sábado, 30 de diciembre de 2017

REGOCIJO PERMANENTE






   En estos días me han faltado las fuerzas, no he sido capaz de poner ese piloto automático o deformación profesional que, si me marco un objetivo, un a modo de entrega, un tener que cumplir con una obligación, consigue que, tal y como ha afirmado en alguna ocasión Isabel Allende (se sintió vacía tras terminar Paula y pensó que la inspiración e incluso las ganas no regresarían jamás), se complete un texto por más que resulte ajeno, mecánico, sin alma, la parte periodística (en mi caso, le corresponde un porcentaje muy alto de todo lo que escribo) termina por imponerse, aunque sea de aquella manera con la que uno no se siente satisfecho (ni total ni parcialmente, frágil consuelo lo segundo), por más que pueda dar el pego delante de extraños e incluso algunos propios; pero, como digo, esta vez no ha sido así, tal vez porque todo lo que me nacía era muy personal, fruto de mi tormenta interior (con estallido exterior incluido que fue lo que, literalmente, me arrojó hacia el teclado con ansias vengativas, no puedo negarlo), no era capaz de tomar distancia, se me agolpaban demasiadas cosas y, aunque necesitaba darles curso, liberarlas, vomitarlas, extirpármelas, el caudal era excesivo para el cauce que me veía capaz (o incapaz) de trazar, a ratos me espantaba de mí mismo y de la crudeza de mis palabras, en otros me vencía el pudor, el no querer hacer (más) daño a gentes que no lo merecían (más), me parecía estar traicionando ciertos afectos que mantengo muy vivos, compromisos personales que nunca dejarán de estar vigentes, tal vez equivocadamente, en el sentido de que el silencio me convierte en cómplice de quien sembró cizaña y dolor, el caso es que me replegué en mí mismo y opté por desaparecer. En lo más hondo, en lo más íntimo, en lo más familiar, el panorama ha dado un giro de 180 grados en pocos días, en realidad en unas horas, en un momento concreto que, aunque podría haber sido el catalizador de un nuevo brote de angustia, de otro grito desesperado, a la larga (bueno, en apenas un rato: hay procesos que llevan tanto tiempo fraguándose que suceden sin que los percibas y sólo tomas conciencia a posteriori cuando los resultados son patentes e incontenibles, cuando no se puede -ni se quiere- volver atrás), ha supuesto un alivio tremendo, un suspiro reprimido demasiado tiempo que por fin encontró la salida, una liberación en toda regla, una amnistía para ese magma que se ha ido aposentando y solidificando en el alma hasta asfixiarla, pero quedaba un hálito muy apagado, el suficiente para resistir hasta que, ahora sí, se puede afrontar la tarea de escribir sin lastres ni angustias ni pies de plomo, todo lo contrario, siendo honesto con quienes no merecen que la historieta la cuenten otros, gentes a y con las que hacer justicia aunque sea a toro pasado, reprochándome la cobardía de no haberlo hecho cuando se debió, recriminando las ruedas de molino que me hicieron tragar, poniendo en mi debe personal las que yo mismo amasé y acepté cuando tenía edad y capacidad para haber actuado de otro modo, aceptando sin rechistar (el comecome interior no cuenta ni exime, ni tan siquiera es un atenuante que alegar en la defensa a la que renuncio porque yo mismo me acuso del delito) la coartada de no infligir más dolor a los que, todo hay que decirlo, me hubiese gustado actuasen de otro modo por más que comprenda sus porqués (o, al menos, acepte sus justificaciones). Y eso llegará, sí, está más que decidido, ya empecé a darle forma, no como serenata de arpa sino como algo más extenso y distinto, quién iba a decir que el impulso creador llegaría de esa manera y por esa vía, quién diría que el permiso para levantar la voz me vendría de aquellos que tanto se han beneficiado de mi silencio (que, tal vez, consideraban olvido), esos por los que, debo reconocerlo, a veces he obviado determinados comentarios o alusiones (cara a cara y en Facebook) en base a no sé qué lealtad o prudencia cuando ya habían demostrado con creces (y ahora han terminado de hacerlo) que no merecen ninguna de ellas. 

