martes, 12 de diciembre de 2017

PARA NO HACER LA VIDA INSOPORTABLE






   Como casi todos los que pueden encontrarse en este ángulo oscuro del salón, el presente texto lleva fraguándose unos días, en concreto unas dos semanas, justo desde que cerré (tras bebérmelo en un par de días) La mirada de los peces, el apasionante (y esperadísimo) nuevo trabajo de Sergio del Molino publicado en septiembre por Literatura Random House, pero se vio obligado a esperar, en parte para rumiarlo, madurarlo, interiorizar aún más lo mucho que la lectura me provocó, removió, hizo recordar, puso en presente, en parte porque había otros asuntos (lecturas previas) con los que cumplir, en parte porque a veces el azar se viste de destino para que llegue el momento verdaderamente adecuado, casi el único posible, el ideal, y ese es sin duda hoy, jornada en que el título pensado porque el propio libro me lo inspiró, perteneciente a una de esas canciones que adoro desde siempre (Frente a frente de Manuel Alejandro interpretada por Jeanette), viene como anillo al dedo porque me gustaría ser capaz de encontrar esa fórmula benéfica digna de Fierabrás, aquel del bálsamo multisanador, esa manera de ayudar a cicatrizar lo más rápidamente posible las heridas del alma, inevitables e incluso necesarias, pero que tienden a no dejar de supurar, más aún cuando el entorno se vuelve hostil y araña con furor en el mismo lugar para que la sangre siga manando y su torrente arrase y duele, queme y destruya como río de lava incontenible que erupciona permanentemente, porque estoy siguiendo las indicaciones de Sergio, en realidad algo que cualquiera que escriba sabe verdadero (y también sirve para los que tan a menudo nos refugiamos en ficciones escritas o audiovisuales, en la música, en cualquier actividad que nos ayude a, aunque sólo sea por unos minutos, hacernos creer que hemos armando el eterno e irresoluble rompecabezas que es ser río para ir a dar en el mar), pero hay veces que ni con esas, todo se percibe y se siente muy negro, el ánimo está quebrado y no parece que vaya a soldar por más cuidado que pongamos en fabricar la mejor escayola posible, hay días que roen, raen y minan y lo peor es que sabes (en parte por haberlo sufrido anteriormente) que son sólo el preludio de otros similares o aún más negativos, que cualquier solución perturbará, azotará, dolerá, devastará, destruirá, pero, aunque sea con mucho esfuerzo, la palabra ayuda, consuela relativamente, permite continuar, por más que lo insoportable continúe sobre los hombros, peso que hunde en las aguas pantanosas que a veces queremos pensar son suelo firme (y seguro).
   “Me he pasado años subrayando que las causas y las consecuencias, y los planteamientos, nudos y desenlaces, son construcciones literarias. Nuestras vidas, compuestas por un amontonamiento de sucesos, sólo se explican mediante el azar, y somos nosotros, animales narrativos, quienes les damos forma y significado. Así inventamos que tal premio es consecuencia de tal esfuerzo y que tal castigo lo es de tal error. Incluso tenemos refranes que dicen que se recoge lo sembrado, y nos hacemos la ilusión proverbial de que, si esperamos lo bastante, veremos pasar por delante de nuestra casa los cadáveres de nuestros enemigos. Nada de eso es cierto, pero la vida se vuelve insoportable si no se pone en forma de novela. Antonio hubiera querido escribirla, y lo intentó en unos pocos libros. Por eso, quizá, quiso meter el sentido en la carne, hacer de la biografía un ejemplo de verosimilitud y de coherencia estructural. El profesor de filosofía nos quiso dar una lección de literatura.” Como suele decirse, el subrayado es mío, el mismo que inevitablemente trazaron mis ojos cuando se posaron en esa frase mientras asentía con la cabeza y el corazón, no porque Sergio del Molino (me) descubriese algo sino por la sencillez con que lo exponía y ejemplificaba, porque por eso necesitamos (permítanme de nuevo que hable en primerísima persona), por eso necesito leer tanto o más que respirar, por eso me lanzo a por el libro que esté más a mano, aunque como hoy lo haga mecánicamente(con Yo el Supremo), sin comprender aquello que está impreso, en pura compulsión, queriendo huir de mí mismo, continuando la canción de Jeanette (“Y así ahogar las penas”), igual que puede decirse me he arrojado sobre el teclado, de alguna manera como lo hizo en su momento el autor de La mirada de los peces para convertir su homenaje (no sé si la palabra le agradará, pero es como yo lo he recibido, haciendo justicia a aquel al que se le tributa precisamente porque no todo son elogios, palabras bonitas, ditirambos encendidos, porque se reconocen errores o disensiones que, precisamente, ayudan, permiten, provocan que se quiera más, es lo poliédrico de cada quien lo que nos atrae -o al menos así lo veo y me parece que en eso sí coincido con Sergio-) convertir, decía, el homenaje a aquel profesor que hay que considerar maestro (ser aquello no conlleva ser esto en demasiadas ocasiones, es también una percepción propia tras haber cursado diferentes estudios entre los cuatro y los veintitrés años) en un libro vivificante a costa de no ahorrar nada, de llamar a las cosas por su nombre, de enfrentar y afrontar abiertamente esos múltiples ángulos oscuros (volvemos al poliedro, el salón becqueriano sólo tiene uno -no en vano utiliza un artículo determinado para referirse al mismo-) con los que hay que batallar, que hay que habilitar y hacer lo más habitables posible, ese modo de, aunque seamos conscientes del engaño, ir engarzando cuentas, ajustando piezas para que el respirar sea algo más soportable.
