Hay
autores para los que uno está predestinado: no importa el tiempo (y nada mejor
que hablar de él para lo que ahora nos ocupa) que tardes en llegar a ellos -da
igual porque el momento siempre va ser el idóneo-, el caso es que de repente
vuelves a sentir esa conmoción, esa epifanía, esa confirmación de que has
encontrado un compañero de viaje para siempre, de que vas a regresar a sus
páginas las veces que sea necesario, sabes que empezarás a buscar incluso
compulsivamente cualquier volumen que lleve su nombre impreso, que vas a
permanecer mucho tiempo enredado en la maraña (¡Bendita sea!) de los
pensamientos que su lectura te ha provocado, es como si hubiese escrito cada
renglón pensando en ti, anticipándote, conociendo tu personalidad e intimidad
muchos años antes de que nacieras; reconozco que siempre me había sentido
tentado por él, para un lector como yo resulta un plato muy apetitoso que una
obra tenga no sé cuántos miles de páginas y siete volúmenes, pero la cosa es
que iba quedando ahí (como tantos), en el furgón de cola, esperando (era uno de
los autores factibles de estudio en la Facultad cuando tuvimos la inmensa
fortuna de que nos hiciera amar la Literatura –aún más a algunos, descubrírsela
a otros- aquella excelente profesora llamada Mercedes Gómez del Manzano, pero
como cada uno escogía con quien se veía las caras, de entre los posibles para
esa parte del programa me quedé con Thomas Mann y William Faulkner –tampoco es
mala elección, creo yo-), fue uno de mis primeros seleccionados cuando pensé
que mi sección sobre libros en un programa de la radio podría ser de otra
manera, algo más personal, con tiempo para el desarrollo, no un mero trámite,
unos minutos que no robasen demasiado protagonismo a la voz principal que, al
menos, aproveché para entrevistar a gente que me resultaba interesante. Y, de repente,
una vez Pablo trenza el argumento del que ya está empezando a ser nuestro nuevo
libro, vuelve a sonar su nombre, la necesidad de que protagonice un capítulo, y
por fin abro el primer volumen de En
busca del tiempo perdido… ¡y Marcel Proust ha llegado a mi vida!
Si huelo o pruebo un choricito frito me recorre un escalofrío porque me
veo en la cocina de la tía Andrea, aún con el cuerpo molido por el viaje en
autocar, con los párpados cerrándose porque ha habido que madrugar mucho,
contento y emocionado porque pasaremos el día en el pueblo, viviéndolo todo
como una aventura, buscando el escaso y a veces ni eso frío sol del invierno
mientras corro por la plaza camino a la puerta de la casa, la cual está abierta
porque desde la ventana la tía ha visto que ya nos aproximamos, sintiendo antes
de cruzar el umbral su abrazo cálido y olfateando el desayuno, el contundente
refrigerio que se está cocinando, “porque habéis salido casi de noche y con
apenas un café en el estómago”; y, sí, el tío Antonio está cortando grandes
rebanadas de un pan casi recién hecho, esponjoso, cuya sola visión dispara los
jugos gástricos, y allí está la tía entre los fogones, friendo huevos, panceta…
¡y ese chorizo tan rico, tan jugoso, tan especial!
Cuando los días empiezan a ser más largos, cuando la oscuridad tarda en
aparecer, me parece que hay un aroma distinto en el aire porque me llegan los
efluvios de mis años de estudiante, aquellos en los que el verano suponía una
total liberación, horas y horas para hacer lo que me gustase, tiempo libre a
raudales (aunque luego nunca daba margen para hacer ni la mitad de los planes
que uno iba pergeñando entre examen y examen); con esto del cambio climático ya
no se pueden hacer afirmaciones categóricas, pero en mis recuerdos los
inviernos de antes lo eran de verdad y los veranos se evocan mucho más
calurosos (aunque el julio que estamos teniendo ahora mismo es infernal), por
eso sentir ese escaso frescor que aparece cuando el sol ya se está ocultando,
cuando aún hay luz natural pero los rayos no hieren, me hace pensar en Últimas tardes con Teresa, una de las
mejores novelas de Juan Marsé, tal vez porque empieza en una verbena de San
Juan, tal vez porque la leí en uno de esos largos estíos llenos de libros, tal
vez porque es como el pórtico perfecto para seguir deseando que sea verano todo
el año (y eso que el calor es mi enemigo mortal), en el sentido de dejarme
arrastrar por mi vocación, por mis gustos, por mis pasiones (y esos anhelos me
siguen motivando y emocionando cuando entro en esa espiral, a pesar de que los
últimos veranos no son motivo de dicha –aunque en éste, como dije, estamos
iniciando nuestro tercer proyecto literario y eso al menos lo convierte en
digno de recuerdo-).
Podría seguir así no sé cuánto, no desde luego para llenar tantas
páginas como Proust (ni con la mitad de su talento, por supuesto), pero creo
que es fácil comprobar cómo su magdalena se ha hecho realidad en mi ánimo (y no
sólo ese momento tan comentado –y tan poco leído en realidad-: cuando Swann se
encadena a cierta melodía me recuerda a mí mismo –y a cualquiera, seguro-
poniendo banda sonora a cada momento y viajando en el tiempo en cuanto unas
cuantas notas nos transportan al lugar en que las convertimos en nuestras),
cómo esa prosa evocadora, torrencial, morosa, detallista, medida con diapasón,
plena de frases subordinadas que a su vez también tienen meandros y digresiones,
me ha envenenado, obnubilado, transformado, tocado, cautivado y convertido en
cofrade proustiano (y encima tengo la suerte de contar con los cómodos y cuidados volúmenes de la edición de Alianza, que facilitan la lectura y el deleite); justo ahora ha remitido la segunda tormenta de verano que
cae en pocas horas y en el ambiente queda ese olor a tierra mojada que, dentro
de poco, topará con el fuego que subirá desde el asfalto, y yo pienso en las
veces que tuvimos que recoger a toda prisa la cena que tomábamos en el patio “para
estar fresquitos” porque, de un momento al siguiente, como diría Abraracúrcix,
el cielo se desplomaba sobre nuestras cabezas. Y dejándome mecer por esos
recuerdos, añoro a Pablo, es inevitable (y Proust no lo atenúa, al contrario).