En estos días en que a veces ando un poco cabizbajo, entristecido,
pesaroso, añorante (aunque hoy he podido ver un billete de tren que me ha
devuelto la sonrisa y reforzado mis ilusiones), tropecé por la calle con un
conocido, una de esas personas que pregonan amistades por doquier, relaciones
que no son tales porque no se ha llegado a tanto, que hablan de los demás como
si fuesen hermanos, cómplices, íntimos, que construyen permanentemente
castillos en el aire, un auténtico vendedor de humo que, inexplicablemente,
consigue estar en todos los sitios, ocupando un lugar que no le corresponde,
los de alrededor saben que es un inane, un diletante (aunque no se le pueden
negar su formación y preparación, pero no las demuestra), pero el caso es que
consigue engancharse y permanecer (lo más curioso es que me lo presentó alguien
que es como él en muchos aspectos –sólo le supera en astucia, en ansias de
medrar, en amoralidad-, experto en agenciarse amistades de por vida con una
persona que acabas de presentarle, en usurpar afectos, en fagocitar, en
convertirse en el ombligo del mundo –por fortuna, éste se fue a vivir lejos y
pude alejarme de su zona de influencia-). Como uno tiene muy desarrollado (tal
vez demasiado) el sentido de la diplomacia que le ha dado la profesión, le
saludé como siempre hago y, al margen de decirme que si tomábamos un café (podría
decirse que es su verdadera o casi única forma de entablar conversación), en
seguida notó que mi gesto no era el de otras veces y me preguntó qué me
sucedía; yo, sin dar tres cuartos al pregonero, le comenté que era una época
gris, de ausencia, algunas pinceladas para pintar el panorama sin contar
demasiado (sin contar lo que a él no le interesa), pero dejando claro que hay
una enfermedad de por medio, y su respuesta fue: “Sí, de un tiempo a esta parte
vienen muy mal dadas. Yo mismo estoy enfadadísimo porque un señor me ha dejado
plantado en un acto de la Universidad” (citó a un actor famoso pero no quiero
mezclarle en esto, porque adivina si este “Antoñito el fantástico”, como tantas
veces –hay pruebas de ello-, no se lo estaba inventando”). Y a partir de ahí
empezó a quejarse de estos famosetes (“que ya me dirás tú quiénes son o qué
nivel tienen”) que juegan con tu tiempo y esfuerzos en lugar de ser claros
desde el principio; en esto último tiene gran parte de razón –lo he sufrido
tantas veces a lo largo de más de veinte años en radio y televisión-, pero no
entiendo por qué le insistía o le buscaba si es alguien tan de medio pelo (es
otra de sus características: de un minuto al siguiente, como la zorra con las
uvas en la fábula, menosprecia lo que estaba reclamando y anhelando).
Una vez me zafé de él, después de muchas
frases huecas y sonoras, de promesas vanas (porque se las he oído muchas
veces), de abrazos y buenos deseos sin verdadero contenido, recordé ese
espléndido texto de Willy Russell llamado Shirley
Valentine, obra de teatro que mantiene intactos (o incluso aumentados más
de dos décadas después de su estreno) su frescura y acierto, como lo ha
demostrado la enorme Verónica Forqué al imprimirle su propio sello, al
encontrarle nuevos tonos, al provocar muchas carcajadas y unas cuantas
reflexiones, al recuperar sobre las tablas la dignidad de una mujer que sólo
sabe dar cariño pero es consciente de la jaula en que consiente vivir hasta que
una roca (¡Lo que es la vida!) le devuelve su personalidad. En su elocuente
monólogo (que, como ya hiciese Pauline Collins en el montaje original, la
Forqué transforma en inteligente diálogo con el público –privilegio que muy
pocas actrices tienen: naturalidad, sencillez, un saber decir que resulta
espontáneo y como sin fluyera en ese momento-), Shirley habla de una vecina a
la que retrata con una frase demoledora: “Si te duele la cabeza, ella tiene un
tumor cerebral”; sí, claro, como el tipo con el que me tropecé: sólo saben
hablar de lo que les preocupa, sólo viven para sentirse más que los demás y no
dudan en exagerar hasta la extenuación cualquier nimiedad en la que estén
involucrados, se han quedado en la primera persona del singular, no saben
conjugar ningún verbo más allá del “yo”, convierten sus mediocridades en único
tema de conversación, intentan transmitir una existencia llena de actividades,
de conocimientos, de hechos, regalándose continuamente un cañón de luz que no
es suyo. Al revés que Jack Kerouac, que siendo el narrador y principal
personaje de On the Road, cede su
puesto natural a Neal Cassady, el catalizador, el artífice, el fermento, el
motor, el verdadero sol que, con su sola presencia, con su influjo natural,
transformaba en satélite a cualquiera que anduviese cerca; al contrario que
Gypsy Rose Lee que, a la hora de escribir sus memorias, se adjudicó un papel
secundario porque la verdaderamente importante para comprender su peripecia
vital era su madre, la por derecho propio mítica Mamá Rose (aún más gracias a
Ethel Merman, Rosalind Russell, Angela Lansbury y otras estrellas que le han
dado vida); sin aprender de estos y otros ejemplos, la gente como éste con el
que me crucé se comporta como un niño caprichoso y envidioso, que reconociendo
su medianía se vuelve aún más soberbio, y entona un permanente “yo más que tú”,
como aquella canción de Miliki y Fofito, sirviendo este último como ejemplo
perfecto de lo que es vivir a la sombra de personas que valen (artística y
personalmente) mucho más, cuyos trato y cercanía (cuyo parentesco) le imbuyen
de unas cualidades de las que en realidad carece, y cuando se ve el truco
reacciona embistiendo contra los que le han ayudado y servido, culpándoles de
su fracaso, de sus faltas, de su nulidad.