   Y esto, como tantas veces, es la vida desbaratando (en parte) los planes que uno va forjando/improvisando, puesto que andaba buscando cómo salir de esa oscuridad anímica (por más que busque el ángulo con menos luz del salón), no quería permanecer ahí, en parte me avergonzaba haber llegado a ese extremo, el caso es que, justo antes de que sucediese aquello que ni ahora ni aquí será expuesto (¿exhibido sería más correcto?), encontré el asidero perfecto, el reconstituyente que nunca falla, la medicina que desde siempre ha demostrado su eficacia, la que sobre todo me legaron la tía Carmen y el tío Miguel, es decir, el cine, la literatura, las otras vidas, las que transformamos en propias. Primero, me metí en vena varios capítulos de la duodécima temporada de Anatomía de Grey, serial que veo a rachas y vigilando la dosis para no empacharme, que siempre me provoca alguna lágrima (no venía mal ayudar a que, ya que estábamos, saliesen todas o, al menos, muchas de las enquistadas, lamiéndome las heridas con indudable masoquismo, también con afán lenitivo y cicatrizante), entretenimiento fácil y si se quiere básico que no obliga a pensar, aceptas su código y te dejas envolver por una atmósfera amable, ñoña, mullida, ralentizas el cerebro, te zambulles en ese universo, te dejas abducir, por otro lado conseguí cierta paz (o recobrar aún más de lo habitual la zozobra de cuando me identificaba con Bastian incluso antes de conocer el libro de Michael Ende) para seguir leyendo, para sumergirme en las palabras, para continuar con la eterna transfusión que por los ojos me aporta la savia para que el corazón siga latiendo, tener a Pablo lejos estos días provoca que sienta descosido algún rincón del alma pero refugiarme en el hogar que buscó y adquirió para los dos (los tres, cómo olvidar a Dobby, tan viejito y asocial, tan intuitivo a la hora de ponerse cariñoso) fue un ingrediente básico en esta terapia intensiva de reposición (sé que no me he curado, hay cicatrices susceptibles de volver a abrirse, pero me noto mucho más capaz de afrontar cualquier rebrote). Y recolocando libros y películas, evocando momentos compartidos, cuándo llegaron a casa tantos volúmenes, dónde encontramos ese DVD o aquel Blu-Ray, recuperé una de esas hojitas en las que voy tomando notas mientras leo para preparar una entrevista y/o un texto, asomó entre las páginas del libro que Katharine Hepburn dedicó al rodaje de La Reina de África (y que subtituló O cómo fui a África con Bogart, Bacall y Huston y casi pierdo la razón), uno de los muchos regalos que Pablo me ha hecho, un relato breve pero intenso de cómo se forjó aquella obra maestra (sin ser muy o nada conscientes de ello ninguno de los que la hicieron posible), eso me hizo buscar la deliciosa biografía íntima (también llegó a casa como presente de Pablo) que Garson Kanin dedicó a la actriz y a quien fue su pareja sentimental y profesional (si bien esto intermitentemente) durante algo más de veinticinco años, Spencer Tracy, cogí la autobiografía de la Hepburn, traducida como Yo misma. Historias de mi vida pero que en inglés se presentaba con un sonoro, definitorio y definitivo Me, en un instante me sentí inundado por el regocijo, por el placer, por el gustazo de reencontrarme con estos a los que sólo puedo considerar viejos y queridos amigos, esta pareja a la que sólo puedo admirar y querer, mitificar, glorificar y sublimar, incluso en sus imperfecciones, en lo que les humaniza, en sus posibles errores e incoherencias, en su sabiduría para mantener vivo el amor, en lo mucho que inspiran y motivan, en ese legado vital, emocional y cinematográfico en el que, a veces, se confunde lo real con lo ficticio.

   Sin negar lo evidente pero salvaguardando su intimidad, discretos para no hacer más daño del debido, ocultando sus sentimientos excepto cuando se los cedían a sus personajes (o los utilizaban como excusa para mostrarlos sin recato), Hepburn y Tracy rehuían los focos, las cámaras, la exhibición excepto por motivos laborales, la gloriosa intérprete se enfadó muchísimo con su íntimo amigo Garson Kanin por lo que entendió una invasión, un sacar a la luz detalles, anécdotas, experiencias, emociones que quería mantener a buen recaudo, lo cierto es que, aun comprendiéndola, cuesta calificar como traición la continua loa que el guionista (a medias con su mujer, la también maravillosa actriz Ruth Gordon) de La costilla de Adán hace de dos personas a las que se nota lo mucho que admira y adora (en presente, por más que Tracy ya hubiese muerto cuando publicó el libro) como intérpretes y, sobre todo, como amigos, como personas a las que retrata con cariño, regalando a sus fans una obra que se lee con una permanente sonrisa y alguna lagrimilla. Pero, al final, no podía ser de otro modo, ella tomó la palabra, primero centrándose en La Reina de África, después, sorprendiendo a todo el mundo y hasta a sí misma, dejando que hablase aquella que estaba escondida detrás de la actriz, pidiendo paso tal y como explica en el prólogo (“Soy lo que se llama el poder en la sombra. Soy tu… tu carácter. ¿No lo llaman así? Tu “haz esto, no hagas aquello”. Tu esencia”), guardando un capítulo titulado Spencer hasta la página 277 y, en ese momento, siendo tan impersonal como sigue: “Spencer Tracy es una estrella de verdadera calidad. Es la estrella para un actor; la estrella para la gente. Su calidad es clara y directa. Haces una pregunta y obtienes una respuesta. Sin pausa, sin ideas retorcidas: una respuesta simple. Habla. Escucha. No es muy conversador; tampoco demasiado emotivo. Es sencillo y totalmente honesto. Te hace creer en lo que dice.” Algunas (pocas) páginas después anuncia “Pero volveré a hablar de Spencer más adelante. No seáis impaciente. Yo no lo fui” y no retoma el asunto hasta que han pasado otras 100, si bien es cierto que el capítulo se anuncia como El amor y Hepburn, en esta ocasión, no da largas y deja asomar (sin excesos) su corazón: 

   “Ahora voy a hablar de Spencer. Tal vez os parezca que habéis esperado mucho, pero afrontemos los hechos: yo también esperé. Tenía treinta y tres años.
