viernes, 26 de abril de 2013

"YO MÁS QUE TÚ"

 
 
 
   En estos días en que a veces ando un poco cabizbajo, entristecido, pesaroso, añorante (aunque hoy he podido ver un billete de tren que me ha devuelto la sonrisa y reforzado mis ilusiones), tropecé por la calle con un conocido, una de esas personas que pregonan amistades por doquier, relaciones que no son tales porque no se ha llegado a tanto, que hablan de los demás como si fuesen hermanos, cómplices, íntimos, que construyen permanentemente castillos en el aire, un auténtico vendedor de humo que, inexplicablemente, consigue estar en todos los sitios, ocupando un lugar que no le corresponde, los de alrededor saben que es un inane, un diletante (aunque no se le pueden negar su formación y preparación, pero no las demuestra), pero el caso es que consigue engancharse y permanecer (lo más curioso es que me lo presentó alguien que es como él en muchos aspectos –sólo le supera en astucia, en ansias de medrar, en amoralidad-, experto en agenciarse amistades de por vida con una persona que acabas de presentarle, en usurpar afectos, en fagocitar, en convertirse en el ombligo del mundo –por fortuna, éste se fue a vivir lejos y pude alejarme de su zona de influencia-). Como uno tiene muy desarrollado (tal vez demasiado) el sentido de la diplomacia que le ha dado la profesión, le saludé como siempre hago y, al margen de decirme que si tomábamos un café (podría decirse que es su verdadera o casi única forma de entablar conversación), en seguida notó que mi gesto no era el de otras veces y me preguntó qué me sucedía; yo, sin dar tres cuartos al pregonero, le comenté que era una época gris, de ausencia, algunas pinceladas para pintar el panorama sin contar demasiado (sin contar lo que a él no le interesa), pero dejando claro que hay una enfermedad de por medio, y su respuesta fue: “Sí, de un tiempo a esta parte vienen muy mal dadas. Yo mismo estoy enfadadísimo porque un señor me ha dejado plantado en un acto de la Universidad” (citó a un actor famoso pero no quiero mezclarle en esto, porque adivina si este “Antoñito el fantástico”, como tantas veces –hay pruebas de ello-, no se lo estaba inventando”). Y a partir de ahí empezó a quejarse de estos famosetes (“que ya me dirás tú quiénes son o qué nivel tienen”) que juegan con tu tiempo y esfuerzos en lugar de ser claros desde el principio; en esto último tiene gran parte de razón –lo he sufrido tantas veces a lo largo de más de veinte años en radio y televisión-, pero no entiendo por qué le insistía o le buscaba si es alguien tan de medio pelo (es otra de sus características: de un minuto al siguiente, como la zorra con las uvas en la fábula, menosprecia lo que estaba reclamando y anhelando).
   Una vez me zafé de él, después de muchas frases huecas y sonoras, de promesas vanas (porque se las he oído muchas veces), de abrazos y buenos deseos sin verdadero contenido, recordé ese espléndido texto de Willy Russell llamado Shirley Valentine, obra de teatro que mantiene intactos (o incluso aumentados más de dos décadas después de su estreno) su frescura y acierto, como lo ha demostrado la enorme Verónica Forqué al imprimirle su propio sello, al encontrarle nuevos tonos, al provocar muchas carcajadas y unas cuantas reflexiones, al recuperar sobre las tablas la dignidad de una mujer que sólo sabe dar cariño pero es consciente de la jaula en que consiente vivir hasta que una roca (¡Lo que es la vida!) le devuelve su personalidad. En su elocuente monólogo (que, como ya hiciese Pauline Collins en el montaje original, la Forqué transforma en inteligente diálogo con el público –privilegio que muy pocas actrices tienen: naturalidad, sencillez, un saber decir que resulta espontáneo y como sin fluyera en ese momento-), Shirley habla de una vecina a la que retrata con una frase demoledora: “Si te duele la cabeza, ella tiene un tumor cerebral”; sí, claro, como el tipo con el que me tropecé: sólo saben hablar de lo que les preocupa, sólo viven para sentirse más que los demás y no dudan en exagerar hasta la extenuación cualquier nimiedad en la que estén involucrados, se han quedado en la primera persona del singular, no saben conjugar ningún verbo más allá del “yo”, convierten sus mediocridades en único tema de conversación, intentan transmitir una existencia llena de actividades, de conocimientos, de hechos, regalándose continuamente un cañón de luz que no es suyo. Al revés que Jack Kerouac, que siendo el narrador y principal personaje de On the Road, cede su puesto natural a Neal Cassady, el catalizador, el artífice, el fermento, el motor, el verdadero sol que, con su sola presencia, con su influjo natural, transformaba en satélite a cualquiera que anduviese cerca; al contrario que Gypsy Rose Lee que, a la hora de escribir sus memorias, se adjudicó un papel secundario porque la verdaderamente importante para comprender su peripecia vital era su madre, la por derecho propio mítica Mamá Rose (aún más gracias a Ethel Merman, Rosalind Russell, Angela Lansbury y otras estrellas que le han dado vida); sin aprender de estos y otros ejemplos, la gente como éste con el que me crucé se comporta como un niño caprichoso y envidioso, que reconociendo su medianía se vuelve aún más soberbio, y entona un permanente “yo más que tú”, como aquella canción de Miliki y Fofito, sirviendo este último como ejemplo perfecto de lo que es vivir a la sombra de personas que valen (artística y personalmente) mucho más, cuyos trato y cercanía (cuyo parentesco) le imbuyen de unas cualidades de las que en realidad carece, y cuando se ve el truco reacciona embistiendo contra los que le han ayudado y servido, culpándoles de su fracaso, de sus faltas, de su nulidad.

