sábado, 30 de diciembre de 2017

REGOCIJO PERMANENTE






   En estos días me han faltado las fuerzas, no he sido capaz de poner ese piloto automático o deformación profesional que, si me marco un objetivo, un a modo de entrega, un tener que cumplir con una obligación, consigue que, tal y como ha afirmado en alguna ocasión Isabel Allende (se sintió vacía tras terminar Paula y pensó que la inspiración e incluso las ganas no regresarían jamás), se complete un texto por más que resulte ajeno, mecánico, sin alma, la parte periodística (en mi caso, le corresponde un porcentaje muy alto de todo lo que escribo) termina por imponerse, aunque sea de aquella manera con la que uno no se siente satisfecho (ni total ni parcialmente, frágil consuelo lo segundo), por más que pueda dar el pego delante de extraños e incluso algunos propios; pero, como digo, esta vez no ha sido así, tal vez porque todo lo que me nacía era muy personal, fruto de mi tormenta interior (con estallido exterior incluido que fue lo que, literalmente, me arrojó hacia el teclado con ansias vengativas, no puedo negarlo), no era capaz de tomar distancia, se me agolpaban demasiadas cosas y, aunque necesitaba darles curso, liberarlas, vomitarlas, extirpármelas, el caudal era excesivo para el cauce que me veía capaz (o incapaz) de trazar, a ratos me espantaba de mí mismo y de la crudeza de mis palabras, en otros me vencía el pudor, el no querer hacer (más) daño a gentes que no lo merecían (más), me parecía estar traicionando ciertos afectos que mantengo muy vivos, compromisos personales que nunca dejarán de estar vigentes, tal vez equivocadamente, en el sentido de que el silencio me convierte en cómplice de quien sembró cizaña y dolor, el caso es que me replegué en mí mismo y opté por desaparecer. En lo más hondo, en lo más íntimo, en lo más familiar, el panorama ha dado un giro de 180 grados en pocos días, en realidad en unas horas, en un momento concreto que, aunque podría haber sido el catalizador de un nuevo brote de angustia, de otro grito desesperado, a la larga (bueno, en apenas un rato: hay procesos que llevan tanto tiempo fraguándose que suceden sin que los percibas y sólo tomas conciencia a posteriori cuando los resultados son patentes e incontenibles, cuando no se puede -ni se quiere- volver atrás), ha supuesto un alivio tremendo, un suspiro reprimido demasiado tiempo que por fin encontró la salida, una liberación en toda regla, una amnistía para ese magma que se ha ido aposentando y solidificando en el alma hasta asfixiarla, pero quedaba un hálito muy apagado, el suficiente para resistir hasta que, ahora sí, se puede afrontar la tarea de escribir sin lastres ni angustias ni pies de plomo, todo lo contrario, siendo honesto con quienes no merecen que la historieta la cuenten otros, gentes a y con las que hacer justicia aunque sea a toro pasado, reprochándome la cobardía de no haberlo hecho cuando se debió, recriminando las ruedas de molino que me hicieron tragar, poniendo en mi debe personal las que yo mismo amasé y acepté cuando tenía edad y capacidad para haber actuado de otro modo, aceptando sin rechistar (el comecome interior no cuenta ni exime, ni tan siquiera es un atenuante que alegar en la defensa a la que renuncio porque yo mismo me acuso del delito) la coartada de no infligir más dolor a los que, todo hay que decirlo, me hubiese gustado actuasen de otro modo por más que comprenda sus porqués (o, al menos, acepte sus justificaciones). Y eso llegará, sí, está más que decidido, ya empecé a darle forma, no como serenata de arpa sino como algo más extenso y distinto, quién iba a decir que el impulso creador llegaría de esa manera y por esa vía, quién diría que el permiso para levantar la voz me vendría de aquellos que tanto se han beneficiado de mi silencio (que, tal vez, consideraban olvido), esos por los que, debo reconocerlo, a veces he obviado determinados comentarios o alusiones (cara a cara y en Facebook) en base a no sé qué lealtad o prudencia cuando ya habían demostrado con creces (y ahora han terminado de hacerlo) que no merecen ninguna de ellas. 

