Puede que suene un tanto pretencioso, pero
nací con la pasión por la lectura en las venas, desde siempre la recuerdo como
el mejor pasatiempo, primero en forma de tebeo o cuento con muchos y necesarios
dibujos, poco a poco dando más importancia a la letra (por más que me
entusiasmasen, como a tantos, aquellas ediciones de Bruguera que nos
familiarizaron con los clásicos, con las acertadamente llamadas joyas
literarias identificadas como juveniles y cuya selección incluía a Twain,
Dickens, Salgari, London, Stevenson, Walter Scott y, por supuesto, el podría
decirse omnipresente Julio Verne), pasando en seguida a los libros (también
aquí hay que agradecer y añorar la labor desarrollada por Bruguera con
volúmenes atractivos que resumían en viñetas que se alternaban con el texto la
historia que se narraba negro sobre blanco -por lo que podían hacerse dos
lecturas distintas o una que incluyese ambas opciones-), ya he contado que mi
padre leía más bien poco o nada pero compraba todos los días el periódico, mi
madre siempre fue más aficionada a la lectura, también el tío Miguel, ambos
dentro de las limitaciones impuestas por la censura, la escolarización recibida
(o dejada de recibir) y las pocas horas libres, la diferencia de edad con mis
hermanos (siete años con Pilar, cinco con Eduardo) propició, ya que ambos
fueron también grandes lectores desde pequeños, que tuviese acceso muy pronto a
títulos que, puede decirse, aún me venían un poco grandes, pero como el músculo
lector (el único por el que me he esforzado y esfuerzo) lo trabajé desde que
tengo uso de razón (y casi antes) sorteaba con cierta facilidad casi todos los
obstáculos, jamás sentía mermar mi entusiasmo por más que algún libro se me
indigestase o fuese abandonado al no disfrutar, no comprenderlo, no ser capaz
de descifrar su código, mi familia era humilde, en su momento no pudieron
recibir más que una educación muy básica, había que trabajar, sólo mi madre
tuvo una formación más continuada aunque muy de la época (restringida y pacata,
aún más siendo mujer), la tía Carmen siempre decía que ella era analfabeta por
más que supiera leer y escribir (su padre, el hermano de mi abuela, murió
cuando ella era pequeña -creo que tenía once años- y tuvo que buscar desde muy
joven un sueldo que llevarle a su madre y con el que sustentar el hogar), el
caso es que nunca faltó el estímulo ni la preocupación por que nosotros
estudiásemos, leyésemos, tuviésemos curiosidad, ganas por aprender (eso es
mucho más importante y fructífero, que me perdonen los estudiosos, que el hecho
-que ayuda y mucho, por supuesto, pero no basta con dar ejemplo y ya está- de
que los niños vean leer a sus mayores), labor en la que ayudaba muchísimo una
televisión que proporcionaba la posibilidad de entrar en contacto con el
teatro, la literatura, el cine, la pintura gracias a programas de gran
contenido cultural, algo que no se descuidaba, todo lo contrario, en la
programación específicamente dirigida al público infantil. No me repetiré en
algo que he comentado en infinidad de ocasiones por activa y por pasiva, sólo
mencionar que por allí estaba una tal Gloria Fuertes con sus poemas juguetones
y su eterna e inmensa sonrisa, que en La
mansión de los Plaff escenificaban Agua,
azucarillos y aguardiente como propuesta para pasar una tarde divertida,
que los dibujos animados se inspiraban (o adaptaban) en La Odisea, Tom Sawyer, Heidi o Don Quijote de La Mancha, que leer era algo natural, que incluso
los más reacios -aquellos que preferían dar patadas a un balón o no encontraban
ninguna diversión en transformar en parte de sus horas de ocio una actividad que
consideraban una obligación más impuesta en las aulas- tenían algún libro de
Enid Blyton, que aunque la selección escolar, la imposición, nunca ha estado
demasiado elaborada, que aunque todos hemos sufrido programas de estudio que
diríase elaborados para eliminar lectores se conseguían buenos resultados y el
fomento de la lectura. Pero, a pesar de todo ello, uno no tiene la fórmula
mágica (ojalá) para inocular en otros el amor por la letra impresa (o en el
soporte que sea por más que me resista/niegue a sustituir algo tangible que
huele, se puede acariciar y hojear), no se puede prever cómo, en qué momento,
debido a qué (o a quién) uno va a adquirir el hábito de leer (por desgracia y
experiencias negativas -unas cuantas- sí podría afirmar lo contrario, es decir,
cómo conseguir que alguien actúe como gato escaldado en cuanto le ofreces un
libro), aunque se me antoja que conseguir ese objetivo es algo más sencillo
cuando hay tradición de ello, cuando se atiende y se cuida el producto, cuando
se le da la importancia debida, cuando se trata a la literatura como tal por
más que esté dirigida al público infantil y juvenil (porque es literatura y no
otra cosa menor y tonta como algunos parecen empeñados en hacer creer), sin
matices, menosprecios o displicencia, sin menoscabo de su calidad (que incluso
llega a ponerse en duda o a negar ostentosamente por el mero hecho de buscar/encontrar
lectores de corta edad), “no es casual que existan Roald Dahl, Michael Ende, Astrid
Lindgren, tantos nombres en tantos países no son fortuitos, sino fruto del amor
y la preocupación por los lectores infantiles y juveniles y por la edición de
textos que ellos puedan leer, de cultivar esa dedicación y es sencillo que
surjan estas figuras, se les cuida, se les presta atención, se les da
importancia; en España se tiene poco en cuenta a los autores especializados en
este tipo de literatura”.
