Aunque es una frase que puede encontrarse atribuida a varios escritores,
puesto que la primera vez que la escuché/leí lo era al maestro García Márquez,
es a quien siempre evoco cuando cito aquello de que “uno escribe para que le
quieran”; considero, ya lo he contado muchas veces, a este blog como lo que su
título anuncia, un ángulo oscuro del salón en el que refugiarme/esconderme, un
rincón donde sentirme a salvo y reflexionar/tomar nota/añorar/dar cuenta de
lecturas, sobre todo de sensaciones provocadas o despertadas/recuperadas,
escribo para mí, no sé si como alivio o terapia, en parte para seguir
llamándome periodista (por el talante con que abordo cada texto y, sobre todo,
cada encuentro o entrevista), llegué aquí huyendo del desahucio y hasta de mí
mismo (del que había tenido que ser), pero se ha transformado en algo que
necesito y echo de menos cuando no puedo atenderlo con la asiduidad que me
gustaría, escribo para comunicarme, para conectar con otros lectores (sí, es
algo contradictorio con el hecho de que en un momento dado cancelase la opción
de poder dejar comentarios en la página, pero en aquel funesto episodio que
concluyó con esa decisión la mediocridad mental y espiritual de algunos y,
sobre todo, algunas -para que se den por aludidas y señaladas- salpicó a los
autores de cuya obra se habla y eso no lo voy a consentir jamás, al menos en un
lugar que puedo considerar propio), en lo más profundo escribo para mí, como
tantas veces, para explicarme algunas cosas (o intentarlo), tengo la fortuna de
que interesan a otros, hay palabras que me guardo, dolores privados, angustias que
no exhibo, disonancias anímicas que preservo, tal vez porque no encuentran el
cauce adecuado, un poco por miedo a las consecuencias de exhibirlas, un mucho
por pudor, en parte por el convencimiento de que algunas veces es mejor guardar
silencio (o escribir un diario de verdad, es decir, algo personal que se guarda
a buen recaudo -remarco lo de “de verdad” porque hay quien luego publica lo que
así llama (“diario”), pero dice que ha retocado, reescrito, censurado, cada uno
publica lo que considera, faltaría más, pero que dejen claro que están haciendo
literatura, por más que honesta que sea, que se pervierte la intimidad del
género, que se altera sensiblemente su propia condición, que lo que se pone
ante los ojos de los demás está medido/pensado/maquillado-).
La protagonista/narradora de Me quedo aquí, la novela de Marco
Balzano que, con traducción de Montse Triviño, Duomo lanzó en nuestro país a
finales de agosto como pistoletazo de salida de la temporada, escribe a la hija
que no está, a la hija que se alejó, a la hija que perdió, es su modo de
sentirla cerca, de tenerla presente, de dar salida a su pesar, a su nostalgia,
a su rencor, la convierte en confidente, en interlocutora muda, en receptora, “creía
que el mayor saber, sobre todo para las mujeres, eran las palabras. Hechos,
historias, fantasías…, lo que contaba era desearlas y atesorarlas, para cuando
la vida se complicaba o se volvía estéril. Creía que las palabras podrían
salvarme”. Trina, maestra absolutamente vocacional, buscará siempre ese
poder sanador, iluminador, liberador de las palabras, no dejará de enseñarlas a
quien quiera conocerlas/pueda necesitarlas, como herramienta, como soporte,
como conocimiento, como defensa, así lo hará tanto con los alumnos encomendados/protegidos
de la primera parte de la novela como con aquellos que se convertirán en tales durante
la guerra y posguerra, incluido su propio marido, Erich, a quien, como al resto
de habitantes de la zona (Curon, perteneciente a la provincia de Bolzano, muy
al norte de Italia -el Tirol del Sur-, casi tocando Austria, lugar anegado por las
aguas de las que apenas emerge el campanario de la iglesia tal y como puede
verse en la portada del libro), los fascistas han prohibido hablar en alemán (la
acción comienza en 1923), les arrebatan su idioma, la lengua con que se
comunican y relacionan desde hace muchos años. Y cuando tuvimos la feliz oportunidad
de conversar con el autor durante su visita a España hace un par de semanas, en
un acto que también sirvió para celebrar los primeros diez años (porque vendrán
muchos más) de la editorial Duomo, junto a mi Pepa Muñoz y algunos de los
compañeros lectores habituales (momento que, por diversas razones, nunca
olvidaré, una de esas epifanías que uno gusta experimentar y atesorar pero que
no deben ser expuestas), Marco Balzano nos explicó que, más allá de otras
consideraciones (en las que en seguida abundamos), el motor de Me quedo aquí
fue precisamente ese, no sólo en lo obvio sino en lo más esencial, en la
manera de articular y dar vida literaria a los hechos reales de que partió: “La
idea fue escribir una novela sobre las palabras, en parte porque “parole”, como
decimos en italiano, viene de la griega que significa “parábola” y me gustaba
esa visión de que mis palabras hacen una parábola y llegan a ti, si alguna no
hace ese efecto es una palabra vacua, el uso de las palabras indica dos
personas. En esta historia, la protagonista descubre que su única posibilidad
son las palabras, que creo firmemente es una condición que compartimos todos,
al final es lo que nos queda”.
