jueves, 28 de noviembre de 2019

PARARSE A MIRAR DE VEZ EN CUANDO






   Cuando somos/nos sentimos malinterpretados por algo que escribimos, cuando no acertamos con las palabras empleadas pero no queremos asumir el error, cuando no queremos rectificar pero sí quitar hierro a lo que ha quedado registrado, cuando nos arrepentimos de haber enviado cierto mensaje, cuando reflexionamos, cuando se atenúa la tensión, son múltiples las ocasiones/razones en que salimos del paso (o lo procuramos) escudándonos en lo difíciles que resultan de captar los tonos/las intenciones en lo escrito, en que algunos son muy complicados de plasmar (algo que no deja de ser cierto, pero eso no nos exime de nuestra impericia/torpeza/incapacidad para expresarnos) o, sin ningún recato y escurriendo de nuevo el bulto, acusamos al otro de tener una mala comprensión lectora, algo que, las cosas como son, abunda especialmente en las redes sociales (llevándose Twitter la palma, en parte debido a la concisión exigida, en gran medida por el ánimo permanentemente incendiado e incendiario de la mayoría de usuarios-, aunque muchos de los malentendidos se producen por lo pésimamente que se redactan -si es que llegan a tal- un altísimo porcentaje de publicaciones -si así pueden ser consideradas cuando se trata de insultos y/o exabruptos encadenados, monosílabos o frases de una única palabra-). Más allá de culteranismos, lenguajes crípticos, metáforas complejas, ambigüedades implícitas y explícitas, polisemias, particularidades de cada quien (que hasta que se conocen pueden parecer jeroglíficos en la primera toma de contacto), hablando en términos generales, el que es lector desde que tiene uso de razón está lo suficientemente familiarizado con las palabras, tan acostumbrado a recibir mensajes que no tiene problema en comprender sin tener que detenerse o consultar diccionarios o códigos que desencripten mensajes aquello que el autor quiso decir (incluso de rellenar huecos, de corregir la ortografía, de leer entre líneas, de paliar la pobreza expresiva) y cuando eso sucede, en un número altísimo de casos, el equívoco lo propician/la confusión se debe a las carencias del emisor (por eso al tío Wilde le pillamos la rebaba y al que se dice irónico en las redes -u otros menesteres escritos- ni conociendo sus intenciones somos capaces de verle la gracia) y las excusas antes enumeradas u otras similares no tienen validez alguna.

   No hay que ser Lorca o Fray Luis, Rosalía o Gloria (si todos llegásemos a sus cimas, no serían excepcionales, no habría literatura -o no habría otra cosa, lo que tampoco sería tan beneficioso como pueda creerse-) para ser capaz de, aunque sea de una manera si se quiere trivial, sin duda rudimentaria, de andar por casa, ciertamente elemental pero efectiva, encontrar un puñado de palabras que expresen cómo nos sentimos, por supuesto que los tonos (más allá de tantas salidas de ídem) se captan a la perfección si quien escribe se implica mínimamente con lo que teclea, emplea sus propios términos, no se oculta tras un refrán, frase hecha o cita tomada presta (y en demasiadas ocasiones inexacta y/o mal atribuida), especialmente cuando envía un mensaje privado/personal, cuando existe un destinatario concreto, cuando se escribe para alguien en concreto. Esa es una de las máximas virtudes y que mayores gozos provoca al lector de Nos vemos en el museo, la ópera prima de Anne Youngson que, con traducción de Álvaro Abella, Maeva publicó hace cosa de un mes: se trata de una novela epistolar en la que es un prodigio el modo natural y sin aspavientos en que los sentimientos van naciendo, variando y creciendo entre dos personas que no se conocen, por eso al principio utilizan fórmulas estándares de cortesía, un lenguaje correcto y aséptico que, poco a poco, abandonar para ir incorporando términos más coloquiales/familiares, desarrollando una intimidad en la que se despojan de tratamientos, dejando asomar cada vez con menos reservas sus personalidades, sus anhelos, sus miedos, se vuelcan en el otro con la facilidad que aporta la distancia, contando cosas que ni siquiera habían sido capaces de aceptar/afrontar ellos mismos, confesando aquello que tenían oculto incluso a sus propios ojos. Tuvimos el inmenso placer de conocer a esta debutante de setenta años en uno de los encuentros organizados por mi Pepa Muñoz en Casa del Libro de Gran Vía y compartir con ella (que visitaba Madrid para participar en el encuentro anual del Grupo de los Cincuenta) la inevitable implicación emocional, la empatía que el lector siente por unos personajes que se atreven a superar barreras, a enfrentar miedos, a reconocer dolores, a ayudar al otro a clarificar su desorden emocional a fuerza de expresarse sin tapujos (también a eso van aprendiendo, especialmente Anders) a como un tanto paradójicamente y sin embargo sucede tantas veces en la vida (la solución la aporta aquel que, aunque no lo crea así, más perjudicado saldrá, más perderá si su consejo se aplica) le dice en un momento dado Edward, su marido a Tina: “Es una buena idea pararse a mirar de vez en cuando”, es lo que hacen los dos protagonistas, los que mantienen la correspondencia, mirar alrededor, mirar al frente pero, muy especialmente, mirar en su interior, me atrevería a añadir (y se lo dije a la autora quien asintió muy sonriente) que ambos se miran y por primera vez se ven a sí mismos.

