miércoles, 23 de enero de 2019

CUANDO LA LUZ SE MARCHA PARA SIEMPRE






   Ha sido uno de mis mayores terrores desde la infancia, mucho antes de comprenderlo/racionalizarlo (en el sentido de saber por qué), es algo que me recuerdo diciendo desde no sé cuándo, más teniendo en cuenta que tuve que empezar a usar gafas con diez años y que ya entonces mis mayores pasiones eran la lectura, el cine, la televisión, es decir, actividades para las que la vista se me antojaba imprescindible, sobre todo (más allá de otras barreras que muy poco a poco se van abatiendo para que cualquier persona pueda tener acceso a estos y otros espectáculos) por haber nacido dotado de ella, por conocer la experiencia, por gozar de ese privilegio, de ahí que mi miedo fuese/sea el de perder la vista, de ahí mi alivio cuando, aunque vaya notando el paso del tiempo en algunos momentos, ya hace mucho que las dioptrías no aumentan y sigo siendo el mismo miope que era cuando veinteañero. No es hacer un ranking sobre qué tipo de ceguera es peor o cuál es más tolerable, esos u otros adjetivos similares no tienen cabida ni sentido, es incidir en el hecho de que hay cosas que damos por sentadas, que hemos tenido la fortuna de poder tomarlas de ese modo e imaginarnos sin ellas se nos antoja imposible (lo he vivido a través de otras personas, por eso las admiro, por haber seguido adelante, por haberse adaptado a las circunstancias mal dadas, por haber volteado la tortilla, por no haberse dejado hundir, por su buen talante -el de algunos-, también entiendo, cuando lo hay, su rencor, su dolor, su expresión extemporánea o su inmersión en un pozo muy profundo). Y es algo que Daniel Fopiani confiesa haber sentido, ese miedo le hizo ponerse en los zapatos de un personaje que ha sufrido esa pérdida, profundizar en su alma, esa pérdida es la columna vertebral de su segunda novela, la sobrecogedora, apasionante y magnífica La melodía de la oscuridad que Espasa ha publicado en los primeros días de este año que aún estamos estrenando.

    En la foto que encabeza este texto se ve el libro ya editado descansando sobre las pruebas finales del mismo (la que se llama “versión definitiva”, la que se manda a imprenta para obrar el milagro, la que dará como resultado ese objeto tan preciado) encuadernadas, puede decirse, a las bravas, con marcas de corte y todo, casi como un ejercicio del curso de Producción Editorial (de hecho, las llevé a clase para que las viesen los compañeros) que estuve haciendo justo hasta el día antes de que tuviese lugar un muy divertido encuentro con Daniel Fopiani en un hotel de Madrid, coincidiendo con la puesta a la venta de la novela, de ahí que la editorial (gracias y bravo, Laura) hiciese llegar a los blogueros asistentes al mismo (coordinados y convocados por mi Pepa Muñoz, la gran hacedora, la gran lectora, la gran amiga) esta podríamos llamar edición anticipada y artesanal para, como siempre, como debe ser, tenerla leída (y anotada y comentada -entre nosotros o con uno mismo-) y poder hablar/preguntar/opinar con conocimiento de causa. Y, como digo, Daniel habla de ese miedo a perder la vista que, menos inconscientemente de lo que pueda pensarse, anidó desde el principio en su ánimo a la hora de encarar La melodía de la oscuridad, aunque aún no tuviese muy claro cómo lo iba a articular o en qué manera lo iba a utilizar/hacer aparecer, la ceguera fue siempre la razón principal de ser del relato: “Mi reto narrativo fue el de construir una novela en torno a un protagonista invidente, ese fue el punto de partida. Una vez me vi inmerso en la redacción, me di cuenta de que había muchas cosas que no sabía y que no podía hablar de ello sin acercarme a personas que viviesen esa realidad, fui recabando testimonios y así fue creciendo la novela”. Y es admirable el modo en que ha amoldado su escritura a lo sensorial, con qué acierto y maestría utiliza sensaciones, sonidos, olores (“No se trata de hablar como si alguien tuviese superpoderes, pero es cierto que se desarrollan otras sensibilidades y, por fuerza, por necesidad, se está atento a otras cosas que los videntes pasamos por alto: el tono de la voz del interlocutor, por ejemplo”), aunque narrada en tercera persona la novela asume en muchas de sus páginas el punto de vista (nunca mejor dicho y no es algo paradójico: los ciegos utilizan sin problema -y en muchas ocasiones con gran sentido del humor- verbos y palabras que, por desconocimiento, por pudor, por absurdos complejos, por tonos peyorativos interiorizados, los videntes evitamos cuando conversamos con ellos), utiliza, retomo, el punto de vista de Adriano, el protagonista, el que fuese sargento de la Guardia Civil y, tras sufrir un terrible atentado en el País Vasco, (mal)vive en Cádiz, junto a su mujer y su perro guía, investigador a la fuerza de unos crímenes muy sangrientos y salvajes que son descritos con profusión de detalles (pero sin caer en lo morboso o excesivo, evitando más truculencias de las imprescindibles, necesarias para comprender de qué manera las percibe Adriano), esto en sí mismo es uno de los muchos hallazgos de la novela que, precisamente por ello, funciona como una maquinaria perfectamente engrasada: “Que el protagonista no pueda ver la escena del crimen y se la tengan que contar, que haya que potenciar tanto los otros sentidos, me llevó a crear un asesino de esas características y a que sus crímenes fuesen tan terribles y sangrientos. ¡Y eso que vengo de “La carcoma”, donde no había ni una gota de sangre! Ahora bien, no me ha sido difícil hacerlo, jajaja”.