Incluso, como en un momento dado le sucede a la protagonista, para rechazarlas,
para tacharlas, para suprimirlas, para quemarlas, para negarlas, para romper
los papeles en que han sido escritas, revolverse contra ellas y dejar
constancia de que se ocultan/eliminan hace patente el vacío, el espacio en blanco,
las palabras que llegan tarde, las que saben amargas, las que no se quiere (o
ya no se sabe) pronunciar, las que, aunque no se lancen, aunque se rumien,
aunque se sepulten, poseen un destinatario (lo que ha indicado el escritor en
el párrafo anterior): “Las palabras no podían derribar los muros que había
levantado el silencio. Hablaban solo de cosas que ya no existían. Era mejor que
no quedara rastro de ellas”. Por eso, en un momento dado, Trina opta por
tomar distancia, por exponer, por nadar sin mojarse el alma aunque la lleva
empapada, calada, tan sumergida en la desolación como pronto lo estará el lugar
que fue su hogar y el de su familia (como ya lo está cuando ella escribe),
sigue escribiendo para la hija que desapareció, pero como el mismo
distanciamiento que lo haría con un extraño, lo que en el fondo es: “No, no
te mereces saber nada de esos días de oscuridad. No te mereces saber las veces
que hemos gritado tu nombre. Ni las veces que hemos creído, ilusionados, estar
en el buen camino. Es una historia que no vale la pena revivir con palabras. Pero
sí te hablaré de nuestra vida, de nuestra supervivencia. Te contaré lo que sucedió
aquí en Curon. En el pueblo que no ya no existe”. Es un cambio muy sutil
pero sustancial el que Balzano lleva a cabo cuando apenas ha transcurrido un
tercio de la novela, el tono permanece inalterable, es un prodigio de
contención, pero las sombras se enseñorean del conjunto, aun enmudecido y
reservado, el dolor está latente en cada párrafo, las palabras laceran en su austeridad,
en su despojamiento, en su fría constatación de los hechos, si desde el
principio nos acompaña un estremecimiento que a veces estalla en convulsión (no
importa que conozcamos lo que sucedió, al contrario, eso agudiza los efectos
devastadores), a partir de ese momento el sudor (y la tensión y el terror) se
nos congela en la espalda, el modo en que Trina va desgranando tragedias con
suma naturalidad, engarzándolas sin piedad, empleando un lenguaje de lo más aséptico
y (en apariencia) impersonal, perturba y estruja las entrañas al modo en que lo
consiguiese Joan Didion en El año del pensamiento mágico (si bien Balzano
se permite algunos asomos/destellos de humanidad, su personaje no puede evitar
latidos del corazón que Didion no se consentía ante la terrible amenaza de
morir de pena si la dejaba expresarse), cuando lo que debería ser excepcional (y
evitable) pasa a ser cotidiano (“normal”, como tanto se dice), no es necesario
incidir en lo que todo el mundo conoce/sufre: “El dolor se convierte en una
especie de niebla. Algo familiar y al mismo tiempo clandestino de lo que no se
habla nunca”.