   Y esto, como tantas veces, es la vida desbaratando (en parte) los planes que uno va forjando/improvisando, puesto que andaba buscando cómo salir de esa oscuridad anímica (por más que busque el ángulo con menos luz del salón), no quería permanecer ahí, en parte me avergonzaba haber llegado a ese extremo, el caso es que, justo antes de que sucediese aquello que ni ahora ni aquí será expuesto (¿exhibido sería más correcto?), encontré el asidero perfecto, el reconstituyente que nunca falla, la medicina que desde siempre ha demostrado su eficacia, la que sobre todo me legaron la tía Carmen y el tío Miguel, es decir, el cine, la literatura, las otras vidas, las que transformamos en propias. Primero, me metí en vena varios capítulos de la duodécima temporada de Anatomía de Grey, serial que veo a rachas y vigilando la dosis para no empacharme, que siempre me provoca alguna lágrima (no venía mal ayudar a que, ya que estábamos, saliesen todas o, al menos, muchas de las enquistadas, lamiéndome las heridas con indudable masoquismo, también con afán lenitivo y cicatrizante), entretenimiento fácil y si se quiere básico que no obliga a pensar, aceptas su código y te dejas envolver por una atmósfera amable, ñoña, mullida, ralentizas el cerebro, te zambulles en ese universo, te dejas abducir, por otro lado conseguí cierta paz (o recobrar aún más de lo habitual la zozobra de cuando me identificaba con Bastian incluso antes de conocer el libro de Michael Ende) para seguir leyendo, para sumergirme en las palabras, para continuar con la eterna transfusión que por los ojos me aporta la savia para que el corazón siga latiendo, tener a Pablo lejos estos días provoca que sienta descosido algún rincón del alma pero refugiarme en el hogar que buscó y adquirió para los dos (los tres, cómo olvidar a Dobby, tan viejito y asocial, tan intuitivo a la hora de ponerse cariñoso) fue un ingrediente básico en esta terapia intensiva de reposición (sé que no me he curado, hay cicatrices susceptibles de volver a abrirse, pero me noto mucho más capaz de afrontar cualquier rebrote). Y recolocando libros y películas, evocando momentos compartidos, cuándo llegaron a casa tantos volúmenes, dónde encontramos ese DVD o aquel Blu-Ray, recuperé una de esas hojitas en las que voy tomando notas mientras leo para preparar una entrevista y/o un texto, asomó entre las páginas del libro que Katharine Hepburn dedicó al rodaje de La Reina de África (y que subtituló O cómo fui a África con Bogart, Bacall y Huston y casi pierdo la razón), uno de los muchos regalos que Pablo me ha hecho, un relato breve pero intenso de cómo se forjó aquella obra maestra (sin ser muy o nada conscientes de ello ninguno de los que la hicieron posible), eso me hizo buscar la deliciosa biografía íntima (también llegó a casa como presente de Pablo) que Garson Kanin dedicó a la actriz y a quien fue su pareja sentimental y profesional (si bien esto intermitentemente) durante algo más de veinticinco años, Spencer Tracy, cogí la autobiografía de la Hepburn, traducida como Yo misma. Historias de mi vida pero que en inglés se presentaba con un sonoro, definitorio y definitivo Me, en un instante me sentí inundado por el regocijo, por el placer, por el gustazo de reencontrarme con estos a los que sólo puedo considerar viejos y queridos amigos, esta pareja a la que sólo puedo admirar y querer, mitificar, glorificar y sublimar, incluso en sus imperfecciones, en lo que les humaniza, en sus posibles errores e incoherencias, en su sabiduría para mantener vivo el amor, en lo mucho que inspiran y motivan, en ese legado vital, emocional y cinematográfico en el que, a veces, se confunde lo real con lo ficticio.

   Sin negar lo evidente pero salvaguardando su intimidad, discretos para no hacer más daño del debido, ocultando sus sentimientos excepto cuando se los cedían a sus personajes (o los utilizaban como excusa para mostrarlos sin recato), Hepburn y Tracy rehuían los focos, las cámaras, la exhibición excepto por motivos laborales, la gloriosa intérprete se enfadó muchísimo con su íntimo amigo Garson Kanin por lo que entendió una invasión, un sacar a la luz detalles, anécdotas, experiencias, emociones que quería mantener a buen recaudo, lo cierto es que, aun comprendiéndola, cuesta calificar como traición la continua loa que el guionista (a medias con su mujer, la también maravillosa actriz Ruth Gordon) de La costilla de Adán hace de dos personas a las que se nota lo mucho que admira y adora (en presente, por más que Tracy ya hubiese muerto cuando publicó el libro) como intérpretes y, sobre todo, como amigos, como personas a las que retrata con cariño, regalando a sus fans una obra que se lee con una permanente sonrisa y alguna lagrimilla. Pero, al final, no podía ser de otro modo, ella tomó la palabra, primero centrándose en La Reina de África, después, sorprendiendo a todo el mundo y hasta a sí misma, dejando que hablase aquella que estaba escondida detrás de la actriz, pidiendo paso tal y como explica en el prólogo (“Soy lo que se llama el poder en la sombra. Soy tu… tu carácter. ¿No lo llaman así? Tu “haz esto, no hagas aquello”. Tu esencia”), guardando un capítulo titulado Spencer hasta la página 277 y, en ese momento, siendo tan impersonal como sigue: “Spencer Tracy es una estrella de verdadera calidad. Es la estrella para un actor; la estrella para la gente. Su calidad es clara y directa. Haces una pregunta y obtienes una respuesta. Sin pausa, sin ideas retorcidas: una respuesta simple. Habla. Escucha. No es muy conversador; tampoco demasiado emotivo. Es sencillo y totalmente honesto. Te hace creer en lo que dice.” Algunas (pocas) páginas después anuncia “Pero volveré a hablar de Spencer más adelante. No seáis impaciente. Yo no lo fui” y no retoma el asunto hasta que han pasado otras 100, si bien es cierto que el capítulo se anuncia como El amor y Hepburn, en esta ocasión, no da largas y deja asomar (sin excesos) su corazón: 