    Antes de continuar (o tal vez siguiendo con el asunto), y por alusiones, diremos que La carcoma, su primera novela (que un servidor leyó después de La melodía de la oscuridad y, aun siendo evidente la pasmosa e inmensa evolución, la madurez alcanzada en apenas dos títulos, hay que decir que se sostiene admirablemente -al margen de ser muy diferente a esta que ahora nos ocupa, lo que dificulta las posibles comparaciones-, no pierde fuerza ni en sus páginas ni en la convivencia con la obra posterior y proporciona sumo placer), fue galardonada con el Premio València Nova 2017 de Narrativa Alfons el Magnánim y que el jurado lo integraban (nada menos) Alicia Giménez Bartlett, Care Santos y Alfonso Posteguillo. Tanto en aquella como en esta, sorprende la capacidad de Fopiani para prescindir de lo accesorio, para ir al grano, para sintetizar sin que el conjunto se resienta, La melodía de la oscuridad (también La carcoma aunque en menor medida) es un prodigio de poco más de 250 páginas que no da tregua al lector y no porque la acción se dispare (o disparate), todo lo contrario, sino porque hay mucho en lo que profundizar, hay mucho por sentir, las emociones se rozan con las yemas de los dedos (no podía ser de otro modo) según se van pasando páginas, afloran en cada palabra, es una excelente novela negra precisamente porque no va de ello, porque utiliza los recursos narrativos que mejor le cuadran a la historia, porque el autor no ha trabajado con etiquetas o corsés: “Mi idea principal nunca fue escribir una novela policiaca o de detectives, sino primar el aspecto emocional, lo que le sucede a esa persona, por eso los sentimientos están tan presentes y tan interiorizados, más alguien como Adriano que lo ha perdido todo y depende de los demás. No me considero escritor de género negro, he escrito otros géneros, lo que siempre me ha gustado es, simplemente, escribir. Pero es cierto que últimamente me estoy centrando en lo negro, terreno en el que me siento muy cómodo, aunque no quiero encasillarme”. Lo mejor de todo es que, entremos en el terreno que entremos, Daniel Fopiani juega limpio con el lector, rehúye esquematismos o fórmulas al identificar al asesino en las primeras páginas, dejando claro que no le interesa el típico (y apasionante cuando está bien ejecutado) rompecabezas, que su mayor preocupación son los personajes, cómo llegó ese criminal a serlo y qué le impele a matar con esa saña (“He querido que en algunos momentos se comprenda al asesino, no su locura, sino a él en su esencia, su arrepentimiento por lo sucedido en el pasado, su obsesión por ser perdonado, su afán por redimirse”), cómo es la (cada vez más deteriorada y hasta envenenada) relación de Adriano con su mujer (“Patricia es una víctima, no hay duda, pero he tenido que equilibrar su sufrimiento con la amargura de Adriano, es una novela con mucho dolor y tenía que estar ahí”), no podemos olvidarnos del teniente Román que tanto perturba y conmueve, es una novela que rebosa humanidad, latidos de corazones que sufren: “Cuando me planteo escribir una novela, de lo último que me preocupo es de la trama: empiezo a escribir, me ocupo de los personajes, de sus sentimientos, procuro ponerme en su lugar, a partir de ahí ya voy trabajando. Del mismo modo, tampoco describo personajes, puede que algún detalle que me sirva para contar otra cosa, pero procuro describirlos a partir de los hechos, de lo que sienten, de lo que les pasa, prefiero no condicionar al lector y que él los imagine”.

