un lugar preferente para que los focos le iluminen, para que el público le conozca y pueda agradecerle el buen rato; además, se da la circunstancia de que es uno de mis mejores amigos, tal vez el único que merece esa distinción, ese pedestal que le eleva un poco por encima de gentes a las que quiero y necesito: el próximo octubre se cumplirán veinticinco años de la primera vez que cruzamos una palabra y desde ese momento siempre me ha regalado su apoyo, su lealtad, su bonhomía, su inteligencia, sus silencios (es de pocas palabras –hasta que se pone-), sus críticas, sus consejos, su oposición cuando es menester (la verdadera amistad se cimienta con los errores, las contradicciones, los defectos, los desencuentros, lo que importa es que al final los lazos se han estrechado más y las personas continúan juntas). Pero resulta que ha empezado una carrera como director y autor teatral, la cual vivimos sus íntimos y cercanos con más intensidad y emoción que él: le cuesta expresar lo que siente, se lo guarda todo, se acoraza, pero a pesar de ello es la persona que más se entrega a los demás, que aparece casi sin que le llames, que si es tu incondicional lo es de verdad y lo demuestra con hechos. En fin, él es mi amigo Juan Mairena y pocas veces puede decirse esa palabra con la boca más grande y el corazón más ensanchado.

   Lo cierto es que le conocí como Juan Antonio -ese es el nombre que aparece en su partida de nacimiento-, pero con el tiempo ha querido firmar sus obras sólo como Juan, y respeto su decisión aunque comprenderán que después de tanto tiempo me cueste llamarle así, pero como casi desde el principio me gustó dirigirme a él usando su apellido (ese “Mairena” tan sonoro y de ecos machadianos y flamencos), digamos que he hecho la transición a mi modo y ahora le llamo casi exclusivamente así, como a los grandes que reconocemos a la primera por el apellido. Nos encontramos en los primeros días de Universidad, creo que era el tercero o el cuarto no más, cuando al salir del aula un torbellino llamado Carmen Mayordomo –una estupenda actriz, perdida un tanto en las brumas del teatro que se pretende “de calidad”, ese que menosprecia al público si éste no le sigue- me paró para preguntarme por el título de un libro que había exigido un profesor como primera lectura obligatoria de su asignatura y, mientras buscaba en mi carpeta el dato exacto, señaló hacia un lado diciendo: “Éstos son Marisol y Juan Antonio”. Y puesto que conformamos un grupo fijo en que éramos los únicos varones (aunque jamás hubo guerra de sexos ni nada parecido), las circunstancias propiciaron que desde muy pronto compartiésemos intimidad, cercanía, complicidad y muy pronto una verdadera y profunda amistad; como tantos compañeros (en aquel tiempo -1988- no había muchos lugares en los que pudiera hacerse), Mairena estaba solo en Madrid para estudiar Periodismo, su familia vivía en otro lugar, pero muy pronto entró en mi casa como un miembro más (y así me sentí siempre que fui a pasar unos días con sus padres y hermanos), participaba en las celebraciones y se le tenía en cuenta a la hora de hacer cualquier plan. Como además era un apasionado de la literatura, de la música, del teatro, del cine, dimos rienda suelta a nuestras aficiones durante los cinco años de carrera (aunque él terminó un año antes porque decidió hacer dos cursos en uno, esperó a nuestra orla para aparecer junto a todos y seguíamos viéndonos con la misma asiduidad) y me arrastró (aunque yo me dejé encantado porque también era seguidor) a todo lo que tuviera que ver con Mecano, su grupo favorito, por el que sentía una idolatría rayana en la obsesión y vivimos emocionantes y divertidísimas noches de los Oscar, apoyando a nuestros favoritos como si nos fuera la vida en ello y nos enfrentamos a profesores estúpidos, despóticos, acomplejados, inmisericordes, enfermos, tiranos, benevolentes, divertidos, humildes, cercanos, verdaderos maestros, inspiradores (por desgracia, abundan más todos los primeros) y protagonizamos mil batallitas que aún recordamos muertos de la risa.