martes, 23 de abril de 2013

RATÓN DE BIBLIOTECA






   No es por presumir, pero me recuerdo desde siempre con un tebeo, cuento, libro, algo que leer entre las manos; de hecho, existe una fotografía en la que debo tener poco más de un año (tal vez incluso algo menos) y en la que, en lugar de destrozarlo como según parece hacía con cualquier cosa que cayese en mis garras (eso afirman mis hermanos, mi madre y la tía Carmen), parezco estar comprendiendo las palabras impresas en un periódico; es como si apenas rozase sus páginas, tratando con sumo cuidado el objeto que da nombre a lo que con los años sería mi profesión (toda una premonición mi insólita calma ante ese papel en concreto), dejándome seducir por la letra impresa antes de ser capaz de comprenderla. Lo cierto (y de nuevo aclaro que no lo cuento por fatuidad) es que no tardé demasiado, para lo que viene a ser habitual, en descifrar esos manchones negros, esos signos extraños que un buen día se convirtieron en letras, porque el tío Miguel (siempre presente en todos los momentos que han supuesto algo en mi vida, como le sigo sintiendo ahora) me las fue presentando en las matrículas de los coches mientras caminábamos hacia la Dehesa de la Villa cuando aún no había cumplido cuatro años y fue ahí, vuelvo al comienzo, cuando empecé a devorar sin freno y con pasión cualquier letra impresa: al principio, cuentos por supuesto y también tebeos (por los que sigo conservando una querencia que me ensancha el corazón, sobre todo porque revivo las muchas carcajadas compartidas con la tía Carmen, la fan número uno de Mortadelo, 13 Rúe del Percebe, Rompetechos y el resto de personajes del universo Bruguera –tan sólo diferíamos en Zipi y Zape, unos de mis favoritos, pero que a ella no le resultaban simpáticos); muy pronto, libros: los heredados de Pilar y Eduardo, los clásicos de Los Cinco, Los Tres Investigadores y Alfred Hitchcock (¡Cómo no salir, al mismo tiempo, cinéfilo!), Julio Verne, Emilio Salgari y otros autores que conformaban la colección de Joyas Literarias Ilustradas, aquellas que tantos universos nos abrieron; en seguida, también tuve volúmenes propios, la mayoría de segunda mano comprados en el rastrillo de Tetuán (¡Esas mañanas de domingo a la caza de la ganga con el tío Miguel!), los muchos que me proporcionó la tía Pilar, los que había en las estanterías de casa (familia muy humilde, sí, con personas que apenas habían podido recibir la educación básica –algunos ni eso-, pero libros hubo siempre cerca, sobre todo porque mi madre y el tío Miguel gustaban de ellos y porque la tía Carmen y mi padre –quien, desde que recuerdo, volvía cada día del trabajo con un periódico, y lo mismo compraba Ya o Pueblo que con el tiempo pasó a Diario 16 y posteriormente a El Mundo o El País, últimamente le ha dado por La Razón, es decir que me hizo lector de miras amplias- propiciaban ese afán), los que recomendaban en el colegio (aunque, todo hay que decirlo, en muchas ocasiones esos son los títulos que menos animan a leer –enseñar el amor por la literatura, despertarlo, sigue siendo, y me temo que así continuará por los siglos de los siglos, una de las asignaturas pendientes en este país-), toda una vorágine de palabras que me impelía a reclamar más, sin orden, sin freno, sin prejuicios, sin prohibiciones, sin censura (sólo en alguna ocasión, cuando llevaba horas inmerso en ese placer solitario, mi abuela me recriminaba “deja de leer un poco y haz alguna otra cosa, hombre”).

   Y hoy, a pesar de lo ajustada que está la economía, celebrando yo diría el único día específico que aplaudo (aunque hay que seguir apostando por él los 364 días restantes, al menos cada 23 abril es el libro, ese mágico objeto, el que ocupa portadas, el que llama la atención, con el que te tropiezas aunque no quieras), he recorrido muchos de los puestos que han brotado en algunas calles, acariciando lomos, poniendo la oreja para saber cuáles eran los títulos más reclamados, rememorando placeres y bostezos según en qué lugar posase mi vista, sintiéndome ebrio (al modo en que reflejó ese estado el gran poeta Claudio Rodríguez en su imprescindible Don de la ebriedad) ante tanta palabra impresa, ante tantas posibilidades de evasión, ante tantas emociones, ante tantas tentaciones; pero, sin dejar de ser ese ratoncito de biblioteca que sólo anhela nuevas dosis con las que satisfacer su voracidad, homenajeando una y mil veces al tío Miguel con el que tantos puestos similares recorrí en mi infancia (y tengo uno bien cerca que me hace añorarle y al tiempo sonreír: el de San Ginés), echando como siempre de menos a Pablo que tiene la misma querencia que yo (compartimos un pasado similar en lecturas), me detuve más tiempo en aquellos tenderetes en los que había libros antiguos, ya leídos (o al menos manoseados), en los que es posible encontrar sorpresas, novelas descatalogadas, aunque algunas sean traducciones un tanto sonrojantes o con sonido a otra orilla (todos esos títulos que no se editaban en la España franquista), volúmenes de la Colección Reno (con una leyenda que dejaba bien claro que se editaba el texto completo), esas ediciones en tapa dura de los años 50 y 60 cuyo olor me provoca una salivación similar a la del doctor Lecter, esos tomos en cartoné que se van deshojando y hay que volver a pegar con cuidado y paciencia, en definitiva, un universo en el que ser feliz (y encontré, por sólo un euro, un ejemplar deseado desde hacía tiempo: Ragtime de Doctorow; el ratón de biblioteca, a pesar de todo, dormirá hoy un poco más tranquilo).

lunes, 22 de abril de 2013

ILUSIONADO, NO ILUSO



   Te deseo por tanto / la teatralidad, pues / sólo llegarán lejos / quienes aman y conocen la ilusión”; éstos son los versos del poeta W. H. Auden con que el estupendo director Tony Richardson agasajó a su hija Natasha en el momento en que celebraba su vigésimo primer cumpleaños. Joan Didion, gran amiga de la familia, lo recuerda en Noches azules (publicado recientemente por Mondadori), un a modo de continuación de su afamado texto El año del pensamiento mágico en el que analizaba su propio proceso físico y mental mientras se enfrentaba a la pérdida de su esposo (el también escritor John Gregory Dunne) y a la terrible enfermedad de la hija de ambos, Quintana, quien fallecería poco antes de la publicación del mismo. Lo que en este escrito era una prosa fría, distante, implacable como un escalpelo en la aséptica disección que la autora hacía de ese insólito año, se transforma ahora en calidez, en cercanía, en pura emoción, aunque tamizados por los continuos interrogantes que la intelectual se plantea intentando comprender el porqué de tanta ausencia, de tanto dolor, de tanta muerte prematura (conviene también saber que la gran Vanessa Redrgave, la madre de Natasha Richardson, se encargó de dar vida sobre las tablas a lo que Joan Didion desgranaba en El año del pensamiento mágico y que hubo de acometer las últimas representaciones del monólogo tras la muerte de su propia hija, lo que aún imprime más desespero a cada una de sus palabras). Y, a pesar de su continuo y comprensible lamento, de sus aparentes ganas de desaparecer, de no entender cómo puede seguir viviendo, podríamos afirmar que Joan Didion hace suyo y ejemplifica el mensaje de vida que el padre quería transmitir a su hija y que constituye el aliento de la composición de Auden: al seguir pensando en los desaparecidos, al escribir sobre ellos, al plantearse nuevas preguntas o no dejar de martillear su cerebro con las mismas, la escritora encuentra un algo por lo que continuar camino, puesto que tiene una tarea irresoluta a la que enfrentarse cada día, una elegía interminable, una llaga supurante cuyo flujo intenta refrenar convirtiéndolo en un trabajo intelectual, aunque no puede evitar (ni, tal vez, quiere hacerlo) que poco a poco se vaya impregnando de sentir, de emoción, de amor.