   La novela plantea un escenario atractivo (al memos para el amante del género -por más, repetimos, que no se enclave/ajuste al mismo tan solo-), un asesino en serie que en cada crimen recrea/evoca/imita uno de los trabajos de Hércules (y, de nuevo, la proverbial facilidad de Fopiani para concretar, para proporcionar los datos precisos, para desterrar la erudición vacía e impostada de tantos, para ser justo con el lector), pero esa, podríamos decir, es sólo una de las líneas narrativas y no la más apasionante, en el sentido de que lo que más nos atrae y absorbe es el perfecto dibujo de personalidades, de emociones, de penas, de heridas abiertas, tanto en los caracteres principales como en los episódicos, todos se ven afectados de un modo u otro por Adriano, él mismo se considera un despojo, alguien que (mal)vive de prestado: “De alguna manera, Adriano funcionaba como un agujero negro. Se tragaba todos los problemas que le rondaban y, una vez absorbidos, no los dejaba compartir con el exterior. Un pozo de tinieblas, de secretos y de dolor. Un lugar donde la luz se había marchado desde hacía mucho tiempo”. Fopiani no se anda con chiquitas, no nos ahorra nada que redunde en beneficio de la historia, que nos acerque a los personajes, que dote de realismo a sus palabras, que nos haga sentir como propios (o ajenos, pero posibles) los pensamientos y las acciones de las gentes que viven en las páginas que escriben, logrando momentos tan brillantes y lacerantes como el anterior o como el que sigue: “Lo primero que se pierde es la visión. Lo segundo, la independencia. Se es incapaz de hacer nada sin ayuda. Cuando se deja de ver hay que hacer un acto de fe en los demás. Toca confiar en la persona que tienes al lado. Patricia estaba muy lejos cuando estalló aquella bomba, pero la onda expansiva también llegó hasta ella: su mujer se había ido de la casa porque también estaba sufriendo en sus carnes todo el dolor que desprendía Adriano por los poros. La pérdida de la ilusión. El dolor de vivir en un cuerpo no deseado”. Y hay momentos para el humor (Acho, ese soberbio perro guía que parece que habla y que durante unas cuantas líneas se convierte en la voz narradora), también para la sorpresa por lo bien acabada que está la novela en lo meramente estético, en cómo se presenta al lector, en cómo se juega con los blancos de manera magistral hasta llegar a ese capítulo 26 de una sola frase que, les prometo, se lee con ansiedad (y en que se llega a increpar al autor por retener durante un momento más una información capital para, a continuación, aplaudirle), hay mucho que extraer, disfrutar y reflexionar, La melodía de la oscuridad sigue resonando tiempo después de haber cerrado el libro, no en vano “hay cosas que son más difíciles de captar que el impacto de una lágrima”, pero si uno pone cierta intención termina por hacerlo y el trabajo resulta sencillo cuando te ayuda, cuando te lo facilita un escritor como Daniel Fopiani, sobrecoge pensar dónde puede llegar tras lo alcanzado con sólo dos novelas, de lo que no cabe duda es de que este lector estará cerca cuando eso ocurra.

domingo, 13 de enero de 2019

¿EL HÉROE NACE O SE (LO) HACE?





   Incluso en mis épocas más furiosamente anti navideñas (es decir, lo habitual desde hace ya muchos años y, con especial virulencia, en las que acabo de padecer hace pocos días), no puedo evitar que el cosquilleo previo a las jornadas festivas y de celebración se me contagie (e incluso me emocione y, por momentos, me haga vibrar con el mismo anhelo de cuando era chaval -y adolescente y veinteañero: aunque la ilusión y el gusto por esas fechas se habían ido atenuando, los perdí definitivamente cuando murió el tío Miguel, sin olvidar que, unos años antes de tan devastador suceso, haber sido el receptor de la noticia del repentino fallecimiento de la querida Toñi mientras los niños de San Ildefonso aún cantaban números premiados en televisión fue un zarpazo que tiñó para siempre de luto el 22 de diciembre y lo que llegaba después-); son esos momentos en que empieza a respirarse (por más que suene falsa o cuando menos muy impostada e instaurada por decreto) la alegría, en que se instalan en los corazones las ganas de festejar, de reír, de soñar, de libertad (no lo neguemos: la Navidad solía llegar después de exámenes, era el primer respiro del curso, cómo no esperarla con impaciencia), es como estar dentro de alguna de esas películas o series que, por más empalagosas que resulten, uno siempre envidia cuando refleja esos momentos en que todos hacen lo posible y lo imposible por que el espíritu que asociamos a esas fechas y con el que las identificamos impregne cada rincón de hogares y almas. Y, tras unas jornadas especialmente nefastas, adquiere especial brillo y aporta un calorcito muy agradable el recuerdo del pasado 18 de diciembre en que, como escribí en Instagram, dejé por unas horas de ser el Grinch (aunque tampoco llego a tanto porque, en realidad, el navideño que fui ronda por ahí inasequible al desaliento) para dejarme imbuir por lo que se supone propio del momento, o sea, celebración, amistad, regocijo, noche de paz (la hora a la que sucedió todo es lo de menos).