   “Ahora voy a hablar de Spencer. Tal vez os parezca que habéis esperado mucho, pero afrontemos los hechos: yo también esperé. Tenía treinta y tres años.
   >>Me parece que descubrí lo que realmente significa la expresión “Te amo”. Quiere decir que te pongo a ti y tus intereses y comodidad por encima de mis intereses y mi comodidad porque te amo.
   >>(…)La gente me ha preguntado qué tenía Spence para que yo permaneciera a su lado casi treinta años. Y por alguna razón me resulta imposible contestar. Honestamente, no lo sé. Sólo puedo decir que jamás hubiera podido dejarlo. Estaba allí… y yo le pertenecía. Quería que fuera feliz… que se sintiera seguro, cómodo. Me gustaba atenderle… escucharle… alimentarle… hablarle… trabajar para él. Trataba de no molestarle ni irritarle ni fastidiarle, preocuparle o reñirle. Luché por modificar todas aquellas cosas que sentía que no le gustaban. Me parecía que algunas de mis más preciadas cualidades le resultaban irritantes. Las eliminé, las reprimí tanto como pude.
   >>(…)No tengo ni idea de lo que sentía Spence por mí. Sólo puedo decir que creo que si no le hubiese gustado, no se habría quedado conmigo. Tan sencillo como esto. Él no hablaba del tema y yo tampoco. Simplemente, pasamos juntos veintisiete años en lo que para mí era una situación de felicidad total.
   >>Se llama Amor.”

   Y en contra de lo que más de uno (y sobre todo una) dirá, no veo sumisión ni anulación ni sometimiento ni machismo ni nada por el estilo, puede que sorprenda que una mujer que es, por méritos propios, por obra desarrollada, referente e icono feminista, un ejemplo de independencia, de libertad, de lucha, de reafirmación, adopte este papel, esta posición que calificarán de secundaria, de servilismo, pero parece quedar claro que lo hizo porque quiso, porque le quiso, que si se sintió obligada fue porque así le nació, así se lo dictó su corazón, el mismo que ofreció camuflándolo de estupenda interpretación en el último filme que protagonizaron, el que Tracy no llegó a ver estrenado (falleció pocos días después de terminar el rodaje), ese que tanto me emociona, el que posee una de las secuencias finales más maravillosas y bellas jamás filmadas, por eso Adivina quién viene esta noche iba a aparecer en Finales de cine, pero al final lo dejamos para Madres de película, cómo no terminar este texto de reencuentro y regreso a mí mismo con lo que escribimos para aquel libro:

   Es muy común utilizar la metáfora del pegamento para hablar del papel capital desempeñado por la madre en aquello que se recibe como perfecto funcionamiento de la familia: ella es la que, haciendo mil y un equilibrios, consigue armonizar todas las piezas, no consiente las desuniones, actúa con más fuerza que la goma arábiga para que las junturas no se separen. Lo fundamental de esta acción es que no se note, es decir, por seguir con el paralelismo, que sólo se utilicen las gotas necesarias, que no aparezcan engrudos pegajosos que pringuen y ensucien más de la cuenta, que cada uno sienta que actúa por propia iniciativa, sin percibir la benéfica influencia (aunque, y en este libro encontramos múltiples ejemplos, también se puede buscar el efecto contrario y convertirse en el motivo de disputas y/o separaciones). Christina Drayton (Katharine Hepburn) ha conseguido conciliar los caracteres dispares de ella y Matt (Spencer Tracy), su marido, y de ambos y su hija Joey (Katharine Houghton), permitiendo que cada uno se sienta libre para exponer sus opiniones, para actuar por su cuenta, sin producirse encontronazos, logrando que cualquier perturbación quede diluida en una pasajera disensión. Pero, por muy ideal que la situación parezca vista desde fuera, todo equilibrio puede romperse cuando entran en juego los prejuicios y el inmovilismo.

