“Te deseo por tanto / la teatralidad, pues / sólo llegarán lejos /
quienes aman y conocen la ilusión”; éstos son los versos del poeta W. H. Auden
con que el estupendo director Tony Richardson agasajó a su hija Natasha en el
momento en que celebraba su vigésimo primer cumpleaños. Joan Didion, gran amiga
de la familia, lo recuerda en Noches azules
(publicado recientemente por Mondadori), un a modo de continuación de su
afamado texto El año del pensamiento
mágico en el que analizaba su propio proceso físico y mental mientras se
enfrentaba a la pérdida de su esposo (el también escritor John Gregory Dunne) y
a la terrible enfermedad de la hija de ambos, Quintana, quien fallecería poco
antes de la publicación del mismo. Lo que en este escrito era una prosa fría,
distante, implacable como un escalpelo en la aséptica disección que la autora
hacía de ese insólito año, se transforma ahora en calidez, en cercanía, en pura
emoción, aunque tamizados por los continuos interrogantes que la intelectual se
plantea intentando comprender el porqué de tanta ausencia, de tanto dolor, de
tanta muerte prematura (conviene también saber que la gran Vanessa Redrgave, la
madre de Natasha Richardson, se encargó de dar vida sobre las tablas a lo que
Joan Didion desgranaba en El año del
pensamiento mágico y que hubo de acometer las últimas representaciones del
monólogo tras la muerte de su propia hija, lo que aún imprime más desespero a
cada una de sus palabras). Y, a pesar de su continuo y comprensible lamento, de
sus aparentes ganas de desaparecer, de no entender cómo puede seguir viviendo,
podríamos afirmar que Joan Didion hace suyo y ejemplifica el mensaje de vida
que el padre quería transmitir a su hija y que constituye el aliento de la
composición de Auden: al seguir pensando en los desaparecidos, al escribir
sobre ellos, al plantearse nuevas preguntas o no dejar de martillear su cerebro
con las mismas, la escritora encuentra un algo por lo que continuar camino, puesto
que tiene una tarea irresoluta a la que enfrentarse cada día, una elegía
interminable, una llaga supurante cuyo flujo intenta refrenar convirtiéndolo en
un trabajo intelectual, aunque no puede evitar (ni, tal vez, quiere hacerlo)
que poco a poco se vaya impregnando de sentir, de emoción, de amor.
No hace mucho, el querido amigo Ovidio Parades hablaba en su blog El extraño viaje sobre la enfermedad de
su madre (pedía disculpas porque lo ha convertido en un tema recurrente, pero
resulta lógico volver una y mil veces a lo que nos duele, siempre que –y no es
el caso de Ovidio- no se transforme en una obsesión que nos paralice e impida
actuar como se debe); es curioso cómo puedes conectar anímicamente con personas
que se encuentran lejos pero con las que has establecido vasos comunicantes que
no entienden de kilómetros, puesto que llevaba unos días dando vueltas a lo que
estoy escribiendo ahora y partiendo de algo similar a lo que él narraba: la
ilusión de su madre por comprar un pañuelo hizo que olvidase los dolores, que
los atenuase, que los sepultase, hasta haber hecho realidad su deseo. Por desgracia,
mi punto de partida no es tan alegre: mientras reflexionaba en los versos de
Auden, recordé el momento en que Pablo me pidió que fuese la voz para su
estremecedor texto Nidos de gaviotas en
el que resumía los últimos meses de vida de su madre, un prodigio de delicadeza
y ternura que me supuso sumergirme en su dolor, en su desvalimiento, y también
en su valentía ante lo inevitable, en su imbatible dignidad, en su sensibilidad
sin límites; la responsabilidad de estar a la altura de lo allí expresado, el
sentir esas emociones como propias (porque así me nacían), me hizo verter
muchas lágrimas antes de poder mantener el tono debido sin que la voz se me
quebrase, especialmente al llegar al pasaje en que las gaviotas han anidado en
los tejados del complejo sanitario en que la madre se encuentra ingresada pero
su cama está lejos de las ventanas y no puede contemplarlas, y cuando aparece
la posibilidad de pedir una silla de ruedas para acercarla hasta el mirador la
enfermedad rebrota y vuelve a postrarla. Ya de nuevo en su hogar, viviendo sus
últimos días, “durante uno de sus extraños momentos de lucidez escuchó el
graznido de una pareja de gaviotas que surcaba la densidad celeste de una
reluciente mañana veraniega y exclamó con voz de agua: “He sido tan feliz””; Pablo
afirma no entender la frase porque no se ajusta a la realidad, pero al final
comprende que su madre “había descubierto su propio manantial de la felicidad
en las meras posibilidades de materialización de sus sueños (…), no llegó a
deleitarse con la contemplación de los polluelos de las gaviotas… y, sin embargo,
fue dichosa con el disfrute de la ilusión”.
Y en estos días tan grises en los que todo se revive porque, para colmo,
el paisaje, el escenario, es prácticamente el mismo, extraigo la mejor
enseñanza, la de seguir ilusionado con lo que haremos cuando pueda hacerse,
pero sabiendo que ese tiempo llegará y que no importa que no pueda concretarse ahora
(aunque es lo que nos gustaría, claro). No hay que engañarse ni hacer castillos
en el aire, no se trata de remedar a la lechera del cuento, tan sólo de
constatar que tenemos un futuro por delante para seguir construyendo nuestra
realidad y que ese es un trabajo diario en el que ambos nos sentimos
involucrados, compenetrados, apoyados (el uno en el otro y viceversa) y que no
importa que se postergue su consecución: estamos en ello y las posibilidades
que se abren merecen la pena por sí mismas, lleguemos hasta donde lleguemos,
porque son compartidas, son de los dos; al igual que el astrónomo protagonista
del espléndido relato Las estrellas en la
roca de Ursula K. Le Guin, seremos capaces de encontrar la fuente de luz,
simple y llanamente porque sabemos que existe y, aunque pueda parecer lejana,
sentimos su calor.