domingo, 29 de septiembre de 2019

UN DEDO EN LOS LABIOS





   Aunque es una frase que puede encontrarse atribuida a varios escritores, puesto que la primera vez que la escuché/leí lo era al maestro García Márquez, es a quien siempre evoco cuando cito aquello de que “uno escribe para que le quieran”; considero, ya lo he contado muchas veces, a este blog como lo que su título anuncia, un ángulo oscuro del salón en el que refugiarme/esconderme, un rincón donde sentirme a salvo y reflexionar/tomar nota/añorar/dar cuenta de lecturas, sobre todo de sensaciones provocadas o despertadas/recuperadas, escribo para mí, no sé si como alivio o terapia, en parte para seguir llamándome periodista (por el talante con que abordo cada texto y, sobre todo, cada encuentro o entrevista), llegué aquí huyendo del desahucio y hasta de mí mismo (del que había tenido que ser), pero se ha transformado en algo que necesito y echo de menos cuando no puedo atenderlo con la asiduidad que me gustaría, escribo para comunicarme, para conectar con otros lectores (sí, es algo contradictorio con el hecho de que en un momento dado cancelase la opción de poder dejar comentarios en la página, pero en aquel funesto episodio que concluyó con esa decisión la mediocridad mental y espiritual de algunos y, sobre todo, algunas -para que se den por aludidas y señaladas- salpicó a los autores de cuya obra se habla y eso no lo voy a consentir jamás, al menos en un lugar que puedo considerar propio), en lo más profundo escribo para mí, como tantas veces, para explicarme algunas cosas (o intentarlo), tengo la fortuna de que interesan a otros, hay palabras que me guardo, dolores privados, angustias que no exhibo, disonancias anímicas que preservo, tal vez porque no encuentran el cauce adecuado, un poco por miedo a las consecuencias de exhibirlas, un mucho por pudor, en parte por el convencimiento de que algunas veces es mejor guardar silencio (o escribir un diario de verdad, es decir, algo personal que se guarda a buen recaudo -remarco lo de “de verdad” porque hay quien luego publica lo que así llama (“diario”), pero dice que ha retocado, reescrito, censurado, cada uno publica lo que considera, faltaría más, pero que dejen claro que están haciendo literatura, por más que honesta que sea, que se pervierte la intimidad del género, que se altera sensiblemente su propia condición, que lo que se pone ante los ojos de los demás está medido/pensado/maquillado-).

   La protagonista/narradora de Me quedo aquí, la novela de Marco Balzano que, con traducción de Montse Triviño, Duomo lanzó en nuestro país a finales de agosto como pistoletazo de salida de la temporada, escribe a la hija que no está, a la hija que se alejó, a la hija que perdió, es su modo de sentirla cerca, de tenerla presente, de dar salida a su pesar, a su nostalgia, a su rencor, la convierte en confidente, en interlocutora muda, en receptora, “creía que el mayor saber, sobre todo para las mujeres, eran las palabras. Hechos, historias, fantasías…, lo que contaba era desearlas y atesorarlas, para cuando la vida se complicaba o se volvía estéril. Creía que las palabras podrían salvarme”. Trina, maestra absolutamente vocacional, buscará siempre ese poder sanador, iluminador, liberador de las palabras, no dejará de enseñarlas a quien quiera conocerlas/pueda necesitarlas, como herramienta, como soporte, como conocimiento, como defensa, así lo hará tanto con los alumnos encomendados/protegidos de la primera parte de la novela como con aquellos que se convertirán en tales durante la guerra y posguerra, incluido su propio marido, Erich, a quien, como al resto de habitantes de la zona (Curon, perteneciente a la provincia de Bolzano, muy al norte de Italia -el Tirol del Sur-, casi tocando Austria, lugar anegado por las aguas de las que apenas emerge el campanario de la iglesia tal y como puede verse en la portada del libro), los fascistas han prohibido hablar en alemán (la acción comienza en 1923), les arrebatan su idioma, la lengua con que se comunican y relacionan desde hace muchos años. Y cuando tuvimos la feliz oportunidad de conversar con el autor durante su visita a España hace un par de semanas, en un acto que también sirvió para celebrar los primeros diez años (porque vendrán muchos más) de la editorial Duomo, junto a mi Pepa Muñoz y algunos de los compañeros lectores habituales (momento que, por diversas razones, nunca olvidaré, una de esas epifanías que uno gusta experimentar y atesorar pero que no deben ser expuestas), Marco Balzano nos explicó que, más allá de otras consideraciones (en las que en seguida abundamos), el motor de Me quedo aquí fue precisamente ese, no sólo en lo obvio sino en lo más esencial, en la manera de articular y dar vida literaria a los hechos reales de que partió: “La idea fue escribir una novela sobre las palabras, en parte porque “parole”, como decimos en italiano, viene de la griega que significa “parábola” y me gustaba esa visión de que mis palabras hacen una parábola y llegan a ti, si alguna no hace ese efecto es una palabra vacua, el uso de las palabras indica dos personas. En esta historia, la protagonista descubre que su única posibilidad son las palabras, que creo firmemente es una condición que compartimos todos, al final es lo que nos queda”.

