Sé que no le va a gustar, él es muy de conservar el anonimato, de
mantenerse en la retaguardia, sé que me dirá que debería hablar más de la obra,
de los actores, de mis carcajadas, pero es que no puedo contar todo eso sin
ponerle donde merece, es decir, en un lugar preferente para que los focos le
iluminen, para que el público le conozca y pueda agradecerle el buen rato; además,
se da la circunstancia de que es uno de mis mejores amigos, tal vez el único
que merece esa distinción, ese pedestal que le eleva un poco por encima de
gentes a las que quiero y necesito: el próximo octubre se cumplirán veinticinco
años de la primera vez que cruzamos una palabra y desde ese momento siempre me
ha regalado su apoyo, su lealtad, su bonhomía, su inteligencia, sus silencios
(es de pocas palabras –hasta que se pone-), sus críticas, sus consejos, su
oposición cuando es menester (la verdadera amistad se cimienta con los errores,
las contradicciones, los defectos, los desencuentros, lo que importa es que al
final los lazos se han estrechado más y las personas continúan juntas). Pero
resulta que ha empezado una carrera como director y autor teatral, la cual vivimos
sus íntimos y cercanos con más intensidad y emoción que él: le cuesta expresar lo
que siente, se lo guarda todo, se acoraza, pero a pesar de ello es la persona
que más se entrega a los demás, que aparece casi sin que le llames, que si es
tu incondicional lo es de verdad y lo demuestra con hechos. En fin, él es mi
amigo Juan Mairena y pocas veces puede decirse esa palabra con la boca más
grande y el corazón más ensanchado.
Lo cierto es que le conocí como Juan Antonio -ese es el nombre que
aparece en su partida de nacimiento-, pero con el tiempo ha querido firmar sus
obras sólo como Juan, y respeto su decisión aunque comprenderán que después de
tanto tiempo me cueste llamarle así, pero como casi desde el principio me gustó
dirigirme a él usando su apellido (ese “Mairena” tan sonoro y de ecos
machadianos y flamencos), digamos que he hecho la transición a mi modo y ahora
le llamo casi exclusivamente así, como a los grandes que reconocemos a la
primera por el apellido. Nos encontramos en los primeros días de Universidad,
creo que era el tercero o el cuarto no más, cuando al salir del aula un
torbellino llamado Carmen Mayordomo –una estupenda actriz, perdida un tanto en
las brumas del teatro que se pretende “de calidad”, ese que menosprecia al
público si éste no le sigue- me paró para preguntarme por el título de un libro
que había exigido un profesor como primera lectura obligatoria de su asignatura
y, mientras buscaba en mi carpeta el dato exacto, señaló hacia un lado
diciendo: “Éstos son Marisol y Juan Antonio”. Y puesto que conformamos un grupo
fijo en que éramos los únicos varones (aunque jamás hubo guerra de sexos ni
nada parecido), las circunstancias propiciaron que desde muy pronto
compartiésemos intimidad, cercanía, complicidad y muy pronto una verdadera y
profunda amistad; como tantos compañeros (en aquel tiempo -1988- no había
muchos lugares en los que pudiera hacerse), Mairena estaba solo en Madrid para
estudiar Periodismo, su familia vivía en otro lugar, pero muy pronto entró en
mi casa como un miembro más (y así me sentí siempre que fui a pasar unos días
con sus padres y hermanos), participaba en las celebraciones y se le tenía en
cuenta a la hora de hacer cualquier plan. Como además era un apasionado de la
literatura, de la música, del teatro, del cine, dimos rienda suelta a nuestras
aficiones durante los cinco años de carrera (aunque él terminó un año antes
porque decidió hacer dos cursos en uno, esperó a nuestra orla para aparecer
junto a todos y seguíamos viéndonos con la misma asiduidad) y me arrastró
(aunque yo me dejé encantado porque también era seguidor) a todo lo que tuviera
que ver con Mecano, su grupo favorito, por el que sentía una idolatría rayana
en la obsesión y vivimos emocionantes y divertidísimas noches de los Oscar,
apoyando a nuestros favoritos como si nos fuera la vida en ello y nos
enfrentamos a profesores estúpidos, despóticos, acomplejados, inmisericordes, enfermos,
tiranos, benevolentes, divertidos, humildes, cercanos, verdaderos maestros, inspiradores
(por desgracia, abundan más todos los primeros) y protagonizamos mil batallitas
que aún recordamos muertos de la risa.
