A pesar de que algunos le conocéis, para otros es un nombre popular a
través de las ondas, de que muchos le habéis visto en fotos en mi muro o en la
solapa de Finales de cine o en la de 24 horas de un periodista desesperado,
de que os acompaña junto a mí cada vez que visitáis alguno de mis blogs (ahí,
en la columna de vuestra derecha), creo que ha llegado el momento de hablar un
poco más sobre Dobby, ese yorkshire terrier con el que Pablo y yo convivimos,
el auténtico y absoluto rey de la casa, ese abuelete (tiene algo más de 10
años) que conserva intacto su comportamiento de cachorro, esa energía
constante, ese genio vivo, ese furioso guardián que no se arredra ante el
mínimo conato de invasión de nuestra intimidad, ese cascabel que quiere ser el
centro de atención y la reclama con saltitos y bailes, con movimientos o
golpecitos de una de sus patas delanteras o directamente con ladridos
desaforados en los que está implícita (en realidad, muy explícita –no hay que
comprobar el volumen de los mismos-) una reconvención, una censura, una
petición perentoria de que dejes todo lo demás para atenderle, hacerle mimos,
darle su juguete o lo que en ese preciso momento le parezca prioritario.
Dobby llegó a mi vida como herencia: siempre había sido el perro de
Pablo y su familia y se quedó en Coruña cuando él se vino a Madrid para iniciar
nuestro proyecto de vida en común. Con el tiempo, debido a la enfermedad del
abuelo (de otro modo, hubiera sido impensable separarlos), el pobre Dobby
empezó a ser una carga puesto que su cuidador no estaba en condiciones de
atenderlo idóneamente y se optó por traerlo aquí, su ciudad de nacimiento, ya
que es “gato” de pura cepa (tal vez de ahí viene en parte su casi permanente
hosquedad: tiene problemas de identidad, precisamente cuando su raza la tiene
muy marcada –“un yorkshire sabe que lo es y está encantado de serlo”-). Pablo ya
me había contado de su peculiar carácter desde que era cachorro: muy
territorial y posesivo, enfadado con el mundo y amedrentado por el mismo más
allá de las cuatro paredes de su hogar, otorgando su confianza a poca gente,
tragón compulsivo (aunque hemos tenido diferentes perros en la familia y todos engullen
como si llevaran años sin comer), niño consentido y mimado por el abuelo; debo
reconocer que había tenido querencia por él desde que supe de su existencia: me
hacía mucha gracia que, casi en cada conversación telefónica que mantenía con
Pablo (y fueron muchas las que cimentaron nuestro amor, ya que nos conocimos con
muchos kilómetros de por medio), en algún momento, Dobby se hiciese notar,
gruñese, ladrara, quisiera jugar con su dueño, era como si percibiese nuestros
sentimientos y se encelase y recelase de lo que se avecinaba, es decir, de los
cambios que su hábitat iba a experimentar. Y siempre recordaré los ojitos
tristes y adormilados con los que me miró cuando aterrizó en Madrid y Pablo
rescató su jaulita de la bodega del avión, sin tener nada claro dónde estaba y
qué pasaba, a pesar de todo me dio un tímido lametón cuando acerqué mis dedos y
le saludé; una vez en casa, en cuanto empezó a tomar posesión de la misma, me
ladró con rabia, como a un elemento extraño al que eliminar y, puesto que en
ese momento vivíamos en un pequeño estudio, Pablo pensó que podría adaptarse y tranquilizarse
en casa de la tía Carmen y junto a la perrita de una vecina (Noa) que ella
atiende –con el tiempo, llegaría Thor, pero esa es otra historia, como diría
Michael Ende-; el caso es que fue peor el remedio: Dobby se sentía desplazado,
abandonado, no reconocía a nadie y sacaba los dientes a paseo cada dos por
tres, por lo que hubo que volver al principio y Pablo lo recogió mientras yo
estaba en la radio. Esa noche, era la época en que llegaba bien pasadas las
cuatro de la madrugada, entré temeroso, sobre todo por su reacción y el
alboroto que pudiese formar, aunque sabía que Pablo le tenía bien sujeto; el
caso es que el animal comprendió la situación en un momento -o se unía a su
enemigo (o sea, yo) o no estaba junto a su amo- y me recibió alborozado,
llenándome de lametones, reclamando mis caricias.
Lo más curioso de mi convivencia con Dobby es que, en muchas cosas,
parece que se hubiera criado conmigo (y eso que “perro viejo no aprende trucos
nuevos”, o sea, que no se pueden alterar sus rutinas ni cambiar su personalidad
por mucho que César Millán venda millones de libros y vídeos) porque es tan
asocial como yo; si bien es cierto que por mi profesión he aprendido a romper
mi caparazón, a resultar sociable, a gustar de las relaciones públicas, en mi
interior soy un anacoreta, incluso diría un misántropo, no me gusta que mi
tiempo dependa de los planes de los demás, de las intromisiones de los otros,
de las conveniencias de agentes externos, y sobre todo de que hagan uso del
mismo sin consultarme o dando por hecho que me parecerá bien. Estoy encantado
de salir, entrar, ir al cine, al teatro, una escapadita, lo que surja, pero
también soy muy casero, muy hogareño, me basta estar con Pablo en el sofá y
compartir una película, una serie, las predicciones de Maruja Zorrilla, para
sentirme pleno y eso es algo que sólo comprenden o jamás te reprochan los que
puedes llamar “amigos” dando a la palabra toda su amplitud y hondura (y
agradezco que en momentos como los actuales haya quien me tienda continuamente
la mano, me recuerde que está ahí, pero no me fuerce a nada y comprenda que lo
que más me apetece es escribir, leer, pasar las horas con Dobby, pendiente de
sus paseos y horas de comida).
Aunque alguna vez (sobre todo cuando trabajaba) me he enfadado con él porque
no se puede atender un teléfono si está cerca, en realidad comparto con Dobby
su aversión por los timbres porque significan visitas, imprevistos, interferencias,
socializaciones que en ese momento no se desean, interrupciones de la vida
cotidiana; y, por otro lado, aporta cierta emoción a las reuniones en casa
porque no se relaja, se desorienta ante gente extraña y reacciona imprevisiblemente
(todo hay que decirlo, hay animales considerados racionales que no saben cómo
reaccionar y le excitan aún más). Lo mismo sucede cuando paseamos porque hay
personas que queriendo ser amables o simpáticas invaden tu espacio, imponen su
presencia, quieren acariciarlo, cogerlo, no dejan de hacer preguntas, y le
alteran y, sobre todo, asustan (eso me hace sonreír porque recuerdo que Pablo
me contó que la primera vez que lo sacó de paseo buscó los brazos de un desconocido,
amedrentado ante la gente y el tráfico… ¡Él, que a veces ladra a su reflejo en
el espejo! ¡Es genial!). Pero ahora mismo está en el sofá, hecho un ovillo,
después de haber hecho sus necesidades (y en el sitio acondicionado para ello),
tras haber husmeado un poco lo que estoy escribiendo (le cogí en brazos y
olfateó el teclado y la pantalla y se quedó con ganas de decir la última palabra
–ladrido, bufido- como hace siempre cuando le regañamos si ha hecho algo mal –es
un orgulloso, no se apea del carro aunque con el rabo y las orejas indique que
sabe que no se ha portado bien-), tan relajado, esperando que yo pliegue velas
porque identifica el sonido de cerrar el ordenador, apagar el router y demás
con que llega la hora de cenar, haciéndome tanta compañía, añorando como yo a
Pablo, que doy gracias a quien corresponda por haber unido nuestras vidas (las
de los tres).