Aunque es una frase hecha y hasta recurrente en el universo lector,
confieso que es la primera vez que puedo decirla, nunca antes la había llevado
a cado, cuando un libro me atrapa, me seduce, me hipnotiza, me secuestra,
aprovecho cualquier segundo para avanzar en su lectura; no se trata, por
cierto, de que la obra se venda como “trepidante” (adjetivo que de un tiempo a
esta parte se cuestiona demasiado, tal vez por utilizarlo más de lo
debido/incorrectamente o por no profundizar en lo que se quiere señalar -o no
saber hacerlo debidamente- cuando se emplea), se trata de poseer un ritmo preciso,
bien medido, el idóneo, uno marcado con metrónomo, ese que te lleva a pasar
páginas casi sin sentir, una atmósfera envolvente que cuesta abandonar para
atender otros asuntos, sensación que un servidor ha experimentado tanto con
Virginia Woolf como con Agatha Christie, con Don Quijote de La Mancha como
con Los renglones torcidos de Dios, con una novela de aventuras como con
un relato íntimo, ya digo que, al menos en lo que a mí respecta, la velocidad
lectora no viene marcada por el género (o no sólo, no específicamente) sino por
el talento de quien escribe para interesarme en lo que viene a continuación, en
la trama de la historia, algo que se logra en más ocasiones de las que se
promociona y/o aplaude con prosa fluida y profusa, con riqueza expresiva, con capacidad
para emocionar, con sabiduría literaria (ahí siguen imbatibles en tantos
aspectos los grandes novelones del XIX), trepidante no tiene por qué ser
sinónimo de frases cortas, diálogos picados, concisión expresiva (que se pone
en valor cuando demasiadas veces deja a las claras las limitaciones de quien
escribe). Lo que intentaba decir antes de enredarme en una de mis habituales
digresiones es que nunca había ralentizado una lectura, es la primera vez en mi
vida que me he resistido al impulso de seguir leyendo para dilatar el placer,
he dosificado las páginas (y eso que pasan de las 700) con toda la prudencia de
que he sido capaz, me he reprimido para no devorar (que es lo que me pedía el
cuerpo) Los hijos de la Diosa Huracán de Daína Chaviano que Grijalbo
publicó el pasado mes de abril, temía el momento de llegar al final porque
anticipaba la inevitable desolación, la nostalgia que sabía me iba a invadir
(tal y como sucedió) cuando lo cerrase definitivamente, lo muchísimo que iba a
echar de menos vibrar tal y como añoraba aquel lector de Huckleberry Finn que,
no reconociendo al autor en un viaje en tren y viéndole con un ejemplar entre
las manos, envidió a Mark Twain por (pensó él) estar leyéndolo por primera vez,
por estar descubriéndolo, por tener las emociones aún nacientes y prístinas.
Han sido trece los años que Daína Chaviano ha estado trabajando en esta
arrebatadora novela, aunque nadie lo diría obnubilado por una prosa fresca que
parece fluir sin esfuerzo, imbuida del espíritu (en plural sería más preciso) de
las fuerzas que mueven a los personajes de la novela (que es como decir a la
vida misma, cuando la lean lo comprobarán), poseedora de incontables matices y
colores, prosa que fusiona con pericia y respeto osado (no es un oxímoron, es
el perfecto equilibrio entre dos extremos) varios géneros de los que toma
estructuras, esquemas, modos de desarrollo (no los oculta ni pervierte como
hacen algunos, tampoco se aprovecha de ellos para llamar la atención y al final
dar gato por liebre), aunque imprimiéndoles y dotándolos de energía y voz
propias. Gracias como tantas veces a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz, los
componentes habituales del grupo de lectura casi hicimos pleno en un ameno, muy
amigable e interesantísimo encuentro con la autora durante su visita a Madrid el
pasado junio coincidiendo con la Feria del Libro, momento mágico (no podía ser
de otro modo viniendo de su mano) en que Daína tuvo la gentileza y la
generosidad de compartir interioridades del proceso creativo, interesarse viva
y sinceramente por nuestras impresiones durante la lectura, por el poso que
esta nos había dejado, demostrar que el corazón que late en las páginas es indudablemente
(y por motivos muy diferentes) el suyo, que está implicada emocionalmente con
las peripecias de sus personajes, con lo que viven o pudieron vivir (en la
novela se alternan dos planos temporales: uno transcurre en un futuro que la
autora querría muy cercano -en seguida explicaremos por qué-, el otro arranca
en 1509), sea imaginado/anhelado o esté inspirado por la Historia, cuya
ocultación y/o manipulación supone uno de sus motores a la hora de escribir,
dejemos que sea la propia autora la que lo cuente con su facilidad para narrar
(y apasionar) mientras traza una espléndida autobiografía literaria, una
magnífica introducción al mundo que ha alumbrado en su obra, coherente como
pocas, producción que gira en torno a un eje: Cuba, su país (y sus gentes).
