Como casi todos los que pueden encontrarse en este ángulo oscuro del
salón, el presente texto lleva fraguándose unos días, en concreto unas dos
semanas, justo desde que cerré (tras bebérmelo en un par de días) La mirada de los peces, el apasionante
(y esperadísimo) nuevo trabajo de Sergio del Molino publicado en septiembre por
Literatura Random House, pero se vio obligado a esperar, en parte para
rumiarlo, madurarlo, interiorizar aún más lo mucho que la lectura me provocó, removió,
hizo recordar, puso en presente, en parte porque había otros asuntos (lecturas
previas) con los que cumplir, en parte porque a veces el azar se viste de
destino para que llegue el momento verdaderamente adecuado, casi el único
posible, el ideal, y ese es sin duda hoy, jornada en que el título pensado porque
el propio libro me lo inspiró, perteneciente a una de esas canciones que adoro
desde siempre (Frente a frente de
Manuel Alejandro interpretada por Jeanette), viene como anillo al dedo porque
me gustaría ser capaz de encontrar esa fórmula benéfica digna de Fierabrás,
aquel del bálsamo multisanador, esa manera de ayudar a cicatrizar lo más rápidamente
posible las heridas del alma, inevitables e incluso necesarias, pero que tienden
a no dejar de supurar, más aún cuando el entorno se vuelve hostil y araña con
furor en el mismo lugar para que la sangre siga manando y su torrente arrase y duele,
queme y destruya como río de lava incontenible que erupciona permanentemente,
porque estoy siguiendo las indicaciones de Sergio, en realidad algo que
cualquiera que escriba sabe verdadero (y también sirve para los que tan a
menudo nos refugiamos en ficciones escritas o audiovisuales, en la música, en cualquier
actividad que nos ayude a, aunque sólo sea por unos minutos, hacernos creer que
hemos armando el eterno e irresoluble rompecabezas que es ser río para ir a dar
en el mar), pero hay veces que ni con esas, todo se percibe y se siente muy
negro, el ánimo está quebrado y no parece que vaya a soldar por más cuidado que
pongamos en fabricar la mejor escayola posible, hay días que roen, raen y minan
y lo peor es que sabes (en parte por haberlo sufrido anteriormente) que son
sólo el preludio de otros similares o aún más negativos, que cualquier solución
perturbará, azotará, dolerá, devastará, destruirá, pero, aunque sea con mucho
esfuerzo, la palabra ayuda, consuela relativamente, permite continuar, por más
que lo insoportable continúe sobre los hombros, peso que hunde en las aguas pantanosas
que a veces queremos pensar son suelo firme (y seguro).
“Me he pasado años subrayando que las causas y las consecuencias, y los
planteamientos, nudos y desenlaces, son construcciones literarias. Nuestras
vidas, compuestas por un amontonamiento de sucesos, sólo se explican mediante
el azar, y somos nosotros, animales narrativos, quienes les damos forma y
significado. Así inventamos que tal premio es consecuencia de tal esfuerzo y
que tal castigo lo es de tal error. Incluso tenemos refranes que dicen que se
recoge lo sembrado, y nos hacemos la ilusión proverbial de que, si esperamos lo
bastante, veremos pasar por delante de nuestra casa los cadáveres de nuestros
enemigos. Nada de eso es cierto, pero la vida se vuelve insoportable si no
se pone en forma de novela. Antonio hubiera querido escribirla, y lo
intentó en unos pocos libros. Por eso, quizá, quiso meter el sentido en la
carne, hacer de la biografía un ejemplo de verosimilitud y de coherencia
estructural. El profesor de filosofía nos quiso dar una lección de literatura.”
Como suele decirse, el subrayado es mío, el mismo que inevitablemente trazaron
mis ojos cuando se posaron en esa frase mientras asentía con la cabeza y el
corazón, no porque Sergio del Molino (me) descubriese algo sino por la sencillez
con que lo exponía y ejemplificaba, porque por eso necesitamos (permítanme de
nuevo que hable en primerísima persona), por eso necesito leer tanto o más que
respirar, por eso me lanzo a por el libro que esté más a mano, aunque como hoy
lo haga mecánicamente(con Yo el Supremo),
sin comprender aquello que está impreso, en pura compulsión, queriendo huir de
mí mismo, continuando la canción de Jeanette (“Y así ahogar las penas”), igual
que puede decirse me he arrojado sobre el teclado, de alguna manera como lo
hizo en su momento el autor de La mirada
de los peces para convertir su homenaje (no sé si la palabra le agradará,
pero es como yo lo he recibido, haciendo justicia a aquel al que se le tributa
precisamente porque no todo son elogios, palabras bonitas, ditirambos encendidos,
porque se reconocen errores o disensiones que, precisamente, ayudan, permiten,
provocan que se quiera más, es lo poliédrico de cada quien lo que nos atrae -o
al menos así lo veo y me parece que en eso sí coincido con Sergio-) convertir,
decía, el homenaje a aquel profesor que hay que considerar maestro (ser aquello
no conlleva ser esto en demasiadas ocasiones, es también una percepción propia
tras haber cursado diferentes estudios entre los cuatro y los veintitrés años)
en un libro vivificante a costa de no ahorrar nada, de llamar a las cosas por
su nombre, de enfrentar y afrontar abiertamente esos múltiples ángulos oscuros
(volvemos al poliedro, el salón becqueriano sólo tiene uno -no en vano utiliza
un artículo determinado para referirse al mismo-) con los que hay que batallar,
que hay que habilitar y hacer lo más habitables posible, ese modo de, aunque
seamos conscientes del engaño, ir engarzando cuentas, ajustando piezas para que
el respirar sea algo más soportable.
