Hubo una época en que me dio por apuntar las frases que me llamaban la
atención, que me hacían reflexionar, que me gustaban; quería tenerlas en una
lista para poder localizarlas rápidamente y citarlas literalmente (no cambiando
alguna palabra e incluso el sentido original, como sucede en tantas ocasiones),
para saber dónde estaban cuando la memoria sólo iluminase algunos aspectos,
para no perderme entre los innúmeros volúmenes que desde siempre me han rodeado
intentando encontrar la línea deseada. En realidad, es algo que nunca he dejado
de hacer, resulta inevitable cuando eres lector empedernido, pero ahora intento
aprehender la sensación experimentada, atesorar ese momento, tal vez dejar una
señal dentro del libro en que encontré la sentencia, aposentar lo vivido en ese
inmenso rincón del alma que tenemos los que gustamos de disfrutar y descubrir
el talento artístico de los demás, ese que no deja de crecer y de encontrar
nuevos habitantes. Cayendo un poco en lo obsesivo (como nos pasa cuando nos
dejamos entusiasmar por algo y no somos capaces de refrenarnos), llevaba
siempre algún bolígrafo y una libreta o cualquier papel volandero porque nunca
se sabe dónde vas a encontrar la veta en que explorar (aunque regreses con el
tiempo a lo que te pareció magistral y constates que ahora ya no te lo resulta
tanto –e incluso que tu percepción ha dado un giro de ciento ochenta grados-) y
también anotaba declaraciones oídas en radio o televisión; así fue como me fijé
en algo que Antonio Gala declaró cuando fue invitado por el permanentemente
añorado y adorado Terenci Moix a su programa Más estrellas que en el cielo: “Cuando la soledad se siente en
compañía, sólo queda la desesperación”. Poco tiempo después, cuando el hasta
entonces dramaturgo obtuvo el Premio Planeta por su primera novela, El manuscrito carmesí, encontré la misma
frase entre sus páginas, tal vez porque Gala siempre ha tendido tendencia a
citarse, pero con toda seguridad porque ya estaba trabajando en su particular
visión sobre Boabdil y porque el asunto de los amores contrariados, no
correspondidos, mal entendidos, ha sido y será motivo central de su obra en
concreto y de la de casi cualquier escritor.
Nunca resulta fácil definir a una pareja, parece que ninguna palabra se
ajusta con precisión a cómo esas dos personas construyen día a día un espacio
común, resulta inexplicable incluso para ellas mismas cómo han acompasado sus
pasos, cómo equilibran sus individualidades, cuántos pactos no escritos (ni
declarados) firman por voluntad propia, porque son conscientes de que es así
como quieren que sea, porque se sienten y saben acompañados, comprendidos,
apoyados, animados, porque son capaces de borrar de un plumazo los malos
momentos (inevitables), las decepciones, los errores y, por encima de todo,
porque se saben dos. Hay mucha tendencia a considerar a las parejas como si
fuesen sólo uno, como si actuasen igual, como si sólo tuviesen una opinión,
como si fuesen clones; hay muchas parejas que buscan ese supuesto paraíso como
culmen de su amor, que no toman decisiones sin saber qué dirá el otro (y no
entro ahora en que uno se imponga o lleve la voz cantante), que se transforman
en siameses, que no respetan el espacio de cada uno, que no consienten que
existan citas, amigos, actividades separadas.
Lo que enriquece a una pareja es, precisamente, la personalidad de cada
componente, lo que cada uno aporta, las discrepancias de las que sale el
entendimiento o aquellas que nunca se resuelven y que (sin provocar dramas ni
traumas) añaden piques cariñosos, rivalidades sin lucha, resquemores que
devienen en sonrisa cómplice, cimientos que se hacen más sólidos según pasa el
tiempo, sin récords que batir o lecciones que dar, juntos porque se quiere y
mientras se quiera, sin pensar en el posible final, en la ruptura, pero sin
escuchar los cantos de sirena de “nuestro amor es para siempre” porque “siempre”
es cada momento, sin tener claro que vendrá después, eso es la vida, lo demás
mero mecanicismo, maquillar la realidad para darnos de bruces con ella cuando
sea demasiado tarde para rectificar. En eso ponía el acento Antonio Gala: en la
compañía que se da y recibe, en tener conciencia y constancia de que tu complemento
está ahí, pero permitiendo a la soledad necesaria que se explaye, que tenga su
espacio cuando se la busque, que no nos venga impuesta y, para colmo, escondida
en lo que de cara a la galería es una relación. Así siento yo cada día esa
fuerza inspiradora, ese soporte a cualquier iniciativa que surja, aunque ésta
pueda parecer tan sencilla como iniciar un nuevo camino literario,
permitiéndome permanecer en el ángulo oscuro del salón cuando lo preciso,
respetando igualmente su personalidad, porque sabemos que ambas van a seguir
reencontrándose y haciendo realidad muchos sueños. El maestro Benedetti lo tuvo
muy claro y la maravillosa Nacha Guevara (a la que vimos en directo y pudimos
ovacionar como merece) lo expresó con fuerza y tronío: “Si te quiero es porque
sos / mi amor, mi cómplice y todo / y en la calle, codo a codo, / somos mucho más
que dos”: ser uno, aunque suficiente y lógico, es poca cosa; ser dos, éste y
aquél, identificados, individualizados, no convertidos por los demás o por
nosotros mismos en una especie de ente, es seguir aprendiendo, descubriendo,
amando.