No es por presumir, pero me recuerdo desde siempre con un tebeo, cuento,
libro, algo que leer entre las manos; de hecho, existe una fotografía en la que
debo tener poco más de un año (tal vez incluso algo menos) y en la que, en
lugar de destrozarlo como según parece hacía con cualquier cosa que cayese en
mis garras (eso afirman mis hermanos, mi madre y la tía Carmen), parezco estar
comprendiendo las palabras impresas en un periódico; es como si apenas rozase
sus páginas, tratando con sumo cuidado el objeto que da nombre a lo que con los
años sería mi profesión (toda una premonición mi insólita calma ante ese papel
en concreto), dejándome seducir por la letra impresa antes de ser capaz de
comprenderla. Lo cierto (y de nuevo aclaro que no lo cuento por fatuidad) es
que no tardé demasiado, para lo que viene a ser habitual, en descifrar esos
manchones negros, esos signos extraños que un buen día se convirtieron en
letras, porque el tío Miguel (siempre presente en todos los momentos que han
supuesto algo en mi vida, como le sigo sintiendo ahora) me las fue presentando
en las matrículas de los coches mientras caminábamos hacia la Dehesa de la Villa
cuando aún no había cumplido cuatro años y fue ahí, vuelvo al comienzo, cuando
empecé a devorar sin freno y con pasión cualquier letra impresa: al principio,
cuentos por supuesto y también tebeos (por los que sigo conservando una
querencia que me ensancha el corazón, sobre todo porque revivo las muchas
carcajadas compartidas con la tía Carmen, la fan número uno de Mortadelo, 13
Rúe del Percebe, Rompetechos y el resto de personajes del universo Bruguera –tan
sólo diferíamos en Zipi y Zape, unos de mis favoritos, pero que a ella no le
resultaban simpáticos); muy pronto, libros: los heredados de Pilar y Eduardo,
los clásicos de Los Cinco, Los Tres Investigadores y Alfred Hitchcock (¡Cómo no
salir, al mismo tiempo, cinéfilo!), Julio Verne, Emilio Salgari y otros autores
que conformaban la colección de Joyas Literarias Ilustradas, aquellas que tantos
universos nos abrieron; en seguida, también tuve volúmenes propios, la mayoría
de segunda mano comprados en el rastrillo de Tetuán (¡Esas mañanas de domingo a
la caza de la ganga con el tío Miguel!), los muchos que me proporcionó la tía
Pilar, los que había en las estanterías de casa (familia muy humilde, sí, con
personas que apenas habían podido recibir la educación básica –algunos ni eso-,
pero libros hubo siempre cerca, sobre todo porque mi madre y el tío Miguel
gustaban de ellos y porque la tía Carmen y mi padre –quien, desde que recuerdo,
volvía cada día del trabajo con un periódico, y lo mismo compraba Ya o Pueblo
que con el tiempo pasó a Diario 16 y posteriormente a El Mundo o El País, últimamente
le ha dado por La Razón, es decir que me hizo lector de miras amplias-
propiciaban ese afán), los que recomendaban en el colegio (aunque, todo hay que
decirlo, en muchas ocasiones esos son los títulos que menos animan a leer –enseñar
el amor por la literatura, despertarlo, sigue siendo, y me temo que así continuará
por los siglos de los siglos, una de las asignaturas pendientes en este país-),
toda una vorágine de palabras que me impelía a reclamar más, sin orden, sin
freno, sin prejuicios, sin prohibiciones, sin censura (sólo en alguna ocasión,
cuando llevaba horas inmerso en ese placer solitario, mi abuela me recriminaba “deja
de leer un poco y haz alguna otra cosa, hombre”).
Y hoy, a pesar de lo ajustada que está la economía, celebrando yo diría
el único día específico que aplaudo (aunque hay que seguir apostando por él los
364 días restantes, al menos cada 23 abril es el libro, ese mágico objeto, el
que ocupa portadas, el que llama la atención, con el que te tropiezas aunque no
quieras), he recorrido muchos de los puestos que han brotado en algunas calles,
acariciando lomos, poniendo la oreja para saber cuáles eran los títulos más
reclamados, rememorando placeres y bostezos según en qué lugar posase mi vista,
sintiéndome ebrio (al modo en que reflejó ese estado el gran poeta Claudio
Rodríguez en su imprescindible Don de la
ebriedad) ante tanta palabra impresa, ante tantas posibilidades de evasión,
ante tantas emociones, ante tantas tentaciones; pero, sin dejar de ser ese
ratoncito de biblioteca que sólo anhela nuevas dosis con las que satisfacer su
voracidad, homenajeando una y mil veces al tío Miguel con el que tantos puestos
similares recorrí en mi infancia (y tengo uno bien cerca que me hace añorarle y
al tiempo sonreír: el de San Ginés), echando como siempre de menos a Pablo que
tiene la misma querencia que yo (compartimos un pasado similar en lecturas), me
detuve más tiempo en aquellos tenderetes en los que había libros antiguos, ya
leídos (o al menos manoseados), en los que es posible encontrar sorpresas,
novelas descatalogadas, aunque algunas sean traducciones un tanto sonrojantes o
con sonido a otra orilla (todos esos títulos que no se editaban en la España
franquista), volúmenes de la Colección Reno (con una leyenda que dejaba bien
claro que se editaba el texto completo), esas ediciones en tapa dura de los
años 50 y 60 cuyo olor me provoca una salivación similar a la del doctor
Lecter, esos tomos en cartoné que se van deshojando y hay que volver a pegar
con cuidado y paciencia, en definitiva, un universo en el que ser feliz (y
encontré, por sólo un euro, un ejemplar deseado desde hacía tiempo: Ragtime de Doctorow; el ratón de
biblioteca, a pesar de todo, dormirá hoy un poco más tranquilo).