Quien así se lamenta (y uno no puede sino
darle la razón -ojalá hubiese argumentos en contra, datos y hechos que la
desmintiesen-) es una autora de las que crea afición y fomenta la lectura con
cada uno de sus libros, ahí están su trayectoria, sus ventas, sus galardones,
su impacto entre los jóvenes lectores, su fe irredenta en las palabras, su
labor continuada para que la literatura infantil y juvenil española salga del
ostracismo en que la sumen instituciones, docentes, medios de comunicación, las
propias editoriales (sí, hablo en general pero es la única forma de hacerlo en
este asunto para, así, no dejar fuera a nadie que deba darse por aludido), tengo
la fortuna y el placer de conversar telefónicamente con Maite Carranza,
escritora que en otras latitudes, en otros países, sería valorada, aclamada,
recomendada, leída con devoción general, considerada una figura, un orgullo patrio
como puedan serlo los autores que ella citaba (eso por no irnos a fenómenos, en
todos los sentidos, como J. K. Rowling o Patrick Rothfuss cuyos lanzamientos o
firmas de ejemplares congregan a millares de chavales que portan libros
voluminosos que han sido o serán devorados sin tregua hasta llegar al final), y
al menos ella supone una de esas individualidades que, de vez en cuando,
consigue reconocimiento, difusión, un público fiel y numeroso, presencia en
librerías, atención de los críticos. El motivo de la vivificante, apasionante y
apasionada charla es la reciente publicación de Una bala para el recuerdo en Loqueleo, una colección que es algo
más que eso y de cuyo catálogo Maite ya formaba parte “y estoy encantada porque
se lo toman muy en serio, hacen una grandísima labor de fomento de la lectura,
tratan a su público como merece. Me gusta mucho, por ejemplo, que cada libro
sea único y tenga su propia imagen [en el caso que nos ocupa, se adjuntan un
cuaderno en blanco con la misma portada que el libro y un lapicero, por si alguien
quiere ir apuntando lo que la lectura le sugiera o sencillamente lo que le apetezca,
que sienta el impulso, el cosquilleo, la necesidad de lanzarse a escribir],
también que no defina las edades de lectura y, así, no se limiten públicos de
antemano”. Para quien siga afirmando/creyendo (demostrando un desconocimiento
absoluto, una ignorancia supina que, bien se sabe, no está dispuesto a paliar)
que la literatura infantil y juvenil se limita a cuatro tópicos, a ñoñerías
(que, por cierto, la mayoría de los críos rechaza por absurdas, por falta de
identificación, porque se sienten minusvalorados), a asuntos triviales, a
historias breves y de escaso contenido, a parábolas con moraleja, Una bala para el recuerdo puede suponer
un impacto, un sobresalto, incluso una aberración, pero es una magnífica muestra
de cómo cualquier asunto puede tratarse, narrarse, explicarse, hacerse digerible
(sin trivializarlo ni, nunca mejor dicho, infantilizarlo más de lo debido para
hacerlo comprensible), es un estupendo ejemplo de lo mucho que los libros
escritos para niños y jóvenes han evolucionado en nuestro país (algo que
empezamos a vivir tímidamente los de mi generación, aunque se prestase poca o
ninguna atención a gentes como Montserrat del Amo o Juan Muñoz Martín o se los
redujese, al igual que a la propia Gloria Fuertes e incluso a la heredada y tan
mal comprendida Elena Fortún, y casi condenase por resultar divertidos).
