domingo, 25 de septiembre de 2016

UN CORTEJO DE LÁGRIMAS (DE ALEGRÍA) BLANCAS







  De repente, con los años, un buen día te das cuenta de que hay palabras que estás usando en un sentido que no te agrada, que su acepción negativa está plenamente aceptada, que en algún momento que se pierde en la noche de los tiempos adquirieron un tono peyorativo que caló hondo e incluso los diccionarios sancionan como pertinente, pero has llegado a un momento en que no compartes ese significado que trivializa, rebaja, oscurece, transforma el vocablo original en algo insultante, le resta valor, le despoja de sus virtudes, de su historia, de sus señas de identidad. Hay una estupenda canción de La Lupe que, en realidad, hace eso y somos muchos los que la tarareamos una y mil veces (porque es espléndida, porque se pega a la piel, al corazón, porque nos reconocemos en el despecho, en el rencor, en el gustazo de escupir nuestro dolor a la cara de quien nos lo provocó, porque uno se queda como nuevo cuando consigue extirparse aquello que le genera angustia, miedo, impotencia), somos muchos los que la utilizamos como bandera y modo de presentación porque lo nuestro es puro teatro, es decir, lo amamos, lo necesitamos, lo defendemos, lo buscamos, lo difundimos, lo apoyamos, lo vivimos, nos sentimos parte de una comunidad, de una familia, pero el caso es que La Lupe se lamenta porque “igual que en un escenario, finges tu dolor barato” y, claro, ataca el famosísimo estribillo al grito de “teatro, lo tuyo es puro teatro: falsedad bien ensayada, estudiado simulacro” para concluir “hoy, que me lloras de veras, recuerdo tu simulacro; perdona que no te crea: me parece que es teatro”. Lamento si estoy destrozándole la canción a alguien, puedo asegurar que a pesar de este análisis que sin duda es sesgado sigo vibrando cada vez que la escucho (aunque acalle por un momento al espectador impenitente que habita en mí, que ocupa todo mi cuerpo y rebosa al exterior), pero el caso es que la adorada diva -convirtiendo en inmortal la letra compuesta por Tite Curet Alonso- yerra de pleno cuando dice que no se lo cree porque es teatro, sí, ya sé que entramos en el terreno de la octava acepción del DRAE, que se refiere a una “acción fingida y exagerada”, a lo que antes se ha considerado falsedad y simulacro, pero podemos matizar que, si está bien ensayado y estudiado, no se percibe como tal, no se le ve el truco (como sucede con la magia: funciona como tal, creemos en ella porque nos la juegan delante de nuestras narices -el gran Tamariz con una baraja- y no nos damos cuenta de nada) sino como real, por mucho que seamos conscientes de que cuando caiga el telón esas personas que hay en escena llevan unas vidas diferentes, no se llaman con los nombres que se dan sobre las tablas, deban quitarse prótesis, maquillaje, máscaras, trajes, incluso voces y modos de hablar, para recuperarse a sí mismas, como me hizo reflexionar el estupendo dramaturgo y director César Augusto Cair cuando me enfrentó a uno de sus textos -Quinto aniversario- para que lo prologase (todo un honor, generosidad y confianza máximas en alguien que sólo me conocía a través de este blog), como tanto le gusta repetir al querido cómplice Mario, si me lo creo, si lo experimento, si lo sufro, si lloro, si río, si me emociono, si me arrebata, si me transporta, si me remueve, si se me queda dentro, si me admira es porque ha cumplido su misión, porque es el fruto de un trabajo bien entendido y mejor llevado a cabo, porque ha regalado vida, porque ha alimentado una pasión, porque ha traspasado la batería, en definitiva, porque es teatro.
   Cuando tuvimos el enorme placer de entrevistar a Miguel Rellán para Destino: Wonderland, en la época en que alternaba la gira de Ninette y un señor de Murcia con su brillante interpretación en Novecento, el maravilloso intérprete (al que dentro de poco veremos junto a la deseada -por lo poco que se prodiga y lo mucho que se la respeta- Julia Gutiérrez Caba en Cartas de amor) diseccionaba su oficio y nos explicaba por qué, a su juicio, hablando desde su dilatada experiencia, el teatro mantiene vivas las esencias de un arte que, en ocasiones (en demasiadas, diría uno), el cine y no digamos la televisión no permiten desarrollar en las condiciones adecuadas: resulta que todo el mundo sabe que va a ver una representación, nunca mejor dicho, algo falso, es un juego, de hecho en inglés se emplea la misma palabra para “jugar” y “actuar” -play-, pero cuando empieza la función, según la que sea, hay risas, hay lágrimas, hay reacciones, “¿pero no habíamos quedado en que era mentira?”, se/nos preguntaba Miguel Rellán con la satisfacción de quien consigue que el público se carcajee, se conmueva, contenga la respiración, lo que corresponda en cada momento. Y por eso es una ceremonia, hay que seguir el ritual que en otras ocasiones se ha evocado aquí, es un alimento que se necesita consumir cada poco, es una inyección estimulante, es una transfusión salvadora, por eso uno lleva un tiempo procurando no utilizar “teatro” como algo negativo, para acusar a los políticos que siguen procurando y buscando su interés, su conveniencia, alimentando su ego, llenándose el bolsillo mientras se encastillan en actitudes que embarrancan el país, esos son unos estafadores (y de ahí para arriba: ya ven ustedes cómo andan de ocupados -aunque debieran actuar con prontitud, eficacia e independencia-), unos trileros, unos embaucadores, lo que se quiera, pero desde luego no hacen teatro, sí el ridículo, si nos abochornan, si nos indignan (aunque no tanto como parece o pregona: ahí está la abstención, ahí están los votos, ahí siguen los mismos al frente cuando no consiguen los apoyos necesarios, cuando se diría que no inspiran la necesaria confianza).