   Anne Youngson ha tejido un libro rebosante de emotividad y humanidad, por más ajenos que a priori puedan resultarnos Tina, una granjera inglesa que vive en East Anglia, y Anders Larsen, conservador del Museo de Silkeborg en Dinamarca, en el momento en que el tono, la cadencia, el lenguaje de sus misivas comienza a variar (y lo hace pronto, siendo siempre ella la que da el primer paso de, por ejemplo, despedirse “con mis mejores deseos” o dirigirse a su desconocido interlocutor por el nombre de pila) y la frialdad de la corrección queda atrás para ir fraguando un código íntimo y cercano resulta imposible dejarse cautivar y, al mismo tiempo, involucrarse con unas personas que descubren sentimientos que no eran conscientes de necesitar, que no echaban de menos al habernos ocultado/reprimido bajo el barniz de las convenciones, sentimientos que ella no esperaba y él no buscaba, así es cómo inician la correspondencia, ella escribe a otra persona, ya fallecida, él responde por mera cortesía/mecánica, lo que a su vez provoca que ella se sienta obligada a agradecer el gesto, así se va forjando una alianza de afectos que cada lector interpretará a su modo, completará el relato, la autora nos interroga qué pensamos sobre sus personajes, ella tiene muy claro qué ha querido expresar, pero le gusta que nosotros discrepemos y utilicemos como argumentos algunos fragmentos de la novela, lo que es fiel reflejo de la profundidad psicológica a que ha llegado sin que eso influya/perturbe el tono general, el de dos corazones que se ayudan a latir, que aunque no siempre lo hagan en la misma dirección saben acompasarse para caminar de la mano, para que el otro no se sienta solo, explicándose, sincerándose, comprendiéndose: “Son dos extraños que se comunican mediante cartas y les resulta más fácil expresarse: a veces resulta muy complicado decirle a alguien de tu familia o a un amigo por muy íntimo que sea cómo te sientes, cuáles son tus problemas. Ellos no tienen que mirarse a la cara, escribiendo se plasman las emociones mejor que hablando. Lo cierto es que cuando empecé a escribir no tenía planificada la relación entre ambos personajes, aprendí sobre ellos a medida que avanzaba en la escritura. Su relación iba cambiando según iban creciendo juntos y se intercambiaban cartas: al principio, Anders es muy formal, distante, incluso estirado, pero se va volviendo más emocional, se va abriendo; Tina empieza buscando algo que no sabe qué es y poco a poco encuentra sentimientos que tenía dentro y no expresaba”.