   Fue, como digo, hace casi un mes cuando, junto a un nutrido grupo de blogueros (comandados, por supuesto, por mi Pepa Muñoz, hada madrina infatigable a quien tanto debo en lo personal y en lo profesional), ocupé un lugar en una gran mesa de una de las salas de las oficinas de Peguin Random House en Madrid para ser obsequiado con un detallito personalizado muy entrañable (una bola para el árbol de Navidad con el nombre de este ángulo oscuro del salón también llamado blog), brindar por el 2019 y, sobre todo, dialogar con su editora sobre una novela que acaba de desembarcar esta semana en las librerías pero que los allí reunidos habíamos tenido el privilegio de leer en una edición anticipada, novela que, tras provocar un auténtico aluvión de críticas elogiosas en Amazon y de mantenerse más de 40 semanas en las listas de títulos más vendidos, llega a España de la mano de Suma de Letras y con traducción de Jesús de la Torre: Bajo un cielo escarlata de Mark Sullivan. Lo primero que conviene aclarar es que no es “otra” novela sobre la Segunda Guerra Mundial, en el sentido de que se centra en un personaje concreto, desconocido hasta ahora para el gran público (e incluso para historiadores, investigadores, eruditos, gente informada) y que, ahí radica en gran medida su interés, narra los últimos dos años de la contienda en Italia (en Milán, especialmente), sacando a la luz un episodio (una época) al que allí se prefiere echar tierra encima, del que apenas se habla, que se pretende olvidar a fuerza de ignorarlo, no se trata ni para hacer justicia, como le contó un antiguo partisano a Mark Sullivan: “[Los italianos que habíamos sobrevivido] Seguíamos siendo jóvenes y queríamos olvidar. Queríamos dejar atrás las cosas tan terribles que habíamos sufrido. Nadie habla en Italia de la Segunda Guerra Mundial y, así, nadie recuerda”. El autor dice que durante su investigación para escribir la novela tropezó con “una especie de amnesia colectiva en lo concerniente a asuntos relacionados con Italia y los italianos después de la guerra”, amnesia, como se ve, escogida, dejando aflorar prejuicios y falsedades, no desmintiendo bulos, alimentando rencores, sin querer afrontar la realidad, echando tierra sobre tantos que merecen ser homenajeados, recordados, respetados.

   Mark Sullivan pone negro sobre blanco y da difusión (e inmortalidad) a la historia de una de estas personas, Pino Lella, un joven milanés que ayudó a escapar a muchos judíos a través de los Alpes, alguien que poco tiempo después (y por consejo/ruego de sus padres, queriendo evitar males mayores) se alistó en el ejército alemán y fue reclutado como chófer por Hans Leyers, un todopoderoso general que presumía de contacto muy directo con Hitler, el alemán más poderoso de Italia durante aquel periodo junto a Walter Rauff -jefe de la Gestapo-, alguien a quien se le dio muy bien (este sí, sin ningún tipo de nobles intenciones) borrar su rastro de la Historia, la que queda y permanece, la que se sustenta en documentos. Por momentos tal parece esta novela en la que lo más conseguido a mi juicio es el tono, la distancia que pone entre lo que cuenta y la mirada contemporánea, su manera a ratos aséptica de relatar sucesos estremecedores, su dejar espacio al lector (al que, las cosas como son, hay que convencer de poco -hablo, al menos, por mí mismo-), su afán por mostrar siempre que le es posible las dos caras de la moneda, por no dejar fuera ningún detalle que, aparentemente, pueda desequilibrar, tergiversar, manipular la lectura (y, por ende, la historia contada, la que debe adquirir la mayúscula sin rubor -concesiones novelísticas, dicho sea sin ningún tono peyorativo sólo como labor de escritura, al margen-), su deseo de acercarse lo más posible a lo sucedido y no quitar ni añadir nada personal. Mark Sullivan empezó escribiendo un libro claramente de no ficción, un ensayo, un reportaje, pero desechó la idea cuando se vio obligado a rellenar algunos huecos bien por la falta de documentos bien porque se encontraba con testimonios confusos o episodios que no se querían recordar (y a fuerza de sepultarlos/reprimirlos rebrotaban un tanto nebulosos) y, sin duda, esa idea inicial permanece en lo que algunos pueden tomar por frialdad, pero uno interpreta como acierto narrativo que diluye el posible maniqueísmo y dota a la novela de gran verosimilitud que estremece aún más (los personajes viven el momento, no tienen la perspectiva ni el conocimiento -o desconocimiento- de los lectores de ahora que anticipan circunstancias, tragedias, sucesos, el modo en que, por ejemplo, quedan al fondo y reducidos a la eufemística denominación de “campos de trabajo” lugares que siguen perturbando, sacudiendo y desgarrando con sólo ser nombrados provoca incontenibles escalofríos porque, a buen seguro, eso es lo que eran para tantos, esa era la escasa importancia que les daban, nadie hacía preguntas ni cuestionaba órdenes, viviendo su propia tragedia mucha gente ignoraba la de otros).

