domingo, 29 de septiembre de 2019

UN DEDO EN LOS LABIOS





   Aunque es una frase que puede encontrarse atribuida a varios escritores, puesto que la primera vez que la escuché/leí lo era al maestro García Márquez, es a quien siempre evoco cuando cito aquello de que “uno escribe para que le quieran”; considero, ya lo he contado muchas veces, a este blog como lo que su título anuncia, un ángulo oscuro del salón en el que refugiarme/esconderme, un rincón donde sentirme a salvo y reflexionar/tomar nota/añorar/dar cuenta de lecturas, sobre todo de sensaciones provocadas o despertadas/recuperadas, escribo para mí, no sé si como alivio o terapia, en parte para seguir llamándome periodista (por el talante con que abordo cada texto y, sobre todo, cada encuentro o entrevista), llegué aquí huyendo del desahucio y hasta de mí mismo (del que había tenido que ser), pero se ha transformado en algo que necesito y echo de menos cuando no puedo atenderlo con la asiduidad que me gustaría, escribo para comunicarme, para conectar con otros lectores (sí, es algo contradictorio con el hecho de que en un momento dado cancelase la opción de poder dejar comentarios en la página, pero en aquel funesto episodio que concluyó con esa decisión la mediocridad mental y espiritual de algunos y, sobre todo, algunas -para que se den por aludidas y señaladas- salpicó a los autores de cuya obra se habla y eso no lo voy a consentir jamás, al menos en un lugar que puedo considerar propio), en lo más profundo escribo para mí, como tantas veces, para explicarme algunas cosas (o intentarlo), tengo la fortuna de que interesan a otros, hay palabras que me guardo, dolores privados, angustias que no exhibo, disonancias anímicas que preservo, tal vez porque no encuentran el cauce adecuado, un poco por miedo a las consecuencias de exhibirlas, un mucho por pudor, en parte por el convencimiento de que algunas veces es mejor guardar silencio (o escribir un diario de verdad, es decir, algo personal que se guarda a buen recaudo -remarco lo de “de verdad” porque hay quien luego publica lo que así llama (“diario”), pero dice que ha retocado, reescrito, censurado, cada uno publica lo que considera, faltaría más, pero que dejen claro que están haciendo literatura, por más que honesta que sea, que se pervierte la intimidad del género, que se altera sensiblemente su propia condición, que lo que se pone ante los ojos de los demás está medido/pensado/maquillado-).

   La protagonista/narradora de Me quedo aquí, la novela de Marco Balzano que, con traducción de Montse Triviño, Duomo lanzó en nuestro país a finales de agosto como pistoletazo de salida de la temporada, escribe a la hija que no está, a la hija que se alejó, a la hija que perdió, es su modo de sentirla cerca, de tenerla presente, de dar salida a su pesar, a su nostalgia, a su rencor, la convierte en confidente, en interlocutora muda, en receptora, “creía que el mayor saber, sobre todo para las mujeres, eran las palabras. Hechos, historias, fantasías…, lo que contaba era desearlas y atesorarlas, para cuando la vida se complicaba o se volvía estéril. Creía que las palabras podrían salvarme”. Trina, maestra absolutamente vocacional, buscará siempre ese poder sanador, iluminador, liberador de las palabras, no dejará de enseñarlas a quien quiera conocerlas/pueda necesitarlas, como herramienta, como soporte, como conocimiento, como defensa, así lo hará tanto con los alumnos encomendados/protegidos de la primera parte de la novela como con aquellos que se convertirán en tales durante la guerra y posguerra, incluido su propio marido, Erich, a quien, como al resto de habitantes de la zona (Curon, perteneciente a la provincia de Bolzano, muy al norte de Italia -el Tirol del Sur-, casi tocando Austria, lugar anegado por las aguas de las que apenas emerge el campanario de la iglesia tal y como puede verse en la portada del libro), los fascistas han prohibido hablar en alemán (la acción comienza en 1923), les arrebatan su idioma, la lengua con que se comunican y relacionan desde hace muchos años. Y cuando tuvimos la feliz oportunidad de conversar con el autor durante su visita a España hace un par de semanas, en un acto que también sirvió para celebrar los primeros diez años (porque vendrán muchos más) de la editorial Duomo, junto a mi Pepa Muñoz y algunos de los compañeros lectores habituales (momento que, por diversas razones, nunca olvidaré, una de esas epifanías que uno gusta experimentar y atesorar pero que no deben ser expuestas), Marco Balzano nos explicó que, más allá de otras consideraciones (en las que en seguida abundamos), el motor de Me quedo aquí fue precisamente ese, no sólo en lo obvio sino en lo más esencial, en la manera de articular y dar vida literaria a los hechos reales de que partió: “La idea fue escribir una novela sobre las palabras, en parte porque “parole”, como decimos en italiano, viene de la griega que significa “parábola” y me gustaba esa visión de que mis palabras hacen una parábola y llegan a ti, si alguna no hace ese efecto es una palabra vacua, el uso de las palabras indica dos personas. En esta historia, la protagonista descubre que su única posibilidad son las palabras, que creo firmemente es una condición que compartimos todos, al final es lo que nos queda”.

