Hay autores a los que, por más que lo digamos así, no se regresa porque
siempre están ocultos/presentes en cada latido, en cada respiración, en cada
paso, se nos introdujeron en los adentros de un modo natural, fueron abono de
sensaciones, conocimiento, ética, modo de conducirse en la vida, son referentes
desde antes de que fuésemos conscientes, sus palabras nos estimularon, nos
emocionaron, nos transformaron, nos abrieron los ojos, nos ayudaron incluso sin
que lo supiéramos, sin que lo pidiéramos, se ganaron su rincón del alma con
sencillez, ahí continúan para cuando los necesitamos. En mi caso, ya lo he
contado muchas veces, ese puesto de privilegio en mi educación sentimental,
artística, literaria y vital le corresponde a don Antonio Machado, banda sonora
de tantas tardes en el salón familiar (de estío y del resto de estaciones)
gracias al disco de Joan Manuel Serrat que le hizo justicia y tremendamente
popular, que lo inoculó en la memoria colectiva, que lo rescató del olvido al
que parecía destinado al estar cubierto por el polvo de un país vecino, al
haber muerto lejos de su hogar, al intentar huir de quienes dirigieron los
destinos (y las lecturas) de España durante demasiados años; por eso, aunque se
supone que debería empezar por Bécquer (que es lo que hace la novela que traigo
hoy a este ángulo oscuro del salón para que haga sonar el arpa), no puedo menos
que acordarme de/recurrir de nuevo a aquel que, más de treinta años antes de
emprenderlo sin ser consciente de ello (o tal vez sí, puede que se lo anunciase
su sensitivo, frágil y muy dañado corazón), escribió que en el día del último
viaje podría vérsele a bordo de la nave que nunca ha de tornar “ligero de
equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar”, indudablemente
despojado (por su parte y por la acción de otros) en tan terrible momento (me
refiero ahora, claro, a febrero de 1939) de cualquier posesión, de cualquier
cosa material que supusiera un lastre, un peso que arrastrar ralentizando su
agónica escapada, pero con la maleta personal e íntima (el almario) a punto de
estallar (como tristemente ocurrió en Colliure), un equipaje propio demasiado
lleno de dolores, ausencias y soledades nada poéticas.
Pienso en Machado al titular el presente texto del modo en que lo he
hecho, claro, su persona y su obra, como digo, se me presentan sin esfuerzo y
en cualquier ocasión, sus mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de
jabón fueron los míos desde que empecé a soñar, la imagen me asaltó, aparece de
algún modo en las páginas de Mariela (lo hacen citados directamente sus
poemas, son aliento, inspiración, alimento espiritual, refugio para la
protagonista, él y Rosalía de Castro le hacen algo más transitable el camino), la
apasionante novela de Yolanda Guerrero que terminé recientemente (publicada a
comienzos de primavera por Ediciones B) y que, como también se ha insinuado, recibe
al lector con versos de Bécquer, en concreto con la Rima LXVI, esa que
conocemos sobre todo por el final –“donde habite el olvido, / allí estará mi
tumba”- y con uno de los poemas que más me estremecen de uno de los poetas
que más admiro (en parte, gracias también a Serrat, aunque en este caso fue a
través de Jarcha como lo vibré por primera vez), el por momentos críptico, el
hondamente doloroso, el sobrecogedor Llegó con tres heridas de Miguel
Hernández, incluido en Cancionero y romancero de ausencias, palabra en
la que en parte vamos a detenernos por lo de que vacío tiene, de lugar que nos
resulta hueco e imposible de llenar, boquete que sentimos en el corazón cuando
echamos de menos a alguien y el reencuentro no es posible. Sin embargo, de ahí
lo de comenzar hablando de equipajes emocionales, hay un modo de plantar cara a
la acción devastadora del olvido, consecuencia más veces de lo debido de la
inconsciencia (dicho en su sentido más literal o prístino: no tener
conocimiento de algo), se trata de hacer memoria, de conocer, de, como diría
Tano Díaz Yanes, hablar de las personas cuando/aunque hayan muerto, de
responder a la pregunta con que Bécquer comienza su rima: “¿De dónde vengo?”.