   >>Me parece que descubrí lo que realmente significa la expresión “Te amo”. Quiere decir que te pongo a ti y tus intereses y comodidad por encima de mis intereses y mi comodidad porque te amo.
   >>(…)La gente me ha preguntado qué tenía Spence para que yo permaneciera a su lado casi treinta años. Y por alguna razón me resulta imposible contestar. Honestamente, no lo sé. Sólo puedo decir que jamás hubiera podido dejarlo. Estaba allí… y yo le pertenecía. Quería que fuera feliz… que se sintiera seguro, cómodo. Me gustaba atenderle… escucharle… alimentarle… hablarle… trabajar para él. Trataba de no molestarle ni irritarle ni fastidiarle, preocuparle o reñirle. Luché por modificar todas aquellas cosas que sentía que no le gustaban. Me parecía que algunas de mis más preciadas cualidades le resultaban irritantes. Las eliminé, las reprimí tanto como pude.
   >>(…)No tengo ni idea de lo que sentía Spence por mí. Sólo puedo decir que creo que si no le hubiese gustado, no se habría quedado conmigo. Tan sencillo como esto. Él no hablaba del tema y yo tampoco. Simplemente, pasamos juntos veintisiete años en lo que para mí era una situación de felicidad total.
   >>Se llama Amor.”

   Y en contra de lo que más de uno (y sobre todo una) dirá, no veo sumisión ni anulación ni sometimiento ni machismo ni nada por el estilo, puede que sorprenda que una mujer que es, por méritos propios, por obra desarrollada, referente e icono feminista, un ejemplo de independencia, de libertad, de lucha, de reafirmación, adopte este papel, esta posición que calificarán de secundaria, de servilismo, pero parece quedar claro que lo hizo porque quiso, porque le quiso, que si se sintió obligada fue porque así le nació, así se lo dictó su corazón, el mismo que ofreció camuflándolo de estupenda interpretación en el último filme que protagonizaron, el que Tracy no llegó a ver estrenado (falleció pocos días después de terminar el rodaje), ese que tanto me emociona, el que posee una de las secuencias finales más maravillosas y bellas jamás filmadas, por eso Adivina quién viene esta noche iba a aparecer en Finales de cine, pero al final lo dejamos para Madres de película, cómo no terminar este texto de reencuentro y regreso a mí mismo con lo que escribimos para aquel libro:

   Es muy común utilizar la metáfora del pegamento para hablar del papel capital desempeñado por la madre en aquello que se recibe como perfecto funcionamiento de la familia: ella es la que, haciendo mil y un equilibrios, consigue armonizar todas las piezas, no consiente las desuniones, actúa con más fuerza que la goma arábiga para que las junturas no se separen. Lo fundamental de esta acción es que no se note, es decir, por seguir con el paralelismo, que sólo se utilicen las gotas necesarias, que no aparezcan engrudos pegajosos que pringuen y ensucien más de la cuenta, que cada uno sienta que actúa por propia iniciativa, sin percibir la benéfica influencia (aunque, y en este libro encontramos múltiples ejemplos, también se puede buscar el efecto contrario y convertirse en el motivo de disputas y/o separaciones). Christina Drayton (Katharine Hepburn) ha conseguido conciliar los caracteres dispares de ella y Matt (Spencer Tracy), su marido, y de ambos y su hija Joey (Katharine Houghton), permitiendo que cada uno se sienta libre para exponer sus opiniones, para actuar por su cuenta, sin producirse encontronazos, logrando que cualquier perturbación quede diluida en una pasajera disensión. Pero, por muy ideal que la situación parezca vista desde fuera, todo equilibrio puede romperse cuando entran en juego los prejuicios y el inmovilismo.

