En A cielo abierto, David Hare
reúne a unos amantes que no habían vuelto a verse desde su precipitada y
dolorosa ruptura; ahora que la mujer de él ha fallecido, no parece que haya
obstáculos que impidan retomar esa relación y vivirla hasta las últimas
consecuencias, pero ella sigue muy herida, carga con el peso de la culpa, de
las vejaciones, del dolor, de su negativa a tropezar de nuevo con la misma
piedra, de los complejos de él, de sus propios miedos. Con la contundencia que
le caracteriza, el dramaturgo trenza un tenso diálogo con muchas lecturas, con
un equipaje nada ligero de reproches, lágrimas, angustia, llagas que supuran
como el primer día, resultando especialmente estremecedor el momento en que,
ante uno de los requiebros y peticiones de él, ella afirma con rotundidad pero
con la voz quebrada: “¿Para qué quiero más recuerdos? ¿No te parece que ya
tengo suficientes?”. Esos dos interrogantes dan la medida exacta de cómo esa
mujer se zahiere sin descanso, aunque intente aparentar lo contrario, añorando
caricias, besos, complicidades, halagos, sonrisas, bondades, remembranzas dichosas
que contrastan con su presente y hacen más patente su soledad, su abandono, la
falsa tranquilidad en que ha decidido encerrarse, sepultarse, desaparecer,
desconfiando de cualquier palabra melosa, permanentemente a la defensiva,
negándose y negando a los demás amistad y ternura, tapando el más mínimo
resquicio por el que pueda colarse un sentimiento que le recuerde aquel tiempo
en que se creyó feliz.
Hemos oído en muchas ocasiones (y, por ejemplo, la querida tía Agatha –Christie-
narra alguna experiencia en ese sentido en su deliciosa autobiografía) que no
se debe regresar al lugar en que uno fue dichoso porque resultará imposible
recuperar aquellas sensaciones prístinas y la decepción se enseñorea de cada
minuto; claro, todo depende de en qué condiciones regresemos a ese sitio,
porque puede darse la circunstancia de que el segundo viaje mejore lo
experimentado en el primero, como me sucedió con París: allí tengo bastante
familia, fue la primera vez que salí de España (cuando cruzar la frontera era
todavía un trámite complejo), pero mis ojos de niño vieron las luces y las
sombras, no sólo los monumentos sino las calles sucias, no entendí porque se
envidiaba y glorificaba tanto lo que pasaba en Europa, y hablaba con sabor
agridulce de la capital francesa hasta que regresé enamorado, hasta que anduve
por los Campos Elíseos con la persona amada e incluso los lugares que recordaba
con cariño o admiración crecieron en mi consideración y se convirtieron en
imprescindibles. Por lo tanto, regresar a París es ahora un disfrute, un
deleite, una caricia para dos corazones, aunque tenemos pendiente una nueva
visita que nos quite el amargor que nos dejó la última, no por lo vivido, sino
por lo que nos esperaba a la vuelta: fue el momento en que un jefe de programas
(al que pocos meses después, ¡Dios bendito!, nombraron director de la cadena y
así, por mucho que ahora se cargue las tintas sobre los directivos actuales,
nos ha lucido el pelo –por cierto, el más melifluo, mendaz, traicionero, fue puesto
en el cargo que aún ocupa por aquél, no por los que llegaron después-) reveló
su carácter medroso, su inoperancia, su inutilidad para el cargo, su estupidez
(¿por qué andar con metáforas?), y aceptó el chantaje de una sindicalista que
veranea en Sotogrande, la experta en certificados de limpieza de sangre al más
puro estilo inquisitorial (ella, cuya peripecia hasta ser fija en la empresa es
digna de estudio, no precisamente por su limpieza ni merecimientos); en fin, es
algo que Pablo ha contado magistralmente (porque ha extraído literatura de
episodio tan abstruso y maloliente) en 24
horas de un periodista desesperado, sacando también a la luz la mediocridad
moral, cobardía y pusilanimidad de tanto considerado adalid de la libertad, de
la profesionalidad, de la amistad que, en realidad, pliega velas en cuanto ve
peligrar su sitio (por mucho que pregone lo contrario y diga que a él –o ella-
no le coarta nadie).
Pero está bien que nos detengamos en la radio, porque de ahí viene parte
de la inspiración de este escrito: resulta que hace pocos días una ex compañera
publicó en Facebook algunas fotos en las que se veía el ambiente jocoso de
alguna de nuestras meriendas y me dolió mucho verlas porque, con la salvedad de
alguna de las personas allí retratadas, los recuerdos negativos superan a los
positivos y las instantáneas me parecieron falaces, ya que no reflejaban en lo
que verdaderamente devino todo ni la personalidad de cada uno. Y empecé a
pensar en la frase de David Hare porque añorar esos buenos momentos (lo fueron
en gran medida) lleva implícito lo negativo, lo decepcionante, lo triste, el
esclavismo (en estos tiempos, intentar mantener un puesto de trabajo se paga
muy caro), lo tarde que abrí los ojos y recuperé la dignidad, esa de la que
Pablo siempre hace gala y que tantos y tantas no huelen ni de lejos. Y aún me
laceró más (sobre todo por cómo la pronunciaba Nathalie Poza en escena –sin duda,
su mejor interpretación hasta la fecha) cuando imaginé a Pablo regresando al
escenario del dolor, de la pérdida, del adiós (aunque llegase poco tiempo
después, se fraguó allí), de la ausencia, y miré hacia no sé dónde e increpé a
no sé quién: “¿No tenía bastante con esos recuerdos? ¿Encima tiene que
reproducirlos? ¿No basta con llevar ese sufrimiento a cuestas constantemente?”.
Prefiero mil veces regresar en busca de una felicidad pretérita y no
reencontrarla a verme de nuevo en el lugar en que me sacudió el desconsuelo, la
aflicción, en que se me resquebrajó algo que jamás se podrá recomponer (y
figurármelo en la distancia, cuando el abrazo sólo puede ser virtual, me
desgarra sin remisión).