   Y en este vicio (es como uno lo ve) por utilizar palabras que se refieren a artes para vejar, menospreciar, reprobar a alguien, también se ve afectado el circo y muy especialmente los payasos (y no digamos de un tiempo a esta parte los titiriteros, sobre todo a raíz de cierto oscuro incidente al que puso punto final la Audiencia Nacional archivando una causa que no debió abrirse -y todos aquellos que salieron con teas, piedras y otras armas siguen impunes en sus tribunas o sillas de tertuliano-), por mucho que en ocasiones se añada la muletilla “con perdón de los payasos”, en cuanto se quiere señalar que lo que hace o dice alguien nos parece tonto, estúpido o similar se le acusa de estar “haciendo el payaso” (o de serlo, lo que es aún peor), cuando ese es un arte noble y extremadamente difícil, una disciplina compleja que puede desarrollarse en direcciones muy diferentes y que, en las manos y el talento adecuados consigue unos resultados esplendorosos. Y así podrán acreditarlo (y vivirlo) todos los que se animen a acudir a la Sala Roja de los Teatros del Canal hasta el próximo 9 de octubre (o todos los que lo hayan visto en anteriores oportunidades) para dejarse arrollar por la sensibilidad que destila Slava´s snowshow (http://www.teatroscanal.com/espectaculo/slavas-snowshow-circo/#tabs1-info  ), espectáculo que pude gozar hace unos años en el Teatro Coliseum pero que aún recuerdo a flor de piel y latido de corazón (y que pude reproducir en parte gracias a la espectacular presentación que se hizo ante los medios de comunicación -para algunos, toda una re-presentación, éramos viejos conocidos como cuento (otra palabra, por cierto, que se emplea para designar algo feo, perdiendo sus virtudes literarias, sus capacidades ensoñadoras)-). Reconocido como uno de los mejores clowns en activo, Slava Polunin lleva unos veinte años recorriendo todo el mundo con esta maravilla que deja corto cualquier adjetivo, una perfecta simbiosis entre poesía, parodia, mímica, teatro, circo, una auténtica explosión de sensibilidad, de magia, de humanidad, un espectáculo minimalista, elemental, con los elementos imprescindibles pero magníficamente dosificados e imbricados para conseguir que olvidemos las cortapisas, los corsés, lo políticamente correcto, la seriedad impostada, para que saltemos de nuestra butaca y queramos jugar con esa gran pelota que bota y rebota sobrevolando el patio de butacas, es imposible resistirse a una invitación tan gratificante, vivificante, rejuvenecedora, es tan agradable dejarse llevar, exponerse a la calidez de la nieve cuando la convoca alguien como Slava, consentir que la energía que siempre contagia la Carmina Burana de Orff sea absorbida por cada poro para vivir el estallido final, para dejarnos envolver por el vendaval que se lleva lejos lo negativo, lo perverso, lo corrosivo, para revivir en medio de la tormenta, refrescándonos con la nieve que (literalmente) invade e inunda la platea (sí, son trozos de papel, pero puedo jurar que los recibí como si fuese agua solidificada, como un baño catártico, feliz, pletórico, viviendo la verdad del teatro, la verdad del circo).