   Incluso, como en un momento dado le sucede a la protagonista, para rechazarlas, para tacharlas, para suprimirlas, para quemarlas, para negarlas, para romper los papeles en que han sido escritas, revolverse contra ellas y dejar constancia de que se ocultan/eliminan hace patente el vacío, el espacio en blanco, las palabras que llegan tarde, las que saben amargas, las que no se quiere (o ya no se sabe) pronunciar, las que, aunque no se lancen, aunque se rumien, aunque se sepulten, poseen un destinatario (lo que ha indicado el escritor en el párrafo anterior): “Las palabras no podían derribar los muros que había levantado el silencio. Hablaban solo de cosas que ya no existían. Era mejor que no quedara rastro de ellas”. Por eso, en un momento dado, Trina opta por tomar distancia, por exponer, por nadar sin mojarse el alma aunque la lleva empapada, calada, tan sumergida en la desolación como pronto lo estará el lugar que fue su hogar y el de su familia (como ya lo está cuando ella escribe), sigue escribiendo para la hija que desapareció, pero como el mismo distanciamiento que lo haría con un extraño, lo que en el fondo es: “No, no te mereces saber nada de esos días de oscuridad. No te mereces saber las veces que hemos gritado tu nombre. Ni las veces que hemos creído, ilusionados, estar en el buen camino. Es una historia que no vale la pena revivir con palabras. Pero sí te hablaré de nuestra vida, de nuestra supervivencia. Te contaré lo que sucedió aquí en Curon. En el pueblo que no ya no existe”. Es un cambio muy sutil pero sustancial el que Balzano lleva a cabo cuando apenas ha transcurrido un tercio de la novela, el tono permanece inalterable, es un prodigio de contención, pero las sombras se enseñorean del conjunto, aun enmudecido y reservado, el dolor está latente en cada párrafo, las palabras laceran en su austeridad, en su despojamiento, en su fría constatación de los hechos, si desde el principio nos acompaña un estremecimiento que a veces estalla en convulsión (no importa que conozcamos lo que sucedió, al contrario, eso agudiza los efectos devastadores), a partir de ese momento el sudor (y la tensión y el terror) se nos congela en la espalda, el modo en que Trina va desgranando tragedias con suma naturalidad, engarzándolas sin piedad, empleando un lenguaje de lo más aséptico y (en apariencia) impersonal, perturba y estruja las entrañas al modo en que lo consiguiese Joan Didion en El año del pensamiento mágico (si bien Balzano se permite algunos asomos/destellos de humanidad, su personaje no puede evitar latidos del corazón que Didion no se consentía ante la terrible amenaza de morir de pena si la dejaba expresarse), cuando lo que debería ser excepcional (y evitable) pasa a ser cotidiano (“normal”, como tanto se dice), no es necesario incidir en lo que todo el mundo conoce/sufre: “El dolor se convierte en una especie de niebla. Algo familiar y al mismo tiempo clandestino de lo que no se habla nunca”.

