Aunque lo haya explicado muchas veces, conviene insistir que cuando abjuro
de/demonizo/ataco a las redes sociales lo que repruebo/rechazo es el uso que,
por desgracia, tantos hacen de las mismas, especialmente en lo que se refiere a
Twitter (es la que menos utilizo/frecuento), esa fosa séptica que, para colmo,
limita la capacidad expresiva a 280 caracteres, la reduce, es como si la
anulase (en realidad, muchos la traen anulada de casa, en tan abundantes casos,
viendo el vaso medio lleno, bien está que los efetos nocivos puedan atenuarse a
causa de la impuesta brevedad -si la vomitona les da para ello puede que abran un
hilo, pero como se supone que la mayoría no lee más allá del máximo permitido ya
que superando ese mínimo brota la confusión, su de por sí escasa capacidad de
atención se diluye, discursos más o menos armados/sofisticados les superan,
todo lo que se grite/ofenda/difame/insulte/delinca a partir del segundo tuit cae
en gran medida en saco roto, es un esfuerzo innecesario si atendemos a los parámetros/estándares/algoritmos
con que se controlan estos lugares-). Como en tantas otras ocasiones, piedra
con la que tropezar así pasen los siglos, el periodismo se metió en la ciénaga
sin ningún tipo de reparo, se rebajó, se minusvaloró, consintió en ser
absorbido/confundido por lo que se difunde a través de las redes, en lugar de
utilizarlas como complemento, apoyo, herramienta, optó por tomarlas como voz
autorizada, como fuente, tratándolas de igual a igual e incluso por encima de
sí mismo, confundiendo la parte (si llega a tanto) con el todo, confiriéndoles
una categoría que no pueden tener, y no se trata de creerse superior ni tener miedo
a lo que algunos llaman “democracia” y otros “la voz del pueblo” (como si sólo
hubiera una, ahí encontramos la primera y nada delgada grieta de un discurso
que intenta erigirse en único) mientras adquiere sin rubor la forma de campañas
de desprestigio, acoso, derribo, calumnias, tergiversaciones de la Historia
cuando no invenciones puras y duras, teorías conspiranoicas, juicios inquisitoriales,
amenazas nada sutiles (las hay de muerte, sin medias tintas, proferidas con
total impunidad -pero la foto de un pezón femenino se considera poco menos que
un crimen, una ofensa que atenta con las normas comunitarias que se aplican en
estos foros, laxas cuando no consentidoras en prácticamente todo lo demás-), misoginia,
homofobia, xenofobia, exaltaciones variadas que devienen a las primeras de cambio
en apologías castigadas en el Código Penal; de lo que se trata, decía, es de separar
la paja del trigo, como siempre debe hacerse, se trata de lo que se exige a un
abogado, a un médico, a un fontanero, a cualquier profesional para ser
considerado como tal, mientras que en esta a pesar de todo amada profesión
cualquiera puede llamarse/ser llamado (y lo peor: por quienes merecen tal
nombre) periodista por el mero hecho de sentarse en un plató de televisión o
frente a un micrófono en la radio, también por haber publicado algún artículo
(o muchos) -cuando para eso siempre ha habido un término que adoro como es el
de “articulista” y que grandes nombres/firmas dignificaron de un modo que,
precisamente por ello, se estudia en las Universidades-, por ejercer funciones
que no le corresponden, para las que no está preparado (no todo en esta vida es
práctica, por más que el oficio se aprenda especialmente de ese modo y el título
se haya ganado tantas veces así -y con todo merecimiento- y no por pasar por
las aulas -al menos cuando había maestros de los que aprender, cuando todavía
se podía hablar sin rubor de “ética y deontología profesional”, asignatura de
la carrera que ignoro si se sigue impartiendo, tal vez haya fenecido por una
casi total ausencia de ejemplos actuales a las que recurrir-).