   Joey regresa a casa de sus padres para que conozcan a su prometido, John Prentice (Sidney Poitier), sin haberles comunicado que el joven es de raza negra; aunque Matt siempre ha pregonado y defendido la igualdad entre las personas, es cosa bien distinta experimentar sus consecuencias en carne propia y Christina, al tener frente a frente a su futuro yerno, anticipa el drama que puede avecinarse con un sonoro “¡córcholis!” que en labios de Katharine Hepburn se transforma en un inolvidable gag, secundado por la falta de reacción de Matt, quien al principio no parece percatarse de la realidad (ver a Spencer Tracy frenarse y regresar al porche para que le confirmen que, efectivamente, John no es blanco, debería ser obligatorio en cualquier escuela de interpretación). William Rose consigue mantener en el primer tramo de la narración un tono amable, sin énfasis, casi de permanente comicidad, conduciendo poco a poco la historia a un estilo muy sensible, emotivo y honesto porque es consciente de estar escribiendo la despedida de Tracy (ya muy enfermo, llevaba cuatro años sin actuar –desde El mundo está loco, loco, loco, también a las órdenes de Kramer-) y quiere rendir homenaje a una pareja que, al igual que los jóvenes de su guión, han construido su relación a pesar de las adversidades, unidos como el primer día sin importarles las habladurías, rompiendo todos los tabúes y superando todos los obstáculos durante veinticinco años. Hepburn aceptó ponerse a la sombra de Tracy (no le importó figurar la tercera en el reparto) para apuntalar su portentosa interpretación con cariño, veneración y sinceridad: aunque hace gala de su legendario control, de su contención y dominio del tempo dramático, Katie aparece en pantalla como mujer rendidamente enamorada y, aunque en composición veamos a Christina, en gestos y emociones nos permite atisbar (ella, siempre tan celosa de su intimidad) importantes fragmentos de su interior.

   Aun galardonada con el Oscar, el segundo de su carrera, muchos tienden a considerar esta interpretación como rutinaria o sencilla para el inmenso talento de Katie (ella declaró que consideraba el premio compartido con Spencer, incluso otorgado por no poder dárselo a él –murió pocos días después de finalizar el rodaje y, en aquel tiempo, la Academia era reacia a entregar premios póstumos-); sin embargo, aunque en su fastuosa filmografía abunden las cimas, en esta cinta podemos encontrar varios momentos brillantes, definitorios de lo que podría llamarse “toque Hepburn”: ¿Cómo no admirarse de la forma en que templa, recibe y estoquea a su compañera Hillary (Virginia Christine) sin darle opción a réplica, defendiendo a los suyos como una leona? ¿Cómo no emocionarse al verla derrumbarse ante Monseñor Ryan (Cecil Kellaway) porque sabe que su marido se opone a la boda y se ve incapaz de contener la tormenta por más tiempo? ¿Cómo no enternecerse cuando toma un helado junto a su marido, enfurruñado porque no recuerda el sabor que tanto le gusta? Y el placer que siempre proporciona al espectador una actriz de su calibre se multiplica por mil en la magnífica escena final, escrita para el lucimiento de Tracy, pero perfectamente complementada por ella.

   Los padres de John llegan a casa de los Drayton para conocerse antes de la boda, entrando en escena la segunda madre de la historia, la señora Prentice (Beah Richards), quien, más allá de discursos, diatribas o frases hechas, logra que Matt reaccione y mire el amor de los muchachos con ojos limpios al recriminarle que se haya olvidado de lo que él sintió cuando era joven y conoció a la que hoy es su esposa. Con la sencillez de los actores que superan cualquier calificativo, Tracy masculla un “¡Pero seré estúpido!” que expande el corazón de la audiencia porque se sabe lleno de verdad, la misma verdad con la que Katharine Hepburn escucha el discurso que pone brillante colofón a la película, la rúbrica perfecta a una historia de amor inolvidable e imperecedera: él es consciente de ser un trasto viejo y acabado, pero aún sabe lo que es querer a una mujer y, en un mágico instante en que realidad y ficción se hermanan como pocas veces, confirma que todo lo amado sigue ahí, vivo e indestructible, y lo único que debe contar para la joven pareja es quererse “aunque sea la mitad de lo que nosotros nos quisimos”. Tracy mira a Hepburn con tranquilidad, con los ojos llenos de paz y amor, mientras que los de ella destilan emoción, pasión, magia: cuando el patriarca anuncia que, una vez superados los problemas, ya pueden compartir la cena como una única familia, su cómplice, su camarada, su amiga (su mujer en la pantalla, sí, pero llegados a este punto uno ya no sabe si habla de los Drayton o de Spencer y Katie), le tiende la mano con admiración, con el respeto debido a un inmenso actor junto al cual reinventó la definición de la palabra “química”.