Y es que Una
bala para el recuerdo sitúa su acción en 1938, es decir, en plena Guerra
Civil, todo un reto, pero Maite Carranza quiso ser fiel y hacer justicia a una
historia real que llegó a sus oídos y atrapó su interés desde el principio: “Normalmente
empiezo a escribir porque he leído algo que me inspira o porque he estado
investigando con una intención concreta, pero en esta ocasión fue mi marido
quien me lo contó de viva voz: buscando unos datos sobre Barruelo, porque
estaba interesado en la minería y en la Revolución de 1934, encontró una
historia que me dijo le había impactado y, como digo, me la contó. Las
historias orales nos llegan de manera muy emocionante, muy directa, me gustó
pero quise leerla, ocupaba apenas una página y media, era una entrevista que
hacía Eduardo Pons Prades en medio de una investigación sobre los niños del
bando republicano en la que recogía testimonios de testigos directos de los
hechos”. Y fue el barbero de Barruelo de Santullán (Palencia) quien contó al escritor
también conocido como Floreado Barsino la auténtica epopeya de un chaval de trece
años que, con la sola compañía de su perra, caminó cientos de kilómetros hasta
llegar junto a su padre, un minero republicano al que creían muerto, internado
en un campo de prisioneros cerca de Oviedo, y a partir de ahí Maite Carranza
empezó a rellenar los huecos, a dar cuerpo (y alma) a una novela que, aunque
dirigida a los más jóvenes, pellizca y por momentos estruja el corazón del
lector adulto (sobre todo de uno que, como en mi caso, empieza a rescatar del lugar
más recóndito de la memoria, instaladas sin saberlo en algún pliegue del
corazón, algunas de las cosas que, cuando tenía un día bueno -por carácter bravo
y genio indomable, sobre todo por los estragos que la demencia fue provocando
en su mente-, le contaba su abuelo con inmensa naturalidad y sin darle ni darse
importancia): “Pretendí que fuese un libro transversal: me puse en la piel de
un niño, pero creo que la mirada honesta de un niño que se pregunta, se explica
al mundo y lo descubre, si se consigue narrarla con acierto, puede ser leída,
comprendida y compartida por cualquiera a partir de una cierta edad, aunque,
por encima de todo, quería que el libro estuviese claramente dirigido a los
jóvenes, porque están muy desinformados sobre la Guerra Civil y apenas se
escribe para ellos sobre esos temas que se consideran muy duros, propios de
adultos y, así, estamos perdiendo la memoria”. Ese es otro de los mitos (de los
errores) que rodean a la literatura infantil y juvenil y que Maite Carranza
destierra: el paternalismo, la sensiblería, inclusive el engaño, el
ocultamiento, los clichés y estereotipos más maniqueos, la manipulación muchas
veces descarada con objetivos espurios y un tanto alienantes, hacer hablar y
comportarse a los niños de las historias como no les corresponde, pretender
imponer dogmas, coartar la libertad de pensamiento, reducir el comportamiento a
esquemas que no se pueden romper.
Hay un capítulo especialmente doloroso por auténtico,
por honesto, porque el adulto topa con la cruel e implacable realidad, porque
al joven le perturbará al ampliar el campo de visión, al salirse de los
márgenes establecidos, al rehuir la dicotomía, al mostrar que siempre hay
muchos matices e interpretaciones, que, por más que existan elementos comunes y
nexos de unión, cada uno vive las cosas a su modo, hay un capítulo impactante
y, si se me permite, necesariamente desolador (y no tiene por qué darnos miedo
este adjetivo en un libro de este tipo), hay, simplemente, un capítulo titulado
Perder una guerra: “Perder una guerra
es perder muchas cosas, es peor que perder la vida: es la humillación, la
tristeza, como morir en vida, perder la dignidad; me permití, a la mirada de
Miguel, aunque no fue algo premeditado sino surgiendo de manera natural, en
parte porque lo estaba escribiendo para protegerme yo misma del dolor y por eso
me refugié en la poesía, que no es mi estilo, y fue ahí donde encontré
reflexiones muy sencillas sobre qué es una guerra, saber si mi padre será capaz
de seguir sonriendo o dónde quedó la alegría de mi madre, me permití, como
digo, añadir esos detalles a la mirada del niño”. Pero que nadie piense que
Maite Carranza se/nos traiciona porque sabe pasarlo todo por el tamiz de su
protagonista, de su narrador, un chaval de trece años que, afrontando todo lo