Después de que lo haya hecho Trina, dejemos que hable su creador y nos
cuenta cómo se fue fraguando la novela: “Hace cosa de dos años, estuvimos en
Curon y mi hija pequeña, que entonces tenía tres años y se llama Caterina, por
eso la protagonista se llama Trina, que es el diminutivo. Cuando la niña vio el
campanario sumergido tal y como aparece en la portada del libro, me preguntó
qué era eso y yo respondí que era un lugar de destrucción. Con la capacidad que
tienen los niños de corta edad para hacer preguntas existenciales, la niña me
miró y dijo “¿qué es la destrucción?”, me resultó muy difícil encontrar
respuesta y por eso pensé en escribir un libro”. Y el escenario trajo todo
lo demás: “Al principio, tenía la intención de contar sólo lo relativo a la
construcción del embalse, pero me fue imposible no trasladar al papel todos los
elementos que rodeaban la historia y la completaban: las fronteras, la guerra,
Hitler, el Tirol del sur. De hecho, lo del embalse ocupa sólo la parte final
del libro y la historia arranca antes, se habla de la guerra y sus antecedentes,
me interesaba mucho contarlos: Trina se convierte en una maestra clandestina
que oculta a los niños en sótanos o catacumbas para enseñarles una lengua de la
que se les había desposeído, al pueblo se le prohíbe ir a la escuela, hablar,
incluso trabajar, algo terrible”. Tanto padecen, tanto temen/odian a los
fascistas que los habitantes del lugar adoptan una postura insólita (o que se
ignora, no en el sentido de no saber sino en el de dejar a un lado) cuando se
cuenta esta parte de la Historia, habla Trina de nuevo: “El fascismo parecía
haber existido desde siempre. (…) Nos habíamos acostumbrado a no ser nosotros
mismos. Nuestra rabia aumentaba, pero los días pasaban muy deprisa y la
necesidad de sobrevivir la convertía en algo endeble, debilitado. Nuestra rabia
se parecía cada vez más a la melancolía: no explotaba nunca. Depositar nuestras
esperanzas en Adolf Hitler era la verdadera rebelión”. Acaba de aparecer
otra palabra clave para el autor, “sobrevivir”, aunque él prefiera utilizar un
sinónimo para, así, seguir dando a las palabras el valor que desea: “El
libro en italiano se titula “Resto qui” y ese verbo, “restare”, tiene la misma
raíz que “resistire”, “resistencia”: se trata de la historia de alguien común,
como cualquiera de nosotros, que en todo momento se ve obligada a hacerlo y
descubre que el único modo de resistir se encuentra en las palabras, con ellas
combate”.
Y son esas palabras, sencillas pero directas, contenidas pero
contundentes, medidas pero certeras, las que están consiguiendo que la novela esté
convenciendo de una manera casi unánime a crítica y público, a jurados
prestigiosos (ha obtenido el premio Asti d´Appello y el Bagutta) y a lectores
de lugares muy lejanos a aquel en que transcurre la historia (y la Historia, no
me resisto a hacer ese juego una vez más): “No hay que generalizar, pero
desde que se publicó el libro me llegan cartas de Turquía, de China, de muchas
partes del mundo, contando casos similares [en nuestra conversación salen
algunos ejemplos españoles], creo que conviene ir uno a uno y verlos de
manera individual: el mero hecho de construir un embalse no es algo que tenga
connotaciones negativas porque en muchos lugares se ofrece una recompensa
monetaria a los afectados. Lo particular de lo que cuento en la novela es que,
en un periodo democrático, se recurre a la violencia para expulsar a los
habitantes del lugar y poder construir el embalse”. Sin soflamas ni
arengas, dando voz a, como él mismo ha dicho, una mujer como cualquiera (si
bien es cierto que admirable e incluso heroica en su empeño y desempeño por no
rendirse), Marco Balzano ventea el silencio que sigue rodeando a tantos
episodios bélicos (pre y post) que, al no ponerse en claro, al no narrarse, al
no afrontarse de una vez, no dejan de supurar, de gangrenarse, de estrechar
complicidades (la ignorancia no es un eximente: hay que hacer preguntas y no
conformarse con lo que se da por sabido/superado), es algo que denuncia sin
ambages en la novela el personaje de Erich: “La gente con un dedo en los
labios permite, día a día, que el horror avance”. No es necesario excederse
ni, permítaseme la imagen un tanto tremendista, sacar la artillería pesada,
basta con llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos ni elipsis, algo que
hace con brillantez Marco Balzano.