Siempre pido perdón por hablar demasiado de mí, por personalizar en
exceso, pero en realidad para eso nació este blog (como tantos), aunque en
parte lo tomé/tomo como una continuación de mi labor periodística (para no
sentirla -¿saberla?- finiquitada, extirpada, cancelada), aunque recurra a
géneros de la profesión tan flexibles como el artículo, la crítica, el
análisis, la reflexión (sí, no es un género pero debería ser la base de cualquier
trabajo que llamemos con esos u otros nombres posibles), aunque en ocasiones
concretas me camufle tras ellos (sobre todo con la transcripción de algunas
entrevistas), este arpa suena con las melodías que este lector/espectador
siente nacer mientras lleva a cabo esas actividades, no pienso en ortodoxias
cuando dejo que el ritmo de los latidos del corazón contagie el de mis dedos
sobre el teclado o el de los pensamientos/sensaciones que se me agolpan en la
mente (y en el estómago, mi centro neurálgico, el sensor más fiable de mi
estado de ánimo), es por eso que glosar La
mirada de los peces me lleva a utilizar la primera persona del singular (y
bien saben los fieles lo que la rehúyo) porque el impacto recibido (o en plural)
ha sido tan brutal, el seísmo aún se nota porque Sergio del Molino, hablando de
sí mismo, ha conseguido pulsar algunas de mis teclas más escondidas, por
momentos (sin pretender compararme en lo literario, me refiero a lo que
narra/confiesa/razona/le desazona/le duele) me parecía que podía haber escrito
algo similar, más allá de la figura concreta de Antonio Aramayona y de los
hechos que dieron origen a la escritura (y que recoge, complementa, amplía el
fantástico episodio de Tabú que Jon
Sistiaga le dedicó -y cuyo visionado antes o después de la lectura es casi
obligatorio, aunque sólo sea por lo vibrante del documental-). Y es que se dio
el caso de que, pocos días antes de sumergirme en La mirada de los peces, me encontré con uno de los escasos maestros
que considero como tal, Bernardino M. Hernando, nuestro profesor de Redacción
Periodística en el primer año de carrera, alguien al que cuadra casi como un
guante (habría que hacer algún pequeño matiz y añadir alguna particularidad) el
retrato que, en un momento dado, del Molino hace de Antonio, su profesor de
Filosofía en el instituto: “Su voz comprensiva y didáctica llegaría a los oídos
más obtusos. Tras escucharle diez minutos, todos le darían la razón, como se la
dábamos los alumnos. Su calma y su paciencia frente a la idiotez eran
inagotables. No le importaba repetir diez veces la misma idea usando palabras
distintas, hasta que el interlocutor asentía. Sin perder la sonrisa, testarudo
en la amabilidad. Sólo tenía un problema (…): su ironía. Llevaba dentro un
duende que boicoteaba todos sus propósitos. Se agazapaba socarrón y asomaba al
final de cualquier frase. Esa inteligencia tan fina lo desacreditaba como
predicador. Los gurús son gente seria, incluso en sus provocaciones.”