   Joey regresa a casa de sus padres para que conozcan a su prometido, John Prentice (Sidney Poitier), sin haberles comunicado que el joven es de raza negra; aunque Matt siempre ha pregonado y defendido la igualdad entre las personas, es cosa bien distinta experimentar sus consecuencias en carne propia y Christina, al tener frente a frente a su futuro yerno, anticipa el drama que puede avecinarse con un sonoro “¡córcholis!” que en labios de Katharine Hepburn se transforma en un inolvidable gag, secundado por la falta de reacción de Matt, quien al principio no parece percatarse de la realidad (ver a Spencer Tracy frenarse y regresar al porche para que le confirmen que, efectivamente, John no es blanco, debería ser obligatorio en cualquier escuela de interpretación). William Rose consigue mantener en el primer tramo de la narración un tono amable, sin énfasis, casi de permanente comicidad, conduciendo poco a poco la historia a un estilo muy sensible, emotivo y honesto porque es consciente de estar escribiendo la despedida de Tracy (ya muy enfermo, llevaba cuatro años sin actuar –desde El mundo está loco, loco, loco, también a las órdenes de Kramer-) y quiere rendir homenaje a una pareja que, al igual que los jóvenes de su guión, han construido su relación a pesar de las adversidades, unidos como el primer día sin importarles las habladurías, rompiendo todos los tabúes y superando todos los obstáculos durante veinticinco años. Hepburn aceptó ponerse a la sombra de Tracy (no le importó figurar la tercera en el reparto) para apuntalar su portentosa interpretación con cariño, veneración y sinceridad: aunque hace gala de su legendario control, de su contención y dominio del tempo dramático, Katie aparece en pantalla como mujer rendidamente enamorada y, aunque en composición veamos a Christina, en gestos y emociones nos permite atisbar (ella, siempre tan celosa de su intimidad) importantes fragmentos de su interior.

   Aun galardonada con el Oscar, el segundo de su carrera, muchos tienden a considerar esta interpretación como rutinaria o sencilla para el inmenso talento de Katie (ella declaró que consideraba el premio compartido con Spencer, incluso otorgado por no poder dárselo a él –murió pocos días después de finalizar el rodaje y, en aquel tiempo, la Academia era reacia a entregar premios póstumos-); sin embargo, aunque en su fastuosa filmografía abunden las cimas, en esta cinta podemos encontrar varios momentos brillantes, definitorios de lo que podría llamarse “toque Hepburn”: ¿Cómo no admirarse de la forma en que templa, recibe y estoquea a su compañera Hillary (Virginia Christine) sin darle opción a réplica, defendiendo a los suyos como una leona? ¿Cómo no emocionarse al verla derrumbarse ante Monseñor Ryan (Cecil Kellaway) porque sabe que su marido se opone a la boda y se ve incapaz de contener la tormenta por más tiempo? ¿Cómo no enternecerse cuando toma un helado junto a su marido, enfurruñado porque no recuerda el sabor que tanto le gusta? Y el placer que siempre proporciona al espectador una actriz de su calibre se multiplica por mil en la magnífica escena final, escrita para el lucimiento de Tracy, pero perfectamente complementada por ella.

   Los padres de John llegan a casa de los Drayton para conocerse antes de la boda, entrando en escena la segunda madre de la historia, la señora Prentice (Beah Richards), quien, más allá de discursos, diatribas o frases hechas, logra que Matt reaccione y mire el amor de los muchachos con ojos limpios al recriminarle que se haya olvidado de lo que él sintió cuando era joven y conoció a la que hoy es su esposa. Con la sencillez de los actores que superan cualquier calificativo, Tracy masculla un “¡Pero seré estúpido!” que expande el corazón de la audiencia porque se sabe lleno de verdad, la misma verdad con la que Katharine Hepburn escucha el discurso que pone brillante colofón a la película, la rúbrica perfecta a una historia de amor inolvidable e imperecedera: él es consciente de ser un trasto viejo y acabado, pero aún sabe lo que es querer a una mujer y, en un mágico instante en que realidad y ficción se hermanan como pocas veces, confirma que todo lo amado sigue ahí, vivo e indestructible, y lo único que debe contar para la joven pareja es quererse “aunque sea la mitad de lo que nosotros nos quisimos”. Tracy mira a Hepburn con tranquilidad, con los ojos llenos de paz y amor, mientras que los de ella destilan emoción, pasión, magia: cuando el patriarca anuncia que, una vez superados los problemas, ya pueden compartir la cena como una única familia, su cómplice, su camarada, su amiga (su mujer en la pantalla, sí, pero llegados a este punto uno ya no sabe si habla de los Drayton o de Spencer y Katie), le tiende la mano con admiración, con el respeto debido a un inmenso actor junto al cual reinventó la definición de la palabra “química”.