No sería yo si antes de abordar el asunto principal de este texto no
diese un rodeo, me perdiese en alguna digresión, acometiese un exordio que a
veces invade/se merienda lo que pretendía contar (que termina llegando,
agotando previamente la que se ha demostrado como infinita paciencia de los lectores
leales), pero en esta ocasión tengo excusa para ello y, en realidad, la introducción
se impone como necesaria porque forma parte del todo, explica a la perfección
el ánimo de este hoy cronista (y no saben qué placer recuperar ese cometido,
comprobar que el viejo periodista aún está en forma para ejercer como
reportero) ante la tarea encomendada. Resulta que he tenido el placer/privilegio,
la fortuna/el honor de haber sido invitado por el Certamen Internacional de
Novela Histórica Ciudad de Úbeda, que este fin de semana (incluyendo el
viernes) estuve allí, recorriendo las calles de un lugar que, junto a la
cercana Baeza, es Patrimonio de la Humanidad desde 2003, conviviendo con sus gentes,
participando activamente en lo que se vive como una celebración, como una fiesta,
una explosión de cultura que no pierde de vista, que pone en primer plano como
debería ocurrir siempre en estos asuntos, la alegría, el entretenimiento, el
pasarlo bien; más de uno (les confieso que yo mismo desde que el director del
certamen, Pablo Lozano, me lo propuso) pensará que, por fin, he llegado al lugar
que me corresponde, ese por el que tanto me gusta perderme cuando escribo/hablo,
no podía negarme aunque sólo fuera por cumplir con el peregrinaje de un modo
literal, el caso que los tan mentados paisajes los vi, como para no hacerlo,
los contemplé, pero no ha habido tiempo material para recorrerlos, para patearlos,
para hacer realidad la frase (si bien jamás imitando a quien provocó su formulación,
aquel Álvar Fáñez que rehuyó la batalla, que se ausentó de la misma, que no la
presentó dizque por cobardía), estábamos allí por lo que estábamos (aunque algo
de turismo dio tiempo a hacer, en cada recodo hay algo que contemplar y
admirar), aunque no se me ocurre mejor sitio para perderse, para hacer una
inmersión total y dejar a un lado las obligaciones de la vida, las tristezas
casi congénitas, la amargura acumulada, la pena negra que cada vez
convoco/siento más a menudo, para hacer un viaje mental y emocional, para
reactivarse, para seguir disfrutando con el oficio y seguir alimentando la
permanente y voraz curiosidad por casi todo, especialmente por lo que tiene que
ver con la literatura.
Las actividades empezaron el martes, Francisco Narla presentó Fierro,
Carlos Bardem, Mongo Blanco, Mercedes Santos, Sitiados y Julio
Alejandre, Las islas de Poniente (finalista del Premio de Novela del
certamen en 2018), con los dos últimos pudimos compartir momentos divertidos (y
también interesantes, lo uno no está reñido con lo otro, ya lo he dicho antes y
lo reivindicarán en seguida los escritores) durante el fin de semana (periodistas,
blogueros y autores formamos inevitablemente una familia muy bien avenida desde
el desayuno hasta la cena, encontrándonos en las diferentes actividades, en los
paseos de acá para allá, en las recreaciones, haciendo vida común), también Claudia
Casanova hizo lo propio con su Historia de una flor (publicada por
Ediciones B) el jueves por la tarde, pero como repitió la jugada el viernes en
la librería Libros Prohibidos (y con el estupendo Pedro P. Uceda como
presentador), pudimos aplaudir (de nuevo, la primera fue durante la lectura)
tan estupenda novela, una joya destellante de delicadeza y buen gusto (también
en la edición, ¡bravo, Lucía Luengo!) con la que la autora saca del olvido (me
atrevería a decir que del anonimato) a Blanca Catalán de Ocón, la primera botánica
española, la que dio nombre a la flor que descubrió en los campos de su Teruel
natal, la Saxifraga alba. “Encontré al personaje mientras investigaba
para otra cosa, era una simple mención a pie de página, el caso es que opté por
parar aquel proyecto para centrarme en su figura”, proyecto al que, por
cierto, ha regresado en este tiempo (Historia de una flor se publicó a
principios de año). La también editora (en Ático de los Libros, cuyo catálogo
deja a las claras su olfato, su pasión sin ambages ni frenos, su exquisita
osadía -o viceversa-, su compromiso con la literatura -en cualquiera de sus
posibilidades/géneros-, su agudeza como lectora) reniega de aquellas etiquetas
que suponen un lastre, que encapsulan lo que debe fluir (“Hay que recordar
que hablamos de novela, de ficción, no podemos quedarnos en lo de histórica y
menos en un sentido literal”), así su novela no quiere ser una biografía,
no lo quiso desde el principio, Blanca es un punto de partida, “la figura de
inspiración, ya digo que es ficción, por eso no vi necesario que la leyeran sus
descendientes, la reivindico porque eso fue lo que me alentó a escribir y para
ayudar a difundir su obra”.