   
  

jueves, 21 de diciembre de 2017

VOLVER A LOS 17






   Aunque es algo en lo que he reparado en los últimos tiempos, si echo la vista atrás caigo en la cuenta de que, casi desde siempre, ha sido importante para mí tener muy claro el título que voy a poner al texto antes de empezar con la escritura (aunque se dan excepciones, por supuesto: a veces aparece al final o durante el proceso, puede que haya más de uno posible y no me decida hasta el último momento); cuando llenaba compulsivamente cuadernos (desde muy temprana edad, ese instinto brotó en seguida, esa vocación a la que tardé en considerar tal horadó su propio cauce y nadie pudo contenerla) con artículos (así los consideraba aún antes de estudiar Periodismo porque eran una de mis lecturas cotidianas entre el diario que compraba mi padre y las revistas políticas que conseguía el tío Miguel gracias a una compañera), críticas de cine, reflexiones, lo que fuese, para compensar mi feísima y bastante ilegible caligrafía intentaba no corregir, no tachar, escribir del tirón y, por lo tanto, lo primero que ponía era el título y ahí quedaba bien a la vista, sin marcha atrás, sin arrepentimientos, sin cambios (o eso me obligaría a copiar/rehacer todo lo escrito bajo ese encabezamiento). En lo que al blog se refiere (algo que comparte con su hermano, el últimamente abandonado Celuloide en vena), ya he comentado en alguna ocasión que lo de tener el título decidido llega a obsesionarme/paralizarme cuando no aparece durante la lectura previa, la entrevista si la hay, la transcripción de la misma, es decir, me encuentro un tanto (o muy) bloqueado cuando no sé cómo se va a llamar la nueva tonada del arpa, algo que no ha sucedido en esta ocasión puesto que comenté a Roy Galán la posibilidad de nominar a este texto haciendo un homenaje a Violeta Parra, a él le pareció una estupenda elección y así zanjamos el asunto la semana pasada cuando tuve el inmenso placer de compartir conversación con él en Madrid durante su visita para promocionar La ternura, su segunda novela que, al igual que Irrepetible, su ópera prima, ha aparecido recientemente en la colección BlackBirds de Alfaguara. Confesaré que he estado a punto de incumplir la promesa porque me atraía muchísimo tomar directamente uno de los versos del poema/canción, ese que dice “volver a ser de repente tan frágil como un segundo”, incluso sólo las cinco últimas palabras, creo que tanto Gata, la narradora/protagonista de la historia, como su madre se sienten así en más de una ocasión, es algo positivo que lo hagan, hay que volver a los 17, hay que tenerlos vivos en el ánimo, en el corazón, en nuestra actitud frente al mundo, en nuestro modo de afrontar la vida, así me lo inspiró la lectura y así lo confirma su autor: “Para mí, la ternura es la posibilidad de querer y ser querido, o sea, no pierdas el asombro ni el darte, sigue haciéndolo aunque tengas los años que tengas, no tengas miedo a que te hagan daño, parece que pasamos por la adolescencia, sufrimos, nos construimos una especie de búnker y no nos consentimos ser tiernos, sólo en la intimidad y no siempre, por eso el libro reivindica un estado de ánimo que hay que mantener a lo largo del tiempo”.
   Descubro que el DRAE se queda un poco corto a la hora de definir “fenómeno” a pesar de ofrecer seis acepciones distintas y de que una, la relativa a la Kant, englobe todas las sancionadas y las que cada uno quiera incorporar siempre que nos refiramos a “lo que es objeto de la experiencia sensible”; pero el caso es que, más allá de hablar con una “persona sobresaliente en su línea” (se refiere a la percepción que uno tiene sobre ella, es decir, que es un servidor quien le califica de ese modo), con alguien de quien se puede decir sin faltar a la verdad que es “muy bueno, magnífico, sensacional” por lo que consigue día a día, echo de menos que el diccionario señale específicamente esos hechos (o gentes) que sirven, de una forma u otra, para caracterizar una época, un momento, un movimiento, un éxito, una realidad, que es la que sucede cada vez que Roy Galán publica un nuevo texto en Facebook y casi inmediatamente se transforma en viral, siendo para el carpetovetónico que suscribe (por eso continúo sin asomarme por Twitter) todo un fenómeno que, en contra de lo que se cuenta, demuestra, impone, reduce, eso sucede con escritos largos, complejos, elaborados, nada de un par de ocurrencias, una frase hecha, un emoticono, un no decir, una cucharada de melaza, una buena dosis de moralina, una obviedad palmaria, Paulo Coelho y demás invasores de las redes sociales, el pensamiento mutilado (e incluso mal copiado) de un poeta, escritor o filósofo, una cita apócrifa o refundida hasta no tener nada que ver con la original de, por ejemplo, Virginia Woolf, un lugar común sobre Jean Austen, el ripio más inane (y hasta puede que infame) usado como burla contra Gloria Fuertes. Lo de Roy Galán es muy diferente, hoy mismo le ha dado un merecidísimo zasca a Matt Damon, ese pobrecito hombre blanco, heterosexual y privilegiado que de alguna manera se siente atacado por que las mujeres de su hábitat y profesión estén alzando la voz contra los constantes, sabidos y consentidos abusos que vienen sufriendo desde hace tanto (desde el inicio de los tiempos), un zasca de más de 500 palabras (ya en caracteres ni les cuento). Pero vayamos primero con su reacción cuando, casi sin anestesia, antes de que nos hayan traído el café (para mí) y el agua (para él), le suelto si ya va aceptando el hecho de que, números y repercusión cantan, es todo un fenómeno: “Eso debe ir con la personalidad de cada uno, pero la mía no puede asumir que soy un fenómeno y tener que gestionarlo: al final, soy escritor porque la gente me lo llama y si eso es lo que dicen eso debo ser. En cuanto a lo de fenómeno, no, tampoco esto me pilla con dieciocho años, he vivido otro tipo de vida, he tenido un trabajo estable en la administración pública, estudié Derecho; esto para mí es una grata sorpresa y es muy bonito que esto suceda una vez en la vida, no sé cuánto durará, pero lo único que me preocupa es pasarlo bien y aprovecharlo”.