   No hace mucho, el querido amigo Ovidio Parades hablaba en su blog El extraño viaje sobre la enfermedad de su madre (pedía disculpas porque lo ha convertido en un tema recurrente, pero resulta lógico volver una y mil veces a lo que nos duele, siempre que –y no es el caso de Ovidio- no se transforme en una obsesión que nos paralice e impida actuar como se debe); es curioso cómo puedes conectar anímicamente con personas que se encuentran lejos pero con las que has establecido vasos comunicantes que no entienden de kilómetros, puesto que llevaba unos días dando vueltas a lo que estoy escribiendo ahora y partiendo de algo similar a lo que él narraba: la ilusión de su madre por comprar un pañuelo hizo que olvidase los dolores, que los atenuase, que los sepultase, hasta haber hecho realidad su deseo. Por desgracia, mi punto de partida no es tan alegre: mientras reflexionaba en los versos de Auden, recordé el momento en que Pablo me pidió que fuese la voz para su estremecedor texto Nidos de gaviotas en el que resumía los últimos meses de vida de su madre, un prodigio de delicadeza y ternura que me supuso sumergirme en su dolor, en su desvalimiento, y también en su valentía ante lo inevitable, en su imbatible dignidad, en su sensibilidad sin límites; la responsabilidad de estar a la altura de lo allí expresado, el sentir esas emociones como propias (porque así me nacían), me hizo verter muchas lágrimas antes de poder mantener el tono debido sin que la voz se me quebrase, especialmente al llegar al pasaje en que las gaviotas han anidado en los tejados del complejo sanitario en que la madre se encuentra ingresada pero su cama está lejos de las ventanas y no puede contemplarlas, y cuando aparece la posibilidad de pedir una silla de ruedas para acercarla hasta el mirador la enfermedad rebrota y vuelve a postrarla. Ya de nuevo en su hogar, viviendo sus últimos días, “durante uno de sus extraños momentos de lucidez escuchó el graznido de una pareja de gaviotas que surcaba la densidad celeste de una reluciente mañana veraniega y exclamó con voz de agua: “He sido tan feliz””; Pablo afirma no entender la frase porque no se ajusta a la realidad, pero al final comprende que su madre “había descubierto su propio manantial de la felicidad en las meras posibilidades de materialización de sus sueños (…), no llegó a deleitarse con la contemplación de los polluelos de las gaviotas… y, sin embargo, fue dichosa con el disfrute de la ilusión”.

   Y en estos días tan grises en los que todo se revive porque, para colmo, el paisaje, el escenario, es prácticamente el mismo, extraigo la mejor enseñanza, la de seguir ilusionado con lo que haremos cuando pueda hacerse, pero sabiendo que ese tiempo llegará y que no importa que no pueda concretarse ahora (aunque es lo que nos gustaría, claro). No hay que engañarse ni hacer castillos en el aire, no se trata de remedar a la lechera del cuento, tan sólo de constatar que tenemos un futuro por delante para seguir construyendo nuestra realidad y que ese es un trabajo diario en el que ambos nos sentimos involucrados, compenetrados, apoyados (el uno en el otro y viceversa) y que no importa que se postergue su consecución: estamos en ello y las posibilidades que se abren merecen la pena por sí mismas, lleguemos hasta donde lleguemos, porque son compartidas, son de los dos; al igual que el astrónomo protagonista del espléndido relato Las estrellas en la roca de Ursula K. Le Guin, seremos capaces de encontrar la fuente de luz, simple y llanamente porque sabemos que existe y, aunque pueda parecer lejana, sentimos su calor.

viernes, 19 de abril de 2013

LOS RECUERDOS NO SON EL PASADO


 

 

   En A cielo abierto, David Hare reúne a unos amantes que no habían vuelto a verse desde su precipitada y dolorosa ruptura; ahora que la mujer de él ha fallecido, no parece que haya obstáculos que impidan retomar esa relación y vivirla hasta las últimas consecuencias, pero ella sigue muy herida, carga con el peso de la culpa, de las vejaciones, del dolor, de su negativa a tropezar de nuevo con la misma piedra, de los complejos de él, de sus propios miedos. Con la contundencia que le caracteriza, el dramaturgo trenza un tenso diálogo con muchas lecturas, con un equipaje nada ligero de reproches, lágrimas, angustia, llagas que supuran como el primer día, resultando especialmente estremecedor el momento en que, ante uno de los requiebros y peticiones de él, ella afirma con rotundidad pero con la voz quebrada: “¿Para qué quiero más recuerdos? ¿No te parece que ya tengo suficientes?”. Esos dos interrogantes dan la medida exacta de cómo esa mujer se zahiere sin descanso, aunque intente aparentar lo contrario, añorando caricias, besos, complicidades, halagos, sonrisas, bondades, remembranzas dichosas que contrastan con su presente y hacen más patente su soledad, su abandono, la falsa tranquilidad en que ha decidido encerrarse, sepultarse, desaparecer, desconfiando de cualquier palabra melosa, permanentemente a la defensiva, negándose y negando a los demás amistad y ternura, tapando el más mínimo resquicio por el que pueda colarse un sentimiento que le recuerde aquel tiempo en que se creyó feliz.

   Hemos oído en muchas ocasiones (y, por ejemplo, la querida tía Agatha –Christie- narra alguna experiencia en ese sentido en su deliciosa autobiografía) que no se debe regresar al lugar en que uno fue dichoso porque resultará imposible recuperar aquellas sensaciones prístinas y la decepción se enseñorea de cada minuto; claro, todo depende de en qué condiciones regresemos a ese sitio, porque puede darse la circunstancia de que el segundo viaje mejore lo experimentado en el primero, como me sucedió con París: allí tengo bastante familia, fue la primera vez que salí de España (cuando cruzar la frontera era todavía un trámite complejo), pero mis ojos de niño vieron las luces y las sombras, no sólo los monumentos sino las calles sucias, no entendí porque se envidiaba y glorificaba tanto lo que pasaba en Europa, y hablaba con sabor agridulce de la capital francesa hasta que regresé enamorado, hasta que anduve por los Campos Elíseos con la persona amada e incluso los lugares que recordaba con cariño o admiración crecieron en mi consideración y se convirtieron en imprescindibles. Por lo tanto, regresar a París es ahora un disfrute, un deleite, una caricia para dos corazones, aunque tenemos pendiente una nueva visita que nos quite el amargor que nos dejó la última, no por lo vivido, sino por lo que nos esperaba a la vuelta: fue el momento en que un jefe de programas (al que pocos meses después, ¡Dios bendito!, nombraron director de la cadena y así, por mucho que ahora se cargue las tintas sobre los directivos actuales, nos ha lucido el pelo –por cierto, el más melifluo, mendaz, traicionero, fue puesto en el cargo que aún ocupa por aquél, no por los que llegaron después-) reveló su carácter medroso, su inoperancia, su inutilidad para el cargo, su estupidez (¿por qué andar con metáforas?), y aceptó el chantaje de una sindicalista que veranea en Sotogrande, la experta en certificados de limpieza de sangre al más puro estilo inquisitorial (ella, cuya peripecia hasta ser fija en la empresa es digna de estudio, no precisamente por su limpieza ni merecimientos); en fin, es algo que Pablo ha contado magistralmente (porque ha extraído literatura de episodio tan abstruso y maloliente) en 24 horas de un periodista desesperado, sacando también a la luz la mediocridad moral, cobardía y pusilanimidad de tanto considerado adalid de la libertad, de la profesionalidad, de la amistad que, en realidad, pliega velas en cuanto ve peligrar su sitio (por mucho que pregone lo contrario y diga que a él –o ella- no le coarta nadie).