El asunto de dónde trazamos la frontera y, sobre todo, de cómo combinar con
acierto los dos aspectos (o cuál debe primar) es recurrente e imagino que lo habrá
sido en ediciones anteriores (es, al menos, un asunto sobre el que he escuchado
a/he conversado con autores que abordan el género), aunque hay pocas
discusiones en el sentido de que, de un modo u otro, todos reivindican su
faceta de creadores, de novelistas, de tejedores de ficciones en torno a hechos
y personajes históricos (que pueden ser una base, un telón de fondo). Cuando Claudia
Casanova abandona su asiento, lo ocupa José Zoilo Hernández quien llega con
tres libros bajo el brazo, englobados bajo el título común de Las cenizas de
Hispania, tres volúmenes que Ediciones B (de nuevo Lucía Luengo tomando
decisiones precisas y felices) ha lanzado consecutivamente, puesto que los dos
primeros ya habían sido autopublicados y eran conocidos por muchos lectores. Este
biólogo de formación siempre sintió una gran atracción por la Historia, le
gustaba compartir anécdotas y curiosidades con los suyos, su mujer detectó su
indudable talento para la narración, “un buen día me dijo que me regalaba un
portátil si le escribía una novela, el caso es que no volvió a recordar aquella
promesa pero el guante lanzado quedó ahí y, un buen día, me vi tecleando”.
Al principio no sabía muy bien por dónde iba a tirar, pero sí tuvo muy claro qué
iba a evitar: “Mi figura favorita es Aníbal Barca, por eso la descarté, al
igual que hice con la Grecia clásica. Siempre me había llamado mucho la
atención el final del Imperio Romano, una época muy complicada sobre la que,
además, hay muchas lagunas, sobre todo en lo relativo a Hispania, empecé a
recopilar datos, a leer más, a eso se unió mi fascinación por un personaje
inventado al que siempre se da categoría de histórico como es el Rey Arturo [enganche
que no contaremos para evitar anticipar lo que el lector debe encontrar en las
páginas escritas por Zoilo]” y, comentamos entre risas, saber algo más que aquella
mera enumeración del colegio “suevos, vándalos y alanos, tribus bárbaras”.
Uno de los aspectos más reseñables de la trilogía es que no se concibió como
tal, por eso no se aprecian tiempos muertos ni enganches forzados, una vez
metido en faena el autor (ya lo era por más que aún se sonría/sonroje cuando le
llaman así) se dio cuenta de que, dicho en términos coloquiales, aquello
quedaba largo y no podía presentar una novela en torno a las 2.000 páginas, así
nacieron El alano, Niebla y acero y El dux del fin del mundo, volúmenes
con cuidadas y detalladas notas históricas, Zoilo quiere ser muy preciso y lo
más fiel posible a lo que está documentado, aunque coincide con Claudia en que
todo ese aparataje no puede sepultar lo fundamental, “la historia que estás
contando”.