   Y, como decimos, entonces llegó Facebook y, aunque él lo viva con pasmosas tranquilidad, sencillez y modestia, fue el delirio, reproducciones de sus palabras aumentando en progresión geométrica minuto a minuto, todo un fenómeno, ya digo, también en el sentido de que se supone que las redes sociales son lo peor, que sólo hay espacio para el odio, las faltas de ortografía, el autoritarismo (de cualquier sesgo, tipo e intensidad: lo bueno es lo mío, si no eres como yo eres diferente, por lo tanto eres raro, estás enfermo, eres mi enemigo, quiero acabar contigo, te deseo la muerte), el pensamiento más que único plano e incluso la falta de cualquier cosa que pueda ser considerada así, nos volveremos tontos, locos, mediocres, el apocalipsis, olvidando que el detalle está en el uso que se haga de ellas, como de cualquier cosa: ““Mi propio entorno me decía “¿qué haces todo el día ahí en Internet?”, se da demasiada importancia al medio, porque la literatura se puede hacer en la puerta de un baño, en una red social, en una conversación en la calle o tomando una cerveza, las palabras son herramientas para cambiar el mundo y aparecen en cualquier lugar. De pronto fui consciente de que estaba en casa de mucha gente y quise hablar de cosas que me importaban, hice un acto premeditado de honestidad para no vender mi mejor cara sino hablar desde la verdad, desde la mía en concreto, por supuesto. No me tengo por abanderado o ejemplo de nada, pero me alegra contribuir a que la banalidad que se atribuye por defecto a las redes sociales pueda dignificarse”. Y por este (buen) uso hay quien le considera un revolucionario, pero también hay quien le mira mal y, sobre todo, intenta rebajar una dedicación y un contenido que ya quisieran otros muchos, esos supuestos guardianes de las esencias: “La literatura, el arte, la cultura en general siempre ha estado muy sustraída de los ciudadanos, de la gente, de sus verdaderos consumidores; hay quien se apodera de la sabiduría y no la cede, se utiliza como reconocimiento, para darse valor, para ponerse por encima del resto y la literatura sólo se hace de manera esporádica, inaccesible, un tanto extraña, todas estas cosas que tienen que ver con lo que se supone debe ser un escritor. En ese sentido, comprendo que puede molestar que yo lo haga de forma muy promiscua, gratis, pero yo sólo quiero que la gente ame las palabras como yo lo hago y entienda que son ellas las que construyen la realidad, no busco el prestigio a través de ellas. Por eso lo que más disfruto es lo que hago en redes: saber que en cualquier lugar del mundo puede haber alguien que se sienta comprendido, tal y como me pasó con tantos libros cuando era chaval, pero como ahora se lee mucho menos, he utilizado las redes para transmitir de forma sencilla mi emoción por el cine, por la literatura. Podría decirse que me limito a recomendar emociones, a invitar a que se compartan, y creo que eso invita al relato, a la posibilidad de la ficción, que la gente se detenga en textos largos que tocan temas duros ya significa algo”.