   Por más que, inevitablemente, Mark Sullvan recorre un camino bastante trillado en lo que a estructura, ambiente y momento histórico se refiere, aunque a uno le broten (no porque las copie, sino porque las evoca -o al menos a mí, supongo que dependerá de cada uno lo que se recuerde en cada página-) imágenes de El general de la Rovere o La vida es bella (el poderoso arranque: el modo en que se quiebra la aparente Arcadia, cómo hay que dar la vuelta a la cotidianidad en un segundo y no hay tiempo para plantearse dudas, se trata de sobrevivir), el autor consigue su propia voz a fuerza, como se ha dicho, de quedarse fuera, de no juzgar, de no intervenir, de exponer los hechos, de ceñirse a los personajes, de aprovechar el material que tiene en las manos y extraer excelentes resultados, de no glorificar más de lo debido, de mostrar las lógicas debilidades y si se quiere incongruencias de alguien que ni busca ser héroe ni se lo plantea, que actúa por impulso o porque le obligan a ello, que, como cualquiera, no se para a pensar en las consecuencias de sus actos, no se da o no tiene tiempo para ello. Lo fantástico del Pino Lella que Mark Sullivan nos lega es que para unos será un héroe, para otros un cobarde, habrá quien le llame aprovechado, habrá quien le considere avispado, algunos le admirarán, a buen seguro alguien le despreciará, yo me quedaría con que, sin ser consciente de ello del todo, es un superviviente nato, actúa por instinto, es fácil juzgar (y condenar) desde nuestra perspectiva, hay que verse en la encrucijada para saber cómo actuaríamos o dejaríamos de hacerlo por más que podamos tener (o así creerlo) unos valores muy arraigados, que un personaje despierte sentimientos tan encontrados como los expresados (así quedó demostrado en la reunión de blogueros) habla del logro del autor a la hora de dibujar/construir/reproducir una auténtica personalidad: con claroscuros, con indeterminaciones, con imperfecciones, con alma y corazón. Sólo por conocer a Pino Lella (y no es la única satisfacción que uno extrae de la lectura) merece la pena ponerse bajo un cielo escarlata por más amenazante que pueda parecer.

viernes, 4 de enero de 2019

...QUE HACE LO QUE LE VIENE EN GANA





   Como a tantas devociones literarias entre las que destaca y brillará siempre el maestro Umbral (no sólo por lo que le debo como lector, sino por aunar como pocos mis dos querencias fundamentales, la de siempre -leer- y la que descubrí con el tiempo pero anidaba en mi interior casi desde que tengo uso de razón hasta que abrí los ojos gracias a Luis Landero y la convertí en mi profesión), llegué a Carmen Posadas gracias a los periódicos (aquellas columnas de opinión que seguía con el mismo o mayor fervor que la serie que estuviese de moda, tantos artículos, las críticas de cine y libros, los reportajes, iba aprendiendo los diferentes géneros, estaba alimentando mi vocación sin ser muy consciente de ello). En realidad, la conocía gracias a estos (y a las revistas, por qué negarlo si también en sus páginas me fui forjando en estas diferentes facetas que ahora indico), sabía de su fundacional Yuppies, jet set, la movida y otras especies así como de su trayectoria como escritora infantil (eso es lo que me interesaba/interesa de ella por más que, a su pesar, recibiese más atención por su vida privada), pero nunca la había leído hasta que durante un mes (no podría precisar el año, tal vez 1988, sin embargo creo poder afirmar que fue durante enero) ocupó una especie de tronera, un recuadro, un suelto que Diario 16 publicaba en sus páginas de opinión y reservaba diariamente durante ese periodo para una misma firma invitada. Ahí empecé a gozar (y a sentirme conectado) con su fina ironía, con su crítica elegante, con su perspicacia, con su capacidad para retratar usos, costumbres, modos, maneras, tipos -y tipas-, para diseccionarlos en/con pocas palabras, con su humor soterrado y sutil, con su olfato y vista de lince para el detalle, para el hallazgo con el que enhebrar un texto y dotarlo de vida y personalidad (algo que sabe multiplicar a placer en sus novelas, dando a cada uno el espacio/tratamiento adecuado -lo veremos a continuación-). Y, las cosas como son, regocijado con estas breves pero sustanciosas muestras de talento debo confesar que quedé un tanto decepcionado cuando me zambullí en la obra antes citada (aquella que se subtitulaba Manual del perfecto arribista), me supo a poco, la encontré algo así como tibia y/o esquemática, fue de esas veces en que recordé a Gracián (algo que no suelo hacer, bien lo sufren los leales, cuando me desahogo en este ángulo oscuro del salón) porque extraje más disfrute y materia para reflexionar de unas cuantas líneas diarias que de todo un libro (simpático, sí, pero del que yo esperaba otra cosa -con lo que el problema fue mío, está muy claro, pero así quedó esa lectura registrada en mi memoria-).

