De un modo u otro, siempre estamos mirando hacia el futuro, se diría que
es lo conveniente (y lo dice uno de los innumerables miembros del club de los
poetas muertos desde su digamos inauguración, la vimos apenas una semana
después de su estreno e hicimos nuestro el revitalizante y estimulante carpe
diem que el profesor -maestro- Keating inyectaba a sus alumnos en mente y corazón),
el caso es que lo hacemos mucho más de lo que pudiera creerse, tal vez sin ser
conscientes de ello la mayoría de las veces, puesto que nos llega a través de
la ficción (o de la que consumimos como/queremos tomar por tal). De un tiempo a
esta parte, dicho sea sin ánimo jocoso ni despectivo, se diría que, al igual
que de otros géneros/subgéneros, se está creando (si es que no la hay ya) una burbuja
distópica, es decir, se da una sobreabundancia de productos audiovisuales y
literarios que alertan de/imaginan (casi siempre lo peor, aquí si me permito la
ironía de señalar que ponerse en ello, viendo lo que se ve día a día, es de lo
más realista) el apocalipsis que se avecina, que tenemos muy cerca, en el que
ya estamos inmersos, no hace falta irse a un futuro muy lejano, ahí tenemos Years
and Years (ojalá fabulase más, por desgracia es lapidariamente cercana), El
cuento de la criada (se publicó en 1985 pero no ha perdido pertinencia
-todo lo contrario-, así lo demuestran una adaptación televisiva transformada
en fenómeno social y el hecho de que Margaret Atwood haya regresado con Las
confesiones, recientemente publicada en castellano, a su ficticia -o
no tanto- Gilead) y hasta si me apuran la incesante búsqueda del lado oscuro de
los superhéroes, sus conflictos éticos, sus intimidades fieramente humanas, salvar
el mundo de la destrucción supone un desgaste emocional y personal, incluso el
descrédito, la ingratitud de los salvados, sentimientos negativos que no
compensan (si llegan, que esa es otra) los honores y logros alcanzados, aunque
sólo sea la satisfacción por un trabajo bien hecho. Ya somos varias las
generaciones que hemos crecido leyendo a Julio Verne, asombrándonos ante los
inventos y avances científicos que predijo, pasmándonos ante otros que resultan
plausibles, viviendo como futuribles historias cuya acción se sitúa (muy
preciso siempre con las fechas el autor francés) en el siglo XIX, a mediados de
los 70 el año 1999 parecía muy lejano (y se decía erróneamente -y se sigue diciendo-
que marcaba el final de un siglo y un milenio) y lo imaginábamos (bueno, lo hicieron
otros por nosotros) de lo más sofisticado tecnológicamente hablando (o lo que
en aquel entonces nos parecía como tal), repetíamos mil veces la frase de
inicio de la película (y de las que fueron llegando) pero obviábamos lo de “hace
mucho tiempo” para pensar que en el futuro portaríamos espadas láser, la
franquicia en torno a Érase una vez… el hombre empezaba a ampliarse tras
la serie madre con Érase una vez… el espacio, no nos olvidemos de La
fuga de Logan, Galáctica, El planeta de los simios o Star Trek (en
cine y en televisión), eso por abandonar aquí la enumeración para no desviarnos
más de lo hecho del verdadero objeto/objetivo de este texto.
