lunes, 15 de abril de 2013

LLORAR EN SUEÑOS






   Anoche, como tantas veces, he soñado con el tío Miguel; su ausencia es un vacío permanente imposible de llenar: uno se acostumbra a convivir con ese abismo oscuro y sin final, con ese dolor que reaparece lacerante, vívido y aniquilador cuando menos se espera, que ataca con la misma virulencia que si te hubiesen dado en ese instante la terrible, inesperada y nunca deseada noticia de que ha muerto hace unas horas, uno se sobrepone porque la tía Carmen lo necesita, porque tus lágrimas, tu angustia, tu miedo ante lo que esté por venir sin que él pueda ayudarte, no pueden ser un lastre que aún la despeñen más por el precipicio sin fin al que querría saltar para marcharse con él, pero esa actitud sólo es un parche, un maquillaje que se diluye a las primeras de cambio, una solución de emergencia que contiene por poco tiempo el caudal de tu llanto. Desde ese momento, una canción en apariencia tan inocente como Lady Laura de Roberto Carlos (esa que tardaste en descubrir, esa que, mecido por la melodía y la dulce voz del intérprete, tomabas por una especie de ensoñación, de un amor sublimado, hasta que descubriste que hablaba de uno puro y verdadero, el de un hijo por su madre) te abre boquetes en el alma porque sientes ese desamparo del niño que se siente “perdido durante la noche con problemas y angustias que son de la gente mayor” y te falta esa voz de la experiencia, ese apoyo incondicional, esa enseñanza de vida permanente sin adoctrinamientos ni ñoñerías, esa persona que siempre te trató como si fueses adulto y te espoleó la imaginación, las ganas de aprender, la curiosidad, te enseñó las dos caras de cualquier sentimiento, te dejó una herencia impagable, la de aprender a vivir.

   Hace unos meses, cuando aún trabajaba en la radio, tratamos el tema de la maternidad y recibimos la llamada de un caballero (no le negaremos el título, aunque se me antoja demasiado para alguien que se expresó como él lo hizo) que afirmó en tono tajante que una mujer sólo era completa cuando era madre, en caso contrario su vida no tenía sentido ni dejaba huella. No pude menos que revolverme y, primero, preguntarme quién era quién para extender certificados de completitud, en segundo lugar considerarla una actitud discriminatoria porque eso no se afirmaba jamás de un hombre y, por encima de todo, sentirme directamente herido cuando he tenido (y aún tengo) la fortuna de que mi tía Carmen (que no tuvo hijos y, como dije delante del micrófono, no entraremos ahora en si no pudo, no quiso, no vinieron o qué razón explica el hecho) fuese uno de mis máximos referentes, la persona que más ha influido en mi personalidad (incluso en mis gustos musicales y cinematográficos), alguien que, como afirmaba Agustín Díaz Yanes en su película, siempre estará viva (y que aún dure muchos años) mientras lo esté yo y posteriormente mi sobrino Alberto y mis sobrinas segundas Raquel y Eva y tantos y tantas a los que ha regalado sonrisas, afectos y emociones (como, del mismo modo, sigue el tío Miguel abrigándome el corazón cada vez que se me hiela al constatar su falta). Resulta que mi comentario provocó la reacción de algunos oyentes que lo consideraron innecesario argumentando que a nadie le importaba lo que yo sentía por mi tía y que, en realidad, había tenido una salida de pata de banco porque lo que el señor (ejem) exponía era una verdad como un templo; creo que respondí a todos los mensajes, pidiendo disculpas si había ofendido a alguien pero alegando que, precisamente, era lo que yo había experimentado: el menosprecio a cualquier mujer que no hubiese dado a luz, la reducción de la condición femenina a la tarea de perpetuar la especie y que no había podido evitar personalizarlo en la que me pillaba más cerca (por cierto, ninguno volvió a escribir –y al menos dos o tres eran féminas- para refutarme, apuntalando con su silencio la doctrina nacionalcatólica escondida tras el argumentario del primer comunicante). Tras haber escrito junto a Pablo un libro como Madres de película, aún tengo más claro que la verdadera maternidad, la que uno recibe como tal, no viene siempre de la persona que pare, de la que legalmente tiene derecho a ostentar ese nombre, sino de quien la ejerce, de quien la vive, de quien no se camufla tras un título para hacer y deshacer, de la que quiere porque sí, de la que no para mientes en nada más que no sea volcarse en otro; y la vida me ha enseñado que esa palabra –“madre”- puede ser polisémica y que un significado ni anula ni excluye a los demás –y lo mismo puedo decir, con la boca bien grande y el corazón henchido de orgullo, de la palabra “padre”-.

   Y, como decía, la pasada noche el tío Miguel apareció en mis sueños; en realidad, en esta ocasión no le vi como en otras (a veces creyendo que está vivo, a veces siendo consciente de que estoy durmiendo y cuando abra los ojos desaparecerá), sino que el mundo onírico reprodujo mi vacío ante volví su ausencia, me revolví en el sueño reprochándole haberse ido demasiado pronto, dejándome tan huérfano, doliéndome porque no me ha visto dirigir televisión ni trabajar con Beatriz Pécker (el gran José Luis, el padre de Bea, era uno de sus ídolos radiofónicos), lamentándome de que no haya podido celebrar la publicación de nuestros libros, sintiendo profundamente que no haya conocido a Pablo (sé que hubieran congeniado a la perfección, tienen una forma similar de entender el mundo, una dignidad equiparable, una humanidad idéntica), llorando amargamente porque, regresando de nuevo a la canción, “no puedo olvidar tantas cosas que a veces de ti necesito escuchar”. Y las lágrimas me despertaron aunque mis ojos estaban secos, pero tenía en el pecho y en el ánimo la sensación de haber llorado mucho, de hecho en el sueño lo hacía con profusión, sin freno ni consuelo, tal y como lo estoy haciendo mientras escribo; sé que él me alienta, noto su espíritu muy dentro, percibo su complacencia cuando las cosas salen bien, su orgullo cuando el trabajo da fruto, su contrariedad cuando algo se tuerce, su empuje para continuar camino, sus consejos cuando me siento en una encrucijada, su inmenso amor, su protección sobre la tía Carmen, pero algo se hunde, todo se desmorona en un segundo, cuando “tengo a veces deseos de ser nuevamente un chiquillo y en la hora que estoy afligido volverte a oír” y eso sólo es posible en sueños o recurriendo al inagotable tesoro que me dejó en recuerdos.