   Sólo tuve que esperar unos pocos años para resarcirme de este pequeño chasco y jurarle adoración eterna, los suficientes para descubrir a la Carmen Posadas novelista, para tener el inmenso placer de entrevistarla tras haber devorado Cinco moscas azules, ese prodigio en que ya quedaban claras algunas de las características de su escritura de ficción: su gusto por la intriga, su continuado homenaje a la tía Agatha (notorio para un sobrino permanentemente admirado como quien suscribe, confirmado por ella en todas las conversaciones que hemos mantenido desde aquel ya lejano 1996), un humor que cuando es necesario se tiñe de negro, se vuelve descarnado, provoca carcajadas no sólo por su agudeza, no sólo por lo puramente hilarante sino también por su osadía, por su inconveniencia, por hurgar en la herida, pero nunca pierde la compostura, da los brochazos precisos pero opta casi en exclusiva por el pincel fino para que el trazo resulte sutil, mordaz, parezca imperceptible y así se perciba más profundamente (todo aquello que, no en vano, solemos resumir en la expresión “humor inglés”). Y, salvo alguna excepción que me sonroja (sobre todo porque, menos uno -La cinta roja-, tengo todos los títulos en mi biblioteca), no me he alejado de sus novelas, he seguido disfrutando, he aplaudido su versatilidad, he ido estrechando lazos de complicidad con esta magnífica escritora, lazos que he tenido el privilegio de hacer algo más íntimos gracias a su generosidad, al lujo de conversaciones distendidas y amistosas que, aunque muy espaciadas en el tiempo, han fraguado una a pesar de lo guadianesca sólida relación alimentada y sostenida por esa especial conexión que se produce entre lector y autora cuando, como ella misma escribió en la dedicatoria que difundiré dentro de poco a través de Instagram, se comparte un mismo modo de ver la vida. Nunca agradeceré lo suficiente a mi Pepa Muñoz que propiciase el reencuentro con Carmen gracias a una de esas tardes estupendas en torno a un libro con motivo de la aparición de La maestra de títeres ni a la editorial Espasa que posibilite y fomente estos cara a cara en los que celebrar la literatura, el noble acto de leer y/o escribir (según en qué lado estemos). Y antes de pasar a lo que ustedes están esperando, no puedo olvidarme de Marina, mi profesora de Producción Editorial, por permitirme hacer en dos días un examen que, previsto para otra fecha, se retrasó hasta coincidir fatídicamente con la que llevaba tiempo reservada para la ansiada nueva cita con la escritora (“conspiración” que también agradeció Carmen, sintiéndose muy halagada y muriéndose de risa cuando se enteró de la historia -e interesándose sinceramente por los trabajos que hasta el momento había hecho en clase, pequeñas hazañas que llevo guardadas en el móvil y muestro con el mismo orgullo -y proverbial pesadez- que emplean muchos progenitores para cantar las excelencias de sus hijos -esas que tantas veces sólo perciben ellos, por no decir imaginan-).

