martes, 5 de diciembre de 2017

ABRIENDO LOS OJOS Y LA MENTE






   Puede que suene un tanto pretencioso, pero nací con la pasión por la lectura en las venas, desde siempre la recuerdo como el mejor pasatiempo, primero en forma de tebeo o cuento con muchos y necesarios dibujos, poco a poco dando más importancia a la letra (por más que me entusiasmasen, como a tantos, aquellas ediciones de Bruguera que nos familiarizaron con los clásicos, con las acertadamente llamadas joyas literarias identificadas como juveniles y cuya selección incluía a Twain, Dickens, Salgari, London, Stevenson, Walter Scott y, por supuesto, el podría decirse omnipresente Julio Verne), pasando en seguida a los libros (también aquí hay que agradecer y añorar la labor desarrollada por Bruguera con volúmenes atractivos que resumían en viñetas que se alternaban con el texto la historia que se narraba negro sobre blanco -por lo que podían hacerse dos lecturas distintas o una que incluyese ambas opciones-), ya he contado que mi padre leía más bien poco o nada pero compraba todos los días el periódico, mi madre siempre fue más aficionada a la lectura, también el tío Miguel, ambos dentro de las limitaciones impuestas por la censura, la escolarización recibida (o dejada de recibir) y las pocas horas libres, la diferencia de edad con mis hermanos (siete años con Pilar, cinco con Eduardo) propició, ya que ambos fueron también grandes lectores desde pequeños, que tuviese acceso muy pronto a títulos que, puede decirse, aún me venían un poco grandes, pero como el músculo lector (el único por el que me he esforzado y esfuerzo) lo trabajé desde que tengo uso de razón (y casi antes) sorteaba con cierta facilidad casi todos los obstáculos, jamás sentía mermar mi entusiasmo por más que algún libro se me indigestase o fuese abandonado al no disfrutar, no comprenderlo, no ser capaz de descifrar su código, mi familia era humilde, en su momento no pudieron recibir más que una educación muy básica, había que trabajar, sólo mi madre tuvo una formación más continuada aunque muy de la época (restringida y pacata, aún más siendo mujer), la tía Carmen siempre decía que ella era analfabeta por más que supiera leer y escribir (su padre, el hermano de mi abuela, murió cuando ella era pequeña -creo que tenía once años- y tuvo que buscar desde muy joven un sueldo que llevarle a su madre y con el que sustentar el hogar), el caso es que nunca faltó el estímulo ni la preocupación por que nosotros estudiásemos, leyésemos, tuviésemos curiosidad, ganas por aprender (eso es mucho más importante y fructífero, que me perdonen los estudiosos, que el hecho -que ayuda y mucho, por supuesto, pero no basta con dar ejemplo y ya está- de que los niños vean leer a sus mayores), labor en la que ayudaba muchísimo una televisión que proporcionaba la posibilidad de entrar en contacto con el teatro, la literatura, el cine, la pintura gracias a programas de gran contenido cultural, algo que no se descuidaba, todo lo contrario, en la programación específicamente dirigida al público infantil. No me repetiré en algo que he comentado en infinidad de ocasiones por activa y por pasiva, sólo mencionar que por allí estaba una tal Gloria Fuertes con sus poemas juguetones y su eterna e inmensa sonrisa, que en La mansión de los Plaff escenificaban Agua, azucarillos y aguardiente como propuesta para pasar una tarde divertida, que los dibujos animados se inspiraban (o adaptaban) en La Odisea, Tom Sawyer, Heidi o Don Quijote de La Mancha, que leer era algo natural, que incluso los más reacios -aquellos que preferían dar patadas a un balón o no encontraban ninguna diversión en transformar en parte de sus horas de ocio una actividad que consideraban una obligación más impuesta en las aulas- tenían algún libro de Enid Blyton, que aunque la selección escolar, la imposición, nunca ha estado demasiado elaborada, que aunque todos hemos sufrido programas de estudio que diríase elaborados para eliminar lectores se conseguían buenos resultados y el fomento de la lectura. Pero, a pesar de todo ello, uno no tiene la fórmula mágica (ojalá) para inocular en otros el amor por la letra impresa (o en el soporte que sea por más que me resista/niegue a sustituir algo tangible que huele, se puede acariciar y hojear), no se puede prever cómo, en qué momento, debido a qué (o a quién) uno va a adquirir el hábito de leer (por desgracia y experiencias negativas -unas cuantas- sí podría afirmar lo contrario, es decir, cómo conseguir que alguien actúe como gato escaldado en cuanto le ofreces un libro), aunque se me antoja que conseguir ese objetivo es algo más sencillo cuando hay tradición de ello, cuando se atiende y se cuida el producto, cuando se le da la importancia debida, cuando se trata a la literatura como tal por más que esté dirigida al público infantil y juvenil (porque es literatura y no otra cosa menor y tonta como algunos parecen empeñados en hacer creer), sin matices, menosprecios o displicencia, sin menoscabo de su calidad (que incluso llega a ponerse en duda o a negar ostentosamente por el mero hecho de buscar/encontrar lectores de corta edad), “no es casual que existan Roald Dahl, Michael Ende, Astrid Lindgren, tantos nombres en tantos países no son fortuitos, sino fruto del amor y la preocupación por los lectores infantiles y juveniles y por la edición de textos que ellos puedan leer, de cultivar esa dedicación y es sencillo que surjan estas figuras, se les cuida, se les presta atención, se les da importancia; en España se tiene poco en cuenta a los autores especializados en este tipo de literatura”.