   Después de que lo haya hecho Trina, dejemos que hable su creador y nos cuenta cómo se fue fraguando la novela: “Hace cosa de dos años, estuvimos en Curon y mi hija pequeña, que entonces tenía tres años y se llama Caterina, por eso la protagonista se llama Trina, que es el diminutivo. Cuando la niña vio el campanario sumergido tal y como aparece en la portada del libro, me preguntó qué era eso y yo respondí que era un lugar de destrucción. Con la capacidad que tienen los niños de corta edad para hacer preguntas existenciales, la niña me miró y dijo “¿qué es la destrucción?”, me resultó muy difícil encontrar respuesta y por eso pensé en escribir un libro”. Y el escenario trajo todo lo demás: “Al principio, tenía la intención de contar sólo lo relativo a la construcción del embalse, pero me fue imposible no trasladar al papel todos los elementos que rodeaban la historia y la completaban: las fronteras, la guerra, Hitler, el Tirol del sur. De hecho, lo del embalse ocupa sólo la parte final del libro y la historia arranca antes, se habla de la guerra y sus antecedentes, me interesaba mucho contarlos: Trina se convierte en una maestra clandestina que oculta a los niños en sótanos o catacumbas para enseñarles una lengua de la que se les había desposeído, al pueblo se le prohíbe ir a la escuela, hablar, incluso trabajar, algo terrible”. Tanto padecen, tanto temen/odian a los fascistas que los habitantes del lugar adoptan una postura insólita (o que se ignora, no en el sentido de no saber sino en el de dejar a un lado) cuando se cuenta esta parte de la Historia, habla Trina de nuevo: “El fascismo parecía haber existido desde siempre. (…) Nos habíamos acostumbrado a no ser nosotros mismos. Nuestra rabia aumentaba, pero los días pasaban muy deprisa y la necesidad de sobrevivir la convertía en algo endeble, debilitado. Nuestra rabia se parecía cada vez más a la melancolía: no explotaba nunca. Depositar nuestras esperanzas en Adolf Hitler era la verdadera rebelión”. Acaba de aparecer otra palabra clave para el autor, “sobrevivir”, aunque él prefiera utilizar un sinónimo para, así, seguir dando a las palabras el valor que desea: “El libro en italiano se titula “Resto qui” y ese verbo, “restare”, tiene la misma raíz que “resistire”, “resistencia”: se trata de la historia de alguien común, como cualquiera de nosotros, que en todo momento se ve obligada a hacerlo y descubre que el único modo de resistir se encuentra en las palabras, con ellas combate”.

   Y son esas palabras, sencillas pero directas, contenidas pero contundentes, medidas pero certeras, las que están consiguiendo que la novela esté convenciendo de una manera casi unánime a crítica y público, a jurados prestigiosos (ha obtenido el premio Asti d´Appello y el Bagutta) y a lectores de lugares muy lejanos a aquel en que transcurre la historia (y la Historia, no me resisto a hacer ese juego una vez más): “No hay que generalizar, pero desde que se publicó el libro me llegan cartas de Turquía, de China, de muchas partes del mundo, contando casos similares [en nuestra conversación salen algunos ejemplos españoles], creo que conviene ir uno a uno y verlos de manera individual: el mero hecho de construir un embalse no es algo que tenga connotaciones negativas porque en muchos lugares se ofrece una recompensa monetaria a los afectados. Lo particular de lo que cuento en la novela es que, en un periodo democrático, se recurre a la violencia para expulsar a los habitantes del lugar y poder construir el embalse”. Sin soflamas ni arengas, dando voz a, como él mismo ha dicho, una mujer como cualquiera (si bien es cierto que admirable e incluso heroica en su empeño y desempeño por no rendirse), Marco Balzano ventea el silencio que sigue rodeando a tantos episodios bélicos (pre y post) que, al no ponerse en claro, al no narrarse, al no afrontarse de una vez, no dejan de supurar, de gangrenarse, de estrechar complicidades (la ignorancia no es un eximente: hay que hacer preguntas y no conformarse con lo que se da por sabido/superado), es algo que denuncia sin ambages en la novela el personaje de Erich: “La gente con un dedo en los labios permite, día a día, que el horror avance”. No es necesario excederse ni, permítaseme la imagen un tanto tremendista, sacar la artillería pesada, basta con llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos ni elipsis, algo que hace con brillantez Marco Balzano.