   Aunque tal vez debería reservarlo para el final, puesto que Carmen no tuvo reparos en empezar por ahí y lanzar la pregunta reclamando respuestas sinceras, diré que, de todas las que he leído, La maestra de títeres me parece su mejor novela, una narración de absoluta y pletórica madurez literaria, una conjunción de géneros medida al milímetro en la que nada chirría o desentona, una saga familiar que retrata con viveza y verismo emocionante para quien conoció uno o varios de los momentos retratados (o supo de ellos por los recuerdos de sus mayores, igual que la propia Carmen como en seguida veremos) parte de la historia, de la vida cotidiana, de este país desde los años 50 hasta la actualidad, un amplísimo abanico de personajes manejado con enorme soltura al más puro estilo galdosiano (autor al que regresó mientras preparaba su anterior novela, La hija de Cayetana -es otra de las que no he leído, perdón-), un conseguido homenaje a la obra y el autor que fueron su inspiración (y este es tan sólo uno de los varios retos que Carmen supera con la más alta calificación): “Todos los veranos aprovecho para leer alguno de esos novelones que no puedo leer el resto del año porque me paso la vida en trenes, aviones y tal. Así, le tocó el turno a “La feria de las vanidades”, uno de mis clásicos favoritos que llevaba tiempo queriendo releer, y así me reencontré con Becky Sharp, una mujer de familia muy humilde, sin apenas formación, tampoco es especialmente guapa, pero consigue convertirse en todo un personaje y triunfar en la corte inglesa. Gracias a ella, Thackeray hace un repaso de cómo era Inglaterra durante los 50 años que abarca la novela y me puse el reto de intentar escribir algo parecido, pero que transcurriese en España, por supuesto. Tuve claro desde el principio que alguien similar a aquella protagonista sólo podía serlo un personaje de las revistas del corazón: gente que vende su vida, el público la sigue como si fuese una novela por entregas y, encima, ganan mucho dinero, jajaja. Todo el mundo me pregunta si me he inspirado en Isabel Preysler y no niego que he tomado algunos elementos de ella, pero también hay algo de Tita Thyssen, de Carmen Lomana, de las Kardashian, una mezcla de ellas y otras, incluso hay cosas que he tomado directamente de mí: Beatriz llega a España en los años 70 y yo llegué un poquito antes, en el 65, pero tenemos prácticamente la misma edad. Así pude contar de primera mano esa sensación de llegar a un país extraño donde parece que todo el mundo habla de una manera rara, pero ellos te miran precisamente porque les parece que eres tú quien lo hace, intentas ser como los demás pero no puedes y ellos tampoco te dejan mucho… Mi intención era contar la historia de esta mujer, Beatriz, pero pensé que para comprenderla mejor tenía que remontarme a sus orígenes y por eso decidí contar la historia de su madre que, de algún modo, actúa como antagonista, ya que es todo lo contrario a su hija: idealista, comprometida, no es nada frívola, encima tiene la mala suerte de enamorarse de dos hombres lo cual es toda una complicación, porque eso queda muy bien en los boleros pero en la vida real es todo un lío”. La aparición de este personaje, Ina, sube la apuesta pero Carmen asalta la banca y, de ese modo, va contando la historia en tres tiempos, deconstruyendo la cronología, salpicando la novela de interrogantes (quién hizo qué, cómo se llegó a, cuándo paso qué) que divierten, sorprenden, atrapan, obligan (sin que suponga un esfuerzo) a seguir leyendo.

   Ina, la madre de Beatriz Calanda, la protagonista (aunque aquella no lo es menos por más que, ciertamente, actúe como antagonista o cuando menos como el envés de su hija), es el personaje favorito de Carmen “junto a Antonio, todo corazón, y a Yáñez de Hinojosa con el que me he divertido mucho y he querido hacer un homenaje directo a Galdós, lo encuentro un personaje muy de él”, en gran parte porque, al vivir un momento que ella no conoció, a tenido que recurrir a la memoria de quienes sí lo hicieron: “Hay muy pocas novelas que cuenten los años 50, me ayudó mucho, aunque transcurre en los 40, “La colmena”, sobre todo en lo que al Madrid más sórdido se refiere: las penurias, el hambre, no tener para comprar zapatos, el frío, eso no había cambiado mucho en la época que cuento aquí. Quería que la gente recordase conmigo o descubriese cosas, como yo misma al preguntar a las amigas de mi madre: así me enteré, por ejemplo, del funcionamiento del “Tontódromo”, que era tal cual lo narro”. Ese es el momento en que alguien le pregunta por qué Ina llega a España desde Bolivia y no desde Uruguay: “Para que no fuese tan obvio, jajaja, para que no pensaran que estaba contando mi vida; estuve dudando entre Perú y Bolivia, a veces pensé que fuese Chile, al final surgió así, así hablaban los personajes. Una cosa que trabajo mucho son los acentos, el modo en que habla la gente, he procurado que en la parte de los 50 se hable de un modo acorde con la época, muy diferente a la de los 70, no digamos al siglo XXI. ¿Quién dice ahora “chata”, por ejemplo? ¿O quién habla de “pollos” para referirse a los chicos?”. Al margen de sumergirse en la hemeroteca y de contrastar cada detalle con mimo buscando la mayor precisión, la máxima verdad, ha tenido un estupendo cómplice a la hora de insuflar aliento a su retrato, por momentos más cercano al naturalismo que al realismo, no digamos al costumbrismo que en sus manos adquiere un tono elegante y si se quiere distante por más que no ahorre sorna, convenientemente matizada y dosificada: “Rafael Ansón me ha servido de mucho para captar aquella época que no conocí, cómo era la ciudad, las gentes que se movían por ella, él se movía y se mueve por todo tipo de ambientes, me ha nutrido de pequeños detalles”. Elegancia y fineza (en el sentido de “delicadeza y primor” que recoge el DRAE) que están en la base, en el fondo, en la forma, en el contenido de todo lo que escribe Carmen Posadas, algo que, explica, le viene directamente por vía paterna: “Uruguay era muy snob en el momento en que estudié y o se era afrancesado o se era anglófilo, los dos bandos se detestaban entre sí. El caso es que mi familia era un poco a lo Montescos y Capuletos porque los Posadas tiraban a lo inglés y los Mañé a lo francés, había que tomar partido, elegí ser de papá, jajaja, por eso soy muy anglófila. Aunque mi madre hacía la guerra de guerrillas porque nos enseñó francés antes de que nos enviasen a un colegio inglés, fue mi primer idioma extranjero, luego borrado cuando empecé a estudiar inglés, a pesar de que conservo un buen acento con un vocabulario desastroso, eso sí, jajaja. De ahí me viene lo de ser muy inglesa en las formas y el estilo, además me siento muy identificada con una frase de Evelyn Waugh: “La mejor manera de hablar de las cosas serias es haciéndolo en broma”. Y es algo que aplico a lo que escribo”.