   Al mismo tiempo que el lenguaje va dando giros sutiles pero notorios, el modo de comunicarse también varía y que Anders reclame un cambio indica su necesidad de que la comunicación fluya y se agilice todo lo posible, que el vínculo se haga más estrecho, que las emociones no se contengan, que la cercanía sea más efectiva (“¿Te das cuenta de que te estoy hablando como si estuvieras aquí a mi lado?”, escribe Tina entre paréntesis, como una confidencia aún más íntima que las otras), porque todo comenzó con una carta, de las de verdad, de las de antes, pero de ese modo la espera se dilata un tiempo que al conservador se le antoja demasiado: “(…) estoy tan acostumbrado a comunicarme por ordenador que la cuestión de mandar cartas me resulta una interrupción incómoda de la conversación que estamos manteniendo: encontrar el sobre, el sello, ir hasta el buzón, esperar durante días para poder saber que has leído lo que yo he escrito, cuando lo que quiero es que mis pensamientos te alcancen al mismo tiempo que se me ocurren”. Pero, reconociendo lo especial de la correspondencia, Anders sugiere/demanda que Tina (y él hará lo propio con sus respuestas) no lea sus cartas en la pantalla del ordenador: “En lugar de sobre y sello, podríamos adjuntar nuestras cartas a un e-mail. Solo lo haré si me aseguras que las vas a tratar con la misma atención que pusiste en las cartas enviadas por correo postal. Me gustaría pensar que vas a imprimirlas y guardarlas para leerlas, pausada y atentamente, cuando tengas tiempo, en lugar de pinchar sobre el archivo adjunto e ir bajando por la pantalla en cuanto poses tus ojos en el e-mail. ¿Lo harás? Así me sentiré más en contacto contigo”. Más allá del aspecto romántico/nostálgico y del hecho de que resulta enormemente verosímil que alguien como Tina envíe una carta, Anne Youngson tiene muy claro por qué escogió este modo de comunicación (y por qué aportó esa calidez a los mensajes llegados por correo electrónico): “Ahora la gente no escribe cartas, hay e-mails, se chatea, tal vez no estaría mal volver a lo de antes porque las cartas sobreviven. Mis padres viajaban muchísimo y en cada mudanza tiraban cosas por lo que echo de menos poder leer sus cartas, saber qué sentían, qué se decían: en general, mi familia es de las que conserva las cartas de generaciones anteriores”.

   Anne Youngson siempre quiso escribir, pero acalló su vocación para desempeñar durante muchos años tareas directivas en la industria automovilística; una vez jubilada, aquella chispa volvió a prender y se convirtió en el mejor ejemplo de aquello que defiende en Nos vemos en el museo: “Cuando se escriben novelas sobre gente mayor, en general se suele mirar atrás, como si la vida se hubiese acabado. El asunto de este libro es que sigas buscando cosas nuevas, experiencias que te quedan por vivir, cosas que hemos dejado por el camino pero pueden recuperarse”. Que fuese una novela y que fuese epistolar surgió sobre la marcha: “Pensaba escribir un cuento, pero escribí una carta y como una carta requiere una respuesta empecé a armar la novela: mi intención era explorar a Tina, pero al hacerlo a través de una carta llegó el personaje que responde, necesitaba un interlocutor. Las cartas sientes que puedes escucharlas, no es lo mismo que el narrador en primera persona: aquí se trata de dos personas que hablan entre sí y el lector está con ellas en la misma habitación escuchando la conversación”. Como sabe que es algo que casi todo el mundo piensa, se apresura a aclarar que no es una novela autobiográfica: “No tengo nada que ver con Tina, tengo una carrera y un matrimonio feliz que pude elegir, pero quise reflejar en ella a toda una generación de mujeres que no han tenido las mismas oportunidades que las jóvenes de hoy en día, mujeres que han tenido que luchar para que ser tomadas en serio y otras muchas que podría considerarse han perdido su vida. Lo que sí comparto con Tina son muchas ideas y parte de su forma de ser, es imposible no incluir algo de tu propia vida en lo que escribes, pero me limité a pequeños detalles, sobre todo el hecho de que tengo gallinas y también les doy de comer con un cubo de plástico, jajaja.”. La autora nunca pierde la cordialidad y la sonrisa ancha y acogedora, incluso a la hora de encarar los aspectos más sombríos y dolientes de la novela lo hace sin opacar el brillo de sus ojos, el que otorga la sabiduría de pararse a tiempo y mirar aquí y allá, transmitiendo la misma humanidad que respiran sus páginas, poseedoras de una elegancia muy honda, esa que anida en el corazón, de ahí que las sacudidas emocionales conmuevan sin necesidad de desangrarnos, consiguiendo algo mucho mejor: que nos interesen las causas y los efectos, que nos preocupen, que nos hagamos preguntas, que miremos a los demás, que nos miremos los adentros, que (nos) exploremos, por eso Anne celebra que cada uno de nosotros quiera continuar la historia, señal equívoca de que nos ha calado, de que hemos hecho un viaje similar al de Tina y Anders: “Me preguntan a menudo si voy a escribir una segunda parte, pero no creo que sea necesaria: este libro ha sido para esas dos personas y han llegado a un punto en el que , gracias a lo que han evolucionado, pueden tomar decisiones que cuando el libro empezó no hubieran sido capaces de tomar, ahora tienen la oportunidad de decidir”. Pero, eso sí, y respiramos muy aliviados al saberlo, ya está trabajando en otra novela, ahora que ha empezado a recolectar frambuesas (tendrán que leer Nos vemos en el museo para entenderlo) no quiere dejar de hacerlo.