   Quien así se lamenta (y uno no puede sino darle la razón -ojalá hubiese argumentos en contra, datos y hechos que la desmintiesen-) es una autora de las que crea afición y fomenta la lectura con cada uno de sus libros, ahí están su trayectoria, sus ventas, sus galardones, su impacto entre los jóvenes lectores, su fe irredenta en las palabras, su labor continuada para que la literatura infantil y juvenil española salga del ostracismo en que la sumen instituciones, docentes, medios de comunicación, las propias editoriales (sí, hablo en general pero es la única forma de hacerlo en este asunto para, así, no dejar fuera a nadie que deba darse por aludido), tengo la fortuna y el placer de conversar telefónicamente con Maite Carranza, escritora que en otras latitudes, en otros países, sería valorada, aclamada, recomendada, leída con devoción general, considerada una figura, un orgullo patrio como puedan serlo los autores que ella citaba (eso por no irnos a fenómenos, en todos los sentidos, como J. K. Rowling o Patrick Rothfuss cuyos lanzamientos o firmas de ejemplares congregan a millares de chavales que portan libros voluminosos que han sido o serán devorados sin tregua hasta llegar al final), y al menos ella supone una de esas individualidades que, de vez en cuando, consigue reconocimiento, difusión, un público fiel y numeroso, presencia en librerías, atención de los críticos. El motivo de la vivificante, apasionante y apasionada charla es la reciente publicación de Una bala para el recuerdo en Loqueleo, una colección que es algo más que eso y de cuyo catálogo Maite ya formaba parte “y estoy encantada porque se lo toman muy en serio, hacen una grandísima labor de fomento de la lectura, tratan a su público como merece. Me gusta mucho, por ejemplo, que cada libro sea único y tenga su propia imagen [en el caso que nos ocupa, se adjuntan un cuaderno en blanco con la misma portada que el libro y un lapicero, por si alguien quiere ir apuntando lo que la lectura le sugiera o sencillamente lo que le apetezca, que sienta el impulso, el cosquilleo, la necesidad de lanzarse a escribir], también que no defina las edades de lectura y, así, no se limiten públicos de antemano”. Para quien siga afirmando/creyendo (demostrando un desconocimiento absoluto, una ignorancia supina que, bien se sabe, no está dispuesto a paliar) que la literatura infantil y juvenil se limita a cuatro tópicos, a ñoñerías (que, por cierto, la mayoría de los críos rechaza por absurdas, por falta de identificación, porque se sienten minusvalorados), a asuntos triviales, a historias breves y de escaso contenido, a parábolas con moraleja, Una bala para el recuerdo puede suponer un impacto, un sobresalto, incluso una aberración, pero es una magnífica muestra de cómo cualquier asunto puede tratarse, narrarse, explicarse, hacerse digerible (sin trivializarlo ni, nunca mejor dicho, infantilizarlo más de lo debido para hacerlo comprensible), es un estupendo ejemplo de lo mucho que los libros escritos para niños y jóvenes han evolucionado en nuestro país (algo que empezamos a vivir tímidamente los de mi generación, aunque se prestase poca o ninguna atención a gentes como Montserrat del Amo o Juan Muñoz Martín o se los redujese, al igual que a la propia Gloria Fuertes e incluso a la heredada y tan mal comprendida Elena Fortún, y casi condenase por resultar divertidos).