   Pero está bien que nos detengamos en la radio, porque de ahí viene parte de la inspiración de este escrito: resulta que hace pocos días una ex compañera publicó en Facebook algunas fotos en las que se veía el ambiente jocoso de alguna de nuestras meriendas y me dolió mucho verlas porque, con la salvedad de alguna de las personas allí retratadas, los recuerdos negativos superan a los positivos y las instantáneas me parecieron falaces, ya que no reflejaban en lo que verdaderamente devino todo ni la personalidad de cada uno. Y empecé a pensar en la frase de David Hare porque añorar esos buenos momentos (lo fueron en gran medida) lleva implícito lo negativo, lo decepcionante, lo triste, el esclavismo (en estos tiempos, intentar mantener un puesto de trabajo se paga muy caro), lo tarde que abrí los ojos y recuperé la dignidad, esa de la que Pablo siempre hace gala y que tantos y tantas no huelen ni de lejos. Y aún me laceró más (sobre todo por cómo la pronunciaba Nathalie Poza en escena –sin duda, su mejor interpretación hasta la fecha) cuando imaginé a Pablo regresando al escenario del dolor, de la pérdida, del adiós (aunque llegase poco tiempo después, se fraguó allí), de la ausencia, y miré hacia no sé dónde e increpé a no sé quién: “¿No tenía bastante con esos recuerdos? ¿Encima tiene que reproducirlos? ¿No basta con llevar ese sufrimiento a cuestas constantemente?”. Prefiero mil veces regresar en busca de una felicidad pretérita y no reencontrarla a verme de nuevo en el lugar en que me sacudió el desconsuelo, la aflicción, en que se me resquebrajó algo que jamás se podrá recomponer (y figurármelo en la distancia, cuando el abrazo sólo puede ser virtual, me desgarra sin remisión).

jueves, 18 de abril de 2013

LA COMPAÑÍA QUE HACE UN ASOCIAL


  
   A pesar de que algunos le conocéis, para otros es un nombre popular a través de las ondas, de que muchos le habéis visto en fotos en mi muro o en la solapa de Finales de cine o en la de 24 horas de un periodista desesperado, de que os acompaña junto a mí cada vez que visitáis alguno de mis blogs (ahí, en la columna de vuestra derecha), creo que ha llegado el momento de hablar un poco más sobre Dobby, ese yorkshire terrier con el que Pablo y yo convivimos, el auténtico y absoluto rey de la casa, ese abuelete (tiene algo más de 10 años) que conserva intacto su comportamiento de cachorro, esa energía constante, ese genio vivo, ese furioso guardián que no se arredra ante el mínimo conato de invasión de nuestra intimidad, ese cascabel que quiere ser el centro de atención y la reclama con saltitos y bailes, con movimientos o golpecitos de una de sus patas delanteras o directamente con ladridos desaforados en los que está implícita (en realidad, muy explícita –no hay que comprobar el volumen de los mismos-) una reconvención, una censura, una petición perentoria de que dejes todo lo demás para atenderle, hacerle mimos, darle su juguete o lo que en ese preciso momento le parezca prioritario.

   Dobby llegó a mi vida como herencia: siempre había sido el perro de Pablo y su familia y se quedó en Coruña cuando él se vino a Madrid para iniciar nuestro proyecto de vida en común. Con el tiempo, debido a la enfermedad del abuelo (de otro modo, hubiera sido impensable separarlos), el pobre Dobby empezó a ser una carga puesto que su cuidador no estaba en condiciones de atenderlo idóneamente y se optó por traerlo aquí, su ciudad de nacimiento, ya que es “gato” de pura cepa (tal vez de ahí viene en parte su casi permanente hosquedad: tiene problemas de identidad, precisamente cuando su raza la tiene muy marcada –“un yorkshire sabe que lo es y está encantado de serlo”-). Pablo ya me había contado de su peculiar carácter desde que era cachorro: muy territorial y posesivo, enfadado con el mundo y amedrentado por el mismo más allá de las cuatro paredes de su hogar, otorgando su confianza a poca gente, tragón compulsivo (aunque hemos tenido diferentes perros en la familia y todos engullen como si llevaran años sin comer), niño consentido y mimado por el abuelo; debo reconocer que había tenido querencia por él desde que supe de su existencia: me hacía mucha gracia que, casi en cada conversación telefónica que mantenía con Pablo (y fueron muchas las que cimentaron nuestro amor, ya que nos conocimos con muchos kilómetros de por medio), en algún momento, Dobby se hiciese notar, gruñese, ladrara, quisiera jugar con su dueño, era como si percibiese nuestros sentimientos y se encelase y recelase de lo que se avecinaba, es decir, de los cambios que su hábitat iba a experimentar. Y siempre recordaré los ojitos tristes y adormilados con los que me miró cuando aterrizó en Madrid y Pablo rescató su jaulita de la bodega del avión, sin tener nada claro dónde estaba y qué pasaba, a pesar de todo me dio un tímido lametón cuando acerqué mis dedos y le saludé; una vez en casa, en cuanto empezó a tomar posesión de la misma, me ladró con rabia, como a un elemento extraño al que eliminar y, puesto que en ese momento vivíamos en un pequeño estudio, Pablo pensó que podría adaptarse y tranquilizarse en casa de la tía Carmen y junto a la perrita de una vecina (Noa) que ella atiende –con el tiempo, llegaría Thor, pero esa es otra historia, como diría Michael Ende-; el caso es que fue peor el remedio: Dobby se sentía desplazado, abandonado, no reconocía a nadie y sacaba los dientes a paseo cada dos por tres, por lo que hubo que volver al principio y Pablo lo recogió mientras yo estaba en la radio. Esa noche, era la época en que llegaba bien pasadas las cuatro de la madrugada, entré temeroso, sobre todo por su reacción y el alboroto que pudiese formar, aunque sabía que Pablo le tenía bien sujeto; el caso es que el animal comprendió la situación en un momento -o se unía a su enemigo (o sea, yo) o no estaba junto a su amo- y me recibió alborozado, llenándome de lametones, reclamando mis caricias.