   Incluso, como en un momento dado le sucede a la protagonista, para rechazarlas, para tacharlas, para suprimirlas, para quemarlas, para negarlas, para romper los papeles en que han sido escritas, revolverse contra ellas y dejar constancia de que se ocultan/eliminan hace patente el vacío, el espacio en blanco, las palabras que llegan tarde, las que saben amargas, las que no se quiere (o ya no se sabe) pronunciar, las que, aunque no se lancen, aunque se rumien, aunque se sepulten, poseen un destinatario (lo que ha indicado el escritor en el párrafo anterior): “Las palabras no podían derribar los muros que había levantado el silencio. Hablaban solo de cosas que ya no existían. Era mejor que no quedara rastro de ellas”. Por eso, en un momento dado, Trina opta por tomar distancia, por exponer, por nadar sin mojarse el alma aunque la lleva empapada, calada, tan sumergida en la desolación como pronto lo estará el lugar que fue su hogar y el de su familia (como ya lo está cuando ella escribe), sigue escribiendo para la hija que desapareció, pero como el mismo distanciamiento que lo haría con un extraño, lo que en el fondo es: “No, no te mereces saber nada de esos días de oscuridad. No te mereces saber las veces que hemos gritado tu nombre. Ni las veces que hemos creído, ilusionados, estar en el buen camino. Es una historia que no vale la pena revivir con palabras. Pero sí te hablaré de nuestra vida, de nuestra supervivencia. Te contaré lo que sucedió aquí en Curon. En el pueblo que no ya no existe”. Es un cambio muy sutil pero sustancial el que Balzano lleva a cabo cuando apenas ha transcurrido un tercio de la novela, el tono permanece inalterable, es un prodigio de contención, pero las sombras se enseñorean del conjunto, aun enmudecido y reservado, el dolor está latente en cada párrafo, las palabras laceran en su austeridad, en su despojamiento, en su fría constatación de los hechos, si desde el principio nos acompaña un estremecimiento que a veces estalla en convulsión (no importa que conozcamos lo que sucedió, al contrario, eso agudiza los efectos devastadores), a partir de ese momento el sudor (y la tensión y el terror) se nos congela en la espalda, el modo en que Trina va desgranando tragedias con suma naturalidad, engarzándolas sin piedad, empleando un lenguaje de lo más aséptico y (en apariencia) impersonal, perturba y estruja las entrañas al modo en que lo consiguiese Joan Didion en El año del pensamiento mágico (si bien Balzano se permite algunos asomos/destellos de humanidad, su personaje no puede evitar latidos del corazón que Didion no se consentía ante la terrible amenaza de morir de pena si la dejaba expresarse), cuando lo que debería ser excepcional (y evitable) pasa a ser cotidiano (“normal”, como tanto se dice), no es necesario incidir en lo que todo el mundo conoce/sufre: “El dolor se convierte en una especie de niebla. Algo familiar y al mismo tiempo clandestino de lo que no se habla nunca”.