   Y es que Una bala para el recuerdo sitúa su acción en 1938, es decir, en plena Guerra Civil, todo un reto, pero Maite Carranza quiso ser fiel y hacer justicia a una historia real que llegó a sus oídos y atrapó su interés desde el principio: “Normalmente empiezo a escribir porque he leído algo que me inspira o porque he estado investigando con una intención concreta, pero en esta ocasión fue mi marido quien me lo contó de viva voz: buscando unos datos sobre Barruelo, porque estaba interesado en la minería y en la Revolución de 1934, encontró una historia que me dijo le había impactado y, como digo, me la contó. Las historias orales nos llegan de manera muy emocionante, muy directa, me gustó pero quise leerla, ocupaba apenas una página y media, era una entrevista que hacía Eduardo Pons Prades en medio de una investigación sobre los niños del bando republicano en la que recogía testimonios de testigos directos de los hechos”. Y fue el barbero de Barruelo de Santullán (Palencia) quien contó al escritor también conocido como Floreado Barsino la auténtica epopeya de un chaval de trece años que, con la sola compañía de su perra, caminó cientos de kilómetros hasta llegar junto a su padre, un minero republicano al que creían muerto, internado en un campo de prisioneros cerca de Oviedo, y a partir de ahí Maite Carranza empezó a rellenar los huecos, a dar cuerpo (y alma) a una novela que, aunque dirigida a los más jóvenes, pellizca y por momentos estruja el corazón del lector adulto (sobre todo de uno que, como en mi caso, empieza a rescatar del lugar más recóndito de la memoria, instaladas sin saberlo en algún pliegue del corazón, algunas de las cosas que, cuando tenía un día bueno -por carácter bravo y genio indomable, sobre todo por los estragos que la demencia fue provocando en su mente-, le contaba su abuelo con inmensa naturalidad y sin darle ni darse importancia): “Pretendí que fuese un libro transversal: me puse en la piel de un niño, pero creo que la mirada honesta de un niño que se pregunta, se explica al mundo y lo descubre, si se consigue narrarla con acierto, puede ser leída, comprendida y compartida por cualquiera a partir de una cierta edad, aunque, por encima de todo, quería que el libro estuviese claramente dirigido a los jóvenes, porque están muy desinformados sobre la Guerra Civil y apenas se escribe para ellos sobre esos temas que se consideran muy duros, propios de adultos y, así, estamos perdiendo la memoria”. Ese es otro de los mitos (de los errores) que rodean a la literatura infantil y juvenil y que Maite Carranza destierra: el paternalismo, la sensiblería, inclusive el engaño, el ocultamiento, los clichés y estereotipos más maniqueos, la manipulación muchas veces descarada con objetivos espurios y un tanto alienantes, hacer hablar y comportarse a los niños de las historias como no les corresponde, pretender imponer dogmas, coartar la libertad de pensamiento, reducir el comportamiento a esquemas que no se pueden romper.
   Hay un capítulo especialmente doloroso por auténtico, por honesto, porque el adulto topa con la cruel e implacable realidad, porque al joven le perturbará al ampliar el campo de visión, al salirse de los márgenes establecidos, al rehuir la dicotomía, al mostrar que siempre hay muchos matices e interpretaciones, que, por más que existan elementos comunes y nexos de unión, cada uno vive las cosas a su modo, hay un capítulo impactante y, si se me permite, necesariamente desolador (y no tiene por qué darnos miedo este adjetivo en un libro de este tipo), hay, simplemente, un capítulo titulado Perder una guerra: “Perder una guerra es perder muchas cosas, es peor que perder la vida: es la humillación, la tristeza, como morir en vida, perder la dignidad; me permití, a la mirada de Miguel, aunque no fue algo premeditado sino surgiendo de manera natural, en parte porque lo estaba escribiendo para protegerme yo misma del dolor y por eso me refugié en la poesía, que no es mi estilo, y fue ahí donde encontré reflexiones muy sencillas sobre qué es una guerra, saber si mi padre será capaz de seguir sonriendo o dónde quedó la alegría de mi madre, me permití, como digo, añadir esos detalles a la mirada del niño”. Pero que nadie piense que Maite Carranza se/nos traiciona porque sabe pasarlo todo por el tamiz de su protagonista, de su narrador, un chaval de trece años que, afrontando todo lo que va encontrando en su camino, en