   Y la espontaneidad, la naturalidad, la falta de pudor con que aborda ciertos temas, la inmediatez, rapidez y eficacia de su prosa, su fácil comprensión pero cuidada elaboración, su modo de comunicar sin artificios ha calado muy hondo entre los jóvenes, es algo lógico, los fieles del blog recordarán que lo hablábamos hace poco con Maite Carranza y también lo encontrábamos en su modo de hacer literatura, lo que se supone escrito para ellos, lo que se promociona, las lecturas que se les ordenan no les hablan directamente ni les tratan como personas, así no se hacen lectores, por fortuna las cosas van cambiando, aunque sea poco a poco y muy tímidamente, porque hay fenómenos que no se quedan en eso, que van a más, que abren vías, que despiertan ganas e interés por otros escritores y otras literaturas, porque hay autores que, simplemente, escriben y su público objetivo (qué expresión tan fea, la verdad) ya vendrá después: “Nunca pienso para quién estoy escribiendo, aunque acepté la propuesta de Alfaguara para mi primer libro precisamente porque me dijeron que sería para una colección juvenil, creo que es bueno poner ahí el acento. Y es fundamental lo de no imponer nada: de hecho, yo odié El guardián entre el centeno la primera vez que lo leí porque me obligaron a hacerlo [a estudiarlo en lugar de a sentirlo -es un aporte propio, me lo inspiran sus palabras-], un libro que, paradójicamente, habla de la libertad, de encontrar tu lugar el mundo. A ese Holden tan reivindicativo tampoco le hubiese gustado su libro de haberle obligado a leerlo, pero es una pena que haya quien se pierda esa historia por eso, yo lo hubiese hecho de no haberla releído unos años después”. No cita en vano a Salinger, no es un mero ejemplo, con La ternura Roy Galán quiere rendir homenaje a un libro que le cambió la vida, porque por mucho que haya a quien le parezca exageraciones, sublimaciones o quimeras, delirios quijotescos, romanticismos que se quieren ver trasnochados, el que es lector, el que lo probó sabe que es cierto, que eso pasa, que de pronto hay un libro que te transforma, que te hace tomar conciencia, que te da la vuelta como un calcetín, por eso se rastrea El guardián entre el centeno en las páginas de La ternura, su aliento, su inspiración, su modo de sacudir, su fantástica provocación (necesitamos que nos metan los dedos en la boca, no nos engañemos); por eso Holden Caulfield empieza diciendo “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso”, y asimismo Gata advierte rotunda “No. De eso no hablaré. Explicaré lo de mi dedo y lo de la cicatriz y lo del ruido de cristales rotos, sí, pero no contaré todo”. Pero Roy Galán (o Gata, su protagonista –“a veces me engaña”-) toma pronto su propio camino, el que convierte a La ternura en todo un viaje a lo más profundo de cada uno, a lo que no debemos olvidar, a lo que no debemos desperdiciar, en toda una invitación a hablar y a escuchar.
   Y es que la novela, como ya se dijo, está contada en primera persona por Gata pero no podemos descuidar la importancia de la madre, personaje aparentemente secundario pero con tanta o más presencia que su hija (ausente en gran parte de la narración, precisamente por ello sentimos su impronta), por eso en un momento dado tomará la palabra, para redondear la historia: “En un momento dado, Gata se siente terriblemente culpable y busca la redención aunque los resultados sean catastróficos, por eso quise dar voz a la madre, para equilibrar la balanza ya que también ella, es lógico y humano, se siente culpable. Hay que tratar a ambas en igualdad de condiciones, es decir, ni las hijas son idiotas ni hay que olvidar que las madres son mujeres más allá de esa función”. Ese es un acierto capital porque es cuando La ternura adquiere esa bidireccionalidad, la posibilidad de ser comprendida y vibrada por mujeres (y hombres, no miren para otro lado) de cualquier generación, porque se dirige a todas (y todos) sin jerarquizar, sin esa prosa que uno ha dado en llamar placebo, sin dirigir emociones ni conclusiones, he ahí la elegancia del autor: “No se entra en la moraleja, esa cosa tan fea y mecánica, no es una cuestión de moral: para mí, el libro es un reencuentro. Perdí a mi madre con trece años, por eso hablo de decir “te quiero” cuando se está a tiempo, no desperdiciar la oportunidad, igual no hay otra, en eso reside para mí la ternura: es un trozo de cordón umbilical que aún queda y se siente vivo pero se olvida en ese momento en que estás construyéndote una identidad que siempre está en contraposición a todo lo que has conocido, al cariño, parece que te construyes de una manera violenta, agresiva, déspota, que hacerse mayor es dejar atrás la vulnerabilidad, la fragilidad, que sólo es posible en la infancia. Es una llamada de atención, darse cuenta de que eso no va a volver”. Ya lo decía Mari Trini en una canción (Pero ellos no son) que creo he citado en diferentes ocasiones, será porque llegó justo cuando cumplía 17 años (¡Violeta!) y, claro, me pareció que hablaba de mí, adolescente en medio de ninguna parte, ni niño ni adulto, recibiendo instrucciones que se antojan contradictorias, normas estrictas que te coartan, esos mayores que no te entienden a los que la cantautora hace reflexionar: “¿Para qué hacer reproches si nosotros fuimos igual?”. Y, sí, es fácil comprobarlo cuando Gata abre su corazón (en la medida en que lo hace) porque aparecen puntos en común más allá de las experiencias concretas, no podemos negar que sus palabras nos suenan, nos hacen evocar, en algunos momentos nos representan: “De lo que más contento estoy, porque es algo que trabajé mucho y que me preocupaba no conseguir, es de que el personaje central está vivo: Gata habla por sí misma y a veces es envidiosa, egocéntrica, tiene una mirada muy especial sobre el mundo. Me siento especialmente orgulloso de la reacción de un lector masculino, porque el libro, porque así lo quise, es eminentemente femenino y sobre todo maternal, hace poco me escribió un lector para decirme que ahora está más por casa, que su madre le ha dicho “¿cómo es que esta semana te veo tanto?” y que le dijo que mi libro le estaba recordando lo que es ser hijo”. Ya lo ven, un hombre se ha sentido tocado por el libro, ¿les da miedo que también les pase a ustedes?, no me sean remisos o, perdonen que sea tan directo, estúpidos, por favor.