“Este libro es el resultado y la culminación de un proceso. Después
que salí de Cuba, empecé a escribir una serie novelística a la que llamé «La
Habana oculta». Quería mostrar la Cuba que no sale en los folletos turísticos,
la que no enseñan en la escuela. En las novelas de esa serie,
la isla se encuentra representada por La Habana, que es mi ciudad natal. La
Habana es una ciudad donde a veces ocurren cosas extrañas, donde los mortales
pueden cruzarse con fantasmas. Me interesaba ahondar en los orígenes del pueblo
cubano y para eso necesitaba preguntarme: ¿cómo hemos llegado a la situación
actual? Para poder entenderlo y encontrar respuestas tuve que irme a los
primeros siglos de nuestra Historia, buscar en mis propios orígenes. Esta
exploración me llevó a escribir “Gata encerrada”, donde se aborda el tema de la
reencarnación; “Casa de juegos”, una novela erótica y surrealista en la que los
habaneros se mezclan con los dioses afrocubanos. Después escribí “El hombre, la
hembra y el hambre”, que obtuvo el Premio Azorín en 1998, y con la que me fui
al pasado colonial de la isla. En esta novela la protagonista tiene tres
espíritus que la rondan: una esclava negra muerta tres siglos atrás, un mulato
chino que fue dueño de un prostíbulo y un indio mudo que la advertía de ciertos
peligros. Aunque acostumbro a trabajar con esquemas, planificando, apenas
dejando algún resquicio a lo que surja, cuando empecé a trabajar en “La isla de
los amores infinitos” reapareció el fantasma del indio mudo de la novela
anterior, sin que eso entrara en mis planes. Traté de desecharlo, pero el
personaje insistía en colarse. Primero se impuso en la primera escena donde
surgió, y luego dos o tres veces más. Esa irrupción se quedó conmigo, pensé que
debía significar algo. Leyendo documentos del pasado colonial, remontándome
incluso hasta el siglo XVI, a la llegada de los españoles, empecé a encontrar
episodios que no concordaban con lo que me habían enseñado en la escuela. Seguí
investigando, incluso volví a los diarios de Colón, pero lo hice con otra
mirada, leyendo entre líneas, y empecé a descubrir cosas que antes no había
visto. Por eso me decidí a explorar de lleno el pasado indígena de Cuba, una
época que nos han enseñado poco y mal, tratando de redescubrir, por decirlo de
algún modo, aquel momento. Esa fue la semilla de esta novela”. Novela
que, sin embargo, arranca en algún momento de un futuro que, como se ha dicho,
la autora querría fuese muy cercano (“aunque no me engaño, pero lo he
escrito a ver si así ayudo a que se cumpla ese deseo de tantos”), un futuro
en que están a punto de celebrarse elecciones en Cuba y todos los partidos
tratan de inclinar la balanza a su favor utilizando cualquier ardid, una trama
de espionaje/thriller en que muchos quieren impedir que se dé a conocer el
contenido de un texto del siglo XVI, un manuscrito encontrado en una tumba
indígena cerca de La Habana, la voz de una mujer que pone en cuestión con su
testimonio gran parte de lo que se ha sancionado y difundido como historia
oficial.
Los hijos de la Diosa Huracán consigue mantener la atención del
lector en todo momento, ninguna página resulta prescindible, las escenas que
podrían considerarse de transición también tienen un porqué, Daína no deja
ningún cabo suelto, arma un conjunto armónico en el que nada chirría, gracias en
gran medida a su habilidad para transmitir la inevitable parte mágica con la
naturalidad y sencillez con que se vive en Cuba (al modo en que sucede en
México o, no hace falta irse tan lejos, en Galicia), elemento que podría
pensarse ajeno a una novela que desea pisar tierra firme pero que, precisamente
por ello, no se puede obviar a la hora de reflejar la idiosincrasia cubana,
algo ancestral de que aún quedan muchos resabios (y realidades): “Me gusta
trabajar en base a desafíos. En cada novela hago algo que nunca he intentado
antes. Por eso en esta incorporé el thriller, aunque tratando de no repetir lo
que ya habían hecho otros. Quería usar las herramientas clásicas del género,
pero creando mi propia versión. El caso es que tomé el peor camino que podía
elegir, porque el elemento racional y lógico es la base del género y yo introduje
un elemento sobrenatural. Al mismo tiempo, tampoco quería romper la lógica de
los hechos, ni engañar al lector. Me propuse jugar limpio y también ser
creíble. Procuré que lo mitológico, que esas voces del más allá, se fundiesen
de manera natural con el mundo de los mortales. Esta clase de convivencia entre
dioses y humanos se daba en los pueblos indígenas, y es algo común a muchas
culturas de la antigüedad. Por eso incorporé esa visión del universo
sobrenatural al thriller: Alicia, la protagonista, oye voces incorpóreas. Todo
eso es real en la novela. Así es que el lector está advertido desde el
principio que hay una fusión entre visible y lo invisible”. El nexo de
unión entre las dos líneas temporales que conviven en la novela no es
propiamente argumental, encajan por aspectos como el descrito por la autora,
hay una ligazón muy profunda entre ambas que motiva y consigue que, aun
contando historias ciertamente diferentes, se lean como una sola, no se
interrumpan ni estorben, que cada vez que pasamos de una a otra queramos seguir
con la que estamos, es decir, igualmente enganchados a los sucesos del
presente/futuro (no es por hacer un guiño a los X-Men, lo que es futuro para
nosotros es el presente de los personajes) como a los del pasado.