el contexto histórico que le ha tocado, en medio de unas circunstancias tan extremas, no puede ser tan niño, tan inocente como muchos querrían (por manipulable, por corrompible, por manejable): “Para no alejarme de los más jóvenes me esforcé en que el personaje fuese más tierno, más cálido, resultase cercano, fuese reconocible, no sólo cuenta hechos luctuosos, no sólo habla de la guerra: descubre el amor, se interesa por la música, piensa en cómo ganar dinero para ayudar a la familia, creo que le hice bastante humano y utilizando elementos atemporales que enlazan a chavales de hoy con uno del año 38 y, además, otra dificultad añadida, minero, con una vida muy diferente, con referentes y realidades que no tienen nada que ver con los de la gran mayoría de los que lean el libro”. Tiene su aquel que Maite, que también es guionista (sin ir más lejos de la exitosa serie Isabel), haya incumplido dos de las tres reglas básicas del maestro Hitchcock (aunque también él lo hizo), aquellas referentes a no trabajar jamás ni con niños ni con animales (la tercera excepción era Charles Laughton que, obviamente, no pinta nada en Una bala para el recuerdo), y de nuevo deja clara su pericia y maestría por el modo en que utiliza a Greta, la perra de Miguel, evitando lo ridículo, creando un personaje con entidad propia: “No soy nada de perros, nunca he tenido, pero puedo entender que se convierta en un amigo porque he sido testigo de ese amor incondicional que demuestran, esa lealtad hacia el amo. Además, la historia real la había vivido un niño junto a su perra y no quise cambiarlo, bueno, solo el nombre porque la de verdad se llamaba Blanquita, pero me pareció un nombre muy tópico y opté por algo más cinematográfico”.
   Aunque nos separan algunos años (no tantos por más que ella me considere generoso por decir que casi somos de la misma generación), Maite y un servidor tenemos referentes comunes como es el caso de Guillermo Brown, la inmortal creación de Richmal Crompton que tantas carcajadas provoca cuando tienes pocos años como ahora mismo (hice la prueba no hace mucho y la autora inglesa y sus criaturas aguantan el tipo y se mantienen en plena forma), y hemos vivido experiencias similares al haber sido ratones de biblioteca antes incluso de saber qué era eso puesto que a ella le decían que se iba a quedar ciega de tanto leer y yo recuerdo que, coincidiendo con la emisión de la serie de dibujos animados que tanto bien (nos) hizo por Cervantes, mi familia (especialmente mi abuela) decía que, de seguir así (es decir, leyendo sin parar), me iba a quedar tonto como don Quijote (que, en realidad, nacía gracias a que a Alonso Quijano se le secaba el cerebro, no hay mal que por bien no venga), “ “y ahora decimos lo mismo a los niños que juegan a la Play, son las mismas predicciones catastrofistas, deberíamos pensarlo, jajaja”. Y por haber visto de cerca los estragos que supone una mala elección de lecturas obligatorias, sobre todo por el daño que hace este adjetivo, también compartimos algunas opiniones sobre cómo ir sumando lectores, algo que, como ya he dicho, ella consigue día a día con cada página, con cada historia, con cada libro: “Yo no soy de esa rama dura y terrible de “la letra con sangre entra” porque eso produce un efecto rebote y se pierden lectores; hay que aplicar mañas, hacerlo atractivo, no imponer y, sobre todo, escoger lecturas acordes con la edad y con los conocimientos de cada uno, porque equivocarse en eso supone todo un cataclismo y el que abandona los libros no regresa”. Ella, desde luego, pone su granito de arena título a título y con Una bala para el recuerdo aún más al atreverse a romper el tabú de tratar con naturalidad y sencillez la Guerra Civil: “No siempre se pueden abrir puertas, pero hay que procurar dar al menos un empujoncito, por eso quise tocar el tema de nuestra guerra igual que, por ejemplo, hace poco me centré en la pobreza infantil [La película de la vida], queriendo que la literatura para los jóvenes pueda ser más rica, proporcionar temas que preocupan a los adultos pero que no deben dejarles fuera”. No será por no intentarlo, aunque me da que en esta ocasión lo ha conseguido con brillantez y emoción (esperaremos a ver qué dicen los lectores cuando vaya, como tantas veces, a institutos a encontrarse con ellos -y si me desmienten, voy yo a debatir a ver qué sacamos en claro, que a buen seguro me enseñan muchas cosas-).