   Al margen de por su contenido, La ternura es toda una experiencia por su apariencia, por su edición, porque como mero objeto es bello, porque el diseño es atractivísimo, porque las ilustraciones de Alexis Bukowski arropan y cobijan las palabras de Roy Galán con amor maternal (nada más propicio), porque se integran a la perfección, porque aportan otra dimensión, porque la novela está muy pensada hasta cómo y de qué forma, en qué momento las ilustraciones toman al lector por las solapas y lo arrastran (y no desvelaremos qué sucede específicamente en ese punto del relato): “Tengo muchísima suerte, primero porque una editorial contactó conmigo, con la de gente con talento a la que no se publica; después, porque me dan total libertad y, puesto que el primer libro lo hice junto a mi hermana, ahora quería incorporar otra voz, entonces me propusieron a Alexis y le dejé crear, tan sólo le pedí que recordase por qué dibujaba y no era banquero. Sí decidí en qué momento concreto aparecerían las ilustraciones, justo cuando entramos de verdad dentro de Gata, ese momento de intimidad en que no ponemos barreras, aflora la parte tierna, también todo lo onírico, ahí es capaz de aparcar sus neurosis, las frustraciones, de no estar preocupada por lo que los demás piensan de ella, se deja ver, se muestra tal cual”. Igual impacto tienen en el lector unas páginas en negro, así sin más, de repente todo se oscurece, no hay solución, es la asfixia absoluta, el muro infranqueable, la vida sin paliativos: “Las páginas en negro las tenía clarísimas porque representan el momento en que te haces mayor, ella tiene que tomar una decisión que no es cualquiera, algo depende de ella, no puede esconderse debajo de la cama aunque es lo que le encantaría hacer, no puede delegar en nadie, se hace mayor y lo hace en negro porque ese tránsito no suele hacerse por una cuestión feliz, fundimos y al volver la vida ha cambiado”.
   Sin un plan predeterminado, con su intuición como arma y herramienta, la misma que hasta ahora le ha ayudado a conducirse, Roy Galán tiene claro que va a seguir escribiendo y, por supuesto, siendo feminista, otra de las palabras, junto a fenómeno y revolucionario, que más se le asocian cuando se navega por las redes, pero ésta sí la esgrime y acepta, incluso él mismo se define así: “Cuando tienes un foco sobre ti, cuando tienes seguidores, una repercusión, puedes elegir qué hacer [o no hacer, añado -hay tanto intelectualillo mudo, consentidor, paniaguado-], eso es lo que ofreces, y yo elijo reivindicar aquello que me parece debe serlo, fundamentalmente el feminismo, porque de su mano llegan otras muchas demandas, casi todo lo que tiene que ver con lo bueno del mundo. ¿Cómo no ponerlo de manifiesto? ¿Cómo no hablar de lo que verdaderamente importa? Me encanta que lo que yo hago sea una excusa para poder hablar de estos temas, el otro día en televisión hablé más o casi todo el rato sobre feminismo que sobre la novela, porque lo primero debe ser la vida, luego ya vendrá el arte. Pero es necesario que haya obras de arte que se conviertan en disparaderos, que sean excusas para entender algo más, para ser empático hay que leer, viajar y escuchar a los demás”. Y, me atrevería a añadir (o a recordar, porque ya lo dijo él primero), hay que volver a los 17 y, en ese instante fecundo, sentir profundo (“como un niño frente a Dios” según Violeta Parra) y hacerlo junto a los demás, con ellos, por ellos, para ellos, con esa madre que nos cobijó y nos dio vida, precisamente, ya ven que las piezas encajan mucho mejor de lo que tendemos a pensar, el LP de Mari Trini en que se incluía la canción que antes mencioné, el titulado En tu piel, se abría con un tema, Claustro materno, que sería estupenda banda sonora (“Allí, sin principio ni fin, allí somos eternos”) de esta emocionante y, por supuesto, tierna novela.