En su afán por cuestionar aquello que (al menos en gran parte) se ha
demostrado falseado y manipulado, cuando no directamente inventado por más que
se imparta en los centros educativos (ejem) como Historia (con mayúscula, que
así nos hacían escribir las asignaturas durante la EGB), Daína no tiene reparos
en hablar alto y claro sobre la tan traída y llevada leyenda negra española (a
la que cuadran a la perfección en un altísimo porcentaje los adjetivos
utilizados anteriormente -y algunos sinónimos o similares-): “No es cierto
que los españoles exterminasen a todos los indígenas en Cuba. Hay documentos
que prueban lo contrario. La Corona otorgó la libertad a los esclavos muy
pronto y los indígenas se incorporaron a la población. Esa es la parte de la Historia
que yo quería contar. Claro que hubo matanzas. Algunos episodios de la llamada
leyenda negra ocurrieron, pero no de una manera tan radical y absoluta. Y mejor
no hablar de esa demagogia política que exige que gente que no tuvo nada que
ver con lo que sucedió hace varios siglos, pida perdón. En todo caso, si nos
remontamos a los orígenes de la Historia, ya veríamos que todo el mundo tiene
que pedir perdón por algo”. Ella busca lo contrario, habla de encuentro, de
colaboración, de unión, por eso incorpora muchos detalles auténticos para
permitirse fabular sólo en parte, destacando siempre la conexión, la fusión
entre unos y otros: “Quería crear un vínculo muy especial entre los
indígenas y algunos de los primeros españoles que llegaron a la isla. La trama
necesitaba esa unión entre unos y otros. Por eso, y porque siempre me ha
fascinado la masonería, incorporé sus rituales y muchos secretos que fui
rastreando aquí y allá como una hormiga para que, aunque inventase muchas
cosas, hasta el más mínimo detalle de la novela estuviese tomado de algo real.
No hay nada maligno en la masonería, como piensan algunos. Lo que llamo
Hermandad dentro de la novela fue creado a partir de ella. Fue la misma razón
por la que incorporé el silbo gomero, tan importante para la comunicación entre
quienes lo conocen”.
Los trece años de trabajo han dado como fruto una novela vibrante, sobre
todo por lo que transmite, por el modo en que la autora ha sabido inyectar
emoción y verdad en cada palabra, latiendo y haciendo latir, moviendo la sangre
en nuestras venas, esa que se dice siempre llama y cuyo discurrir se percibe
claramente a lo largo y ancho de Los Hijos de la Diosa Huracán, bien se
ha preocupado Daína Chaviano por llegar hasta sus propios orígenes, por
comprender por qué le interesaban tanto: “Es curioso, porque ya en mi
primera novela —que, por cierto, finalmente se publicó en España hace poco
[se refiere a Fábulas de una abuela extraterrestre]— hablaba de la
memoria genética, algo en lo que siempre he creído. He conocido niños que se
sienten atraídos por cuestiones propias de sus bisabuelos, a los que no
conocieron. Creo que todo, la profesión, por ejemplo, queda grabado en los
genes. Se hereda. Yo misma he tenido ciertas atracciones, que podría llamar
‘fatales’ [se ríe], hacia determinados temas desde que era niña, por
ejemplo, la mitología grecorromana y también la celta, mucho antes de saber que
mi bisabuelo era asturiano. Me hice la prueba de ADN en Ancestry.com, y acabo
de enterarme de que tengo genes irlandeses, escoceses, galeses, de toda esa
zona. Y para mi fascinación, también he descubierto que tengo genes indígenas,
y además griegos y del norte de África. O sea, que mi memoria genética me
condujo a ciertos temas mucho antes de que yo fuera consciente de mi vínculo
genético con esos pueblos”. Pero eso no nos permite anticipar por dónde la
conducirán sus próximos pasos literarios: “No tienen ni idea de la
documentación que he manejado y que al final no he utilizado, pero ya les dije
que me gusta hacer algo diferente cada vez. El caso es que tengo el compromiso
de entregar una novela en dos o tres años. Ahora [mi agencia y mi editorial] no
me dejan demorarme más. Puedo anticipar que voy a escribir una novela
histórica, no centrada en Cuba, aunque aún no sé si me pegaré mucho a la
Historia o no. Eso sí, me he enamorado del mundo que he explorado en esta
novela. Sospecho que volveré a él”. Los lectores ya nos hemos
quedado entre sus páginas para siempre.