martes, 9 de abril de 2013

TORO DE LIDIA


  


   Hay obras que sólo cobran auténtico sentido cuando se conocen las circunstancias en que fueron alumbradas, no porque sean crípticas u oculten significados inesperados, sino porque la personalidad de su autor, sus vivencias, su realidad, las impregna de tal forma que sólo ese prisma (intentando abarcar su totalidad, el conjunto) podemos aproximarnos a lo que el artista quiso ofrecer; otra cosa es que estemos de acuerdo, que experimentemos placer o rechazo, que le regalemos nuestra atención o tan sólo una indiferencia rayana en un olvido casi inmediato, que nos transformemos en sus opositores, en sus rendidos admiradores o que vayamos variando nuestra perspectiva según acumulamos nuestras propias experiencias y según el creador va dando nuevas muestras de su talento (o de lo que apreciamos como falta del mismo, nunca se sabe). Por otro lado, conviene distinguir entre lo que estoy intentando explicar y el vicio (el error) de juzgar la obra por el comportamiento del autor cuando ejerce como ciudadano en su vida civil, por sus posicionamientos políticos, por sus filiaciones, incluso por ciertos aspectos de su privacidad, llegando en ocasiones a hacer relecturas absolutamente delirantes e innecesarias sobre invenciones que poco o nada tienen que ver con lo que se nos presenta como ficción o cuando, aunque sea notoria la carga política, ésta no es el asunto central o tan sólo actúa como elemento descriptivo más o menos necesario en la trama. El caso es que Bigas Luna construyó un personaje que es absolutamente necesario para explorar, analizar, entrar en el universo que reflejaban sus películas, indisolubles de sus obsesiones, de sus pulsiones, de sus preferencias, de su manera de entender la vida, trazando una clara frontera entre el cineasta y la persona, no primando al uno sobre el otro, divirtiéndose, jugando consigo mismo y con los demás, sin concesiones a la galería, sin disfrazarse de lo que no le apetecía, sin vender su alma al diablo porque, directamente, supo transformarse en tal, es decir, permitirse todas las tentaciones, dándose cualquier placer que en ese momento le viniera en gana y, por encima de todo, siendo él mismo, demostrando su autenticidad.

   Gracias a ese empeño, aunque el Bigas de la pantalla te hastiase, agotase, enfadase (pero no por lo que tanto biempensante querría, no por la amoralidad o lo extremo de ciertas propuestas), era posible querer, admirar, gozar con el hombre, con el bon vivant, con el gourmet, con el hedonista, con una personalidad arrolladora, con un encantador de serpientes, con una cabeza muy bien amueblada, con una cultura nada fatua, con una persona que potenciaba la sonrisa de alma, el entendimiento cómplice, la conversación relajada; ese era el verdadero Bigas, el que se sentía atrapado en su cuerpo, el que siempre quiso ir más allá, y por eso renunció a una parte de sí, al nombre que le constreñía, para aparecer en su DNI como Bigas Luna, sin el José Juan que igualaba y cercenaba su explosiva creatividad. Y aunque pudieras rastrear en sus imágenes los olores, las curvas, los cantes, el lumpen, el coqueteo o inmersión en el lado más perverso y afín al peligro, todo lo que le gustaba y/o resultaba atractivo, su lado esteta, su barroquismo, su caleidoscópico comportamiento, muy pocas veces fue capaz (al menos para el que esto escribe) de envolver, conmocionar, arrebatar, como contagiaba a cualquiera cuando estaba cerca. Jamón, jamón (1992) no deja de parecerme una película con algunos aciertos y momentos impagables, pero muy irregular y excesivamente tosca (algo que, en contra de lo que pueda pensarse, jamás era Bigas), mientras que Las edades de Lulú (1990) se le fue de las manos (el original de Almudena Grandes tampoco merecía tantos parabienes) o Yo soy la Juani (2006) se quedaba muy en la superficie, tal vez porque la filmó con demasiadas perspectivas comerciales, con la vista más puesta en la taquilla que en otras ocasiones; tal vez mi deuda con él sea revisar sus primeros títulos, especialmente Bilbao (1978) y Caniche (1979), para ver cómo los ha tratado el tiempo y cuál es mi apreciación como espectador a estas alturas, pero jamás podré perdonarle aquel despropósito conocido como Volavérunt (1999) –sobre todo porque la novela de Antonio Larreta fue una lectura de juventud que nunca olvidaré- y seguiré adorando una joya, una rara avis en su filmografía, esa pieza de cámara –excesiva y grandilocuente cuando y donde lo necesita-, ese regalo que supuso La camarera del Titanic (1997).

   Me crucé con él unas cuantas veces, sobre todo a través del teléfono, pero siempre tendré presente nuestro encuentro en la época en que promocionaba La teta y la luna (1994), filme que me sorprendió y entretuvo, que me arrancó alguna carcajada y alguna lágrima; hablamos de lo divino y de lo humano, poniendo el acento en lo segundo, sin prisas, era una época en que mi gran amigo Juan Mairena me pidió una serie de entrevistas llamada In fraganti en la que igual preguntaba por un tema de actualidad como por la frase de una canción, en la que alternaba preguntas directas con otras inesperadas, y Bigas se prestó al juego con entusiasmo, como un chiquillo, batiendo palmas en alguna ocasión, demostrando su lucidez e ingenio, manando ambos con enorme naturalidad, porque si le preguntaba si deberíamos pedir a Paco Lobatón que encontrase a Luis Roldán (hablamos de hace casi veinte años) él decía que estábamos ante un mal guión mientras que el ex director de la Guardia Civil continuase desaparecido y cuando, varias cuestiones después, quería saber si la boda entre Rocío Jurado y Ortega Cano simbolizaba algo él respondió con rapidez: “Eso sí es un buen guión y no de lo Roldán”. Y hubo tiempo para saber si Javier Bardem era su gallina de los huevos de oro, por qué en España nos gustan los sabores fuertes y somos picantones como el ajo (aún no había llegado Victoria Beckham –tipo de mujer, por cierto, muy alejado del que prefería Bigas- y tan a gustito que estábamos), para desgranar los secretos de un apetitoso pan tumaca y para que se pronunciase sobre su deseo de adquirir todos los toros de Osborne que estaban amenazados con ser retirados de sus emplazamientos; al margen de los vínculos sentimentales y artísticos con esa efigie, Bigas aprovechó para desnudarse emocionalmente y dar la mejor definición posible sobre quién era y cómo sentía: “Es que mi deseo sería haber nacido toro de lidia, pastar en la dehesa, sólo pendiente de las vaquitas y de mi estómago”. ¡Maravilloso!