Y, repetiré las veces que haga falta, soy el primero que agradece (e
intenta fomentar), que gusta la comunicación, faltaría más, que incluso la
busca (es mi vocación, de ahí que sea capaz de sobreponerme a mi carácter cada
vez más asocial, a veces con tintes agorafóbicos, en ese sentido he convertido
las redes en aliadas, no hace falta salir de casa para estar presente y mantener
vivas relaciones de cercanía que en algunos casos eclosionan en amistad), la
participación, la posibilidad de conocer casi en tiempo real diferentes
interpretaciones de un hecho, la conversación, el debate, el empleo de la
dialéctica, el disfrute de las palabras, mi gusto por la verborrea es, además,
la mejor defensa contra aquello que más aborrezco de todo este invento, ya se
ha dicho, la brevedad que conduce/obliga al reduccionismo, a los dogmas, a frases
de gurús, a quedarse en los titulares, a no practicar la comprensión lectora,
todo llega más que masticado, incluso deglutido, es lo que hay, es lo que hay
que decir, es la tendencia del día, no hace falta análisis, discernimiento, no
se escucha a nadie que ose intentar una valoración/opinión propia, vivimos
enclaustrados en el antagonismo, lo llevamos incrustado, la gama de grises se
ha suprimido, no se aceptan posiciones equidistantes, términos medios, se está
con o contra algo/alguien, no hay más opciones. Por eso, vamos llegando a donde
quería, diré las veces que haga falta que yo no hago reseñas (agradezco que así
las consideren gentes del medio literario en el sentido de que alaban el
contenido de estos textos, pero, vuelve la mula al trigo, cada género/estilo
tiene un nombre precisamente para distinguirlos), pero es que tampoco las hacen
muchos de los que presumen de ello, primero porque no se limitan a una narración
sucinta (como indica el DRAE), después porque (y seguimos incidiendo en lo que
hoy me interesa) el/la firmante de muchos de estos comentarios que se apropian (o
lo intentan) de cierta pátina profesional no tiene ni autoridad ni conocimientos
ni preparación para elaborar tales reseñas, emite una opinión (puede que
incluso bien fundamentada y expuesta -y sin faltas de ortografía y con un uso
correcto de la sintaxis, que no sea lo que abunde no significa que no se encuentren
ejemplos de ello-) pero no elabora una crítica, género periodístico y literario
que debe ser recuperado como merece y que de un tiempo (ya largo) a esta parte
es denostado inmisericordemente por causas ajenas a quienes lo ejercen puesto
que, valga la redundancia (o no, al fin y al cabo hay que acentuar sílabas
distintas), cuando se critica la crítica (por cierto, se tiende a olvidar que
puede ser positiva, que de hecho lo es en múltiples ocasiones, hay asociaciones
de críticos que conceden premios) o tal se afirma que se hace, la mayoría de
las veces se están refiriendo a lo que se ha leído en redes e incluso se ha
convertido en viral, muy pocas a verdaderas muestras del género (casi me atrevería
a decir que ese cuestionable honor recae en exclusiva en Carlos Boyero,
precisamente por comportarse del modo kamikaze, sin red y a las bravas, que
tanto se aplaude virtualmente -y siendo de lo más honesto con filias, fobias,
bostezos, emociones y demás, por más que desbarre como hacemos casi todos
alguna vez, exhibiendo una competencia y un saber para el asunto que ya
quisiera la mayoría-).
Y el caso es que, en lugar de aportar su propia visión, esgrimir sus
argumentos, compartir sus impresiones sobre alguna obra, abundan quienes se
limitan a ensuciar y echar por tierra el trabajo de los demás (aquí sí igualo,
quien se toma en serio lo de publicar algo -y se nota en seguida quien lo hace-
merece todos mis respetos, aunque sea una diversión/afición lo encara con un
talante que, todo hay que decirlo, más de un llamado profesional ha olvidado -o
no ha conocido-), a creerse con derecho a demandar privilegios (que, a veces, tampoco
recibe aquel a quien atacan) por el mero hecho de estar opinando por aquí, a
querer ser considerados lo que no son, a reprobar en otros lo que ellos hacen
(o harían, lo dejan muy claro) y que poco o nada tiene que ver con la auténtica
crítica; blogueros que se limitan a transcribir el dosier de prensa y lo
publican como entrada propia (lo hacen algunos, esos que dividen el mundo en libros
buenos y malos, hablando como los niños -y hasta peor, que los hay bien
precoces-, no dan para más), lecturas conjuntas en las que se destripan todas
las sorpresas, personajes, situaciones del libro, copia de párrafos completos
que se considera promoción y recomendación, reseñas incorrectamente llamadas en
las que se dan mil y un detalles sobre el argumento, las relaciones entre los
personajes, incluso se revelan circunstancias que no deberían publicarse, avatares
y nombres propios (abunda más lo primero) que, desconociendo el oficio,
reclaman profesionalidad sin saber que lo que reprochan, lo que dicen que no
debe ocurrir es lo que sucede en prensa, radio y televisión, es así como se
hace la crítica, a uno (en este caso hablo por mí, pero me consta que no soy el
único, por eso me fío de lo que algunos publican/recomiendan) no le ata las
manos el hecho de que la editorial te haga llegar un ejemplar para que lo
valores, es cierto que he moderado mucho mi tono, que me he ido suavizando
(salvo con grandes nombres/éxitos, esos no necesitan apoyo), que he ido
perdiendo ferocidad (como diría José Luis García Sánchez), en parte porque así
lo he querido, porque (es algo que, en realidad, llevo haciendo mucho tiempo,
ya en la radio rechacé alguna entrevista para poder sentirme libre de expresar
mi juicio negativo sin que el autor tuviera que comerse el sapo en directo -tampoco
se trata de eso, no soy tan agresivo como pueda parecer- o, aún con más motivo,
porque no iba a fingir una opinión falsa, sólo por quedar bien o intereses más
espurios -eso, el de Los Ángeles-) he optado por hablar sólo de libros que me
hayan gustado, que me hayan interesado, de los que haya sacado algún provecho,
libros que a buen seguro compraré para algún regalo, que prestaré a quienes
supongo también los van a disfrutar. A veces, el silencio es la mejor crítica (aquí
sí dicho con el tono más negativo posible), no dedicar espacio a algo, pasar
por encima, pasar página (nunca mejor dicho) como también hago ahora con
cualquiera que se parezca a los especímenes mencionados arriba.