   Siempre pido perdón por hablar demasiado de mí, por personalizar en exceso, pero en realidad para eso nació este blog (como tantos), aunque en parte lo tomé/tomo como una continuación de mi labor periodística (para no sentirla -¿saberla?- finiquitada, extirpada, cancelada), aunque recurra a géneros de la profesión tan flexibles como el artículo, la crítica, el análisis, la reflexión (sí, no es un género pero debería ser la base de cualquier trabajo que llamemos con esos u otros nombres posibles), aunque en ocasiones concretas me camufle tras ellos (sobre todo con la transcripción de algunas entrevistas), este arpa suena con las melodías que este lector/espectador siente nacer mientras lleva a cabo esas actividades, no pienso en ortodoxias cuando dejo que el ritmo de los latidos del corazón contagie el de mis dedos sobre el teclado o el de los pensamientos/sensaciones que se me agolpan en la mente (y en el estómago, mi centro neurálgico, el sensor más fiable de mi estado de ánimo), es por eso que glosar La mirada de los peces me lleva a utilizar la primera persona del singular (y bien saben los fieles lo que la rehúyo) porque el impacto recibido (o en plural) ha sido tan brutal, el seísmo aún se nota porque Sergio del Molino, hablando de sí mismo, ha conseguido pulsar algunas de mis teclas más escondidas, por momentos (sin pretender compararme en lo literario, me refiero a lo que narra/confiesa/razona/le desazona/le duele) me parecía que podía haber escrito algo similar, más allá de la figura concreta de Antonio Aramayona y de los hechos que dieron origen a la escritura (y que recoge, complementa, amplía el fantástico episodio de Tabú que Jon Sistiaga le dedicó -y cuyo visionado antes o después de la lectura es casi obligatorio, aunque sólo sea por lo vibrante del documental-). Y es que se dio el caso de que, pocos días antes de sumergirme en La mirada de los peces, me encontré con uno de los escasos maestros que considero como tal, Bernardino M. Hernando, nuestro profesor de Redacción Periodística en el primer año de carrera, alguien al que cuadra casi como un guante (habría que hacer algún pequeño matiz y añadir alguna particularidad) el retrato que, en un momento dado, del Molino hace de Antonio, su profesor de Filosofía en el instituto: “Su voz comprensiva y didáctica llegaría a los oídos más obtusos. Tras escucharle diez minutos, todos le darían la razón, como se la dábamos los alumnos. Su calma y su paciencia frente a la idiotez eran inagotables. No le importaba repetir diez veces la misma idea usando palabras distintas, hasta que el interlocutor asentía. Sin perder la sonrisa, testarudo en la amabilidad. Sólo tenía un problema (…): su ironía. Llevaba dentro un duende que boicoteaba todos sus propósitos. Se agazapaba socarrón y asomaba al final de cualquier frase. Esa inteligencia tan fina lo desacreditaba como predicador. Los gurús son gente seria, incluso en sus provocaciones.”