que va encontrando en su camino, en el contexto histórico que le ha tocado, en
medio de unas circunstancias tan extremas, no puede ser tan niño, tan inocente
como muchos querrían (por manipulable, por corrompible, por manejable): “Para
no alejarme de los más jóvenes me esforcé en que el personaje fuese más tierno,
más cálido, resultase cercano, fuese reconocible, no sólo cuenta hechos
luctuosos, no sólo habla de la guerra: descubre el amor, se interesa por la
música, piensa en cómo ganar dinero para ayudar a la familia, creo que le hice
bastante humano y utilizando elementos atemporales que enlazan a chavales de
hoy con uno del año 38 y, además, otra dificultad añadida, minero, con una vida
muy diferente, con referentes y realidades que no tienen nada que ver con los
de la gran mayoría de los que lean el libro”. Tiene su aquel que Maite, que también
es guionista (sin ir más lejos de la exitosa serie Isabel), haya incumplido dos de las tres reglas básicas del maestro
Hitchcock (aunque también él lo hizo), aquellas referentes a no trabajar jamás
ni con niños ni con animales (la tercera excepción era Charles Laughton que,
obviamente, no pinta nada en Una bala
para el recuerdo), y de nuevo deja clara su pericia y maestría por el modo
en que utiliza a Greta, la perra de
Miguel, evitando lo ridículo, creando un personaje con entidad propia: “No soy
nada de perros, nunca he tenido, pero puedo entender que se convierta en un
amigo porque he sido testigo de ese amor incondicional que demuestran, esa
lealtad hacia el amo. Además, la historia real la había vivido un niño junto a
su perra y no quise cambiarlo, bueno, solo el nombre porque la de verdad se
llamaba Blanquita, pero me pareció un
nombre muy tópico y opté por algo más cinematográfico”.
Aunque nos separan algunos años (no tantos
por más que ella me considere generoso por decir que casi somos de la misma
generación), Maite y un servidor tenemos referentes comunes como es el caso de
Guillermo Brown, la inmortal creación de Richmal Crompton que tantas carcajadas
provoca cuando tienes pocos años como ahora mismo (hice la prueba no hace mucho
y la autora inglesa y sus criaturas aguantan el tipo y se mantienen en plena
forma), y hemos vivido experiencias similares al haber sido ratones de
biblioteca antes incluso de saber qué era eso puesto que a ella le decían que
se iba a quedar ciega de tanto leer y yo recuerdo que, coincidiendo con la
emisión de la serie de dibujos animados que tanto bien (nos) hizo por Cervantes,
mi familia (especialmente mi abuela) decía que, de seguir así (es decir,
leyendo sin parar), me iba a quedar tonto como don Quijote (que, en realidad,
nacía gracias a que a Alonso Quijano se le secaba el cerebro, no hay mal que
por bien no venga), “ “y ahora decimos lo mismo a los niños que juegan a la
Play, son las mismas predicciones catastrofistas, deberíamos pensarlo, jajaja”.
Y por haber visto de cerca los estragos que supone una mala elección de
lecturas obligatorias, sobre todo por el daño que hace este adjetivo, también
compartimos algunas opiniones sobre cómo ir sumando lectores, algo que, como ya
he dicho, ella consigue día a día con cada página, con cada historia, con cada
libro: “Yo no soy de esa rama dura y terrible de “la letra con sangre entra”
porque eso produce un efecto rebote y se pierden lectores; hay que aplicar
mañas, hacerlo atractivo, no imponer y, sobre todo, escoger lecturas acordes
con la edad y con los conocimientos de cada uno, porque equivocarse en eso
supone todo un cataclismo y el que abandona los libros no regresa”. Ella, desde
luego, pone su granito de arena título a título y con Una bala para el recuerdo aún más al atreverse a romper el tabú de
tratar con naturalidad y sencillez la Guerra Civil: “No siempre se pueden abrir
puertas, pero hay que procurar dar al menos un empujoncito, por eso quise tocar
el tema de nuestra guerra igual que, por ejemplo, hace poco me centré en la
pobreza infantil [La película de la vida],
queriendo que la literatura para los jóvenes pueda ser más rica, proporcionar
temas que preocupan a los adultos pero que no deben dejarles fuera”. No será
por no intentarlo, aunque me da que en esta ocasión lo ha conseguido con
brillantez y emoción (esperaremos a ver qué dicen los lectores cuando vaya,
como tantas veces, a institutos a encontrarse con ellos -y si me desmienten,
voy yo a debatir a ver qué sacamos en claro, que a buen seguro me enseñan
muchas cosas-).