Anoche, como tantas veces, he soñado con el tío Miguel; su ausencia es
un vacío permanente imposible de llenar: uno se acostumbra a convivir con ese
abismo oscuro y sin final, con ese dolor que reaparece lacerante, vívido y
aniquilador cuando menos se espera, que ataca con la misma virulencia que si te
hubiesen dado en ese instante la terrible, inesperada y nunca deseada noticia
de que ha muerto hace unas horas, uno se sobrepone porque la tía Carmen lo
necesita, porque tus lágrimas, tu angustia, tu miedo ante lo que esté por venir
sin que él pueda ayudarte, no pueden ser un lastre que aún la despeñen más por
el precipicio sin fin al que querría saltar para marcharse con él, pero esa
actitud sólo es un parche, un maquillaje que se diluye a las primeras de
cambio, una solución de emergencia que contiene por poco tiempo el caudal de tu
llanto. Desde ese momento, una canción en apariencia tan inocente como Lady Laura de Roberto Carlos (esa que
tardaste en descubrir, esa que, mecido por la melodía y la dulce voz del
intérprete, tomabas por una especie de ensoñación, de un amor sublimado, hasta
que descubriste que hablaba de uno puro y verdadero, el de un hijo por su
madre) te abre boquetes en el alma porque sientes ese desamparo del niño que se
siente “perdido durante la noche con problemas y angustias que son de la gente
mayor” y te falta esa voz de la experiencia, ese apoyo incondicional, esa
enseñanza de vida permanente sin adoctrinamientos ni ñoñerías, esa persona que
siempre te trató como si fueses adulto y te espoleó la imaginación, las ganas
de aprender, la curiosidad, te enseñó las dos caras de cualquier sentimiento,
te dejó una herencia impagable, la de aprender a vivir.
Hace unos meses, cuando aún trabajaba en la radio, tratamos el tema de
la maternidad y recibimos la llamada de un caballero (no le negaremos el
título, aunque se me antoja demasiado para alguien que se expresó como él lo
hizo) que afirmó en tono tajante que una mujer sólo era completa cuando era
madre, en caso contrario su vida no tenía sentido ni dejaba huella. No pude
menos que revolverme y, primero, preguntarme quién era quién para extender
certificados de completitud, en segundo lugar considerarla una actitud
discriminatoria porque eso no se afirmaba jamás de un hombre y, por encima de
todo, sentirme directamente herido cuando he tenido (y aún tengo) la fortuna de
que mi tía Carmen (que no tuvo hijos y, como dije delante del micrófono, no
entraremos ahora en si no pudo, no quiso, no vinieron o qué razón explica el
hecho) fuese uno de mis máximos referentes, la persona que más ha influido en
mi personalidad (incluso en mis gustos musicales y cinematográficos), alguien
que, como afirmaba Agustín Díaz Yanes en su película, siempre estará viva (y
que aún dure muchos años) mientras lo esté yo y posteriormente mi sobrino
Alberto y mis sobrinas segundas Raquel y Eva y tantos y tantas a los que ha
regalado sonrisas, afectos y emociones (como, del mismo modo, sigue el tío
Miguel abrigándome el corazón cada vez que se me hiela al constatar su falta). Resulta
que mi comentario provocó la reacción de algunos oyentes que lo consideraron
innecesario argumentando que a nadie le importaba lo que yo sentía por mi tía y
que, en realidad, había tenido una salida de pata de banco porque lo que el
señor (ejem) exponía era una verdad como un templo; creo que respondí a todos
los mensajes, pidiendo disculpas si había ofendido a alguien pero alegando que,
precisamente, era lo que yo había experimentado: el menosprecio a cualquier mujer
que no hubiese dado a luz, la reducción de la condición femenina a la tarea de
perpetuar la especie y que no había podido evitar personalizarlo en la que me
pillaba más cerca (por cierto, ninguno volvió a escribir –y al menos dos o tres
eran féminas- para refutarme, apuntalando con su silencio la doctrina nacionalcatólica
escondida tras el argumentario del primer comunicante). Tras haber escrito
junto a Pablo un libro como Madres de
película, aún tengo más claro que la verdadera maternidad, la que uno
recibe como tal, no viene siempre de la persona que pare, de la que legalmente
tiene derecho a ostentar ese nombre, sino de quien la ejerce, de quien la vive,
de quien no se camufla tras un título para hacer y deshacer, de la que quiere
porque sí, de la que no para mientes en nada más que no sea volcarse en otro; y
la vida me ha enseñado que esa palabra –“madre”- puede ser polisémica y que un
significado ni anula ni excluye a los demás –y lo mismo puedo decir, con la
boca bien grande y el corazón henchido de orgullo, de la palabra “padre”-.
Y, como decía, la pasada noche el
tío Miguel apareció en mis sueños; en realidad, en esta ocasión no le vi como
en otras (a veces creyendo que está vivo, a veces siendo consciente de que
estoy durmiendo y cuando abra los ojos desaparecerá), sino que el mundo onírico reprodujo mi vacío ante volví su ausencia, me revolví en el sueño reprochándole haberse ido
demasiado pronto, dejándome tan huérfano, doliéndome porque no me ha visto dirigir televisión ni
trabajar con Beatriz Pécker (el gran José Luis, el padre de Bea, era uno de sus
ídolos radiofónicos), lamentándome de que no haya podido celebrar la
publicación de nuestros libros, sintiendo profundamente que no haya conocido a
Pablo (sé que hubieran congeniado a la perfección, tienen una forma similar de
entender el mundo, una dignidad equiparable, una humanidad idéntica), llorando
amargamente porque, regresando de nuevo a la canción, “no puedo olvidar tantas
cosas que a veces de ti necesito escuchar”. Y las lágrimas me despertaron aunque
mis ojos estaban secos, pero tenía en el pecho y en el ánimo la sensación de
haber llorado mucho, de hecho en el sueño lo hacía con profusión, sin freno ni
consuelo, tal y como lo estoy haciendo mientras escribo; sé que él me alienta,
noto su espíritu muy dentro, percibo su complacencia cuando las cosas salen
bien, su orgullo cuando el trabajo da fruto, su contrariedad cuando algo se
tuerce, su empuje para continuar camino, sus consejos cuando me siento en una encrucijada, su inmenso amor, su protección sobre
la tía Carmen, pero algo se hunde, todo se desmorona en un segundo, cuando “tengo a veces deseos de ser
nuevamente un chiquillo y en la hora que estoy afligido volverte a oír” y eso
sólo es posible en sueños o recurriendo al inagotable tesoro que me dejó en
recuerdos.