No siempre somos culpables del olvido puesto que en muchas ocasiones viene
impuesto, es decir, se hereda, otros se encargaron en su momento de silenciar,
ocultar, borrar, expulsar, degradar, asesinar de mil maneras, a veces nos
acomodamos a él, nos resulta incluso práctico, nos conformamos con lo que hay o
nos aferramos a la displicente (y artera) sentencia que afirma que hay cosas
que mejor no mencionar ni airear, a veces preferimos no saber por miedo a lo
que podamos descubrir/destapar, otras, simplemente, se nos va de la cabeza un
nombre, un rostro, una dirección, un teléfono y ponemos un punto final, también
puede que lo hagamos con toda la intención e incluso olvidemos los porqués, el
acto en sí de sepultar algo y/o a alguien, rizando el rizo, tal vez ese es el
mayor de los peligros, la más cruel de las injusticias que se pueden cometer,
la negación absoluta, por ello se necesitan novelas como Mariela que
reivindiquen/recuperen tantas historias, tantas vidas ocultas (ocultadas) en
los pliegues y repliegues de lo que se sanciona como Historia, que devuelvan la
voz a quienes les fue arrebatada, que ayuden a comprender que “cuando el
mañana tan solo sea un ayer brumoso, no habrá quien nos recuerde; que un siglo
después, ni siquiera quedará quien nos olvidó, y que, por tanto, la memoria del
olvido es frágil pero necesaria”.
Yolanda Guerrero teje un tapiz histórico de fabulosas dimensiones,
reconstruyendo de un modo admirable el convulso (por no decir terrible) periodo
que empezó llamándose la Gran Guerra y, apenas treinta años después de su
final, pasó a ser la Primera Guerra Mundial, triste indicativo de que se había
desatado una a la que considerar Segunda (dicho con mayúscula o con cifras
romanas porque, como en algún momento escribió Sven Hassel -cito de memoria,
pero el contenido era ese-, se ganó su lugar en la Historia gracias al gran
baño de mierda y sangre que fue); en concreto, la mayor parte de la acción de Mariela
transcurre entre 1916 y 1919 y narra la espantosa tragedia colectiva a
través de un personaje que representa y homenajea a todas aquellas mujeres a
las que siempre se ha dejado en las notas a pie de página, en una frase rápida,
en nombrar al colectivo y ya, a las que se ha dado por hecho pero cuya labor no
ha sido suficientemente reconocida, salvo en un par de excepciones (si llegan)
sus nombres no han recibido el honor de pasar a la posteridad, de ser recordadas,
aquellas que, como se describe con sumo acierto (y sin faltar a la verdad) en
la novela, “cambiamos venda y limpiamos orinales”, las enfermeras, ese
era el único uniforme que podían vestir las mujeres de la época que se
dedicasen a la medicina, por eso lo escogió la autora para su protagonista, por
eso, para seguir desvaneciendo las tinieblas del olvido, la desinformación y la
ignorancia, “me impuse y respeté una norma: todos, absolutamente todos los
nombres de las enfermeras profesionales que menciono en estas páginas son
nombres de enfermeras reales, mujeres de carne y hueso que existieron en la
época que les atribuyo, desde Socorro Galán Gil hasta Zinaida Malynich, primera
y última citadas. De unas cuento más verdad que de otras, principalmente porque
de algunas solo he podido averiguar poco más que su nombre. En ocasiones, me lo
invento todo y lo hago intencionadamente, aunque conserve su memoria”, cita
extraída de la imprescindible nota final donde se puede admirar del todo -el
resto se ha ido haciendo durante la lectura- la solidez de la propuesta de
Yolanda Guerrero, el corazón, la pasión, el afán, la sabiduría con que ha
combinado diferentes técnicas/disciplinas para conseguir una voz narradora que cautiva
y que se convierte en la máxima virtud de una novela plagada de aciertos pero
que podría hacer aguas por cualquier lugar.