La primera cita a la que acudimos el sábado era una ineludible puesto
que se trataba del acto de entrega del VIII Premio de Novela Histórica Ciudad de
Úbeda, publicado recientemente por Ediciones Pàmies, la ópera prima de Alan
Pitronello, quien ha empleado ocho años en concluir La segunda expedición,
el título que puso de acuerdo al jurado casi de inmediato y eso que sus miembros
destacaron el alto nivel de las obras seleccionadas en esta edición. Su discurso
de aceptación, breve, meditado, preciso, impactante, fue todo un alarde de
reivindicación, tendió puentes, estrechó lazos, habló de convivencia, de entendimiento,
de comunicación, de comunidad, fue una fantástica bofetada sin manos a los que
se empecinan en el enfrentamiento, en el colocarse por encima, en la segregación,
en jerarquías inexistentes, en superioridades infamantes, en apelar a los
instintos más bajos, en crear enemigos: “Es una obligación, como escritor
latinoamericano, defender nuestra cultura mixta: doy las gracias por haber
nacido en castellano, una lengua que actúa como elemento unificador”. Es un
asunto al que regresa brevemente al final de su reveladora y absorbente
conversación con un siempre agudo y entusiasta David Yagüe: “No quiero hacer
un discurso político, tan sólo defiendo nuestra lengua, la lengua castellana”.
En medio, han quedado otras cuantas frases para enmarcar (y que abren el apetito,
es decir, el anhelo por leer su novela): “Me propuse reivindicar nuestra
épica, hurtada por la cultura de masas anglosajona”, “Aquellos territorios de
América no eran colonias: eran España”, “Hernán Cortés fue un libertador
para un país sometido al yugo azteca, nunca actúa como lo haría un genocida porque
él no lo fue”. Después de una presentación tan apasionante y apasionada,
llegó Pedro Santamaría a ponerlo todo patas arriba como sólo él sabe y puede
hacerlo: con su jocosa erudición, su apabullante talento para la ironía, su magisterio
a la hora de narrar/transmitir/hacer vivir la Historia como si fuese algo que
acaba de suceder en la calle según venía hacia el salón de actos en que nos encontramos.
En El ateniense (publicada por Pàmies) recupera la controvertida figura
de Alcibíades, “alguien de quien sólo nos han llegado caricaturas, incluso
del propio Platón”, al que aborda a través una estructura poliédrica puesto
que cada capítulo lo narra un personaje diferente, ofreciendo así las múltiples
caras de alguien al que no duda en definir como el más guapo, el más listo, el
mejor estratega, también con palabras más gruesas que ya pueden imaginar: “He
procurado que todas las opiniones y los diálogos estén sacados de escritos de
la época o, al menos, teniéndolos muy presentes”. No se me ocurre mejor ejemplo
de aquello que decían los clásicos, “instruir deleitando”, porque eso es
lo que siempre consigue Pedro Santamaría, entretiene e instruye, poniendo el
acento en lo primero, y sin recurrir a ciertos trucos: “Creo que la novela
histórica debe hacer algo más que soltar espadazos”.
De eso sabe mucho y lo integra
muy bien en sus tramas, se recrea en escenas que reconstruye con vigor, verosimilitud,
humores, decapitaciones, desangramientos, tajos y lo que haga falta, Ben Kane,
todo un experto en la materia, quien llega a Úbeda con Guerra de imperios (de
Ediciones B), novela con la que parecía iniciar un nuevo ciclo pero anuncia que
“aunque preveía escribir tres novelas, van a ser sólo dos porque, cuando
termine esa, serán ya catorce sobre Roma y mi editor me ha dicho que la abandone
un poco”. Es nuestra Yolanda Rocha quien oficia como maestra de ceremonias
y, con su habitual e incontenible amor por la literatura y la Historia, plantea
cuestiones muy interesantes (así lo va subrayando el autor) sobre la trayectoria
de Ben Kane, sobre su demostrada maestría a la hora de hacer vivir al lector el
fragor de la batalla (sin ahorrarle nada en el sentido de que huela, escuche,
experimente la crueldad de la época en propia carne –“Son escenas duras que
desestabilizan al lector, sí, pero se trata de que sufra con los personajes, de
que viva la historia, no es por un afán de molestarle”) y, por supuesto,
sobre esta nueva novela en que se centra en el enfrentamiento entre Roma y
Macedonia en el siglo III a. C.: “Me sorprende que este episodio no sea conocido
ni se haya escrito sobre él puesto que estamos hablando de los dos grandes imperios
de aquel momento”. En época en que se tiende a, perdón por la expresión,
cogérsela con papel de fumar, al revisionismo más atroz y castrante (por no
decir mentiroso a costa de evitar/tergiversar/alterar los hechos), Kane, como
decimos, llama a las cosas por su nombre: “No se puede juzgar el pasado con
la visión actual del mundo: hablo de una sociedad que ahora consideraríamos
bárbara, pero así era su día a día. Es cierto que algunas cosas se dulcifican para
que el lector no rechace la novela de plano, pero sólo lo imprescindible” (sí,
ciertamente debe hacerlo de un modo muy sutil e imperceptible, dicho sea como
elogio y con una carcajada cómplice). A continuación llega nuestro admirado
Baptiste Touverey con su Constantinopla, de la que ya hablamos en su día
en este blog cuando el periodista pasó por Madrid para presentar su primera
novela (publicada por Grijalbo), de la que andaba preparando una continuación si
bien un tanto particular porque “aunque se centra en el mismo periodo transcurre
en China y me planteo una tercera en la que hablaré de la conquista árabe”.