lunes, 18 de noviembre de 2019

UN CERTAMEN PARA PERDERSE Y NO PERDÉRSELO






   No sería yo si antes de abordar el asunto principal de este texto no diese un rodeo, me perdiese en alguna digresión, acometiese un exordio que a veces invade/se merienda lo que pretendía contar (que termina llegando, agotando previamente la que se ha demostrado como infinita paciencia de los lectores leales), pero en esta ocasión tengo excusa para ello y, en realidad, la introducción se impone como necesaria porque forma parte del todo, explica a la perfección el ánimo de este hoy cronista (y no saben qué placer recuperar ese cometido, comprobar que el viejo periodista aún está en forma para ejercer como reportero) ante la tarea encomendada. Resulta que he tenido el placer/privilegio, la fortuna/el honor de haber sido invitado por el Certamen Internacional de Novela Histórica Ciudad de Úbeda, que este fin de semana (incluyendo el viernes) estuve allí, recorriendo las calles de un lugar que, junto a la cercana Baeza, es Patrimonio de la Humanidad desde 2003, conviviendo con sus gentes, participando activamente en lo que se vive como una celebración, como una fiesta, una explosión de cultura que no pierde de vista, que pone en primer plano como debería ocurrir siempre en estos asuntos, la alegría, el entretenimiento, el pasarlo bien; más de uno (les confieso que yo mismo desde que el director del certamen, Pablo Lozano, me lo propuso) pensará que, por fin, he llegado al lugar que me corresponde, ese por el que tanto me gusta perderme cuando escribo/hablo, no podía negarme aunque sólo fuera por cumplir con el peregrinaje de un modo literal, el caso que los tan mentados paisajes los vi, como para no hacerlo, los contemplé, pero no ha habido tiempo material para recorrerlos, para patearlos, para hacer realidad la frase (si bien jamás imitando a quien provocó su formulación, aquel Álvar Fáñez que rehuyó la batalla, que se ausentó de la misma, que no la presentó dizque por cobardía), estábamos allí por lo que estábamos (aunque algo de turismo dio tiempo a hacer, en cada recodo hay algo que contemplar y admirar), aunque no se me ocurre mejor sitio para perderse, para hacer una inmersión total y dejar a un lado las obligaciones de la vida, las tristezas casi congénitas, la amargura acumulada, la pena negra que cada vez convoco/siento más a menudo, para hacer un viaje mental y emocional, para reactivarse, para seguir disfrutando con el oficio y seguir alimentando la permanente y voraz curiosidad por casi todo, especialmente por lo que tiene que ver con la literatura.