   Carmen se mueve como pez en el agua (y no lo oculta, nada más lejos de ella que la fatuidad o las pretensiones ridículas de falsa intelectualidad que algunos adoptan intentando ocultar sus carencias, vendiendo humo o trajes para emperadores) en géneros populares a los que dota de bríos contemporáneos, a los que rinde tributo como lectora agradecida, ahí está su ya citada querencia por Agatha Christie (¡Qué bien lo pasamos comentando en su día la divertidísima Invitación a un asesinato!), a la que aquí vuelve a rendir tributo demostrando cómo se puede confundir/equivocar/liar al lector sin hacer trampas (¡Viva El asesinato de Roger Ackroyd!) –“Toda novela debe tener un movimiento de rotación y otro de traslación: lo primero se refiere a que cada escena debe ser interesante en sí misma y, al mismo tiempo, hay que ir tirando para que la historia avance. La intriga es un hilo en suspensión que recorre toda la novela y mantiene en expectativa al lector”-, y, por supuesto, el pulso (que se salda en tablas, lo que ya es mucho frente al gigante tomado como referente) al gran folletín del XIX, ese microcosmos a lo Thackeray en el que todo tiene su sentido/juega el papel adecuado: “Al ser una novela de tantos personajes no podía seguir los hilos de todos porque entonces hubiese sido un tocho. Fue una de las cosas que más tuve que trabajar: el cierre adecuado de todas las historias, por eso hago un epílogo explicando algunas cosas que no aparecen, como los rótulos de muchas películas”. Cada uno tendrá sus momentos/personajes preferidos, no cabe duda, pero nadie se sentirá defraudado o le parecerá que algo queda incompleto (y en todo caso, le sugiero con un guiño cómplice y como un guante lanzado sin fuerza sobre la mesa por si lo quiere recoger, puede seguir saldando deudas con Galdós dando otras novelas a algunas de sus criaturas que aquí aparezcan poco o crea que aún tienen cosas que contar).

   Me ha costado mucho escribir sobre Beatriz Calanda porque es un personaje que puede resultar antipático y eso es algo muy arriesgado, por más que si lo pensamos los personajes más importantes de la literatura son seres deleznables: Otelo era un asesino y maltratador, el protagonista de “Lolita” es un pederasta, Scarlett O´Hara es frívola e incluso estúpida, la mayoría de los que podamos enumerar son muy reprobables. Pero actualmente no gustan estos personajes, se quieren buenos sentimientos, valores a seguir, cosas con las que confieso no puedo porque soy más de vieja escuela: me interesan los personajes con claroscuros, son los reales. Por eso digo que me costó tanto crear a Beatriz: tenía que contar cómo era, no dulcificarla, pero crear una empatía con el lector”. Y lo logra, aunque sea desde el no diré rechazo porque no llega a tanto pero sí cierta reconvención, cierto estupor por más que de un modo u otro conozcamos personas similares, el caso es que nos reímos tanto con ella (y de ella, no importa que Carmen no sea despiadada, no es necesario, ya ponemos los demás nuestras sensaciones) que, aunque nos resulte extraño, se nos hace muy simpática (aunque es comprensible que haya quien se sitúe en el extremo contrario), al igual que tantos y tantas que, sin que se tenga claro por qué, despiertan un interés extremo y de los que se habla como si viviesen en el piso de al lado: “Yo creo que el tema principal de la novela es la verdad: siempre he pensado, centrándome en los personajes de la prensa del corazón, que sabemos qué pie calzan, cómo se llaman sus hijos, qué desayunan, pero se han inventado su vida y, en realidad, no sabemos nada sobre ellos. Vivimos en un mundo hiperinformado pero lo que se consigue es crear más confusión, “la verdad no existe, se fabrica”, como digo en la novela”. Pues a uno sólo le queda decir que el modo en que Carmen Posadas fabrica sus novelas deja sin aliento y con ganas de seguir leyéndola, la verdad.