   Juan fue la primera persona a la que consentí que me abrazara cuando la noticia de la muerte del tío Miguel me sumió en un pozo de amargura y dolor del que no sé salir cuando rememoro esos espantosos momentos (acaban de cumplirse catorce años de tan fatídico día) en que la tía, mi hermana y mi sobrino se encontraban a muchos kilómetros, solos ante la tragedia de que el tío se desplomase en la playa sin posibilidad de reanimación; en realidad, yo me eché en los suyos en cuanto apareció en casa, uno de los primeros, queriendo ayudar, llorando con todos, siempre cerca, siempre presente. Y en ocasiones han pasado meses sin vernos, por esto, por aquello, por la rutina, por el trabajo, porque sí, pero a la primera llamada el amigo acude y en un minuto te pones al día y parece que sólo haga horas que no te ves, y sabes que está y que no te fallará si le necesitas, que te sacará los colores si lo cree conveniente, que te dirá que te equivocaste en esto o en aquello, que no va a negarte su hombro si lo necesitas, que se pondrá de tu lado a pesar de los pesares, que vino para quedarse.

   Y, tras ese esplendoroso debut que fue Desmontando a Blancanieves, Mairena ha vuelto a estrenar: una obra de más fuste, de más calado, de más hondura, desopilante, irreverente, alocada, esperpéntica y al mismo tiempo profunda, para reflexionar, para paladearla después de la función; y es que él es así, caleidoscópico, depende del momento, de lo que toque, pero eso es algo que sólo algunos tenemos el privilegio de conocer, porque para muchos sólo será (como decía Tere en la Facultad) el andaluz más soso que conocen, el más parado, el menos dado a la juerga, singular por eso huye del tópico. Y el otro día en La Casa de la Portera reconocí a su autor en cada línea de Cerda, en los muchos guiños a su personalidad (y es ecléctico: igual cita Eva al desnudo como canciones italianas “petardas” o la sonrojante disculpa de cierto monarca), incluso hubo un par de gags mínimos (que en realidad no lo son) en los que sólo me reí yo porque son pura y netamente Mairena; pero cualquiera puede disfrutar de la función ya que siempre es un placer ver a la gran Dolly (y encima tan cerca) y al eficaz David Aramburu y, sobre todo, nadie debe perderse a una prodigiosa actriz, heredera de la naturalidad que sólo han tenido y tienen en el decir grandes de la altura de Laly Soldevila, María Luisa Ponte o Marta Fernández Muro (a la que, por cierto, puede verse también en La Casa de la Portera en el brillante monólogo Un pasado en venta): ¡Gracias, Mairena, por traer a mi vida a Inma Cuevas! ¡Pienso seguirle la pista! ¡Pienso hacerle reverencias! ¡Nadie puede decir tu texto como ella!

   Suele decirse que a la gente que quieres tienes que admirarla y, sin duda, en el caso de Mairena es muy fácil combinar ambos sentimientos porque él sólo trabaja, se aplica, se prepara, se involucra, pero nunca con ostentación, afectación o para cobrarse la cuenta, sin perder de vista su gusto por la invisibilidad, por la humildad, por lo sencillo. Pero fíjense si es brillante, que hace poco recordé que cuando le conocí tenía una muletilla que usaba en plan guasón, sin intención de zaherir, y que incluso me hizo un dibujo en un libro que me regaló en que un pariente de Porky lo decía, la misma que ahora se le puede dedicar tras pasar un rato genial viendo su nuevo montaje, tras compartir risas con los amigos y con Pablo (y, además, será la última obra que veamos juntos durante cierto tiempo, mayor motivo para convertirla en especial), sabes que no es para molestar, pero tú lo decías y ahora escribes sobre una porcina, y la gente aplaude, y eres un orgullo… Mairena, ¡qué cerdo!