   Lo más curioso de mi convivencia con Dobby es que, en muchas cosas, parece que se hubiera criado conmigo (y eso que “perro viejo no aprende trucos nuevos”, o sea, que no se pueden alterar sus rutinas ni cambiar su personalidad por mucho que César Millán venda millones de libros y vídeos) porque es tan asocial como yo; si bien es cierto que por mi profesión he aprendido a romper mi caparazón, a resultar sociable, a gustar de las relaciones públicas, en mi interior soy un anacoreta, incluso diría un misántropo, no me gusta que mi tiempo dependa de los planes de los demás, de las intromisiones de los otros, de las conveniencias de agentes externos, y sobre todo de que hagan uso del mismo sin consultarme o dando por hecho que me parecerá bien. Estoy encantado de salir, entrar, ir al cine, al teatro, una escapadita, lo que surja, pero también soy muy casero, muy hogareño, me basta estar con Pablo en el sofá y compartir una película, una serie, las predicciones de Maruja Zorrilla, para sentirme pleno y eso es algo que sólo comprenden o jamás te reprochan los que puedes llamar “amigos” dando a la palabra toda su amplitud y hondura (y agradezco que en momentos como los actuales haya quien me tienda continuamente la mano, me recuerde que está ahí, pero no me fuerce a nada y comprenda que lo que más me apetece es escribir, leer, pasar las horas con Dobby, pendiente de sus paseos y horas de comida).

   Aunque alguna vez (sobre todo cuando trabajaba) me he enfadado con él porque no se puede atender un teléfono si está cerca, en realidad comparto con Dobby su aversión por los timbres porque significan visitas, imprevistos, interferencias, socializaciones que en ese momento no se desean, interrupciones de la vida cotidiana; y, por otro lado, aporta cierta emoción a las reuniones en casa porque no se relaja, se desorienta ante gente extraña y reacciona imprevisiblemente (todo hay que decirlo, hay animales considerados racionales que no saben cómo reaccionar y le excitan aún más). Lo mismo sucede cuando paseamos porque hay personas que queriendo ser amables o simpáticas invaden tu espacio, imponen su presencia, quieren acariciarlo, cogerlo, no dejan de hacer preguntas, y le alteran y, sobre todo, asustan (eso me hace sonreír porque recuerdo que Pablo me contó que la primera vez que lo sacó de paseo buscó los brazos de un desconocido, amedrentado ante la gente y el tráfico… ¡Él, que a veces ladra a su reflejo en el espejo! ¡Es genial!). Pero ahora mismo está en el sofá, hecho un ovillo, después de haber hecho sus necesidades (y en el sitio acondicionado para ello), tras haber husmeado un poco lo que estoy escribiendo (le cogí en brazos y olfateó el teclado y la pantalla y se quedó con ganas de decir la última palabra –ladrido, bufido- como hace siempre cuando le regañamos si ha hecho algo mal –es un orgulloso, no se apea del carro aunque con el rabo y las orejas indique que sabe que no se ha portado bien-), tan relajado, esperando que yo pliegue velas porque identifica el sonido de cerrar el ordenador, apagar el router y demás con que llega la hora de cenar, haciéndome tanta compañía, añorando como yo a Pablo, que doy gracias a quien corresponda por haber unido nuestras vidas (las de los tres).

lunes, 15 de abril de 2013

LLORAR EN SUEÑOS






   Anoche, como tantas veces, he soñado con el tío Miguel; su ausencia es un vacío permanente imposible de llenar: uno se acostumbra a convivir con ese abismo oscuro y sin final, con ese dolor que reaparece lacerante, vívido y aniquilador cuando menos se espera, que ataca con la misma virulencia que si te hubiesen dado en ese instante la terrible, inesperada y nunca deseada noticia de que ha muerto hace unas horas, uno se sobrepone porque la tía Carmen lo necesita, porque tus lágrimas, tu angustia, tu miedo ante lo que esté por venir sin que él pueda ayudarte, no pueden ser un lastre que aún la despeñen más por el precipicio sin fin al que querría saltar para marcharse con él, pero esa actitud sólo es un parche, un maquillaje que se diluye a las primeras de cambio, una solución de emergencia que contiene por poco tiempo el caudal de tu llanto. Desde ese momento, una canción en apariencia tan inocente como Lady Laura de Roberto Carlos (esa que tardaste en descubrir, esa que, mecido por la melodía y la dulce voz del intérprete, tomabas por una especie de ensoñación, de un amor sublimado, hasta que descubriste que hablaba de uno puro y verdadero, el de un hijo por su madre) te abre boquetes en el alma porque sientes ese desamparo del niño que se siente “perdido durante la noche con problemas y angustias que son de la gente mayor” y te falta esa voz de la experiencia, ese apoyo incondicional, esa enseñanza de vida permanente sin adoctrinamientos ni ñoñerías, esa persona que siempre te trató como si fueses adulto y te espoleó la imaginación, las ganas de aprender, la curiosidad, te enseñó las dos caras de cualquier sentimiento, te dejó una herencia impagable, la de aprender a vivir.

   Hace unos meses, cuando aún trabajaba en la radio, tratamos el tema de la maternidad y recibimos la llamada de un caballero (no le negaremos el título, aunque se me antoja demasiado para alguien que se expresó como él lo hizo) que afirmó en tono tajante que una mujer sólo era completa cuando era madre, en caso contrario su vida no tenía sentido ni dejaba huella. No pude menos que revolverme y, primero, preguntarme quién era quién para extender certificados de completitud, en segundo lugar considerarla una actitud discriminatoria porque eso no se afirmaba jamás de un hombre y, por encima de todo, sentirme directamente herido cuando he tenido (y aún tengo) la fortuna de que mi tía Carmen (que no tuvo hijos y, como dije delante del micrófono, no entraremos ahora en si no pudo, no quiso, no vinieron o qué razón explica el hecho) fuese uno de mis máximos referentes, la persona que más ha influido en mi personalidad (incluso en mis gustos musicales y cinematográficos), alguien que, como afirmaba Agustín Díaz Yanes en su película, siempre estará viva (y que aún dure muchos años) mientras lo esté yo y posteriormente mi sobrino Alberto y mis sobrinas segundas Raquel y Eva y tantos y tantas a los que ha regalado sonrisas, afectos y emociones (como, del mismo modo, sigue el tío Miguel abrigándome el corazón cada vez que se me hiela al constatar su falta). Resulta que mi comentario provocó la reacción de algunos oyentes que lo consideraron innecesario argumentando que a nadie le importaba lo que yo sentía por mi tía y que, en realidad, había tenido una salida de pata de banco porque lo que el señor (ejem) exponía era una verdad como un templo; creo que respondí a todos los mensajes, pidiendo disculpas si había ofendido a alguien pero alegando que, precisamente, era lo que yo había experimentado: el menosprecio a cualquier mujer que no hubiese dado a luz, la reducción de la condición femenina a la tarea de perpetuar la especie y que no había podido evitar personalizarlo en la que me pillaba más cerca (por cierto, ninguno volvió a escribir –y al menos dos o tres eran féminas- para refutarme, apuntalando con su silencio la doctrina nacionalcatólica escondida tras el argumentario del primer comunicante). Tras haber escrito junto a Pablo un libro como Madres de película, aún tengo más claro que la verdadera maternidad, la que uno recibe como tal, no viene siempre de la persona que pare, de la que legalmente tiene derecho a ostentar ese nombre, sino de quien la ejerce, de quien la vive, de quien no se camufla tras un título para hacer y deshacer, de la que quiere porque sí, de la que no para mientes en nada más que no sea volcarse en otro; y la vida me ha enseñado que esa palabra –“madre”- puede ser polisémica y que un significado ni anula ni excluye a los demás –y lo mismo puedo decir, con la boca bien grande y el corazón henchido de orgullo, de la palabra “padre”-.