Más allá de amenazas de cualquier tipo, científicos con ansias de ser
los amos del mundo, seres venidos de otros planetas (o hallados al llegar a
ellos), máquinas que se rebelaban y cobraban (más) vida propia, el caso es que
el futuro, centrándonos en ese aspecto, se nos antojaba cómodo porque las
puertas se abrirían solas (o a nuestra orden/indicación), los ordenadores nos
suministrarían toda la información necesaria para actuar/sobrevivir/conocer,
podríamos teletransportarnos en cuestión de segundos (y hasta menos) a
cualquier lugar por lejano que estuviese, infinidad de innovaciones e inventos
que nos harían la vida más sencilla, el hecho de que apareciese algún personaje
que los utilizara de modo pernicioso o en su único provecho lo tomábamos como
algo necesario para que la acción de la película/serie/novela tuviera lugar más
que como advertencia de algo que viene ocurriendo desde que el mundo es mundo y
que, de alguna manera, propició la creación de los Premios Nobel (aquel que les
dio su apellido y los instituyó en su testamento no quería ser recordado como “el
mercader de la muerte”, así le habían llamado en un obituario publicado por
error -era su hermano el fallecido- ocho años antes de su muerte). Y eso es lo
que sucede con las redes sociales, más allá de lo mucho o poco que nos gusten,
que son dañinas, nocivas, tóxicas, peligrosas, todo lo que ustedes quieran (y
un servidor suscribe, de hecho he tardado en entrar en ellas, las he
profesionalizado todo lo que he podido y he reducido casi al mínimo mis
comentarios sobre otros asuntos, en concreto apenas tengo actividad en Twitter -es
un estercolero, yo mismo suelto bilis, es preferible mantenerse al margen- más
allá de lo que comparto desde Instagram), sí, pueden buscar adjetivos negativos
y casi todos parecen cuadrar, pero tendemos a olvidar/silenciar que somos
nosotros los que aportamos el contenido (los que lo somos) de las redes sociales,
más allá de las inasibles, etéreas y permisivas normas comunitarias de estos
lugares (excepto a la hora de censurar arte, hechos naturales, amor) por las
que se cuelan apologías, delitos, infamias, acosos de todo tipo y (mala)
condición, somos los usuarios los que transformamos un lugar de comunicación,
entretenimiento, ocio e información (hablando en general, que esa es otra, y
tanto vale para los que “ejercen” la profesión por/desde esa vía como por los
que le dan tal carta de naturaleza al usarla como fuente fidedigna -lo del
llamado “periodismo ciudadano”, al que pongo comillas, sobre todo a la primera
palabra, con toda la intención, lo dejo para otro día, aunque ya le he dado en
el lomo en otras oportunidades-), somos nosotros (sálvese el que pueda) quienes
minamos de mil maneras diferentes el camino/la convivencia, también en las
redes sociales.
Berta Bernad fue pionera en Instagram, de hecho lo fue también (y antes)
como bloguera, supo aprovechar lo que estas herramientas le ofrecían para
crecer en su trabajo y difundirlo, la revista Vogue afirmó que “su
estilo ecofriendly ha creado escuela”, fue premiada como comunicadora digital
e influencer, llegó a tener más de 100.000 seguidores (cuando no se
compraban ni falseaban), el caso es que un día decidió que hasta aquí había
llegado y canceló su cuenta de un día para otro. Los motivos, los porqués, los
razonamientos, lo que pasó y lo que vino le han servido como inspiración para
su primera novela, Mi nombre es Greta Godoy, publicada por Planeta el
pasado mes de abril, parte/eje de un proyecto que incluye música y vídeos,
diferentes disciplinas artísticas que se pueden conocer a través de la cuenta
de Instagram @greta_godoy (la autora no quiere volver a las redes, lo tiene muy
meditado, pero comprende que su criatura lo necesita, que es la mejor
plataforma posible, advierte de sus peligros pero no reniega de sus ventajas,
es positivo para su personaje/alter ego, no para ella, no es incoherente en
absoluto, basta con leerla y escucharla para percibirlo). Berta Bernad tuvo la
gentileza de abrir su casa a algunos blogueros o similares (me cuesta utilizar
los términos en inglés, ya lo saben, y aún más atribuírmelos, por ello
agradezco doblemente la invitación y la oportunidad, sé lo que en mi caso
valoran y me siento honrado y recompensado), gente con mucha
presencia/actividad en redes y muchos seguidores como mi Pepa Muñoz, nos
recibió una calurosísima tarde de finales de junio, nos acogió, nos refrescó, nos
presentó/anticipó canciones e imágenes nacidas tomando su novela como
inspiración, como motor, diferentes piezas de un universo que puede conocerse
en el orden/modo que se quiera, es decir, si ahora mismo les apetece (y tienen
cuenta en Instagram) pueden buscar el perfil mencionado más arriba, se mostró