jueves, 26 de septiembre de 2019

OLOR Y SABOR A VIOLETAS





   La memoria es un tanto tramposa porque, aún conservando con fidelidad lo que experimentamos, lo que vimos/vivimos, lo que sucedió, tiende a remontar la historia, siempre altera algo, especialmente en lo que a las obras de arte se refiere, en el sentido de que las reconstruimos a través de las emociones nacidas/sentidas, hablamos de algo que pasó hace mucho tiempo (la lectura, el visionado) y por más que seamos capaces de reproducir literalmente algunas palabras y/o acciones, hay otras que, sin mala intención, sin ánimo de tergiversar/confundir, vamos distorsionando, alterando, enriqueciendo y hasta reescribiendo por completo. Este es el motivo principal por el que me gusta señalar cuando hablo de memoria, dejar claro que son recuerdos, que no he podido revisar recientemente aquello a lo que me refiero, volver a ver la película, consultar el libro, no es la primera vez que me quedo pasmado cuando compruebo que aquella secuencia que me marcó, que me divirtió, inquietó, impactó, sobrecogió o lo que me sucediese durante la proyección ha pasado por mi particular sala de montaje y, manteniendo su sentido/contenido, su intención, sus valores, estando ahí todo aquello que me ha llevado a grabarla en mi corazón de un modo concreto, no es exactamente igual a cómo la recordaba (e incluso a cómo se la he narrado/explicado/evocado a otros), aquel primer plano no existe, el encuadre de cámara no se corresponde con mi digamos storyboard, hay claras diferencias entre lo que se ve en pantalla y los fotogramas que, hasta ese momento así lo pensaba, conservaba intactos en la retina (del mismo modo, hay otros que reproduzco en su integridad). También con los libros me ha sucedido algo similar, más en el sentido de olvidar/mezclar tramas, confundir algún personaje, añadir cosecha propia, en definitiva, regresar anímicamente (y eso, como diría Tennyson, permanece, no hay equívoco posible, es el contenido del almario de cada uno) al recuerdo conservado (que tal vez necesite una restauración más o menos exhaustiva), pero no a la obra que lo provocó (no pretendo generalizar ni resultar frustrante, cuento aquello que a veces me ha pasado, aunque eso ni invalida ni merma las sensaciones atesoradas, simplemente se revalidan, crecen, tal vez cambien en algún aspecto, incluso que den un giro de 180 grados, pero ahí siguen de un modo u otro).

   Viene todo esto a cuento (o no, pero ya saben los leales que es casi inevitable que el exordio de cada texto sea/se haga largo -perdón- y a veces sólo vea yo la conexión entre uno y otro -aunque hoy, en seguida lo verán, he partido del título por más que aún no lo haya demostrado-) porque antes de sentarme frente al teclado y la pantalla repasaba un par de frases que anoté durante la lectura, una la utilicé no hace mucho en Instagram (un breve párrafo en realidad), sé por qué me llamaron la atención y me apoderé de ambas, seguro que las citaré más o menos literalmente cuando recomiende la novela aquí y allá (o en cualquier conversación en que resulten propicias y, de paso, reconoceré a su autora y animaré a que la lean), así permanecerá en mi ánimo Flor de sal de Susana López Rubio (recientemente publicada por Espasa), ese será el sentimiento predominante aunque describa muy poco de lo mucho que la narración contiene, novela que reúne y aúna con inusitado vigor diferentes géneros y ha superado en mucho las expectativas de este lector precisamente por ese carácter caleidoscópico, porque rehúye las etiquetas, porque puede leerse como historia romántica, como novela de aventuras, sin duda como perteneciente al género histórico (con toda la amplitud que el propio término conlleva, desde El nombre de la rosa a, por ejemplo, El general en su laberinto, con esa denominación tan sólo hacemos referencia al contexto, al punto de partida, las posibilidades son infinitas, todo depende del tratamiento, del tono, del estilo, de la inspiración del autor, de sus propósitos), lo cierto es que tendemos a pensar en los géneros como compartimientos estancos (los hay que así lo pretenden, sobre todo lectores que, basta con ver lo que sueltan por las redes -o mejor no-, están a un paso de transmutar en Annie Wilkes -si no lo son ya y hasta enarbolan un mazo con claras intenciones homicidas-, dictan a los autores aquello que quieren leer, no les saques de su esquematismo porque se pierden y montan en cólera) pero, por más que alguno predomine sobre los otros o que existan fabulosos ejemplos de pureza, títulos que son por derecho propio cánones/clásicos de este o aquel, lo cierto es que los géneros se mezclan casi por antonomasia, una de las mayores intenciones de Victor Hugo, si no la máxima (además de alcanzar la inmortalidad, lo que sin duda consiguió), a la hora de escribir Los miserables era la de trascender, la de instruir, debatir ideas, rendir cuentas con el pasado (aún reciente en su caso), eso sin olvidar (aunque detenga la acción para recrear lo sucedido en Waterloo) tanto la persecución obsesiva de Javert como las historias de amor que se entrecruzan, en general cualquiera de las grandes novelas del XIX (esas a las que tanto me remonto, a las que tanto debo/agradezco, esas que hoy en concreto son de lo más pertinente, ahora vamos con ello) son una magnífica mezcolanza de géneros que aglutinamos bajo el término “folletín”, al que no hay que tenerle ni miedo ni pudor, sí al mal uso del mismo o al tono peyorativo con que algunos lo escupen (vuelvo, también porque la ocasión lo propicia, a uno de mis temas más recurrentes -en dura pugna con alabar y analizar la estructura de la novela que toque, el resto del grupo se inquieta cuando no lo hago porque piensan que no me ha gustado-).

