La línea argumental es de lo más básico y recurrente: dos personas (en
este caso, hombre y mujer) solas en la ciudad (da igual el escenario, aunque se
especifica que es Edimburgo) al encuentro de algo/alguien que destierre la soledad
(él en realidad no parece tenerlo claro, pero cualquier cosa –sobre todo si es
una chica guapa- mejor que seguir leyendo en un pub; ella, despechada porque su
amante tiene que atender a la familia y desconvoca una cita apenas unos minutos
antes de que tuviera lugar); con estos mimbres clásicos, David Greig y Gordon
McIntyre han montado un vodevil (porque lo es aunque sólo haya dos personajes
en escena, todo un trabajo físico el de los actores que les dan vida: no paran
ni un segundo) en el que, de una forma u otra, podemos vernos representados
todos aquellos que consideramos que la noche es nuestra aliada, nuestro
hábitat, todos los que la tratamos con mimo y respeto porque sabemos que, si no
se anda con cuidado, si le pierde la cara, si nos pensamos que somos más listos
que ella, termina por pasar factura (y muy elevada en ocasiones). Iñaki Font e
Itizar Atienza interpretan A medianoche
en el escenario del teatro Maravillas con unos cuantos volúmenes en los que
sentarse, tumbarse, arrojarse, un par de guitarras, un fondo luminoso muy bien
utilizado para crear atmósfera e ir señalando el paso del tiempo… ¡y un
teltubbie!; gracias a su entrega y bien medida vis cómica, la obra se sigue con
interés y guasa, aunque poco a poco alguna de las carcajadas no suena y muchas
de las sonrisas se congelan puesto que, dentro del disparate y acumulación de
sucesos estrambóticos, más de uno asiente desde su butaca al reconocer errores
propios cuando dejamos que la noche se adueñe de nosotros pensando que la luz
del sol paliará sus efectos y nada de lo que hagamos tendrá consecuencias.
Prácticamente cualquiera que se dedique a la creación, sea de la manera
que sea, declara que prefiere la noche para inspirarse, para trabajar, para
ponerse manos a la obra (aunque, por bien de los vecinos, esperemos que todo
escultor armado de cincel –imagino que aún quedan, ¿no?- se limite a recoger lo
que las musas le dictan y ejecutarlo a horas menos intempestivas); claro que
está muy mitificada (incluso diría mixtificada) porque ya lo decía Picasso bien
claro: se trata sobre todo de estar predispuesto, de querer, de no hurtarle
horas a la tarea, y para que se produzca ese clic, ese momento mágico en que
vislumbramos el resultado antes de llevarlo a cabo, da igual lo que estén
señalando las manecillas del reloj. Pero es bien cierto (ahora mismo estoy
dando ejemplo de ello: es la 1.03 de la madrugada) que en este momento en que
todo parece haberse detenido (excepto que tengas vecinos que, da igual qué
horario quieras mantener, siempre van a estar entrando y saliendo, subiendo o
bajando, moviendo muebles o lo que se les ponga –ahora que, al seguir
desempleado, voy variando la hora del desayuno, todas las mañanas están activos
cuando me levanto, sean las nueve o las once-), cuando el silencio te envuelve
(de nuevo, con las excepciones antes citadas; lo bueno de vivir en un interior –muy
luminoso porque da al patio del edificio- y en una zona con muchas calles
peatonales es que los ruidos más habituales –tráfico, gritos, botellones- sólo
en ocasiones llegan como un eco muy lejano), cuando no estás pendiente de nada
más que de la escritura (como es mi caso), como diría aquel el alma se serena y
puedes, más que nunca, explorar dentro de ti mismo para ir desenredando la
maraña de palabras que se ha ido acumulando y a la que conviene dar forma.
La noche es el momento de las confidencias, de la intimidad, de la
cercanía, de uno mismo (o de los dos si tiene la enorme fortuna de compartir
hogar con la persona amada), pero, como deja patente A medianoche, puede ser devastadora cuando damos rienda suelta a
nuestras frustraciones, a nuestros temores, al desenfreno que vamos reprimiendo
hasta que somos incapaces de parar el torrente e impedir la explosión; por muy
alegre que lo cante Raphael (aunque sea original de Adamo, nadie como el niño
de Linares para dotarla de energía y convertirla en un himno) hay que tener
cuidado con esas grandes noches en las que, aunque sea bueno olvidar la
tristeza, el mal y la pena del mundo, conviene ser como Ulises y no prestar
demasiada atención a esos violines que cuales pérfidas sirenas cantan sin rumbo
pero teniendo muy clara su víctima: nosotros. Porque, como también dice Mi gran noche, luego despertaremos y
seremos conscientes de que sabemos algo que no conocíamos… pero puede no
gustarnos. Sergio y Estíbaliz, con su aire ñoño habitual, con la moralina a
flor de piel (y por eso cuando se desatan son de lo peor), advertían que
convenía tener cuidado con la noche pero acertaban de pleno al decir que “es
maga y hagas lo que hagas siempre lo sabrá”; y es que uno no puede evitar
rendirse a su embrujo, a sus efluvios, a sus tinieblas, a sus mieles, olvidando
a veces la precaución, la mesura, el tiento porque, al final, para los que
gustamos de ella, “la noche es más fiel que oscura” (como cantaba, tan
maravillosamente como de costumbre, María Dolores Pradera –tema compuesto por
Rosana-) y supone el reencuentro con lo que nos enriquece (ver alguna película
o serie juntos en el sofá y como hasta septiembre no será posible, últimamente
la noche y yo vivimos desencuentros –aunque al final me sale el Raphael que
llevo dentro y… “la noche calma mi ansiedad, porque te espero y creo en ti”-).