El domingo también arranca con la entrega de un diploma, en esta ocasión
el que acredita a Valkirias de I. Biggi (editada por Edhasa) con el
Cuarto Premio Internacional Los cerros de Úbeda como la mejor novela
histórica publicada en castellano (no importa su nacionalidad) durante 2018. Emilio
Lara, que a continuación asumirá su condición de autor en la última
presentación del certamen, acompaña en la mesa al autor quien, con enorme
naturalidad (la misma que, afirma, ha procurado insuflar a su novela) y
desbordante humanidad, haciendo estallar en carcajadas al auditorio en más de
una ocasión (con esa facilidad que tienen para ello quienes no lo pretenden), desmitifica
cualquier intencionalidad extraliteraria, por más que haya quienes se la busque:
“No me planteé el tema del feminismo en ningún momento a la hora de
escribir, simplemente conté la historia que me pareció más interesante, me
centré en los personajes como tales, me daba igual que fuesen hombres o
mujeres, bajo mi punto de vista no nos diferenciamos tanto”. En lo de la dicotomía
entre novela e Historia, Biggi lo tiene muy claro: “Intento dar un marco referencial,
lo estudio, prometo que me esfuerzo, pero luego cuento una aventura a mi manera
y cuento lo que quiero contar, no me preocupa en ese sentido la Historia: sin ir
más lejos, la expedición de la que hablo aquí me la he inventado”. Como decíamos,
es el propio Emilio Lara quien cierra las presentaciones de esta edición con Tiempos
de esperanza, galardonada con el Premio Edhasa de Narrativas Históricas,
acompañado en la mesa por otra gran firma del género, Sebastián Roa, revindicando
ambos la ficción, la novela, el entretenimiento, el deleite: “La novela
tiene que ser narrativamente solvente, no puede predominar lo histórico, no
puede haber más datos que trama. Hay mucha historia novelada que no debe confundirse
con la novela histórica: la respeto, pero no me interesa”. Y uno no puede
dejar de asentir y casi aplaudir durante gran parte de la intervención del
maestro Lara y de las brillantes apostillas del no menos magistral Roa.
Dejamos de acudir a un par de actos por estar en otros, por eso nos
perdimos a Simon Scarrow, al que conocimos y saludamos en el hotel, en las
comidas, pero no estuvimos en sus charlas (lo cierto es que la del viernes nos
pilló recién llegados y sin tiempo material), pero no dejamos de acudir a la
recreación de la batalla de Isandlwana en la que, sin saberlo de antemano,
participamos activamente, al igual que todo el público asistente, puesto que
Pablo Lozano nos reclutó como ejército zulú para atacar y arrasar el campamento
británico tal y como sucedió el 22 de enero de 1879 en el contexto de la guerra
anglo-zulú. Fue emocionante (y enormemente divertido) ser parte de una de las
brillantes, vívidas, documentadas y magníficas recreaciones que caracterizan y
otorgan aún más excelencia al Certamen Internacional de Novela Histórica Ciudad
de Úbeda, una experiencia totalmente inmersiva en la que se respira amor por la
cultura de manera natural, sin imposturas ni imposiciones, viviéndola,
sintiéndola, queriéndola, abrazándola, cuidándola, un lugar (Úbeda en sí, pero
especialmente en los días de noviembre en que celebra el fantástico evento) en el
que quiero seguirme perdiendo (y, por lo tanto, hallando). Gracias a todos los
que lo hacéis posible por vuestra impagable labor, por vuestra cercanía,
familiaridad y acogida, por saber encandilar y motivar, por crear lectores
activos e ilusionados.