   Las actividades empezaron el martes, Francisco Narla presentó Fierro, Carlos Bardem, Mongo Blanco, Mercedes Santos, Sitiados y Julio Alejandre, Las islas de Poniente (finalista del Premio de Novela del certamen en 2018), con los dos últimos pudimos compartir momentos divertidos (y también interesantes, lo uno no está reñido con lo otro, ya lo he dicho antes y lo reivindicarán en seguida los escritores) durante el fin de semana (periodistas, blogueros y autores formamos inevitablemente una familia muy bien avenida desde el desayuno hasta la cena, encontrándonos en las diferentes actividades, en los paseos de acá para allá, en las recreaciones, haciendo vida común), también Claudia Casanova hizo lo propio con su Historia de una flor (publicada por Ediciones B) el jueves por la tarde, pero como repitió la jugada el viernes en la librería Libros Prohibidos (y con el estupendo Pedro P. Uceda como presentador), pudimos aplaudir (de nuevo, la primera fue durante la lectura) tan estupenda novela, una joya destellante de delicadeza y buen gusto (también en la edición, ¡bravo, Lucía Luengo!) con la que la autora saca del olvido (me atrevería a decir que del anonimato) a Blanca Catalán de Ocón, la primera botánica española, la que dio nombre a la flor que descubrió en los campos de su Teruel natal, la Saxifraga alba. “Encontré al personaje mientras investigaba para otra cosa, era una simple mención a pie de página, el caso es que opté por parar aquel proyecto para centrarme en su figura”, proyecto al que, por cierto, ha regresado en este tiempo (Historia de una flor se publicó a principios de año). La también editora (en Ático de los Libros, cuyo catálogo deja a las claras su olfato, su pasión sin ambages ni frenos, su exquisita osadía -o viceversa-, su compromiso con la literatura -en cualquiera de sus posibilidades/géneros-, su agudeza como lectora) reniega de aquellas etiquetas que suponen un lastre, que encapsulan lo que debe fluir (“Hay que recordar que hablamos de novela, de ficción, no podemos quedarnos en lo de histórica y menos en un sentido literal”), así su novela no quiere ser una biografía, no lo quiso desde el principio, Blanca es un punto de partida, “la figura de inspiración, ya digo que es ficción, por eso no vi necesario que la leyeran sus descendientes, la reivindico porque eso fue lo que me alentó a escribir y para ayudar a difundir su obra”.

   


   El asunto de dónde trazamos la frontera y, sobre todo, de cómo combinar con acierto los dos aspectos (o cuál debe primar) es recurrente e imagino que lo habrá sido en ediciones anteriores (es, al menos, un asunto sobre el que he escuchado a/he conversado con autores que abordan el género), aunque hay pocas discusiones en el sentido de que, de un modo u otro, todos reivindican su faceta de creadores, de novelistas, de tejedores de ficciones en torno a hechos y personajes históricos (que pueden ser una base, un telón de fondo). Cuando Claudia Casanova abandona su asiento, lo ocupa José Zoilo Hernández quien llega con tres libros bajo el brazo, englobados bajo el título común de Las cenizas de Hispania, tres volúmenes que Ediciones B (de nuevo Lucía Luengo tomando decisiones precisas y felices) ha lanzado consecutivamente, puesto que los dos primeros ya habían sido autopublicados y eran conocidos por muchos lectores. Este biólogo de formación siempre sintió una gran atracción por la Historia, le gustaba compartir anécdotas y curiosidades con los suyos, su mujer detectó su indudable talento para la narración, “un buen día me dijo que me regalaba un portátil si le escribía una novela, el caso es que no volvió a recordar aquella promesa pero el guante lanzado quedó ahí y, un buen día, me vi tecleando”. Al principio no sabía muy bien por dónde iba a tirar, pero sí tuvo muy claro qué iba a evitar: “Mi figura favorita es Aníbal Barca, por eso la descarté, al igual que hice con la Grecia clásica. Siempre me había llamado mucho la atención el final del Imperio Romano, una época muy complicada sobre la que, además, hay muchas lagunas, sobre todo en lo relativo a Hispania, empecé a recopilar datos, a leer más, a eso se unió mi fascinación por un personaje inventado al que siempre se da categoría de histórico como es el Rey Arturo [enganche que no contaremos para evitar anticipar lo que el lector debe encontrar en las páginas escritas por Zoilo]” y, comentamos entre risas, saber algo más que aquella mera enumeración del colegio “suevos, vándalos y alanos, tribus bárbaras”. Uno de los aspectos más reseñables de la trilogía es que no se concibió como tal, por eso no se aprecian tiempos muertos ni enganches forzados, una vez metido en faena el autor (ya lo era por más que aún se sonría/sonroje cuando le llaman así) se dio cuenta de que, dicho en términos coloquiales, aquello quedaba largo y no podía presentar una novela en torno a las 2.000 páginas, así nacieron El alano, Niebla y acero y El dux del fin del mundo, volúmenes con cuidadas y detalladas notas históricas, Zoilo quiere ser muy preciso y lo más fiel posible a lo que está documentado, aunque coincide con Claudia en que todo ese aparataje no puede sepultar lo fundamental, “la historia que estás contando”.