   Pero no sólo por los posibles parecidos entre un docente (aunque la palabra me resulta inexacta porque, como se viene diciendo, fueron mucho más) y otro me tocó (me horadó) tanto lo que escribe Sergio, sino por lograr trascender a fuerza de ser particular, concreto, utilizar sabiamente el “yo” sin parecer pedante, ególatra u ombliguista: “Lo raro es renunciar a la primera persona del singular, fingir que son otros ojos los que miran y otra voz la que habla, y quizá eso sí que sea soberbio, adoptar un punto de vista divino y sin mácula. Impostar la voz o doblarse en boca de otros es como acariciar con guantes de fregar, y a mí me gusta que las manos huelan a lo que han tocado, no me fío de quien no quiere manchárselas.” En eso también coincidimos, cuando corresponde uno procura ser ecuánime, lo que no significa ser tibio, distante, eludir el posicionamiento, a veces se refrena la pasión para no herir más de lo debido, se obvian determinados adjetivos para no hacer daño, pero no se deja de expresar lo que uno cree, lo que concluye (por el momento al menos, la discusión bien entendida y conducida puede llevarnos a alterar, matizar, reforzar nuestro juicio con otros argumentos), fue con Bernardino con quien aprendimos que la tan cacareada objetividad es una quimera, una utopía, algo inalcanzable, una falseada, que dependiendo del género concreto en que nos movamos podremos ser más o menos subjetivos, que nuestra obligación es ser imparciales pero no impersonales (incluso en lo más aséptico, en lo que debe atenerse estrictamente a hechos concretos, en las noticias puras y duras que han de dar respuesta a las preguntas básicas -las famosas uves dobles y no hablo de este invento gracias al cual tengo la fortuna de que usted me esté leyendo en este momento-). Y, así, gusta que Sergio se exprese sin ambages y, sin ánimo de polemizar, demuestre la solidez de sus afirmaciones cuando contraargumenta y vuelve a examinar sus palabras (que demuestra meditadas y, sobre todo, sentidas, sinceras, propias): ““No creo que mi visión [la que da de Antonio ante la cámara de Sistiaga] sea crítica en absoluto. Al contrario, no soy capaz de juzgar con distancia o rigor porque le quiero y le admiro muy de veras. Lo que no siento es, quizá, devoción. Pero de eso no tiene la culpa Antonio. Yo amo, con pasión y sin condiciones, pero no sé ser devoto. Amo las contradicciones y los arrepentimientos. Mi amor es hacia las personas, no hacia sus ideales ni está inspirado por la forma en que son coherentes o se desdicen.” Y, por si hay quien persista en el asunto, añade poco después: “No busco, sin embargo, la cara oscura de Antonio Aramayona, porque tampoco creo que la tuviese. Busco la cara que me tocó y me cambió. Busco mi propio santo eremita, mi Zaratustra, no el santo guevarista de puño en alto y grito de Pasionaria. Busco lo que dejó en mí, y sé que esos sedimentos no tienen nada que ver con sus últimas palabras, ese testamento sonoro en el que apeló tantas veces a la libertad y al laicismo.”
   Ya lo dijo el maestro García Márquez, “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, ya comentamos que Sergio del Molino no es el primero en señalar que, de una manera u otra, necesitamos hacer el relato de lo que (nos) pasa, que sólo así asumimos las tragedias, los problemas y angustias que son (o deberían ser) de la gente mayor como cantaba Roberto Carlos siendo un niño eterno que sólo quiere llorar en los brazos de su madre y que ésta le cuente un cuento bonito para ahuyentar la aflicción y conducirle a un sueño reparador, que en esa construcción ficticia (con ciertas comillas, puesto que no deja de ser lo que nos pasó, o sea, algo muy real) vamos poniendo parches para que el gas no escape, algo muy notorio en el momento en que nos enfrentamos a la inevitable, a la que siempre llega, a la que siempre está, a la muerte: “No apretar los dientes, no decir vaya puta mierda y no dar escape a la rabia son tres de las funciones más importantes de los funerales, que nos impelen a ser elegantes, a medir los gestos de las manos y a cuidar el tono de voz. Civilizamos la muerte para seguir viviendo.” Claro, de eso se trata, por eso estamos aquí tecleando, queriendo compartir (aunque pueda no parecerlo por el tono lúgubre que hoy me invade y no abandona) el entusiasmo por un libro que conmueve hasta el escalofrío en su (sólo aparente) contención, en su pretendida (y lograda cuando conviene) frialdad, en su honesta expresividad, en su meditada confesión, en su constante interrogarse, en cómo transita entre el corazón y los asuntos (suyos y del resto) sin renunciar a su particularidad, todo un ejemplo en el sentido de que cuando algo nos duele no hay por qué resignarse (ni aun estando convencido de ello -o habiéndose dejado convencer por la costumbre, la mirada de los otros, la buena o mala educación recibida o dejada de recibir-) a ser un mártir o un héroe, no hay que refugiarse en ese gesto amable de la canción de Jeanette, porque no hay que desterrar la tristeza, no hay que prohibirla, esconderla es peor porque lo que no se expresa se enquista y, entonces sí, la vida es totalmente insoportable y es la pena (y el dolor) la que nos ahoga sin remisión.