   Y, como decía, la pasada noche el tío Miguel apareció en mis sueños; en realidad, en esta ocasión no le vi como en otras (a veces creyendo que está vivo, a veces siendo consciente de que estoy durmiendo y cuando abra los ojos desaparecerá), sino que el mundo onírico reprodujo mi vacío ante volví su ausencia, me revolví en el sueño reprochándole haberse ido demasiado pronto, dejándome tan huérfano, doliéndome porque no me ha visto dirigir televisión ni trabajar con Beatriz Pécker (el gran José Luis, el padre de Bea, era uno de sus ídolos radiofónicos), lamentándome de que no haya podido celebrar la publicación de nuestros libros, sintiendo profundamente que no haya conocido a Pablo (sé que hubieran congeniado a la perfección, tienen una forma similar de entender el mundo, una dignidad equiparable, una humanidad idéntica), llorando amargamente porque, regresando de nuevo a la canción, “no puedo olvidar tantas cosas que a veces de ti necesito escuchar”. Y las lágrimas me despertaron aunque mis ojos estaban secos, pero tenía en el pecho y en el ánimo la sensación de haber llorado mucho, de hecho en el sueño lo hacía con profusión, sin freno ni consuelo, tal y como lo estoy haciendo mientras escribo; sé que él me alienta, noto su espíritu muy dentro, percibo su complacencia cuando las cosas salen bien, su orgullo cuando el trabajo da fruto, su contrariedad cuando algo se tuerce, su empuje para continuar camino, sus consejos cuando me siento en una encrucijada, su inmenso amor, su protección sobre la tía Carmen, pero algo se hunde, todo se desmorona en un segundo, cuando “tengo a veces deseos de ser nuevamente un chiquillo y en la hora que estoy afligido volverte a oír” y eso sólo es posible en sueños o recurriendo al inagotable tesoro que me dejó en recuerdos.

jueves, 11 de abril de 2013

"LA RABIA ES MI ALIMENTO"





   Entrecomillo la frase que da título a este texto para dejar claro que no es mía (otra cosa es si la suscribo o no, pero precisamente sobre eso quiero hablar); atendiendo a la pulcritud con que Ralph Fiennes ha acometido la actualización y revisión de uno de los clásicos de Shakespeare (dejando en pañales a directores con más oficio como Mike Newell que ni de lejos ha captado el espíritu dickensiano en ese despropósito llamado Grandes esperanzas (2012), en la que por cierto Fiennes participa como actor en un rol que le oprime y coarta, otro error de esa espantosa adaptación que ni siquiera se acerca a la excelsitud de la que ofreció la BBC en 2011 dirigida con brillantez por Brian Kirk), teniendo en cuenta el mimo que ha puesto para debutar detrás de las cámaras con una cinta plena de energía, fiel a la letra y el espíritu del inmortal bardo, por mucho tiempo con la fuerza de las imágenes de Coriolanus (2011) en las retinas, hemos de colegir que “la rabia es mi alimento” es una muestra más del inagotable y continuamente sorprendente talento del autor de obras que aceptan múltiples versiones y relecturas, siempre que se hagan con honestidad y sin ponerse por encima del original. La frase llega como un puñetazo a los oídos y el corazón del espectador ya que es pronunciada por una de las actrices más gloriosas que jamás puedan gozarse en un escenario o una pantalla: la inmensa Vanessa Redgrave, nacida actriz porque así lo predijo el no menos impresionante Laurence Olivier al anunciar la paternidad del que en esos momentos era su compañero sobre las tablas en Old Vic Theatre, Michael Redgrave, interpretando, como no podía ser de otra manera, un Shakespeare (Hamlet en concreto). La legendaria intérprete encarna a Volumnia, una madre doliente, una llaga supurante que debe ser fiel al papel que le corresponde jugar en la sociedad pero que por encima de todo ama, secunda, venera a su hijo, una mujer muy versada en lo que se cuece en las cloacas del poder, que sólo masticando la rabia que experimenta ante la injusticia con que es tratado su hijo, ante cómo utilizan su figura para –ensalzándola o denostándola, según convenga- salvar la poltrona de cada uno, es capaz de actuar e inmolarse anímicamente, ofrecer lo que más ama, humillarse y arrodillarse por el bien de su ciudad.

   Desde hace unos años, el ambiente social está muy caldeado, aunque son muchos los que dicen extrañarse de que la situación no estalle en más frentes, y casi a diario aparecen voces dispuestas a prender mechas, discursos incendiarios que buscan que sean otros –los de siempre, o sea, los ciudadanos, los currantes (haya o no haya trabajo, el caso es que a algunos les toca permanentemente trabajar para que se beneficien unos pocos), los que sufren las consecuencias de las malas actuaciones de los poderosos- los que peleen y logren lo que ellos, con los instrumentos precisos a su alcance, no se ven capaces (o no quieren serlo) de conseguir. Y hay demasiada crispación y, además, se convierte en un valor el hecho de expresar la indignación, equivocando en ocasiones cómo se canaliza, haciendo creer que todo vale, olvidando que si damos carta de naturaleza a unas actuaciones debemos hacer lo propio con las opuestas (o con las mismas cuando son los considerados o sentidos como contrarios los que las llevan a cabo), perdiendo de vista que si nos sentimos legitimados a usar la violencia entramos en una espiral que, se diga lo que se diga, jamás ha traído nada positivo y que no se puede aplaudir un linchamiento (recuérdese Furia (1936), la escalofriante y aún vigente obra maestra de Fritz Lang) porque eso supone la total perversión y degradación de la democracia por la que decimos y queremos luchar, la que precisamos que siga funcionando y afianzándose en el tiempo y en el ánimo de todos y cada uno de nosotros.

   En estos días ando sumergido en las maravillosas páginas de La prima Bette, una de las muchas joyas que debemos a Honoré de Balzac, obra en la que la mayoría de los personajes buscan medrar a costa de lo que o de quien sea, no importando el daño que eso pueda conllevar, la quina que se deba tragar, lo permisivo que se deba ser con las infidelidades (no sólo amorosas), con tal de que no sea notorio, no se haga público, lo que sucede en las habitaciones, en los despachos, en los apartamentos secretos. Una de las palabras que más veces repite el autor es, precisamente, “rabia”, la que experimenta uno cuando ve frustrada su carrera, la que siente aquella cuando ve a su familia asediada por las deudas, la del que comprueba como su amante prefiere lanzarse en los brazos del mejor postor, en definitiva, los unos tienen motivos para vengarse de los otros y actúan sin titubear, presos de la indignación, con el acicate que supone un ánimo contrariado, incluso con la ley a su favor, pero la que logra sus objetivos sin que las circunstancias se vuelvan en su contra es la que actúa con paciencia, con tranquilidad, planificando la jugada, trabajando a medio y largo plazo, minando a su enemigo poco a poco, o sea, la prima Bette, una envidiosa muy refinada que no perdona a quien se la juega, encaprichada de la vida muelle de sus parientes, creyéndose más merecedora de la misma que ellos, pero al mismo tiempo enamorada ultrajada y engañada.