   La primera cita a la que acudimos el sábado era una ineludible puesto que se trataba del acto de entrega del VIII Premio de Novela Histórica Ciudad de Úbeda, publicado recientemente por Ediciones Pàmies, la ópera prima de Alan Pitronello, quien ha empleado ocho años en concluir La segunda expedición, el título que puso de acuerdo al jurado casi de inmediato y eso que sus miembros destacaron el alto nivel de las obras seleccionadas en esta edición. Su discurso de aceptación, breve, meditado, preciso, impactante, fue todo un alarde de reivindicación, tendió puentes, estrechó lazos, habló de convivencia, de entendimiento, de comunicación, de comunidad, fue una fantástica bofetada sin manos a los que se empecinan en el enfrentamiento, en el colocarse por encima, en la segregación, en jerarquías inexistentes, en superioridades infamantes, en apelar a los instintos más bajos, en crear enemigos: “Es una obligación, como escritor latinoamericano, defender nuestra cultura mixta: doy las gracias por haber nacido en castellano, una lengua que actúa como elemento unificador”. Es un asunto al que regresa brevemente al final de su reveladora y absorbente conversación con un siempre agudo y entusiasta David Yagüe: “No quiero hacer un discurso político, tan sólo defiendo nuestra lengua, la lengua castellana”. En medio, han quedado otras cuantas frases para enmarcar (y que abren el apetito, es decir, el anhelo por leer su novela): “Me propuse reivindicar nuestra épica, hurtada por la cultura de masas anglosajona”, “Aquellos territorios de América no eran colonias: eran España”, “Hernán Cortés fue un libertador para un país sometido al yugo azteca, nunca actúa como lo haría un genocida porque él no lo fue”. Después de una presentación tan apasionante y apasionada, llegó Pedro Santamaría a ponerlo todo patas arriba como sólo él sabe y puede hacerlo: con su jocosa erudición, su apabullante talento para la ironía, su magisterio a la hora de narrar/transmitir/hacer vivir la Historia como si fuese algo que acaba de suceder en la calle según venía hacia el salón de actos en que nos encontramos. En El ateniense (publicada por Pàmies) recupera la controvertida figura de Alcibíades, “alguien de quien sólo nos han llegado caricaturas, incluso del propio Platón”, al que aborda a través una estructura poliédrica puesto que cada capítulo lo narra un personaje diferente, ofreciendo así las múltiples caras de alguien al que no duda en definir como el más guapo, el más listo, el mejor estratega, también con palabras más gruesas que ya pueden imaginar: “He procurado que todas las opiniones y los diálogos estén sacados de escritos de la época o, al menos, teniéndolos muy presentes”. No se me ocurre mejor ejemplo de aquello que decían los clásicos, “instruir deleitando”, porque eso es lo que siempre consigue Pedro Santamaría, entretiene e instruye, poniendo el acento en lo primero, y sin recurrir a ciertos trucos: “Creo que la novela histórica debe hacer algo más que soltar espadazos”.




   De eso sabe mucho y lo integra muy bien en sus tramas, se recrea en escenas que reconstruye con vigor, verosimilitud, humores, decapitaciones, desangramientos, tajos y lo que haga falta, Ben Kane, todo un experto en la materia, quien llega a Úbeda con Guerra de imperios (de Ediciones B), novela con la que parecía iniciar un nuevo ciclo pero anuncia que “aunque preveía escribir tres novelas, van a ser sólo dos porque, cuando termine esa, serán ya catorce sobre Roma y mi editor me ha dicho que la abandone un poco”. Es nuestra Yolanda Rocha quien oficia como maestra de ceremonias y, con su habitual e incontenible amor por la literatura y la Historia, plantea cuestiones muy interesantes (así lo va subrayando el autor) sobre la trayectoria de Ben Kane, sobre su demostrada maestría a la hora de hacer vivir al lector el fragor de la batalla (sin ahorrarle nada en el sentido de que huela, escuche, experimente la crueldad de la época en propia carne –“Son escenas duras que desestabilizan al lector, sí, pero se trata de que sufra con los personajes, de que viva la historia, no es por un afán de molestarle”) y, por supuesto, sobre esta nueva novela en que se centra en el enfrentamiento entre Roma y Macedonia en el siglo III a. C.: “Me sorprende que este episodio no sea conocido ni se haya escrito sobre él puesto que estamos hablando de los dos grandes imperios de aquel momento”. En época en que se tiende a, perdón por la expresión, cogérsela con papel de fumar, al revisionismo más atroz y castrante (por no decir mentiroso a costa de evitar/tergiversar/alterar los hechos), Kane, como decimos, llama a las cosas por su nombre: “No se puede juzgar el pasado con la visión actual del mundo: hablo de una sociedad que ahora consideraríamos bárbara, pero así era su día a día. Es cierto que algunas cosas se dulcifican para que el lector no rechace la novela de plano, pero sólo lo imprescindible” (sí, ciertamente debe hacerlo de un modo muy sutil e imperceptible, dicho sea como elogio y con una carcajada cómplice). A continuación llega nuestro admirado Baptiste Touverey con su Constantinopla, de la que ya hablamos en su día en este blog cuando el periodista pasó por Madrid para presentar su primera novela (publicada por Grijalbo), de la que andaba preparando una continuación si bien un tanto particular porque “aunque se centra en el mismo periodo transcurre en China y me planteo una tercera en la que hablaré de la conquista árabe”.