   Después de que lo haya hecho Trina, dejemos que hable su creador y nos cuenta cómo se fue fraguando la novela: “Hace cosa de dos años, estuvimos en Curon y mi hija pequeña, que entonces tenía tres años y se llama Caterina, por eso la protagonista se llama Trina, que es el diminutivo. Cuando la niña vio el campanario sumergido tal y como aparece en la portada del libro, me preguntó qué era eso y yo respondí que era un lugar de destrucción. Con la capacidad que tienen los niños de corta edad para hacer preguntas existenciales, la niña me miró y dijo “¿qué es la destrucción?”, me resultó muy difícil encontrar respuesta y por eso pensé en escribir un libro”. Y el escenario trajo todo lo demás: “Al principio, tenía la intención de contar sólo lo relativo a la construcción del embalse, pero me fue imposible no trasladar al papel todos los elementos que rodeaban la historia y la completaban: las fronteras, la guerra, Hitler, el Tirol del sur. De hecho, lo del embalse ocupa sólo la parte final del libro y la historia arranca antes, se habla de la guerra y sus antecedentes, me interesaba mucho contarlos: Trina se convierte en una maestra clandestina que oculta a los niños en sótanos o catacumbas para enseñarles una lengua de la que se les había desposeído, al pueblo se le prohíbe ir a la escuela, hablar, incluso trabajar, algo terrible”. Tanto padecen, tanto temen/odian a los fascistas que los habitantes del lugar adoptan una postura insólita (o que se ignora, no en el sentido de no saber sino en el de dejar a un lado) cuando se cuenta esta parte de la Historia, habla Trina de nuevo: “El fascismo parecía haber existido desde siempre. (…) Nos habíamos acostumbrado a no ser nosotros mismos. Nuestra rabia aumentaba, pero los días pasaban muy deprisa y la necesidad de sobrevivir la convertía en algo endeble, debilitado. Nuestra rabia se parecía cada vez más a la melancolía: no explotaba nunca. Depositar nuestras esperanzas en Adolf Hitler era la verdadera rebelión”. Acaba de aparecer otra palabra clave para el autor, “sobrevivir”, aunque él prefiera utilizar un sinónimo para, así, seguir dando a las palabras el valor que desea: “El libro en italiano se titula “Resto qui” y ese verbo, “restare”, tiene la misma raíz que “resistire”, “resistencia”: se trata de la historia de alguien común, como cualquiera de nosotros, que en todo momento se ve obligada a hacerlo y descubre que el único modo de resistir se encuentra en las palabras, con ellas combate”.

   Y son esas palabras, sencillas pero directas, contenidas pero contundentes, medidas pero certeras, las que están consiguiendo que la novela esté convenciendo de una manera casi unánime a crítica y público, a jurados prestigiosos (ha obtenido el premio Asti d´Appello y el Bagutta) y a lectores de lugares muy lejanos a aquel en que transcurre la historia (y la Historia, no me resisto a hacer ese juego una vez más): “No hay que generalizar, pero desde que se publicó el libro me llegan cartas de Turquía, de China, de muchas partes del mundo, contando casos similares [en nuestra conversación salen algunos ejemplos españoles], creo que conviene ir uno a uno y verlos de manera individual: el mero hecho de construir un embalse no es algo que tenga connotaciones negativas porque en muchos lugares se ofrece una recompensa monetaria a los afectados. Lo particular de lo que cuento en la novela es que, en un periodo democrático, se recurre a la violencia para expulsar a los habitantes del lugar y poder construir el embalse”. Sin soflamas ni arengas, dando voz a, como él mismo ha dicho, una mujer como cualquiera (si bien es cierto que admirable e incluso heroica en su empeño y desempeño por no rendirse), Marco Balzano ventea el silencio que sigue rodeando a tantos episodios bélicos (pre y post) que, al no ponerse en claro, al no narrarse, al no afrontarse de una vez, no dejan de supurar, de gangrenarse, de estrechar complicidades (la ignorancia no es un eximente: hay que hacer preguntas y no conformarse con lo que se da por sabido/superado), es algo que denuncia sin ambages en la novela el personaje de Erich: “La gente con un dedo en los labios permite, día a día, que el horror avance”. No es necesario excederse ni, permítaseme la imagen un tanto tremendista, sacar la artillería pesada, basta con llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos ni elipsis, algo que hace con brillantez Marco Balzano.