Entrecomillo la frase que da título a este texto para dejar claro que no
es mía (otra cosa es si la suscribo o no, pero precisamente sobre eso quiero
hablar); atendiendo a la pulcritud con que Ralph Fiennes ha acometido la actualización
y revisión de uno de los clásicos de Shakespeare (dejando en pañales a
directores con más oficio como Mike Newell que ni de lejos ha captado el
espíritu dickensiano en ese despropósito llamado Grandes esperanzas (2012), en la que por cierto Fiennes participa
como actor en un rol que le oprime y coarta, otro error de esa espantosa
adaptación que ni siquiera se acerca a la excelsitud de la que ofreció la BBC
en 2011 dirigida con brillantez por Brian Kirk), teniendo en cuenta el mimo que
ha puesto para debutar detrás de las cámaras con una cinta plena de energía,
fiel a la letra y el espíritu del inmortal bardo, por mucho tiempo con la
fuerza de las imágenes de Coriolanus (2011)
en las retinas, hemos de colegir que “la rabia es mi alimento” es una muestra
más del inagotable y continuamente sorprendente talento del autor de obras que
aceptan múltiples versiones y relecturas, siempre que se hagan con honestidad y
sin ponerse por encima del original. La frase llega como un puñetazo a los
oídos y el corazón del espectador ya que es pronunciada por una de las actrices
más gloriosas que jamás puedan gozarse en un escenario o una pantalla: la
inmensa Vanessa Redgrave, nacida actriz porque así lo predijo el no menos
impresionante Laurence Olivier al anunciar la paternidad del que en esos
momentos era su compañero sobre las tablas en Old Vic Theatre, Michael
Redgrave, interpretando, como no podía ser de otra manera, un Shakespeare (Hamlet en concreto). La legendaria
intérprete encarna a Volumnia, una madre doliente, una llaga supurante que debe
ser fiel al papel que le corresponde jugar en la sociedad pero que por encima
de todo ama, secunda, venera a su hijo, una mujer muy versada en lo que se
cuece en las cloacas del poder, que sólo masticando la rabia que experimenta
ante la injusticia con que es tratado su hijo, ante cómo utilizan su figura
para –ensalzándola o denostándola, según convenga- salvar la poltrona de cada
uno, es capaz de actuar e inmolarse anímicamente, ofrecer lo que más ama,
humillarse y arrodillarse por el bien de su ciudad.
Desde hace unos años, el ambiente social está muy caldeado, aunque son
muchos los que dicen extrañarse de que la situación no estalle en más frentes,
y casi a diario aparecen voces dispuestas a prender mechas, discursos
incendiarios que buscan que sean otros –los de siempre, o sea, los ciudadanos,
los currantes (haya o no haya trabajo, el caso es que a algunos les toca
permanentemente trabajar para que se beneficien unos pocos), los que sufren las
consecuencias de las malas actuaciones de los poderosos- los que peleen y
logren lo que ellos, con los instrumentos precisos a su alcance, no se ven
capaces (o no quieren serlo) de conseguir. Y hay demasiada crispación y,
además, se convierte en un valor el hecho de expresar la indignación,
equivocando en ocasiones cómo se canaliza, haciendo creer que todo vale,
olvidando que si damos carta de naturaleza a unas actuaciones debemos hacer lo
propio con las opuestas (o con las mismas cuando son los considerados o
sentidos como contrarios los que las llevan a cabo), perdiendo de vista que si
nos sentimos legitimados a usar la violencia entramos en una espiral que, se
diga lo que se diga, jamás ha traído nada positivo y que no se puede aplaudir
un linchamiento (recuérdese Furia (1936),
la escalofriante y aún vigente obra maestra de Fritz Lang) porque eso supone la
total perversión y degradación de la democracia por la que decimos y queremos
luchar, la que precisamos que siga funcionando y afianzándose en el tiempo y en
el ánimo de todos y cada uno de nosotros.
En estos días ando sumergido en las maravillosas páginas de La prima Bette, una de las muchas joyas
que debemos a Honoré de Balzac, obra en la que la mayoría de los personajes
buscan medrar a costa de lo que o de quien sea, no importando el daño que eso
pueda conllevar, la quina que se deba tragar, lo permisivo que se deba ser con
las infidelidades (no sólo amorosas), con tal de que no sea notorio, no se haga
público, lo que sucede en las habitaciones, en los despachos, en los
apartamentos secretos. Una de las palabras que más veces repite el autor es,
precisamente, “rabia”, la que experimenta uno cuando ve frustrada su carrera,
la que siente aquella cuando ve a su familia asediada por las deudas, la del
que comprueba como su amante prefiere lanzarse en los brazos del mejor postor,
en definitiva, los unos tienen motivos para vengarse de los otros y actúan sin
titubear, presos de la indignación, con el acicate que supone un ánimo
contrariado, incluso con la ley a su favor, pero la que logra sus objetivos sin
que las circunstancias se vuelvan en su contra es la que actúa con paciencia,
con tranquilidad, planificando la jugada, trabajando a medio y largo plazo,
minando a su enemigo poco a poco, o sea, la prima Bette, una envidiosa muy
refinada que no perdona a quien se la juega, encaprichada de la vida muelle de
sus parientes, creyéndose más merecedora de la misma que ellos, pero al mismo
tiempo enamorada ultrajada y engañada.
Se me dirá que no es posible (o cuando menos muy difícil) ser paciente
con lo que nos rodea, quedarnos quietos sin hacer nada, pero me aterra a dónde
podemos llegar con ciertas actitudes y soflamas (no olvidemos la Historia,
porque estamos más cerca de lo que pudiera pensarse de repetirla), con ese
fútil poder y esa valentía irracional que da el sentirse albergado por una masa
que, por mucho que se diga, siempre está conducida, adocenada, un tanto
aborregada por los que olvidan todo lo que proclaman defender y anhelar en
cuanto se convierten en sustitutos (mismos perros con diferentes collares, de
nuevo habla la Historia) de los que ya no resultan válidos, líderes aupados a
pedestales con escasos cimientos. Y sé de lo que hablo porque hoy es de esos
días en los que uno reprocha a la vida que no deje de crear obstáculos,
negruras, tristezas, unas de esas jornadas en las que te planteas por qué somos
siempre los mismos los que pagamos peaje, pero, sin tontos conformismos o
trivializaciones excesivas, piensas que el camino sigue mereciendo la pena
porque no lo haces solo y que cada paso es mucho más consistente si te lo has
ganado de verdad; no es que sea necesario sufrir para disfrutar de lo bueno,
pero se aprecia mucho mejor cuando conoces el antónimo, y, por eso, mastico la
rabia de hoy, la degluto, es alimento para las sonrisas de mañana, las que han
de llegar por muchas borrascas que sobrevengan.