viernes, 23 de septiembre de 2016

DIFERENTES TONOS DE NEGRO







  No son pocas las ocasiones (es, como tantas veces digo, uno de mis géneros favoritos, sino el principal -como también se ha contado, es el que, de una forma u otra, me convirtió en lector, primero con Enid Blyton, Los Tres Investigadores y algunos otros, después con Agatha Christie y, de carambola, con Torcuato Luca de Tena, a partir de ahí, con unos doce años, he devorado páginas sin tregua-) en que hemos hablado de la dificultad de definir, más allá del considerado canon clásico (e incluso ahí pueden surgir controversias, matizaciones, la impronta de cada autor por muy ortodoxo que parezca), qué es la novela negra; creo que fue el admirado Toni Hill quien, hablando sobre este asunto (él, que tan fantástica revisitación y revitalización ha hecho del asunto con su trilogía sobre Héctor Salgado), me contaba la anécdota (sin decir el nombre) de una mujer (es de esos territorios en que ser fémina es una ventaja, un valor añadido, una primacía, no en vano abundan las grandes damas del crimen, también es cierto que hay quien abusa de ello para ocupar un lugar que no le corresponde, es lo que estoy contando) que, sin recato, jactándose de su número de lectores, dando gato por liebre, afirmaba que lo suyo era novela negra porque siempre había un muerto, como si eso fuese condición indispensable para que hablásemos de tal (habría que recomendarle, por ejemplo, a Horace McCoy). También podrían citarse todos aquellos “críticos”, “expertos”, “intelectuales” (podrían ponerse muchas más comillas, tal es el calibre de su ignorancia) que consideran ínfima la literatura (incluso los hay que se resisten a llamarla así) que, por encima de todo, busca entretener, que se puede leer casi sin respirar, que conquista un público muy amplio y variado, ellos sólo se sienten seguros en su torre de marfil (con unos cimientos que a duras penas mantienen el equilibrio pero consiguen que nadie los horade -o casi nadie aunque, tapándose unos a otros, enfrentados al enemigo común, acallan las voces que osan discrepar por mucho que esgriman argumentos sólidos ante la endeblez de los suyos-) y, así, sancionan como “buena” novela policiaca la que en realidad no lo es, la que se pierde en lo conceptual, en lo pretencioso, en lo culterano, la que es otra cosa (y puede que apasionante, pero cuando ciertas voces cantan las excelencias de algo uno no puede evitar mirar para otro lado -hablo por experiencia, a ver si un día de estos escribo por fin algo a lo que llevo un tiempo dando vueltas: ¿Por qué llamamos “prejuicio” a lo que a veces es un rechazo a lo que conocemos y nos desagradó?). En ocasiones, es mucho mejor no poner etiquetas, no generar expectativas, hay autores que no las necesitan, hay otros que merecen ser descubiertos por cada lector sin que nadie les manipule la brújula, también depende de los gustos y conocimientos de cada uno, de la opinión propia, de nuestras apreciaciones, hay determinadas purezas (digámoslo así) que no consienten interpretaciones, pero hay muchas gamas de grises en lo negro, hay autores (y sobre todo autoras) que las mezclan con talento en una misma obra, por no hablar (o sí porque es elemento básico de lo que se intenta explicar) de cómo lo policiaco se alía con lo romántico, lo fantástico con lo realista, híbridos que se resisten a una clasificación categórica y sin fisuras.
   Y a veces está el desacierto en la promoción de algo, en ocasiones con un interés claramente espurio, queriendo confundir, incluso engañar y estafar, en otras por recurrir a lo establecido, por cerrar puertas a lo que, por desconocido o innovador, se piensa puede ser mal recibido, también puede que sea una voz autorizada (o considerada como tal) la que provoque que un producto (una novela en el caso que nos ocupa) llame la atención por unas supuestas características que en realidad no posee. Así, cuando uno lee en la portada de un libro que The Independent anuncia “De Finlandia llega la Agatha Christie del norte” no puede más que relamerse del gusto, especialmente porque el título en cuestión que lleva tal aviso impreso se presenta como Tres abuelas y un cocinero muerto, y si hay un cadáver de por medio y se cita a nuestra tía literaria favorita los jugos gástricos se alborotan anunciando el festín… y resulta que no, al menos no el sentido esperado. Si al encargado de escribir la reseña en el periódico británico le resultó pertinente emparentar a Minna Lindgren con Agatha Christie él sabrá por qué, si se quiso buscar un reclamo más atractivo que el título original (que por más que he consultado páginas y traductores he sido incapaz de traducir literalmente), algo que resultase llamativo, no hay nada que oponer (en parte: hay un cocinero muerto pero no especialmente decisivo en la trama), el caso es que la jocosa, irónica y trepidante Trilogía de Helsinki debida a la escritora finesa Minna Lindgren va por otros derroteros y, por lo tanto, puede provocar una honda decepción en quien llegue al primer volumen pensando que a la señorita Marple le han nacido tres primas en Finlandia. Pero, superado este primer escollo, los tres libros que ha publicado Suma de Letras con traducción de Luisa Gutiérrez (quien ha sido alabada por la propia autora a la hora de ingeniárselas para reproducir en castellano las particularidades del habla de cada uno de los personajes) son una auténtica delicia, una esplendorosa muestra de un humor negro (el adjetivo es muy pertinente utilizado con este significado) pletórico de causticidad, estas ancianas nonagenarias no tienen nada que perder pero no están dispuestas a que sus últimos días de vida (no piensan en plazos largos, aunque se comportan como si les quedase mucho por delante, de ahí su arrojo, su espíritu inquieto y rebelde, todo sumado, por supuesto, al hecho de que al ser conscientes de, como afirma la sabiduría popular -y ellas la poseen por arrobas gracias a su dilatada experiencia en este mundo-, no les queda demasiado en el convento y por lo tanto no van a salir fuera a hacer sus necesidades), no están dispuestas a tolerar atropellos amparados en sus mermadas facultades mentales (que no lo están tanto como algunos quisieran, más agudizada la inevitable decadencia en unas que en otras de las componentes del trío protagonista o en sus compañeros de residencia).