Pero se da el caso de que, a veces, hay lecturas que no llegan al grado
de excelsitud que uno encuentra en, por fortuna, un buen puñado de títulos cada
año, igual que pueden hablar de mi furia cuando algo me disgusta, pueden hablar
de mi encendido e inagotable entusiasmo cuando algo me toca, me llega, me
transforma/trastorna, me conmueve, me atrapa, por eso regalo adjetivos
encomiásticos casi sin freno y, como me gusta decir, me coloco en el
reclinatorio (hago reverencias, literalmente, sé que habrá quien lo haya visto
por las redes -precisamente-, en breve les cuento más), son lecturas que, sin
provocar una ovación, cumplen con creces su papel, en este caso concreto el de
saber graduar y mantener la tensión, el de jugar limpio, el de no pretender
dárselas de nada, el de entretener (arte noble que tantos desdeñan para dárselas
de eruditos y/o cultos), sólo por ello (y no es poco) merecen atención, dar
cuenta de su existencia (eso sí es reseñar, lo dice de nuevo el DRAE),
allanarles el camino hacia un público que busca un divertimento de ese tipo.
Esto es Naranja de sangre, la ópera prima de Harriet Tyce que Suma de
Letras publicó el pasado septiembre (con traducción de Ana Momplet), una historia
bien trenzada que, aunque cae en algunos lugares comunes (sobre todo en lo que
se refiere a personajes un tanto planos o, sobre todo, unidimensionales), sabe
distanciarse de títulos de gran éxito que hacen todas las trampas del mundo
para epatar, recurren a mil argucias con tal de que la autora (pongamos Gillian
Flynn) quede por encima del lector a base de hurtar datos, ser inverosímil,
vulnerar el pacto implícito con el lector que toda novela de intriga/misterio
debe cumplir. Mezclando un poco de La chica del tren con Perdida (es
increíble que se haya convertido en referente, más aún con el modo ramplón en
que la propia autora la adaptó al cine) y recordando a La mujer en la
ventana de A. J. Finn (la mejor acabada, más sorprendente y honesta de lo
que se ha dado en llamar domestic noir que un servidor conoce), Naranja
de sangre tiene un comienzo un tanto titubeante (y no del todo creíble en
lo que a la voz narradora se refiere -algo que, sin embargo, medía a la
perfección el último título citado-) pero muy pronto toma su propio camino y
enriquece la trama un tanto habitual de este subgénero con la preparación de un
juicio por asesinato que ocupa el primer plano de modo que la autora puede ir
preparando el terreno para unos giros que, incluso aunque alguien los anticipe,
están muy bien situados y controlados para sorprender sin estafar, para dejar
con un agradable sabor de boca, esperando que en la próxima novela la autora
perfile su propia voz/personalidad con mayor contundencia y acierto, que no la
ahogue tanto con repetición de esquemas o, esa es otra, pensando lo que el
público demandó/aprobó en su día. A pesar de estas rémoras, Naranja de
sangre proporciona un buen (o mal, según se mire, pero eso es lo que
muchos, no lo neguemos, queremos con libros de este tipo) rato y me ha hecho caer
en la cuenta de algunos títulos que no se han asomado al blog por ser demasiado
estricto, prometo que no volverá a pasar (y si me quieren criticar por ello,
adelante: ustedes tienen derecho a ello, debo responder a la confianza que
ponen en mí, en parte por eso he desnudado un poco mi tarea, también para ver
si el panorama se despeja un poco de tanto mal llamado crítico/reseñista que,
en ocasiones, sólo consiguen el efecto contrario al deseable, es decir, que se lea
menos).