   El domingo también arranca con la entrega de un diploma, en esta ocasión el que acredita a Valkirias de I. Biggi (editada por Edhasa) con el Cuarto Premio Internacional Los cerros de Úbeda como la mejor novela histórica publicada en castellano (no importa su nacionalidad) durante 2018. Emilio Lara, que a continuación asumirá su condición de autor en la última presentación del certamen, acompaña en la mesa al autor quien, con enorme naturalidad (la misma que, afirma, ha procurado insuflar a su novela) y desbordante humanidad, haciendo estallar en carcajadas al auditorio en más de una ocasión (con esa facilidad que tienen para ello quienes no lo pretenden), desmitifica cualquier intencionalidad extraliteraria, por más que haya quienes se la busque: “No me planteé el tema del feminismo en ningún momento a la hora de escribir, simplemente conté la historia que me pareció más interesante, me centré en los personajes como tales, me daba igual que fuesen hombres o mujeres, bajo mi punto de vista no nos diferenciamos tanto”. En lo de la dicotomía entre novela e Historia, Biggi lo tiene muy claro: “Intento dar un marco referencial, lo estudio, prometo que me esfuerzo, pero luego cuento una aventura a mi manera y cuento lo que quiero contar, no me preocupa en ese sentido la Historia: sin ir más lejos, la expedición de la que hablo aquí me la he inventado”. Como decíamos, es el propio Emilio Lara quien cierra las presentaciones de esta edición con Tiempos de esperanza, galardonada con el Premio Edhasa de Narrativas Históricas, acompañado en la mesa por otra gran firma del género, Sebastián Roa, revindicando ambos la ficción, la novela, el entretenimiento, el deleite: “La novela tiene que ser narrativamente solvente, no puede predominar lo histórico, no puede haber más datos que trama. Hay mucha historia novelada que no debe confundirse con la novela histórica: la respeto, pero no me interesa”. Y uno no puede dejar de asentir y casi aplaudir durante gran parte de la intervención del maestro Lara y de las brillantes apostillas del no menos magistral Roa.



   Dejamos de acudir a un par de actos por estar en otros, por eso nos perdimos a Simon Scarrow, al que conocimos y saludamos en el hotel, en las comidas, pero no estuvimos en sus charlas (lo cierto es que la del viernes nos pilló recién llegados y sin tiempo material), pero no dejamos de acudir a la recreación de la batalla de Isandlwana en la que, sin saberlo de antemano, participamos activamente, al igual que todo el público asistente, puesto que Pablo Lozano nos reclutó como ejército zulú para atacar y arrasar el campamento británico tal y como sucedió el 22 de enero de 1879 en el contexto de la guerra anglo-zulú. Fue emocionante (y enormemente divertido) ser parte de una de las brillantes, vívidas, documentadas y magníficas recreaciones que caracterizan y otorgan aún más excelencia al Certamen Internacional de Novela Histórica Ciudad de Úbeda, una experiencia totalmente inmersiva en la que se respira amor por la cultura de manera natural, sin imposturas ni imposiciones, viviéndola, sintiéndola, queriéndola, abrazándola, cuidándola, un lugar (Úbeda en sí, pero especialmente en los días de noviembre en que celebra el fantástico evento) en el que quiero seguirme perdiendo (y, por lo tanto, hallando). Gracias a todos los que lo hacéis posible por vuestra impagable labor, por vuestra cercanía, familiaridad y acogida, por saber encandilar y motivar, por crear lectores activos e ilusionados.