“Conocí a mi bisabuela cuando ella tenía veintitrés años y yo treinta
y ocho”, así inicia su investigación Beatriz Gil Bona, la narradora que,
además, es historiadora, de ahí que su madre le pida en el lecho de muerte que
regrese a la Cañada de Moncayo, “tu sitio y tu origen”, que indague, que
busque, que estudie, que encuentre a su familia, que borre el olvido, “encuéntranos,
Beatriz, encuéntranos”. No es baladí el hecho de que sea una historiadora quien
se ocupa de escribir la historia (lo dejaremos con la minúscula al ceñirnos a
la familiar) puesto que eso confiere a la narración un carácter académico, de
gran pulcritud, de recopilación y exposición de datos, de precisión a la hora
de recrear y acercar la época, de hacer entrar en escena a los múltiples
personajes reales que inundan sus páginas, de prudencia a la hora de rellenar
los huecos (esporádicamente reaparece Beatriz escribiendo en primera persona y
sus aportes coadyuvan a que la verosimilitud sea completa, incluso en aquello
que sabemos -o que nos revelará la nota final- está inventado o no sucedió exactamente
de ese modo); por otro lado, se notan los años de experiencia periodística de
la autora, su prurito profesional, su ética a la hora de manejar la Historia,
de intervenir en el pasado sin manipularlo, de dejar muy claro cuando recoge hechos
probados/documentados y cuando actúan sus personajes, su imaginación, su reconstrucción
propia (por más que, no nos cansaremos en hacer hincapié en ello y en
celebrarlo, hunda sus cimientos en lo que pasó/en lo que han contado los
estudiosos), su magnífico olfato literario que siempre conduce la novela al
mejor puerto posible. El periplo de Mariela es muy proceloso, atraviesa media
Europa, no es que se cruce con la Historia sino que la protagoniza, pero no me
gustaría anticiparles algunas de las deslumbrantes sorpresas (por el modo en
que las enhebra en la trama personal, cómo aparecen, cómo las desarrolla y
aprovecha para alimentar el tronco, el corazón, el alma de la novela) que
Yolanda Guerrero ofrece, puede que a algunas las anticipen, al fin y al cabo se
trata de hechos/personas conocidos, incluso aunque se las espere producen una
exclamación de asombro/fascinación por el encaje natural que la autora consigue
entre las diferentes piezas.
El punto de partida de Mariela fue “una noticia que se me
clavó en la memoria” y con la que Yolanda tropezó mientras investigaba para
otro relato, tampoco se lo desvelaré para no anticipar detalles de la trama (la
autora da cuenta de ello en el momento adecuado), pero digamos que fue
determinante para que su protagonista naciese en un pueblo imaginario llamado
Cañada del Moncayo (lo que permite el uso de un vocabulario particular que
imprime gran viveza y naturalidad a las escenas que allí ocurren con palabras
como “coloracho”, “esganguillado” o “modorrera”) y que su máximo enemigo fuese
la Bestia, una cruel pandemia a la que se dio el fatídico (e injusto, como muy
bien señala la escritora) nombre de gripe española y que Mariela procurará
combatir/erradicar allí a donde sus pasos la lleven, huyendo del odio, la
incomprensión, la infamia, la sospecha, la rabia, la masa azuzada por quien
considera brujería todo lo que no quiere entender, buscando en sus
conocimientos ancestrales y en las mentes científicas una solución definitiva,
descabezar al monstruo, que no rebrote con mayor virulencia como sucede en diferentes
ocasiones: “La Bestia se había ido, pero había dejado a sus embajadores
encargados de mantener encendida la llama del dolor. A través de la ventana no
vio enfermedad, sino odio, intolerancia y miedo, todos tentáculos de un mismo
engendro. Sí, allí, en la turba, había mucho miedo. Nadie ama a la persona a la
que teme, le enseñó Aristóteles, y ellos, todos los que gritaban reclamando su
sangre, habían convertido el amor y la gratitud hacia ella en pánico. Alguien
les había dicho que lo que hizo no tenía más explicación que un misterio oscuro
y lóbrego. Y la plebe ignorante siempre teme lo que no comprende”. Así, los
frentes (nunca mejor dicho en aquella época) se multiplican para Mariela, a la
que sólo mueve el afán por aplastar a esa enemiga a la que considera algo
personal, involucrándose en el dolor ajeno y haciéndolo propio, tal y como
hacen quienes son sanadores vocacionales, tal vez debería decir sanadoras,
porque es de lo que se trata, de, por ejemplo, recordar que a las enfermeras
sólo se les concedía la Cruz de Hierro de Segunda Clase: “Pero las
enfermeras merecían más, mucho más que una condecoración de segunda. Merecían
ser subidas a los altares de la guerra, aunque estos solo pudieran estar
ocupados por los generales encargados de quitar vidas en lugar de darlas”. Es,
pues, Mariela un grito, un clamor, una denuncia, una justicia necesaria
(para algunas cosas nunca es tarde) y, por encima de todo, una novela
apasionante, impactante, hermosa, que elimina algunos vacíos (aún quedan demasiados,
por desgracia) y aumenta el peso (y el poso) de nuestro equipaje vital.