   Se me dirá que no es posible (o cuando menos muy difícil) ser paciente con lo que nos rodea, quedarnos quietos sin hacer nada, pero me aterra a dónde podemos llegar con ciertas actitudes y soflamas (no olvidemos la Historia, porque estamos más cerca de lo que pudiera pensarse de repetirla), con ese fútil poder y esa valentía irracional que da el sentirse albergado por una masa que, por mucho que se diga, siempre está conducida, adocenada, un tanto aborregada por los que olvidan todo lo que proclaman defender y anhelar en cuanto se convierten en sustitutos (mismos perros con diferentes collares, de nuevo habla la Historia) de los que ya no resultan válidos, líderes aupados a pedestales con escasos cimientos. Y sé de lo que hablo porque hoy es de esos días en los que uno reprocha a la vida que no deje de crear obstáculos, negruras, tristezas, unas de esas jornadas en las que te planteas por qué somos siempre los mismos los que pagamos peaje, pero, sin tontos conformismos o trivializaciones excesivas, piensas que el camino sigue mereciendo la pena porque no lo haces solo y que cada paso es mucho más consistente si te lo has ganado de verdad; no es que sea necesario sufrir para disfrutar de lo bueno, pero se aprecia mucho mejor cuando conoces el antónimo, y, por eso, mastico la rabia de hoy, la degluto, es alimento para las sonrisas de mañana, las que han de llegar por muchas borrascas que sobrevengan.  

martes, 9 de abril de 2013

TORO DE LIDIA


  


   Hay obras que sólo cobran auténtico sentido cuando se conocen las circunstancias en que fueron alumbradas, no porque sean crípticas u oculten significados inesperados, sino porque la personalidad de su autor, sus vivencias, su realidad, las impregna de tal forma que sólo ese prisma (intentando abarcar su totalidad, el conjunto) podemos aproximarnos a lo que el artista quiso ofrecer; otra cosa es que estemos de acuerdo, que experimentemos placer o rechazo, que le regalemos nuestra atención o tan sólo una indiferencia rayana en un olvido casi inmediato, que nos transformemos en sus opositores, en sus rendidos admiradores o que vayamos variando nuestra perspectiva según acumulamos nuestras propias experiencias y según el creador va dando nuevas muestras de su talento (o de lo que apreciamos como falta del mismo, nunca se sabe). Por otro lado, conviene distinguir entre lo que estoy intentando explicar y el vicio (el error) de juzgar la obra por el comportamiento del autor cuando ejerce como ciudadano en su vida civil, por sus posicionamientos políticos, por sus filiaciones, incluso por ciertos aspectos de su privacidad, llegando en ocasiones a hacer relecturas absolutamente delirantes e innecesarias sobre invenciones que poco o nada tienen que ver con lo que se nos presenta como ficción o cuando, aunque sea notoria la carga política, ésta no es el asunto central o tan sólo actúa como elemento descriptivo más o menos necesario en la trama. El caso es que Bigas Luna construyó un personaje que es absolutamente necesario para explorar, analizar, entrar en el universo que reflejaban sus películas, indisolubles de sus obsesiones, de sus pulsiones, de sus preferencias, de su manera de entender la vida, trazando una clara frontera entre el cineasta y la persona, no primando al uno sobre el otro, divirtiéndose, jugando consigo mismo y con los demás, sin concesiones a la galería, sin disfrazarse de lo que no le apetecía, sin vender su alma al diablo porque, directamente, supo transformarse en tal, es decir, permitirse todas las tentaciones, dándose cualquier placer que en ese momento le viniera en gana y, por encima de todo, siendo él mismo, demostrando su autenticidad.

   Gracias a ese empeño, aunque el Bigas de la pantalla te hastiase, agotase, enfadase (pero no por lo que tanto biempensante querría, no por la amoralidad o lo extremo de ciertas propuestas), era posible querer, admirar, gozar con el hombre, con el bon vivant, con el gourmet, con el hedonista, con una personalidad arrolladora, con un encantador de serpientes, con una cabeza muy bien amueblada, con una cultura nada fatua, con una persona que potenciaba la sonrisa de alma, el entendimiento cómplice, la conversación relajada; ese era el verdadero Bigas, el que se sentía atrapado en su cuerpo, el que siempre quiso ir más allá, y por eso renunció a una parte de sí, al nombre que le constreñía, para aparecer en su DNI como Bigas Luna, sin el José Juan que igualaba y cercenaba su explosiva creatividad. Y aunque pudieras rastrear en sus imágenes los olores, las curvas, los cantes, el lumpen, el coqueteo o inmersión en el lado más perverso y afín al peligro, todo lo que le gustaba y/o resultaba atractivo, su lado esteta, su barroquismo, su caleidoscópico comportamiento, muy pocas veces fue capaz (al menos para el que esto escribe) de envolver, conmocionar, arrebatar, como contagiaba a cualquiera cuando estaba cerca. Jamón, jamón (1992) no deja de parecerme una película con algunos aciertos y momentos impagables, pero muy irregular y excesivamente tosca (algo que, en contra de lo que pueda pensarse, jamás era Bigas), mientras que Las edades de Lulú (1990) se le fue de las manos (el original de Almudena Grandes tampoco merecía tantos parabienes) o Yo soy la Juani (2006) se quedaba muy en la superficie, tal vez porque la filmó con demasiadas perspectivas comerciales, con la vista más puesta en la taquilla que en otras ocasiones; tal vez mi deuda con él sea revisar sus primeros títulos, especialmente Bilbao (1978) y Caniche (1979), para ver cómo los ha tratado el tiempo y cuál es mi apreciación como espectador a estas alturas, pero jamás podré perdonarle aquel despropósito conocido como Volavérunt (1999) –sobre todo porque la novela de Antonio Larreta fue una lectura de juventud que nunca olvidaré- y seguiré adorando una joya, una rara avis en su filmografía, esa pieza de cámara –excesiva y grandilocuente cuando y donde lo necesita-, ese regalo que supuso La camarera del Titanic (1997).