   Aunque, por así decirlo, las aventuras son independientes, conviene leer la trilogía en orden y completa, a buen seguro quien se adentre en Tres abuelas y un cocinero muerto no dejará de hacer lo mismo con Tres abuelas y un joyero de ida y vuelta y Tres abuelas y un plan de sabotaje porque caerá rendido al encanto de Siiri, Irma y Anna-Liisa, cada una con sus manías, con sus hábitos, con sus extravagancias, con su pasado, con su personalidad, provocando alguna que otra carcajada, muchas risitas cómplices, cabeceos de sorpresa, varias lagrimitas, Minna Lindgren escribe con sorna y buen humor, con mucha rebaba y crítica hacia quien corresponde, sin cortapisas ni connivencia, avivando conciencias, poniendo una lupa muy potente de mordacidad pero sin camuflar o dulcificar los aspectos más denunciables y lapidarios, recurriendo con mano maestra al esperpento para, de ese modo, escarbar aún más hondamente en lo miserable de una sociedad (la finesa, cualquiera de las consideradas civilizadas y perteneciente a ese que se autoproclama primer mundo, jerarquizando y oprimiendo) que no sabe qué hacer con sus mayores, que por mucho que pretenda demostrar lo contrario considera a los ancianos (los “viejos”, escupido con el mayor de los desprecios) como un estorbo, incluso como una especie a extinguir. Lindgren provoca, acusa, zahiere, expone, avergüenza (o debería, pero eso ya es problema de la coraza, de la ceguera, de la maldad de cada uno), pero todo a través de unos diálogos chispeantes, por momentos absurdos, de una viveza arrolladora, integrando a la perfección la descripción de una ciudad a través de aquellas que la han visto transformarse, expandirse, crear guetos, vivir trasvases de vecinos de unos barrios a otros, metamorfosis de éstos, mantener lugares intocados que son como un oasis en el que convocar el pasado, hacer desaparecer otros que a veces ya ni siquiera están en la memoria de quienes los conocieron, provocar evocaciones inesperadas, Helsinki es un escenario que se explica como un personaje más a través de los que los demás cuentan, pasean, visitan, añoran o descubren. Uno sigue sin comprender por qué emparentaron a Minna Lindgren con la tía Agatha, nada más lejos de la realidad, pero tampoco le hace falta porque, una vez superado el estupor inicial –“esto tiene poco de policiaco”-, lo que viene es una excelente oportunidad para divertirse, reflexionar y desear llegar a los noventa años con esas ganas de vivir.

domingo, 4 de septiembre de 2016

AQUELLAS BUTACAS ENFUNDADAS EN CAMISAS






   No hace mucho, cuando tuvimos oportunidad de abrazarnos de verdad, sin artilugios de por medio, sin iconos ni palabras escritas, cuando abandonamos la virtualidad para compartir unas horas con el magnífico espectador y lector, con un cómplice afectuoso conocido a través de las ondas, cuando Mario Zapa y su marido, Frank, se vinieron a Madrid para ser también testigos de la histórica reposición de Cinco horas con Mario (y, por lo tanto, de la aún más histórica y legendaria interpretación de Lola Herrera), hablando de mil y una cosas, fundamentalmente de las pasiones comunes, el primero querido oyente y ahora buen amigo a pesar de la distancia Mario me dijo que una de las cosas que más le enganchó de mi hacer profesional, aquello que le llevó a tener en cuenta mis valoraciones antes de decantarse por un espectáculo u otro, fue la emoción con la que aplaudía lo que me entusiasmaba, el ardor con el que valoraba lo que veía o leía, el desencanto e incluso fobia feroz dependiendo del momento y/o del intérprete (director, dramaturgo, escenógrafo, escritor,…) que expresaba sin cortapisas, transmitiendo sensaciones vívidas, argumentando el porqué de mi dictamen; le dije que era cuestión de años, que ya vería cómo, poco a poco, no todo le satisfacía tanto, que iría eligiendo, que se iría decantando, que de hecho hay gente a lo que no piensa volver a leer, y él me explicaba que en literatura tal vez podía mostrarse algo más selectivo (aunque es omnívoro, devora sin verse saciado -y lo mejor es que le aprovecha, saca conclusiones, dialoga con los textos, se muestra activo, está perdidamente enamorado de la actividad lectora y no tiene reparos en expresarlo-), pero que en teatro era, por así decirlo, muy fácil engañarle, que reconocía que los efectismos le ganaban, que se dejaba llevar sin recato y a veces sin analizar demasiado, sin querer hacerlo, sin ponerse en actitud crítica para no desvirtuar el momento y vivir la experiencia lo más prístina e intensamente posible. Le recordé que uno de mis (nuestros) géneros favoritos es el musical y, por lo tanto, me pirran los momentos espectaculares, un helicóptero descendiendo sobre el escenario (y el viento de sus hélices despeinando a los espectadores en aquella Miss Saigón que jamás olvidaremos), un inmenso zapato sobre el patio de butacas con una drag queen burbujeante