sin disfraces ni artificios, una de las máximas razones por las que optó por
abandonar la red que la había hecho muy popular y, sobre todo, le había
proporcionado un medio de vida: “En Instagram existen clichés fotográficos,
estándares que no inspiran, se aspira a la instantánea más que a la vida que,
en realidad, es falsa”. Conviene decir ahora (o recalcar, porque ya se ha
insinuado antes) que Berta Bernad no mantiene ninguna cruzada contra las redes
sociales (de hecho, sigue trabajando en/para ellas a través de su agencia de
generación de contenidos), sólo se muestra como el mejor ejemplo de lo
perjudiciales que llegan a ser cuando consentimos que dirijan nuestra vida o la
que queremos presentar frente a los demás, asunto capital de la novela, tela de
araña de la que resulta complicado despegarse, círculo vicioso que genera sin
parar ondas concéntricas, falsedad bien ensayada que diría La Lupe, anhelos
sublimados transformados en instantáneas, patrocinados, subvencionados,
preparados, idealizados y ofrecidos como si fuesen verdaderos, como si esa fue
la cotidianeidad de los fotografiados, resumida en frases hechas/huecas
plagiadas de ocho mil manuales que hicieron lo propio con enseñanzas
filosóficas o espirituales y hasta con fábulas de Esopo, palabras placebo que
provocan el efecto contrario (o buscado por los expertos en marketing) y
generan ansiedad, envidia, tristeza, incluso odio a uno mismo por no ser capaz
de conseguir aquello que diríase está al alcance de la mano de cualquiera,
deseos inoculados como perentorios, exhibicionismo sin límites (o exposición
sin control, lo que es aún peor): “Salí de Instagram porque me superó lo de estar
en todos los sitios, en todos los titulares, tener que estar pendiente a todas
horas, competir aunque no quisiera”.
Mi nombre es Greta Godoy no es un manual, tampoco una autobiografía,
Berta lo deja muy claro al explicar cómo fue dando forma a la novela: “Yo
había escrito un libro de no ficción con toques de humor a partir de mi
experiencia, los capítulos se titulaban “Cómo sobrevivir a Instagram” o “Mama,
quiero ser influencer”, pero conocí a quien ahora es mi agente y me sugirió que
lo pasase a novela, que me buscase un apoyo literario, que me distanciase un
tanto de lo que escribía, así nació Greta”. Y como tal puede leerse, es
decir, el mensaje, la moraleja, la experiencia personal de la autora está latente
en el libro pero no entorpece la historia, da igual qué rostro pongamos a la
protagonista, las peripecias profesionales y sentimentales de Greta se
sustentan por sí mismas, habrá quien las lea como una historia contemporánea con
momentos románticos, otros de humor, también de desesperación, el tono y las
emociones van cambiando como sucede en la vida (en la de verdad, no en la
fotografiada -y retocada-), el caso es que la novela acepta que cada lector
profundice hasta donde quiera puesto que Berta no pretende imponer nada, sólo
ofrece su experiencia por si a alguien le es útil: “Me consta que ha habido
mucha gente que, tras varios años usando Instagram, ha encontrado mucho
consuelo en esta historia y me alegra poder hablar de este tema de las redes
sociales, la gran enfermedad del siglo XXI. Bueno, siempre aclaro que me
refiero a su mal uso, por supuesto. El otro día escuché que alguien decía que
se ayuda más a tomar una decisión insinuándola que imponiéndola y es lo que
hago con esta novela a través de un personaje inventado sólo en parte”. No
oculta su discurso, no lo camufla, está a la vista, pero como testimonio, para
que alguien escarmiente en cabeza ajena y no se despeñe por la misma pendiente
que autora/personaje, para que las reglas del juego empiecen a cambiar, para
que Instagram mantenga sus virtudes: “Es una herramienta muy útil, pero hay
que saber utilizarla porque, si no es así, condiciona cómo actúas, cómo
reflejas tu vida, qué cuentas y en qué manera. Ahora mismo, se ha convertido en
una paradoja de la vida, todo está magnificado, intensificado, hay que saber
desconectar y no tomárselo todo de manera literal, no crearnos necesidades
ficticias”. Alejada de cualquier tono didáctico, Mi nombre es Greta
Godoy ayuda a separar la paja del trigo y, tal vez a su pesar, a que
queramos contribuir a conseguir un Instagram más humano, auténtico y variado
(un servidor, por ejemplo, hace textos larguísimos, es inevitable, la imagen es
en muchas ocasiones la excusa para compartir opiniones/reflexiones con los demás,
no creo que sea una batalla perdida, llegará el día en que los likes vendrán
por ese motivo y no por haber escogido una fotografía de Aidan Turner, como
sucedió ayer -el resto, si lo desean, búsquenlo en mi perfil de Instagram-).