   La memoria es, además, caprichosa, en parte ya ha sido apuntado, mantiene nítidos, frescos, pletóricos de detalles, recupera con suma facilidad datos (por usar un término que unifique todo lo que se atesora) que hasta ese momento en que rebrotan no éramos conscientes de haber retenido, del mismo modo nos niega el acceso a información (sirve lo dicho para “datos”) que sabemos estuvo ahí en algún momento, que creíamos estaba disponible, pero nos vemos incapaces de retenerla, se escapa, se pierde entre brumas, puede que desaparezca sin dejar ni el más mínimo rastro, que incluso se la neguemos a alguien que nos la recuerda, sin duda la que se demuestra más efectiva y duradera es la memoria sensitiva, esa de la que Proust hizo máximo alarde y transformó en obra de arte, es imposible resistirse al poder evocador (y arrasador, no hay quien lo contenga) de determinados olores y/o sabores, ahí tenemos la famosísima magdalena, ahí está el cocido que cada sábado preparaba la abuela (con los garbanzos en remojo desde el viernes, por eso su aroma me hace pensar en la emoción ante el fin de semana, en horas de ocio, en el Un, dos, tres, en Anillos de oro, en libertad), cada uno incorporará a la lista los suyos, aunque sea por un pequeño detalle con el que Susana retrata a uno de sus personajes (igual que hace con todos los que tienen importancia aunque su aparición sea breve), para mí Flor de sal tendrá siempre olor y sabor a violeta, a esos riquísimos caramelos que, aún hoy, pueden adquirirse en el mismo establecimiento de la Plaza de Canalejas de Madrid que se cita en la novela, caramelos que me hacen añorar a la bondadosa tía Pilar, caramelos con los que actualmente me deleito gracias a un regalo de mi querida Yolanda Rocha, caramelos que incorporé a la lectura (y lo demostré en Instagram) y que, no podía ser de otro modo, también son de los preferidos de la escritora (de no ser así no hubiera aparecido, ya que son los caramelos más injustamente valorados de la historia -la gran mayoría de mis compañeros de colegio los despreciaban diciendo que eran para las abuelas y, sí, a ella también le gustaban-). Pero, vuelvo a lo que verdaderamente importa, Flor de sal, lo que su lectura proporciona y consigue, excede en mucho el reduccionismo a que parecemos condenarla reduciéndola a unas frases o una evocación particular, por más que esa facilidad para penetrar en el corazón de los lectores, ese tocar con sensibilidad fibras muy íntimas sea una de las máximas virtudes de la escritura de Susana López Rubio.