que se contonea y despliega alma de diva a los compases del Sempre Libera de La Traviata (espléndido montaje australiano que gozamos en Londres y que en España anda de gira dejando patente cómo hacer un musical dignamente y a la altura del original -y que en ese momento en concreto se beneficia de un esplendoroso Christian Escuredo-, Mary Poppins elevándose por encima de las cabezas de los ocupantes de la platea (y no pudiendo reprimir una sonora exclamación que restalló en un teatro emocionadamente silencioso ante el milagro artístico), han sido tantas las ocasiones en que me he quedado con la boca abierta, voy siempre predispuesto a la sorpresa, disfrutando de la ceremonia de llegar pronto al teatro, contemplar la marquesina (si la hay), los carteles, las fotografías, caminar hasta la butaca como si flotase, apretar la mano de Pablo y cruzarnos un guiño emocionado (disfrutar junto a él es un valor añadido, que en ocasiones mejora en mucho lo que contemplamos en escena), esperar que se alce el telón con nerviosismo (en eso soy muy clásico, me gusta que lo haya, aunque en algunas ocasiones su ausencia provoca la aparición de los primeros suspiros, los primeros temblores, las primeras emociones al contemplar la escenografía o el espacio vacío tenuemente iluminado, los objetos, muebles, trajes u otros enseres dispersos, puede que incluso haya actores en escena iniciando alguna acción o en silencio, quietos, esperando el momento de iniciar la ceremonia aunque ésta ya empiece en el corazón del espectador que intuye, imagina, sueña, intenta adivinar por dónde van a ir los tiros, lo que suele disgustarme, hastiarme, irritarme, y así se lo conté a Mario, es cuando esos elementos u otros, mal utilizados, hurtan la comunicación teatral, se convierten en el elemento central, cuando se privilegian, cuando se abusa de ellos, cuando intentan paliar (u ocultar) otras carencias, lo huero, la necedad, apropiarse de un clásico para pisotearlo, cuando el lugar donde tiene ídem la representación es en realidad el atractivo, el reclamo, lo único que se ofrece, cuando lo que debería ser primordial pasa a ser secundario, cuando uno sale con los oídos llenos de gritos, ruidos, música estridente, cuando todo se basa en provocar en el sentido más básico, es decir, cuando el público se ve obligado a participar, a actuar, a ser el ingrediente principal, cuando es él quien, de muchas maneras, debe escribir, concluir, ejecutar la función. ¡Que aprendan de La Cubana o de aquel montaje de La Celestina de Robert Lepage o de la Fuenteovejuna que Marsillach -con la imprescindible colaboración del no menos grande Carlos Cytrynowski- dirigió en 1993 para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, esa que dejaba sin respiración desde antes de comenzar gracias a aquella estructura metálica que invadía el patio de butacas y que se utilizaba con sabiduría, con criterio, con poderío teatral y no al revés!
   Y aunque, como digo, sigo siendo muy clásico en lo que a los telones respecta (no puedo evitar contener la respiración cuando empieza a alzarse y vamos abandonando quiénes somos, cuando somos abducidos desde nuestra butaca para formar parte de comienza a desarrollarse sobre las tablas, allí, al alcance de la mano, frente a nuestros ojos), hay ocasiones, también se ha señalado, en que la atmósfera empieza a cambiar antes de que el regidor dé la señal de inicio, en que se involucra al espectador antes de que ocupe su localidad, en que es inevitable sentirse atrapado por la magia teatral, así lo viví hace como un año y medio cuando entré en la Sala de la Princesa del María Guerrero para asistir a una representación de La piedra oscura (si a los que participamos en medios pequeños suele/puede sernos difícil conseguir una invitación para glosar un espectáculo y/o hacer una entrevista, no digamos dos, y como fui a verla para cumplir con una entrevista que aún debía a una web que Pablo y yo habíamos abandonado recientemente, como el compromiso profesional -por mi talante, por mi vocación, no por a quien tenía que enviar el texto- tuve que ir solo). Según llegué al umbral de la sala no pude evitar un estremecimiento, un sobrecogimiento, incluso algo de pena y dolor (conocía el argumento de la obra, a buen seguro eso ayudó algo), era imposible no quedarse noqueado al encontrarse las creo que algo menos de cien butacas del lugar cubiertas con unas camisas ensangrentadas, testimonio del drama, del fratricidio, de la constante sangría (en su momento y también todavía, aún se experimentan los estragos, aún hay muchos que se consideran vencedores y, por lo tanto, tratan a los demás, a los otros -separando, golpeando sobre los hematomas-, como vencidos, aún hay muchos que hablan de rencor mientras no dejan de hurgar en la herida para recordar la derrota, para que siga lacerando como tal) que los libros de Historia llaman Guerra Civil