Juan fue la primera persona a la que consentí que me abrazara cuando la
noticia de la muerte del tío Miguel me sumió en un pozo de amargura y dolor del
que no sé salir cuando rememoro esos espantosos momentos (acaban de cumplirse
catorce años de tan fatídico día) en que la tía, mi hermana y mi sobrino se
encontraban a muchos kilómetros, solos ante la tragedia de que el tío se
desplomase en la playa sin posibilidad de reanimación; en realidad, yo me eché
en los suyos en cuanto apareció en casa, uno de los primeros, queriendo ayudar,
llorando con todos, siempre cerca, siempre presente. Y en ocasiones han pasado
meses sin vernos, por esto, por aquello, por la rutina, por el trabajo, porque
sí, pero a la primera llamada el amigo acude y en un minuto te pones al día y
parece que sólo haga horas que no te ves, y sabes que está y que no te fallará
si le necesitas, que te sacará los colores si lo cree conveniente, que te dirá
que te equivocaste en esto o en aquello, que no va a negarte su hombro si lo
necesitas, que se pondrá de tu lado a pesar de los pesares, que vino para
quedarse.
Y, tras ese esplendoroso debut que fue Desmontando a Blancanieves, Mairena ha vuelto a estrenar: una obra
de más fuste, de más calado, de más hondura, desopilante, irreverente, alocada,
esperpéntica y al mismo tiempo profunda, para reflexionar, para paladearla
después de la función; y es que él es así, caleidoscópico, depende del momento,
de lo que toque, pero eso es algo que sólo algunos tenemos el privilegio de
conocer, porque para muchos sólo será (como decía Tere en la Facultad) el
andaluz más soso que conocen, el más parado, el menos dado a la juerga,
singular por eso huye del tópico. Y el otro día en La Casa de la Portera
reconocí a su autor en cada línea de Cerda,
en los muchos guiños a su personalidad (y es ecléctico: igual cita Eva al desnudo como canciones italianas “petardas” o la sonrojante disculpa de cierto monarca), incluso hubo un par de gags
mínimos (que en realidad no lo son) en los que sólo me reí yo porque son pura y
netamente Mairena; pero cualquiera puede disfrutar de la función ya que siempre
es un placer ver a la gran Dolly (y encima tan cerca) y al eficaz David
Aramburu y, sobre todo, nadie debe perderse a una prodigiosa actriz,
heredera de la naturalidad que sólo han tenido y tienen en el decir grandes de
la altura de Laly Soldevila, María Luisa Ponte o Marta Fernández Muro (a la
que, por cierto, puede verse también en La Casa de la Portera en el brillante
monólogo Un pasado en venta):
¡Gracias, Mairena, por traer a mi vida a Inma Cuevas! ¡Pienso seguirle la
pista! ¡Pienso hacerle reverencias! ¡Nadie puede decir tu texto como ella!
Suele decirse que a la gente que quieres tienes que admirarla y, sin
duda, en el caso de Mairena es muy fácil combinar ambos sentimientos porque él
sólo trabaja, se aplica, se prepara, se involucra, pero nunca con ostentación,
afectación o para cobrarse la cuenta, sin perder de vista su gusto por la
invisibilidad, por la humildad, por lo sencillo. Pero fíjense si es brillante,
que hace poco recordé que cuando le conocí tenía una muletilla que usaba en
plan guasón, sin intención de zaherir, y que incluso me hizo un dibujo en un
libro que me regaló en que un pariente de Porky lo decía, la misma que ahora se
le puede dedicar tras pasar un rato genial viendo su nuevo montaje, tras
compartir risas con los amigos y con Pablo (y, además, será la última obra que
veamos juntos durante cierto tiempo, mayor motivo para convertirla en
especial), sabes que no es para molestar, pero tú lo decías y ahora escribes
sobre una porcina, y la gente aplaude, y eres un orgullo… Mairena, ¡qué cerdo!