   La escritora madrileña se ha forjado/curtido en el mundo del guion (tras su brillante trabajo en El tiempo entre costuras está enfrascada en estos momentos en el rodaje de La templanza), uno de sus grandes hitos fue la creación de Acacias 38 (de la que hoy mismo se ha emitido el capítulo 1106), conoce estupendamente los resortes y recursos del folletín, ni lo oculta ni lo disimula, lo dice expresamente al citar las influencias dickensianas de su primera novela, El Encanto, hace aquí lo mismo con Galdós (en un momento lo explico), pero su olfato narrativo está muy despierto para evitar, por un lado, los trucos manidos y, por otro, los posibles vicios de guionista (aunque si no cae en ellos cuando desempeña esa tarea, ¿cómo iban a aparecer aquí?): “Escribir novelas es muy diferente a escribir guiones, no sólo porque en estos está todo muy medido e incluso hay elementos que vienen dados, sino porque cada lector imagina su propia película y, además, tengo toda la libertad del mundo, puedo desquitarme de las restricciones que marca producción, sobre todo cuando la acción transcurre en otras épocas”. Y se nota, para bien, que ha escrito como novelista, puesto que la novela arranca en el Madrid de 1912 para viajar después a Bolivia, más en concreto a Potosí, y si afinamos del todo, de acuerdo con el título, a Uyuni, escenario natural (el de su salar) que, puede decirse, reclamó a gritos su (destacado) papel (va a influir en las personalidades de los personajes, va a definirlas, va a alterarlas), se le impuso a Susana cuando lo visitó: “El escenario fue lo primero que llegó, en cuanto lo conocí no tuve duda de que ahí estaba el germen de la novela, es un momento capital cuando Julieta se mira en el espejo natural más grande del mundo y descubre quién es realmente. El caso es que son cosas inconscientes que se quedan ahí y un buen día brotan, igual que Sor Ajo que, sólo cuando he hablado con algunos lectores, he sido consciente de que ha salido de Galdós, de “Fortunata y Jacinta” en concreto”. Pues aclarado queda lo de traer a don Benito a colación, algo que la autora compartió con los concurrentes durante uno de nuestros encuentros organizados por mi Pepa Muñoz en Casa del Libro de Gran Vía, pero no fue lo único que dijo sobre uno de nuestros personajes favoritos, ahí sí se aprecia su sabiduría como guionista porque sabe dosificar su presencia, concederle momentos fantásticos muy bien diseminados, pero contener su fuerza arrolladora para que el rumbo de la narración no se pierda: “Eso pasa mucho en las series: los secundarios se comen con patatas a los protagonistas, es algo inevitable la mayoría de las veces y lo he notado al escribir sus diálogos, los he disfrutado, también me ha pasado con Inés y con Adela, porque me identifico con ella, con los villanos en general, reconozco que tiene mucho de mí, jajaja. El caso es que también conecto con el padre, ya digo que los malos me tiran, a pesar de todo no hay que olvidar que es él quien la hace aventurera e independiente, le enseña que las hormigas siempre encuentran una salida y escapan”.

   Flor de sal es también una declaración de amor (¡Cómo no!) a la literatura, a la lectura, a los libros, hay una historia hermosa y triste (como tanto me gusta decir, no es un oxímoron, ya lo verán) en torno a unas páginas arrancadas, la protagonista es una lectora voraz, en gran parte para escapar, recupera en su vida nombres de personajes de Julio Verne, también en su ópera prima hubo guiños similares: “La literatura se me cuela siempre porque es algo natural, leo todo lo que puedo, aparece en cualquier detalle incluso sin ser consciente de ello”. El gusto y cuidado por los detalles es otra de sus señas de identidad, es otro de los motivos (como lo sucedido a un servidor con los caramelos de violeta) por los que uno se siente muy bien acogido, porque la verosimilitud es completa, no sólo en recreación/ambientación, en hechos históricos mezclados con ficción, en el uso que hace de personajes reales, sino en las emociones, en las pasiones, en los comportamientos de sus personajes, en el viaje completo que hacemos con/gracias a  sus palabras, temporal y personal, fruto, en gran parte, de una documentación exhaustiva en la que no se deja nada al azar: “Soy una apasionada de la documentación, leo todo lo que cae en mis manos cuando estoy escribiendo sobre algo y, al final, hay mil detalles que aparecen, que se integran de forma natural y así los cuento”. Y así es también cómo narra, con enorme naturalidad, encadenando una escena con la siguiente sin estridencias ni esfuerzo (notorio, sin duda hay mucho detrás para conseguir esa fluidez), capturando al lector, creando conflictos arrebatadores, utilizando con audacia y pertinencia elementos de la novela de espionaje, sabiendo, como se dice en el argot, planificar y preparar la escena: “Todo lo que evito en mi vida diaria aparece en lo que escribo, creo que por eso tiendo tanto a los conflictos, jajaja, sean del tipo que sean. Aunque eso es algo que tal vez me venga muy marcado por los guiones, creo que lo fundamental en la literatura es no aburrir”. Y Susana lo hace, lo logra, es marca de la casa, alguien de quien tomar ejemplo, por eso es mejor que ponga ahora el punto y final, ya sé que no les he contado nada sobre la novela, en parte porque me gusta que sean ustedes los que la descubran, en parte para no dejarme llevar por el entusiasmo y contar más de lo debido (por ejemplo, el porqué del título, su explicación, pura belleza), en parte porque voy a coger un caramelo de violeta para seguir pensando en esa estupenda frase que anoté y que, lo que son las cosas, ayer mismo pude espetarle a alguien: “Ningún libro merece ser reducido a cenizas por culpa de un corazón despechado”. Lo que Flor de sal merece es que muchos corazones latan a su compás y se unan al que, indudable y felizmente, Susana López Rubio ha dejado impreso en sus páginas.