Española, el estómago se me encogió, el corazón se me aceleró aunque, paradójicamente, la sangre pareció congelarse durante unos momentos, me senté tembloroso y permanecí tenso, empequeñecido, oteando la penumbra, la en algunos puntos oscuridad absoluta, con estupor y miedo. Sólo cuando llevaba sentado dos o tres minutos pude darme cuenta de que uno de los intérpretes ocupaba el jergón instalado a la izquierda del espacio escénico, creo que entonces aún me turbé más, las palpitaciones de mis entrañas eran auténticos redobles, se me erizó el vello al evocar a familiares que hubieron de salir para Francia casi con lo puesto -y algunos niños pequeños- para no perder la vida, cómo el padre de la tía Carmen había estado dos años en prisión sólo por llevar el mismo apellido que el huido -su hermano- hasta que un día un abogado que hacía su trabajo sin atender a filiaciones políticas sino a delitos cometidos y probados abrió su expediente y lo encontró vacío -nada le acusaba de nada, pero se apellidaba Orihuel, no es raro que aquella espeluznante secuencia de Un lugar en el mundo en que una escalofriante Cecilia Roth narra lo que sucedió cuando los militares acudieron a buscarla al hogar familiar y ella no estaba siempre me provoque lágrimas, las mismas que durante mucho tiempo la tía vertió o contuvo cuando el dolor reaparecía-, pero tomé aire y me dispuse a participar en ese constante ejercicio de reivindicación, de libertad, de emoción (sea del signo que sea, el teatro es la vida y, por lo tanto, nada puede quedar fuera, la catarsis es necesaria, hay quien se reconforta llorando, soltando lastre, una carcajada bien provocada es el mejor reconstituyente), gracias al modo en que Pablo Messiez y su equipo recibían al público era muy sencillo irrumpir en la función, ¡qué gran trabajo sin necesidad de que sucediese algo más! Ese puede ser mi mayor reparo a la hora de esperar el regreso de La piedra oscura a Madrid, no sé cómo se dispondrán los elementos en el Teatro Galileo donde podrá verse la función a partir del próximo 9 de septiembre, es fantástico que la sala tenga más capacidad, que más público pueda acercarse a lo que, con toda justicia, hay que calificar de hito, pero puede que un espacio más amplio haga que esas sensaciones que ahora evocaba se diluyan, no puedan reproducirse, de lo que no cabe ninguna duda es de que en cuanto comience la representación los espectadores empezarán a vibrar con el buenísimo hacer de los intérpretes (si el bolsillo lo permite, intentaré repetir para que Pablo pueda verla, si no puedo conversar, analizar, discrepar, si no podemos hablar los dos sobre películas, obras y libros me falta algo, se me queda cojo mi parecer, es como si no tuviera validez).
   Y La piedra oscura me dio la oportunidad de conocer a Daniel Grao, actor cada vez más consolidado y afamado, alguien que en la distancia corta es cercano, accesible, naturalísimo, nada endiosado (si no hago el comentario más frívolo, habrá quien se extrañe -y quien no me lo perdone, porque bien que preguntan por el asunto en cuanto su nombre aparece en la conversación-, porque añadiré que, sí, es mucho más guapo visto de cerca, porque la mirada es la suya, lo mismo pasa con la sonrisa, no está interpretando, está mostrándose como es, una persona muy agradable y amistosa, lo que potencia su atractivo-), alguien de quien muchos deberían tomar ejemplo, alguien que atiende las peticiones que le llegan, que no se escuda en nadie para dar negativas, que colabora, que hace fácil el trabajo de los demás, alguien a quien, habiendo compartido tan sólo la entrevista que reproduciré a continuación, aceptó venir hasta el estudio para ser otro de esos invitados tan generosos que tenemos la fortuna de encontrar en Destino: Wonderland, y todo en medio de la vorágine de la última edición de los Max (en la que La piedra oscura fue coronada como el acontecimiento que había sido, que sigue siendo), de la presentación en Málaga de Acantilado, del entonces reciente estreno de Julieta de Almodóvar y poco antes de irse a Cannes (para los interesados, aquí está el link con el programa http://prnoticias.com/podcast/ondaarcoiris/cultura-lgtb/20152274-daniel-grao-chico-almodovar). Y se presenta un otoño calentito, dentro de poco llegará a TVE La sonata del silencio, está rodando la esperadísima adaptación de La catedral del mar y continúa paseando La piedra oscura, no sé si habrá más plazas tras este segundo regreso a Madrid, sea como sea, ya han hecho historia en el ambiente teatral. Y ahora, como otras veces, recupero aquella entrevista cuyo espacio natural siempre debió ser el de este blog, el de este diario de espectador, sólo hay que volver a decir, contextualizar, que Daniel Grao y un servidor conversamos a finales de enero de 2015, cuando todo empezaba a rodar, ese destino inapelable que las piedras del camino nos recuerdan una y mil veces.