Pero no sólo por los posibles parecidos entre un docente (aunque la
palabra me resulta inexacta porque, como se viene diciendo, fueron mucho más) y
otro me tocó (me horadó) tanto lo que escribe Sergio, sino por lograr
trascender a fuerza de ser particular, concreto, utilizar sabiamente el “yo”
sin parecer pedante, ególatra u ombliguista: “Lo raro es renunciar a la primera
persona del singular, fingir que son otros ojos los que miran y otra voz la que
habla, y quizá eso sí que sea soberbio, adoptar un punto de vista divino y sin
mácula. Impostar la voz o doblarse en boca de otros es como acariciar con
guantes de fregar, y a mí me gusta que las manos huelan a lo que han tocado, no
me fío de quien no quiere manchárselas.” En eso también coincidimos, cuando
corresponde uno procura ser ecuánime, lo que no significa ser tibio, distante,
eludir el posicionamiento, a veces se refrena la pasión para no herir más de lo
debido, se obvian determinados adjetivos para no hacer daño, pero no se deja de
expresar lo que uno cree, lo que concluye (por el momento al menos, la discusión
bien entendida y conducida puede llevarnos a alterar, matizar, reforzar nuestro
juicio con otros argumentos), fue con Bernardino con quien aprendimos que la tan
cacareada objetividad es una quimera, una utopía, algo inalcanzable, una
falseada, que dependiendo del género concreto en que nos movamos podremos ser
más o menos subjetivos, que nuestra obligación es ser imparciales pero no
impersonales (incluso en lo más aséptico, en lo que debe atenerse estrictamente
a hechos concretos, en las noticias puras y duras que han de dar respuesta a
las preguntas básicas -las famosas uves dobles y no hablo de este invento
gracias al cual tengo la fortuna de que usted me esté leyendo en este
momento-). Y, así, gusta que Sergio se exprese sin ambages y, sin ánimo de
polemizar, demuestre la solidez de sus afirmaciones cuando contraargumenta y
vuelve a examinar sus palabras (que demuestra meditadas y, sobre todo,
sentidas, sinceras, propias): ““No creo que mi visión [la que da de Antonio
ante la cámara de Sistiaga] sea crítica en absoluto. Al contrario, no soy capaz
de juzgar con distancia o rigor porque le quiero y le admiro muy de veras. Lo
que no siento es, quizá, devoción. Pero de eso no tiene la culpa Antonio. Yo
amo, con pasión y sin condiciones, pero no sé ser devoto. Amo las
contradicciones y los arrepentimientos. Mi amor es hacia las personas, no hacia
sus ideales ni está inspirado por la forma en que son coherentes o se
desdicen.” Y, por si hay quien persista en el asunto, añade poco después: “No
busco, sin embargo, la cara oscura de Antonio Aramayona, porque tampoco creo
que la tuviese. Busco la cara que me tocó y me cambió. Busco mi propio santo
eremita, mi Zaratustra, no el santo guevarista de puño en alto y grito de
Pasionaria. Busco lo que dejó en mí, y sé que esos sedimentos no tienen nada
que ver con sus últimas palabras, ese testamento sonoro en el que apeló tantas
veces a la libertad y al laicismo.”
Ya lo dijo el maestro García Márquez, “la vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, ya comentamos que
Sergio del Molino no es el primero en señalar que, de una manera u otra,
necesitamos hacer el relato de lo que (nos) pasa, que sólo así asumimos las
tragedias, los problemas y angustias que son (o deberían ser) de la gente mayor
como cantaba Roberto Carlos siendo un niño eterno que sólo quiere llorar en los
brazos de su madre y que ésta le cuente un cuento bonito para ahuyentar la
aflicción y conducirle a un sueño reparador, que en esa construcción ficticia
(con ciertas comillas, puesto que no deja de ser lo que nos pasó, o sea, algo
muy real) vamos poniendo parches para que el gas no escape, algo muy notorio en
el momento en que nos enfrentamos a la inevitable, a la que siempre llega, a la
que siempre está, a la muerte: “No apretar los dientes, no decir vaya puta
mierda y no dar escape a la rabia son tres de las funciones más importantes de
los funerales, que nos impelen a ser elegantes, a medir los gestos de las manos
y a cuidar el tono de voz. Civilizamos la muerte para seguir viviendo.” Claro,
de eso se trata, por eso estamos aquí tecleando, queriendo compartir (aunque
pueda no parecerlo por el tono lúgubre que hoy me invade y no abandona) el
entusiasmo por un libro que conmueve hasta el escalofrío en su (sólo aparente) contención,
en su pretendida (y lograda cuando conviene) frialdad, en su honesta
expresividad, en su meditada confesión, en su constante interrogarse, en cómo
transita entre el corazón y los asuntos (suyos y del resto) sin renunciar a su
particularidad, todo un ejemplo en el sentido de que cuando algo nos duele no
hay por qué resignarse (ni aun estando convencido de ello -o habiéndose dejado
convencer por la costumbre, la mirada de los otros, la buena o mala educación
recibida o dejada de recibir-) a ser un mártir o un héroe, no hay que
refugiarse en ese gesto amable de la canción de Jeanette, porque no hay que
desterrar la tristeza, no hay que prohibirla, esconderla es peor porque lo que
no se expresa se enquista y, entonces sí, la vida es totalmente insoportable y
es la pena (y el dolor) la que nos ahoga sin remisión.