   Me crucé con él unas cuantas veces, sobre todo a través del teléfono, pero siempre tendré presente nuestro encuentro en la época en que promocionaba La teta y la luna (1994), filme que me sorprendió y entretuvo, que me arrancó alguna carcajada y alguna lágrima; hablamos de lo divino y de lo humano, poniendo el acento en lo segundo, sin prisas, era una época en que mi gran amigo Juan Mairena me pidió una serie de entrevistas llamada In fraganti en la que igual preguntaba por un tema de actualidad como por la frase de una canción, en la que alternaba preguntas directas con otras inesperadas, y Bigas se prestó al juego con entusiasmo, como un chiquillo, batiendo palmas en alguna ocasión, demostrando su lucidez e ingenio, manando ambos con enorme naturalidad, porque si le preguntaba si deberíamos pedir a Paco Lobatón que encontrase a Luis Roldán (hablamos de hace casi veinte años) él decía que estábamos ante un mal guión mientras que el ex director de la Guardia Civil continuase desaparecido y cuando, varias cuestiones después, quería saber si la boda entre Rocío Jurado y Ortega Cano simbolizaba algo él respondió con rapidez: “Eso sí es un buen guión y no de lo Roldán”. Y hubo tiempo para saber si Javier Bardem era su gallina de los huevos de oro, por qué en España nos gustan los sabores fuertes y somos picantones como el ajo (aún no había llegado Victoria Beckham –tipo de mujer, por cierto, muy alejado del que prefería Bigas- y tan a gustito que estábamos), para desgranar los secretos de un apetitoso pan tumaca y para que se pronunciase sobre su deseo de adquirir todos los toros de Osborne que estaban amenazados con ser retirados de sus emplazamientos; al margen de los vínculos sentimentales y artísticos con esa efigie, Bigas aprovechó para desnudarse emocionalmente y dar la mejor definición posible sobre quién era y cómo sentía: “Es que mi deseo sería haber nacido toro de lidia, pastar en la dehesa, sólo pendiente de las vaquitas y de mi estómago”. ¡Maravilloso!

jueves, 4 de abril de 2013

MUCHO MÁS QUE DOS





   Hubo una época en que me dio por apuntar las frases que me llamaban la atención, que me hacían reflexionar, que me gustaban; quería tenerlas en una lista para poder localizarlas rápidamente y citarlas literalmente (no cambiando alguna palabra e incluso el sentido original, como sucede en tantas ocasiones), para saber dónde estaban cuando la memoria sólo iluminase algunos aspectos, para no perderme entre los innúmeros volúmenes que desde siempre me han rodeado intentando encontrar la línea deseada. En realidad, es algo que nunca he dejado de hacer, resulta inevitable cuando eres lector empedernido, pero ahora intento aprehender la sensación experimentada, atesorar ese momento, tal vez dejar una señal dentro del libro en que encontré la sentencia, aposentar lo vivido en ese inmenso rincón del alma que tenemos los que gustamos de disfrutar y descubrir el talento artístico de los demás, ese que no deja de crecer y de encontrar nuevos habitantes. Cayendo un poco en lo obsesivo (como nos pasa cuando nos dejamos entusiasmar por algo y no somos capaces de refrenarnos), llevaba siempre algún bolígrafo y una libreta o cualquier papel volandero porque nunca se sabe dónde vas a encontrar la veta en que explorar (aunque regreses con el tiempo a lo que te pareció magistral y constates que ahora ya no te lo resulta tanto –e incluso que tu percepción ha dado un giro de ciento ochenta grados-) y también anotaba declaraciones oídas en radio o televisión; así fue como me fijé en algo que Antonio Gala declaró cuando fue invitado por el permanentemente añorado y adorado Terenci Moix a su programa Más estrellas que en el cielo: “Cuando la soledad se siente en compañía, sólo queda la desesperación”. Poco tiempo después, cuando el hasta entonces dramaturgo obtuvo el Premio Planeta por su primera novela, El manuscrito carmesí, encontré la misma frase entre sus páginas, tal vez porque Gala siempre ha tendido tendencia a citarse, pero con toda seguridad porque ya estaba trabajando en su particular visión sobre Boabdil y porque el asunto de los amores contrariados, no correspondidos, mal entendidos, ha sido y será motivo central de su obra en concreto y de la de casi cualquier escritor.

   Nunca resulta fácil definir a una pareja, parece que ninguna palabra se ajusta con precisión a cómo esas dos personas construyen día a día un espacio común, resulta inexplicable incluso para ellas mismas cómo han acompasado sus pasos, cómo equilibran sus individualidades, cuántos pactos no escritos (ni declarados) firman por voluntad propia, porque son conscientes de que es así como quieren que sea, porque se sienten y saben acompañados, comprendidos, apoyados, animados, porque son capaces de borrar de un plumazo los malos momentos (inevitables), las decepciones, los errores y, por encima de todo, porque se saben dos. Hay mucha tendencia a considerar a las parejas como si fuesen sólo uno, como si actuasen igual, como si sólo tuviesen una opinión, como si fuesen clones; hay muchas parejas que buscan ese supuesto paraíso como culmen de su amor, que no toman decisiones sin saber qué dirá el otro (y no entro ahora en que uno se imponga o lleve la voz cantante), que se transforman en siameses, que no respetan el espacio de cada uno, que no consienten que existan citas, amigos, actividades separadas.

   Lo que enriquece a una pareja es, precisamente, la personalidad de cada componente, lo que cada uno aporta, las discrepancias de las que sale el entendimiento o aquellas que nunca se resuelven y que (sin provocar dramas ni traumas) añaden piques cariñosos, rivalidades sin lucha, resquemores que devienen en sonrisa cómplice, cimientos que se hacen más sólidos según pasa el tiempo, sin récords que batir o lecciones que dar, juntos porque se quiere y mientras se quiera, sin pensar en el posible final, en la ruptura, pero sin escuchar los cantos de sirena de “nuestro amor es para siempre” porque “siempre” es cada momento, sin tener claro que vendrá después, eso es la vida, lo demás mero mecanicismo, maquillar la realidad para darnos de bruces con ella cuando sea demasiado tarde para rectificar. En eso ponía el acento Antonio Gala: en la compañía que se da y recibe, en tener conciencia y constancia de que tu complemento está ahí, pero permitiendo a la soledad necesaria que se explaye, que tenga su espacio cuando se la busque, que no nos venga impuesta y, para colmo, escondida en lo que de cara a la galería es una relación. Así siento yo cada día esa fuerza inspiradora, ese soporte a cualquier iniciativa que surja, aunque ésta pueda parecer tan sencilla como iniciar un nuevo camino literario, permitiéndome permanecer en el ángulo oscuro del salón cuando lo preciso, respetando igualmente su personalidad, porque sabemos que ambas van a seguir reencontrándose y haciendo realidad muchos sueños. El maestro Benedetti lo tuvo muy claro y la maravillosa Nacha Guevara (a la que vimos en directo y pudimos ovacionar como merece) lo expresó con fuerza y tronío: “Si te quiero es porque sos / mi amor, mi cómplice y todo / y en la calle, codo a codo, / somos mucho más que dos”: ser uno, aunque suficiente y lógico, es poca cosa; ser dos, éste y aquél, identificados, individualizados, no convertidos por los demás o por nosotros mismos en una especie de ente, es seguir aprendiendo, descubriendo, amando.