   DANIEL GRAO: “Conseguir la unanimidad entre crítica y público da cierto vértigo”

Sin prisas pero sin pausas, con pasos medidos pero firmes, el actor catalán se ha convertido en una presencia constante de la pequeña pantalla, mientras va labrándose todo un nombre en la escena encadenando productos de calidad que reciben el aplauso del público. En estos días estrena Los nuestros en Tele 5, dentro de un mes podrá vérsele en la segunda y esperada temporada de Sin identidad en Antena 3 y continuará con las representaciones de La piedra oscura, éxito incontestable de la temporada teatral.

    La expectación era máxima, el texto era conocido por la profesión y por algunos críticos, incluso había sido editado aunque se mantuviese inédito (Ediciones Antígona, 2013), se escuchaban tantos elogios, tantas ganas había por ver sobre las tablas La piedra oscura de Alberto Conejero que las entradas se agotaron tres días después del estreno y, ante la imparable demanda, el CDN anunció hace unas semanas que la función regresará a la Sala de la Princesa del María Guerrero en septiembre. Es comprensible que Daniel Grao, uno de sus intérpretes, esté exultante ante la situación y, aunque no se deja llevar fácilmente por el entusiasmo ni los cantos de sirena, no pueda evitar que la satisfacción tiña sus palabras y que la sonrisa no abandone su rostro.
   PREGUNTA.- Y, de repente, un éxito, un triunfo, alabanzas sin fin, llenos diarios…
   RESPUESTA.- ¡Es para no creérselo! Podría decirse que hemos sido un poco los Rolling, jajaja: ¡Todo vendido en sólo tres días! Es cierto que la sala es pequeña, pero tal y como están las cosas es para celebrarlo.
   P.- Hay locales que están vacíos y tienen menos butacas, por lo tanto, enhorabuena y, además, tan imparable ha sido la reacción del público que ya están a la venta las entradas para la próxima temporada…
   R.-  Se está dando la suerte de conectar con todo el mundo, hay algo como unánime, que es lo más bonito que puede pasar: vienen institutos, por ejemplo, que entran con el jolgorio típico pero cuando empieza la función quedan atrapados y se ponen en pie a aplaudir, se emocionan, lloran. Y luego están esas fantásticas señoras, espectadoras teatrales habituales, que también se impactan, yo creo que por la sencillez, porque el montaje va a la esencia, al final da un tanto igual de quiénes habla, las referencias históricas: lo que importa es esa esencia, ese encuentro entre dos seres humanos que sucede ahí mismo, delante de las narices del espectador, por eso se conecta de esa manera.
   P.- Sin duda, la puesta en escena, la ambientación de la sala, la iluminación, el modo en que Pablo Messiez y su equipo han plasmado el texto es parte fundamental de la conmoción que provoca el espectáculo…
   R.- Lo que Pablo ha hecho es muy valiente, es muy generoso con la propia función, siempre trabaja a favor de obra. Él siempre que se propone que “los cuerpos que vienen a vernos”, que es como llama al público, salgan modificados, les pase algo, que más allá del criterio de cada quien y de lo que se prefiera se reciba algo que interese, que remueva, y creo que ha conseguido su objetivo, como tantas otras veces. Y le llamo valiente porque no carga las tintas en una de las cosas, porque no se empeña en ser trepidante o tal o cual, atraviesa cada momento; es valiente con las pausas, ya que por momentos la obra es tan sólo la espera y se invita al espectador a que la haga, a que viva esa madrugada que puede ser eterna emocionalmente hablando.
   P.- Lo fundamental, como debería serlo siempre, es lo que se dice y quién lo dice y parece que Pablo lo tiene muy claro…
   R.- Sí, es cierto: sabe lo que quiere ofrecer, lo que debe potenciar, es un director muy generoso con los actores y lo hace como beneficio hacia la función y hacia nuestro trabajo, quedándose en la sombra cuando es preciso. Él es actor también y sabe que se necesita un espacio para ser y que no todo ha de estar pautado o marcado, porque a veces sólo se trata de ser, de estar, de vivir el momento. En mi caso concreto, Pablo me ha dado libertad para manejar el tiempo, para digerir la noticia que me dan, para ser receptivo; hay zonas en las que, no es que nos deje improvisar, pero nos deja respirar la función y ejecutar según lo que esté pasando esa noche en concreto.
   Las dimensiones de la Sala de la Princesa aportan el marco necesario para que el espectador sienta la claustrofobia, la agonía, el lento discurrir de las horas, la amenaza que se va cerniendo sin remisión sobre Rafael [Rodríguez Rapún, el último amante de Federico García Lorca], el personaje que encarna Daniel Grao, y también sobre Sebastián, el joven carcelero que le custodia, interpretado por Nacho Sánchez: “Es maravilloso tener un compañero como él porque en algo que es tan pequeño y tan de alma o sintonizas del modo que lo hacemos en escena o todo se desmorona. Su mirada es el mejor apoyo que puedo encontrar cada noche para que las emociones se desgranen del modo en que lo hacen”.
   R.- La premisa fundamental del montaje, el código que Pablo marcó desde los primeros ensayos fue no ir a marca, a tono o a gesto, sino transitar lo que hubiera que transitar y que fuera sucediendo lo que debiese, lo inevitable. Y así aparece esa magia que pasa aunque no la pretendas: yo me parto emocionalmente todas las noches, surge, tal vez si lo buscase no sucedería, pero de repente aflojas, el personaje te posee y ahí está, no siempre en el mismo punto, y eso aporta una mayor veracidad. Y ese ha sido el código que Pablo ha marcado desde los primeros ensayos.
   P.- Y al tener al público tan cerca todo se agudiza, no hay posibilidad de esconderse…
   R.- Cuando empezamos a marcar en el suelo dónde iba a estar la primera fila recuerdo que me sobrecogí un poco, que me impactaba sentir su respiración, me echaba un poco para atrás… Pero una vez empiezas ni te enteras de que están ahí sentados y ahora agradezco la proximidad porque aún me invita más a no ser nada técnico, no hay que pensar en la fila 20: puedo ser muy íntimo y al público le llega, es fantástico. Imagino que en la gira habrá que hacer variaciones según dónde actuemos, pero será interesante seguir trabajando con la función para mantenerla viva.
   P.- ¿Dónde radica el impacto básico de la obra? ¿Podías prever una repercusión de este calibre?
   R.- Intuyes que algo puede pasar y que puede generarse una inercia potente cuando la primera lectura, ya con todo el equipo, los de escenografía, vestuario, no faltaba nadie, es tan emocionante como lo fue y ahí sí se notó que la obra iba directa al corazón. ¡Pero esa unanimidad en la crítica y que el público responda así! Eso da cierto vértigo, porque no hay distinciones, como te decía se ponen en pie chavales que no han leído a Lorca y personas que tal vez no gusten de sus ideas pero ese es en realidad el espíritu de la función: dejar ya a un lado lo de los dos bandos, unirnos, dialogar, que puedas compadecerte, como en este caso, de ambos personajes. Yo lo resumiría en que es necesario arrinconar los egos y fusionar las almas.
   Su rostro se ha convertido en habitual y familiar gracias a la televisión (Acusados, Sin tetas no hay paraíso, Prim, el asesinato de la calle del Turco), si bien es cierto que su capacidad camaleónica y versatilidad ponen muy difícil el encasillamiento e impiden una rápida identificación: “En eso colaboran ángeles de la guarda como Salvador Calvo que me ofreció ser Mario Conde y luego un yonqui en Hermanos y, así, puedo jugar al despiste”.
   P.- Podría decirse que estás en un gran momento aunque llevas un tiempo fraguándolo en realidad…
   R.- Lo cierto es que mi carrera se va desarrollando de manera sólida, sin fuegos artificiales pero sin parones y, además, me llega a una edad estupenda en la que me siento muy protegido, muy agradecido y en la que no me creo nada que no deba creer.
   P.- Fernando Fernán Gómez decía que su forma de construir su carrera fue decir que sí a lo que le ofrecían, Carlos Hipólito y otros grandes también afirman lo mismo: que no se puede elegir y es cuestión de buena fortuna. ¿En tu caso es igual?
   R.- Bueno, a veces, armándome de valor, he dicho que no a algún proyecto, para no bajar ciertos escalones en lo que a calidad del producto se refiere; a veces no te queda otra, claro, hay que trabajar, pero en lo que he tenido suerte hasta ahora es no tener que hacer algo porque no me quedaba más remedio y que un trabajo me haya llevado a otro de la misma raza, siempre ha habido algún elemento que me ha ayudado a seguir jugando en esa liga, sea en el medio que sea. En teatro, especialmente, he tenido gran fortuna: La avería con Blanca [Portillo], después de estar con ella en Acusados y luego conseguir Emilia de Claudio Tolcachir y ahora esto… ¡No va a ser fácil mantenerse, jajajaja! En televisión tal vez puedo decir que sí porque me interese lo que es la historia, algún compañero, la oportunidad, pero en teatro tengo que enamorarme hasta las trancas, no es que lo otro lo vaya a hacer a medias o con desgana pero ahí puedes focalizar y centrarte en tu cometido, mientras que lo que implica una función, ponerme en pelotas emocionalmente cada noche, creo que no podría hacerlo si no me gustase en un cien por cien.
   Y sobre los escenarios seguiremos viéndole (por el momento en La piedra oscura, espectáculo en gira al margen de su regreso a la Sala de la Princesa), también en la pequeña pantalla y en la grande (“Tengo el cine un poco abandonado y viceversa: quiero ponerle remedio”), puesto que forma parte del reparto de Palmeras en la nieve, un título muy promocionado que se estrenará a finales de 2015.